Archivo por días: 5 septiembre, 2014

LA CICATRIZ DE ULISES. Erich Auerbach

LA CICATRIZ DE ULISES

Erich Auerbach

 

 
 
 
 
 
 
 
 

Los lectores de la Odisea recordarán la emocionante y bien preparada escena del canto xix, en la cual la anciana ama de llaves Euriclea reconoce a Ulises, de quien había sido nodriza, por la cicatriz en el muslo. El forastero se ha granjeado la benevolencia de Penélope, quien ordena al ama lavarle los pies, primer deber de hospitalidad hacia los fatigados caminantes en las historias antiguas; Euriclea se dispone a traer el agua y mezclar la caliente con la fría, mientras habla con tristeza del señor ausente, que muy bien pudiera tener la misma edad que el huésped, y que quizá se encuentre ahora, como éste, vagando quién sabe dónde como un pobre expatriado, y entonces se da cuenta del asombroso parecido entre ambos, al mismo tiempo que Ulises se acuerda de su cicatriz y se retira aparte en la oscuridad, a fin de no ser reconocido, al menos por Penélope. Apenas la anciana toca la cicatriz, deja caer con alegre sobresalto el pie en la jofaina; el agua se derrama, y ella quiere prorrumpir en exclamaciones de júbilo; pero con zalamerías y amenazas Ulises la retiene, la sujeta e inmoviliza. Penélope, oportunamente distraída por Atenea, no ha notado nada.

Todo esto es relatado ordenada y espaciosamente. En parlamentos flúidos, circunstanciados, las dos mujeres dan a conocer sus sentimientos, y aunque éstos se hallan entremezclados con consideraciones generales sobre el destino de los hombres, la conexión sintác­tica entre sus partes es perfectamente clara, sin perfiles esfumados. Para la descripción de los útiles, de los ademanes y de los gestos, una descripción bien ordenada, uniformemente ilustrada, con eslabones bien definidos, dispone de tiempo y espacio abundantes: incluso en el dramático instante del reconocimiento, Homero no olvida decir al lector que es con la mano derecha con la que Ulises coge a la anciana por el cuello, a fin de impedirle hablar, mientras con la otra la atrae hacia sí. Las descripciones de hombres y cosas, quietos o en movimiento dentro de un espacio perceptible, uniformemente destacados, son claras, lúcidas, y no menos claros yperfectamente expresados, aun en los momentos de emoción, aparecen sentimientos e ideas.

Al reproducir la acción he omitido a propósito una serie completa de versos que la interrumpen a la mitad. Son más de setenta, mientras que la acción propiamente dicha consta de unos cuarenta antes y otros cuarenta después de la interrupción. Durante ésta, que ocurre en el preciso momento en que el ama reconoce la cicatriz, o sea en el instante justo de la crisis, se nos describe el origen de la herida, un accidente de los tiempos juveniles de Ulises, durante una cacería de jabalíes celebrada con motivo de la visita a su abuelo Autólico. Esto da ocasión de instruir al lector sobre Autólico, su morada, parentesco, carácter, y, de una manera tan deliciosa como puntual, sobre lo que hizo al nacer su nieto; después, la visita del adolescente Ulises, la salutación, el banquete, el sueño y el despertar, la partida matinal a la caza, el rastreo, el combate, Ulises herido por un jabalí, el vendar la herida, la curación, el regreso a Itaca, la solícita inquisitoria de los padres; todo vuelve a relatarse con un perfecto modelado de las cosas y una conexión en las frases que no deja nada oscuro o inadvertido. Después de lo cual el narrador nos retrotrae al aposento de Penélope, y relata cómo Euriclea, que antes de la interrupción ya había reconocido la herida, deja ahora caer espantada el pie levantado de Ulises en la jofaina.

 Lo primero que se le ocurre pensar al lector moderno es que con este procedimiento se intenta agudizar aún más su interés, lo cual es una idea, si no completamente falsa, al menos insignificante para la explicación del estilo homérico.Pues el elemento “tensión” es, en las poesías homéricas, muy débil, y éstas no se proponen en manera alguna suspender el ánimo del lector u oyente. Si fuera así, debería procurar ante todo que el medio tensor no produjera el efecto contrario de la distensión, y sin embargo esto es lo que más a menudo ocurre, como en el caso que ahora presentamos. La historia cinegética, espaciosa, amable, sutilmente detallada, con todas sus elegantes holguras, con la riqueza de sus imágenes, idílicas, tiende a atraer para sí la atención del oyente y hacerle olvidar todo lo concerniente a la escena del lavatorio. Una interpolación que hace crecer el interés por el retardo del desenlace no debe acaparar toda la atención ni distanciar la conciencia de la crisis, cuya solución ha de hacerse desear, en forma que destruya la tensión del estado de ánimo, sino que la crisis y la tensión deben conservarse, manteniéndoselas en un segundo plano. Mas Homero, y sobre esto volveremos luego, no conoce ningún segundo plano. Lo que él nos relata es siempre presente, y llena por completo la escena y la conciencia. Como en este caso: cuando la joven Euriclea pone al recién nacido Ulises después del convite sobre las rodillas de su abuelo Autólico, la anciana Euriclea, que unos versos antes tocaba  el pie del viajero, ha desaparecido por completo de la escena y de la conciencia.

Goethe y Schiller, cuya correspondencia de fines de abril de 1797 trataba de lo “retardador” en la poesía homérica en general, lo oponían precisamente al principio de “tensión”, expresión que si no aparece se halla claramente implícita al considerar el proceso retardador como genuinamente épico, en contraste con la tragedia (cartas del 19, 21 y 22 de abril).Lo retardador, el “avance y retroceso” de la acción por medio de interpolaciones, me parece hallarse también en la poesía homérica en contraposición con la tensión directa hacia un objetivo, y sin duda alguna tiene razón Schiller cuando dice que Homero nos describe “tan sólo la tranquila presen­cia y acción de las cosas según su propia naturaleza”, y que la finalidad de su descripción descansa “en todos y cada uno de los puntos de su desarrollo”. Pero Schiller yGoethe elevan el procedimiento homérico a regla de la poesía épica en general, y las palabras de Schiller arriba citadas deben valer para toda la poesía épica, en oposición a la trágica. Sin embargo, existen, tanto en los tiempos anti­guos como en los modernos, importantes obras épicas que no contienen elementos “retardadores” en este sentido, y que están escritas en un estilo de extrema tensión, que “nos roban nuestra libertad de ánimo”, lo que Schiller concedía exclusivamente a la poesía trágica. Y aparte de esto, me parece indemostrable e improbable que en el referido procedimiento de la poesía homérica hayan intervenido consideraciones estéticas, ni siquiera un sentimiento estético de la índole del mencionado por Goethe y Schiller. El resultado es exactamente el que éstos describen, y de aquí se deduce en efecto el concepto de lo épico, común tanto a ellos como a todos los escritores influidos por la antigüedad clásica. Pero la causa de la aparición de lo retardador me parece debe atribuirse a otro móvil, precisamente a la necesidad, intrínseca al estilo homérico, de no dejar nada a medio hacer o en la penumbra. La digresión sobre el origen de la cicatriz no se diferencia en nada de los pasajes en que un personaje recién introducido, o un utensilio, o cualquier otra cosa, que aparecen en la descripción, así sea en medio de la más apremiante confusión del combate, son detalladamente descritos según su género y procedencia, o de aquellos otros en que se nos proporcionan, de un dios recién llegado, toda clase de datos sobre su última estancia, lo que en ella hizo y por qué caminos llegó; hasta sus epítetos me parecen atribuibles en último término a tal deseo de modelación sensible de los fenómenos.

He aquí la cicatriz que aparece en el curso de la acción; mas siendo incompatible con el sentimiento homérico el dejarla simplemente surgir de un oscuro pasado, tiene que ponerla bien de manifiesto, a plena luz, y con ella un trozo del panorama juvenil del héroe; igual que en la Ilíada, cuando el primer barco se está ya quemando y por fin los mirmidones se disponen a acudir en ayuda; momento en que no sólo encuentra tiempo suficiente para su magnífica comparación con los lobos y para describirnos el orden de sus batallones, sino incluso para la exacta relación de la ascendencia de algunos de sus jefes (Ilíada, 16, 155). Desde luego que el efecto estético que con ello se obtiene ha debido de ser notado muy pronto, y más tarde buscado también, pero el primer impulso proviene sin duda del fondo mismo del estilo homérico: representar los objetos acabados, visibles y palpables en todas sus partes, y exactamente definidos en sus relaciones espaciales y temporales. Con respecto a los procesos internos, se comporta en idéntica forma: nada debe quedar oculto y callado. Los hombres de Homero nos dan a conocer su interioridad, sin omitir nada, incluso en los momentos de pasión; lo que no dicen a los otros lo dicen para sí, de modo que el lector quede bien enterado. Rara vez es mudo lo espantoso, que con frecuencia ocurre en la poesía homérica; Polifemo habla con Ulises, éste a su vez con los pretendientes, cuando comienza a matarlos; prolijamente conversan Héctor y Aquiles, antes y después de su combate, y ningún parlamento es tan medroso o colérico que falten o se descompongan en él los elementos de la ordenación lógica del lenguaje. Naturalmente, esto no concierne tan sólo a lo que dicen los personajes, sino a toda la descripción en general. Los diversos términos de la composición se relacionan clarísimamente entre sí; gran cantidad de conjunciones, adverbios, partículas y otros recursos sintácticos, transcritos cada uno con su significación y finamente matizados, deslindan las personas, casas y sucesos, y los traban al mismo tiempo en ininterrumpida fluidez; al igual que los distintos objetos, aparecen también en plena luz y perfectamente conformadas sus interrelaciones, sus entrelazamientos temporales, locales, causales, finales, consecutivos, comparativos, concesivos, antitéticos y condicionales, de modo que se produce un tránsito ininterrumpido y rítmico de las cosas, sin dejar en ninguna parte un fragmento olvidado, una forma inacabada, un hueco, una hendidura, un vislumbre de profundidades inexploradas.

Y este paso de figuras acaece en primer plano, es decir, en un constante presente, temporal y espacial. Podria creerse que las muchas interpolaciones, tanto ir adelante y atrás en la acción, deberían crear una especie de perspectiva temporal y espacial; pero el estilo homérico no produce jamás esta impresión. El modo de evitar la impresión de perspectiva puede observarse en el método de introducción de las interpolaciones, una construcción sintáctica familiar a todo lector de Homero. En el caso concreto de que nos ocupamos se emplea igualmente, pero también es de notar en interpolaciones mucho más breves. La palabra “cicatriz” (verso 393) es seguida de una oración de relativo (“que a él antaño un jabalí. . . “), la cual se ensancha en un amplio paréntesis sintáctico; en éste se introduce impensadamente una oración principal (verso 396: “un dios le dió…”) que va saliendo gradualmente de la subordinación sintáctica, hasta que con el verso 399 empieza un nuevo presente, una inclusión sintácticamente libre del nuevo contenido, que reina por sí solo hasta que en el verso 467 (“que la anciana tocaba ahora…”) se vuelve a reanudar la conexión en el punto interrumpido. De todos modos, en interpolaciones tan largas como ésta apenas sería posible una ordenación sintáctica, pero tanto más fácilmente podría haberse obtenido una ordenación en perspectiva, dentro de la acción principal, por medio de una apropiada disposición de los contenidos, exponiendo todo el relato de la cicatriz como un recuerdo de Ulises, que aparece en aquel momento en su conciencia; hubiera sido muy fácil, con sólo comenzar la historia de la herida dos versos antes, al mencionar por primera vez la palabra cicatriz, y cuando ya se dispone de los motivos “Ulises” y “recuerdo”. Pero un tal procedimiento subjetivo-perspectivista, creador de primeros y segundos planos, para que el presente resalte sobre la profundidad de lo pasado, es totalmente extraño al estilo homérico; en éste sólo hay primer plano, únicamente un presente uniformemente objetivo e iluminado; y por eso comienza la digresión dos versos más tarde, cuando Euriclea ha descubierto la cicatriz y ya no existe la posibilidad de ordenación en perspectiva, convirtiéndose la historia de la herida en un presente completo e independiente.

La particularidad del estilo homérico se hace aún más clara si se confronta con un texto asimismo épico y antiguo, sacado de otro mundo de formas. Lo voy a intentar con el sacrificio de Isaac, un relato recopilado por el llamado Elohista. Cipriano de Valera traduce el principio como sigue: “Y aconteció después de estas cosas, que tentó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí.” Este principio ya nos deja perplejos, si venimos de Homero. ¿Dónde están los interlocutores? No se dice. El lector sabe muy bien, sin embargo, que no están en todo tiempo en el mismo sitio, y que uno de ellos, Dios, debe venir de alguna parte, de alguna altura o profundidad, hasta llegar a la tierra e interpelar a Abraham. ¿De dónde viene, desde dónde se dirige a Abraham? Nada de esto se nos dice. No viene, como Zeus o Poseidón, de Etiopia, donde se ha regocijado con un holocausto. Tampoco se nos informa sobre las causas que lo han movido a tentar tan terriblemente a Abraham. No ha discutido con otros dioses en una asamblea, como Zeus; tampoco se nos comunica lo que él decide en su corazón; inesperada y enigmáticamente llega a la escena, desde desconocidas alturas o abismos, y llama: ¡Abraham! Se dirá que esto se explica por la singular idea judía de Dios, tan diferente de la de los griegos. Es cierto, pero no constituye una objeción. Pues ¿cómo se explica la idea judía de Dios? Ya su primitivo Dios del desierto carecía de forma y residencia fijas, y era solitario; su falta de forma, de sede, y su soledad no sólo se han reafirmado en la lucha con los dioses del próximo Oriente que, relativamente, son mucho más intuíbles, sino que se han intensificado. La idea que de Dios se hacían los judíos no era tanto causa como síntoma de su modo de concebir y exponer.

Lo vemos con más claridad todavía si nos fijamos en el otro interlocutor, en Abraham. ¿Dónde se encuentra? No lo sabemos. Él dice: “Heme aquí”; pero la expresión hebrea significa algo así como “Veme” o, como traduce Gunkel: “Oigo” y, en cualquier caso, no pretende señalar el lugar real en que se encuentra Abraham, sino más bien un lugar moral en relación con Dios, que lo ha llamado: “Estoy a tus órdenes”. Pero no se nos dice dónde se halla realmente, si en Beer-Seba o en otro lugar, si en su casa o al descampado; al narrador no le interesa y el lector se queda sin saberlo, y también la ocupación a que se dedicaba al ser llamado por Dios permanece a oscuras. Recordemos, para percibir bien la diferencia, la visita de Hermes a Calipso, donde el encargo, el viaje, la llegada y recepción del visitante, así como la situación y ocupaciones de la persona visitada, son expuestos en muchos versos; e incluso allí donde los dioses aparecen repentina y fugazmente, sea para ayudar a uno de sus favoritos o para perder o confundir a uno de sus odiados mortales, se nos indican su figura y, la mayor parte de las veces, el modo de su aparición y desaparición. Pero en nuestro caso Dios aparece sin figura alguna (y, sin embargo, “aparece”), no se sabe de dónde, y tan sólo percibimos su voz, que no dice más que un nombre, sin adjetivos, sin denotar descriptivamente a la persona interpelada, lo contrario de lo que ocurre en todas las alocuciones homéricas; y de Abraham tampoco se nos hacen sensibles más que sus palabras de réplica: Hinne-ni, “Heme aquí”, con lo cual, desde luego, se sugiere un gesto conmovedor, expresivo de obediencia y acatamiento, pero cuyo delineamiento queda a cargo dcl lector. Así, tenemos que de los dos interlocutores no nos son perceptibles más que las breves palabras abruptas, sin preparación previa, duramente contrapuestas y, cuando más, la figuración de un gesto de fervor: el resto permanece en la oscuridad. Y tampoco los dos interlocutores están en el mismo plano; si nos imaginamos a Abraham en un primer término, donde nos lo podríamos figurar postrado en el suelo, o arrodillado, o inclinándose con los brazos abiertos, o con la mirada fija en lo alto, Dios no estaría ahí: los ademanes y las palabras de Abraham se dirigirían a la imagen interna o hacia la altura, hacia un sitio indeterminado, oscuro -en ningún caso situado en primer término-, de donde la voz llega hasta él.

Después de este comienzo, Dios dicta su orden, y da principio la narración propiamcnte dicha, ya de todos conocida. Se va desarrollando sin interpolaciones de ningún género, en unas pocas oraciones principales, cuya conexión sintáctica es extremadamente pobre. Imposible pensar en descripción alguna de un instrumento empleado, de un paisaje recorrido, de los siervos o de los asnos que forman la comitiva, y mucho menos de la ocasión en que fueron adquiridos, de su procedencia, material, aspecto o utilidad, por medio de expresiones elogiosas; ni siquiera soportan un adjetivo; son siervos, asnos, madera o cuchillo, y nada más, sin epítetos; no tienen otro fin que el de cumplir la misión que Dios les ha encomendado;  lo que son, eran o serán aparte de esto permanece en la oscuridad.Van recorriendo un camino, pues Dios ha indicado el sitio exacto donde ha de consumarse el sacrificio, pero nada se nos dice del camino, excepto que la caminata dura tres días, y esto de una manera indirecta: Abraham con su comitiva se levantó “muy de mañana” y se dirigió al lugar del que Dios le había hablado; al tercer día levantó sus ojos y reconoció el lugar a lo lejos. Este alzar los ojos es el único ademán, más todavía, lo único que se nos refiere del viaje, y aunque por él deducimos que el lugar del sacrificio debe hallarse en una altura, esta referencia señera hace aún más profunda la impresión de vacío del camino; es como si durante el viaje Abraham no hubiera visto nada ni a derecha ni a izquierda, como si hubiera inhibido todas sus manifestaciones vitales y las de sus compañeros, salvo mover los pies. Por lo tanto, el viaje parece un silencioso caminar a través de lo indeterminado y provisional, una contención del aliento, un suceso sin presente, enclavado entre lo pasado y lo que va a ocurrir como una duración vacía, y no obstante medida:¡tres días! Tres días semejantes debían sugerir naturalmente la interpretacíón simbólica que más tarde cobrarán. Han comenzado “muy de mañana”. Pero ¿en qué momento del tercer día levantó Abraham la vista y vió ante sí la meta de su viaje? En el texto nada  se dice. Sin duda, no muy tarde, ya que les quedó tiempo para subir a la montaña y preparar el sacrificio. “Muy de mañana” no señala, pues, una demarcación del momento, ya que reviste más bien un sentido moral al expresar la urgencia y escrupulosidad con que obedece el desdichado Abraham. Amargo para él el amanecer en que enalbarda su asno, llama a sus dos siervos y a su hijo y los hace levantarse; no obstante, obedece, y camina hasta el día tercero, en que, alzando los ojos, ve el lugar. De dónde viene, no lo sabemos nosotros, pero el punto de destino está bien indicado: Jeruel, en la tierra de Moriah. No se ha comprobado qué lugar era éste, ya que es posible que “Moriah” haya sustituído más tarde a otra palabra, pero en todo caso en la narración aparece el nombre del lugar del culto que, en conexión con la ofrenda de Abraham, estaba llamado a obtener una particular significación sagrada. Lo mismo que “muy de mañana” no trata de fijar el tiempo, tampoco “Jeruel en la tierra de Moriah” realiza función alguna de determinación espacial, puesto que en ninguno de los dos casos conocemos el límite opuesto, o sea, el momento en que Abraham alzó los ojos y el punto de donde salió para realizar su viaje. La importancia de Jeruel no consiste tanto en ser el término de un viaje terrenal, en su relación geografica con otro lugar, como en haber sido elegido para escenario del sacrificio, es decir, por su relación con Dios, y por esto debe ser nombrado en el relato.

En la narración hay un tercer personaje principal: Isaac. Mientras que Dios y Abraham, sus siervos, asnos y herramientas son simplemente nombrados, sin mención de sus propiedades o de cualquiera otra particularidad, Isaac obtiene una aposición; Dios dice: “Toma ahora tu hijo, tu único, a quien amas”. Pero esto no constituye una caracterización del propio Isaac, aparte de su relación con el padre y fuera del tema del relato; no es desviación ni interrupción descriptiva, pues no se trata de perfilar la figura de Isaac; puede haber sido hermoso o feo, discreto o tonto, alto o bajo, atrayente o repulsivo: nada sabemos. Tan sólo se nos presenta aquello que debe ser conocido de él aquí y ahora, dentro de los límites de la acción, a fin de que percibamos cuán horrible es la tentación de Abraham, y que Dios se da bien cuenta de ello. Se ve, con este ejemplo antitético, la significación de los adjetivos descriptivos y de las digresiones en el estilo homérico: con la alusión a la vida del personaje descrito, que trasciende del momento actual, a su vida como si dijéramos absoluta, impide la concentración unilateral del lector en la crisis presente, evita, aun en los más terribles acontecimientos, el progreso de una tensión opresiva. Pero en la historia de la ofrenda de Abraham hay tensión opresiva; lo que Schiller reservaba al poeta trágico ­-robarnos la libertad del ánimo, dirigir y concentrar nuestras fuerzas internas (Schiller dice: “nuestra actividad”) en un solo sentido- se produce también en este relato bíblico que, no obstante, debe ser considerado como épico.

Igual contraste hallamos al comparar el empleo que se hace del parlamento. También hablan los personajes en la narración bíblica, pero el parlamento no sirve en ella para darnos a conocer sin reservas sus interioridades, como en Homero, sino justamente para lo contrario, para aludir a un algo implícito, que no se expresa. Dios ordena por sí mismo, pero calla sus motivos e intenciones; Abraham permanece silencioso al recibir la orden, y obra como se le manda. Las palabras que se cruzan entre Abraham e Isaac durante el camino hacia el lugar del holocausto son sólo una interrupción del denso silencio, y contribuyen a hacerlo más denso aún. “Y fueron ambos juntos”, Isaac con la leña, Abraham con los útiles para encender el fuego y con el cuchillo. Tímidamente, Isaac pregunta por el cordero, y Abraham le responde como sabemos. Luego el texto repite: “E iban juntos”. Todo queda inexpresado.

No es fácil concebir estilos más contradictorios entre sí que los de estos dos textos, antiguos y épicos en la misma medida. Por un lado, figuras totalmente plasmadas, uniformemente iluminadas, definidas en tiempo y lugar, juntas unas con otras en un primer plano y sin huecos entre ellas; ideas y sentimientos puestos de manifiesto, peripecias reposadamente descritas y pobres en tensión. Por el otro, las figuras están trabajadas tan sólo en aquellos aspectos de importancia para la finalidad de la narración, y el resto permanece oscuro; únicamente los puntos culminantes de la acción están acentuados, y los intervalos vacíos; el tiempo y el lugar son inciertos y hay que figurárselos; sentimientos e ideas permanecen mudos, y están nada más que sugeridos por medias palabras y por el silencio; la totalidad, dirigida hacia un fin con alta e ininterrumpida tensión y, por lo mismo, tanto más unitaria, permanece misteriosa y con trasfondo.

Para que no se me entienda mal voy a precisar un tanto esta idea de “trasfondo”. He hablado más arriba del estilo homérico como “de primer plano”, porque, a pesar de que tantas veces marcha hacia atrás o hacia adelante, sitúa lo que se relata en un presente puro, sin perspectiva. El análisis del texto elohístico nos muestra que la expresión “trasfondo” puede emplearse en un sentido más amplio y hondo. Vemos que hasta el individuo puede ser presentado con “trasfondo”: así Dios en la Biblia, pues no es, como Zeus, aprehensible en su presencia, ya que sólo “algo” de Él aparece, mientras se esconde en las profundidades. Pero también los hombres de los relatos bíblicos tienen más trasfondo que los homéricos, más profundidad en el tiempo, en el destino y en la conciencia; a pesar de que el suceso los ocupa por entero casi siempre, no se entregan a él hasta el punto de olvidar lo que les ocurriera en otro tiempo y lugar; sus sentimientos e ideas presentan más capas, son más intrincados. La actuación de Abraham no se explica sólo por lo que momentáneamente le está sucediendo, ni tampoco por su carácter (como la de Aquiles por su osadía y orgullo, y la de Ulises por su astucia y prudente previsión), sino por su historia anterior; recuerda, tiene siempre en la conciencia lo que Dios le ha prometido y lo que ya le ha otorgado, su ánimo se halla hondamente conmovido entre la rebeldía desesperada y la esperanza confiada; su silenciosa obediencia oculta capas y planos diversos, es decir, un trasfondo. Las figuras homéricas, cuyo destino se halla unívocamente fijado, y que despiertan cada día como si fuera el primero, no pueden caer en situaciones internas tan problemáticas; sus pasiones son desde luego violentas, pero simples, y se exteriorizan de inmediato. ¡Cuánto trasfondo, por el contrario, en caracteres como los de Saúl o David, qué intrincadas y de distintos planos las relaciones humanas entre David y Absalón, o entre David y Joab! Es inimaginable en Homero una multiplicidad de planos, un “trasfondo” de la situación psicológica como el que aparece, más sugerido que claramente expuesto, en la historia de la muerte de Absalón y su epílogo (2, Sam. 18 y 19). En esta última no se trata sólo de acaeceres psíquicos, de caracteres con mucho trasfondo y hasta insondables, sino también de un trasfondo puramente espacial. Pues David está ausente del campo de batalla, pero su voluntad y sentimientos irradian y ejercen su influencia incluso sobre Joab, que se resiste y actúa a su antojo. En la grandiosa escena de los dos emisarios alcanzan una expresión perfecta los segundos planos espacial y psíquico, aunque éste apenas sugerido. Contrapóngase a ésta la forma en que Aquiles, cuando envía a Patroclo a informarse primero y luego al combate, pardece en “presencia” durante todo el tiempo en que no está corporalmente presente. Pero lo más importante son las muchas capas dentro de cada hombre, cosa que a lo sumo puede encontrarse en Homero en forma de duda consciente entre dos acciones posibles; por lo demás, en él la diversidad de la vida psíquica se nos muestra sólo en la sucesión y cambio de las pasiones, mientras que los escritores judíos consiguen expresar las capas superpuestas y simultáneas de la conciencia y el conflicto entre ellas.

Los poemas homéricos, cuyo refinamiento sensorial, verbal y, sobre todo, sintáctico parece tan superior, resultan, sin embargo, por comparación, muy simples en su imagen del hombre, y también en lo que respecta a la realidad de la vida que describen. Lo que más les importa es la alegría por la existencia sensible y por eso tratan de hacérnosla presente. En medio de los combates y las pasiones, las aventuras y los riesgos, nos muestran cacerías y banquetes, palacios y chozas pastoriles, contiendas atléticas y lavatorios, a fin de que observemos a los héroes en su ordinario vivir y de que disfrutemos viéndolos gozar de su sabroso presente, bien arraigado en costumbres, paisajes y quehaceres. Y de tal manera nos encantan y se captan nuestra voluntad, que compartimos la realidad de su vida, y mientras estamos oyendo o leyendo nos es totalmente indiferente saber que todo ello es tan sólo ficción. El reproche que a menudo se ha hecho a Homero, de ser mentiroso, no rebaja en nada su eficiencia; no tiene necesidad de copiar la verdad histórica, pues su realidad es lo bastante fuerte para envolvernos y captarnos por entero. Este mundo “real”, que existe por sí mismo, dentro del cual somos mágicamente introducidos, no contiene nada que no sea él; los poemas homéricos no ocultan nada, no albergan ninguna doctrina ni ningún sentido oculto. Se puede analizar a Homero, como lo hemos intentado nosotros, pero no se le puede interpretar. Corrientes posteriores, orientadas hacia lo alegórico, han intentado ejercer sobre él sus artes interpretativas, pero no han llegado a ningún resultado. Es reacio a este tratamiento, las interpretaciones resultan forzadas y extrañas, y no cristalizan en una teoría unitaria. Las consideraciones de tipo general que encontramos aquí y alla -en nuestro episodio, por ejemplo, la del verso 360: “pues los hombres envejecen pronto en la desgracia”- revelan una tranquila aceptación de las peculiaridades de la existencia humana, pero no la necesidad de cavilar sobre el asunto, y mucho menos el impulso apasionado de sublevarse o someterse con extática entrega.

En los relatos bíblicos todo esto es completamente diferente. Su intención no es el encanto sensorial, y si a pesar de ello producen vigorosos efectos plásticos, es porque los sucesos éticos, religiosos, íntimos que les interesan se concretan en materializaciones sensibles de la vida. Pero la intención religiosa determina una exigencia absoluta de verdad histórica. La historia de Abraham e Isaac no está mejor atestiguada que la de Ulises, Penélope y Euriclea: ambas son leyenda. Sólo que el narrador bíblico, el Elohista, tenía que creer en la verdad objetiva de la ofrenda de Abraham, pues la persistencia de la ordenación sagrada de la vida dependía de la verdad de este y otros relatos parecidos. Tenía que creer en ella apasionadamente o, de lo contrario, sería, como muchos exégetas racionalistas supusieron y siguen suponiendo todavía, un redomado embustero, no inocente, como Homero, que mentía para agradar, sino un mentiroso político consciente de sus fines, que mentía en provecho de sus pretensiones de mando. Esta opinión racionalista me parece psicológicamente absurda, pero aun cuando la tomemos en serio, de todos modos la relación entre el narrador bíblico y la verdad de su narración es mucho más apasionada y terminante que en Homero. Aquél tuvo que escribir exactamente lo que le dictaba su fe en la verdad de la tradición, o, según el punto de vista racionalista, su propio interés para que pasara por verdad; en cualquier caso, su fantasía creadora o descriptiva estaba estrictamente limitada, su actividad debía reducirse a redactar la piadosa tradición de un modo impresionante. Su producción tendía, ante todo, no al realismo, que, cuando lo conseguía, sólo era un medio y no un fin, sino a la verdad. ¡Ay de aquel que no creyera en ella! Se puede muy bien abrigar objeciones históricas contra la guerra de Troya y contra las aventuras de Ulises sin que por ello la lectura de Homero deje de causar el efecto que éste perseguía; pero el que no cree en el sacrificio de Isaac no puede hacer de este relato el uso para que fué destinado. Más aún. La pretensión de verdad de la Biblia no sólo es mucho más perentoria que la de Homero, sino que es tiránica: excluye toda otra pretensión. El mundo de los relatos bíblicos no se contenta con ser una realidad histórica, sino que pretende ser el único mundo verdadero, destinado al dominio exclusivo. Cualquier otro escenario, decurso y orden no tienen derecho alguno a presentarse con independencia, y está dicho que todos ellos, la historia de la humanidad en general, han de inscribirse en sus marcos y ocupar su lugar subordinado. Los relatos de las Sagradas Escrituras no buscan nuestro favor, como los de Homero, no nos halagan, a fin de agradarnos y embelesarnos: lo que quieren es dominarnos, y si rehusamos, entonces nos declaran rebeldes. No se pretenda objetar que voy demasiado lejos, y que no son las narraciones, sino la doctrina religiosa la que alza estas pretensiones, pues estos relatos están muy lejos de ser sólo, como los de Homero, una “realidad” meramente contada. En ellas se encarnan la doctrina y la promesa, fundidas indisolublemente a los relatos, y precisamente por eso, tales relatos, velados y con trasfondo, albergan un doble sentido oculto. En la historia de Isaac no sólo las intervenciones de Dios al comienzo y al final, sino los sucesos intermedios y lo psicológico que apenas si se rozan, son oscuros y con trasfondo; y por eso el relato da qué pensar y reclama intcrpretación. Que Dios tienta también al más piadoso espantosamente, que la única actitud posible ante Él es una obediencia absoluta, pero que sus promesas son inconmovibles, por mucho que sus decisiones nos predispongan a la duda y la desesperación: éstas son las más importantes enseñanzas contenidas en la historia de Isaac; pero nos hacen el texto tan difícil, tan lleno de contenido, encierran tantas insinuaciones sobre la naturaleza de Dios, y sobre la actitud del hombre piadoso, que el creyente se ve obligado una y otra vez a enfrascarse en cada uno de los detalles para buscar la luz que en ellos puede estar oculta. Y puesto que de hecho contiene tanto de oscuro e inconcluso, y puesto que sabe que Dios es un Dios “escondido”, su afán interpretativo halla siempre nuevo alimento. La doctrina y el anhelo de interpretación se encuentran íntimamente unidos a la materialidad del relato, el cual es mucho más que mera “realidad” y está perpetuamente en riesgo de perder su propia realidad; como ocurrió más tarde cuando la interpretación dominó de tal modo que llegó a disolverse lo real.

Además de estar el texto bíblico de por sí necesitado de interpretación, su pretensión de dominio lo encauza aún más lejos por este camino. No intenta hacernos olvidar nuestra propia realidad durante unas horas, como Homero, sino que quiere subyugarIa; nosotros debemos acomodar nuestra vida propia a su mundo, y sentirnos partes de su construcción histórico-universal, lo cual se hace cada vez más difícil, a medida que el mundo en que vivimos se aleja del de las Sagrada s Escrituras; y cuando, a pesar de ello, éste mantiene su pretensión, habrá necesariamente de adaptarse mediante una transformación interpretativa, cosa que durante mucho tiempo fué relativamente fácil: todavía en la Edad Media europea era posible concebir los sucesos bíblicos como acaeceres cotidianos de aquel entonces, para lo cual el método exegético suministraba las bases. Cuando esto ya no puede hacerse, a causa de un cambio de ambiente demasiado violento, o por el despertar de la conciencia crítica, la pretensión de dominio se encuentra en peligro, el método exegético es despreciado y abandonado, los relatos bíblicos se convierten en viejas leyendas y las doctrinas que se han desgajado de ellos pierden su cuerpo, y ya no penetran en la realidad sensible o se volatilizan en el fervor personal.

A consecuencia de esa pretensión de dominio, el método interpretativo se extendió también a otras tradiciones, aparte de la judía. Los poemas homéricos proveen una relación de sucesos bien determinada, delimitada en tiempo y lugar; antes, junto y después de ella son perfectamente pensables otras cadenas de acontecimientos, sin conflicto ni dificultad alguna. En cambio, el Antiguo Testamento nos ofrece una historia universal; comienza con el principio de los tiempos, con la creación del mundo, y quiere terminar con el fin de los siglos, al cumplirse las profecías. Todo lo demás que en el mundo ocurra sólo puede ser concebido como eslabón de esa cadena. Todo lo que se llegue a conocer en ese orden, que interfiera con la historia judía, debe ser introducido como parte consti­tutiva del plan divino, y como esto sólo es posible por medio de la exégesis del nuevo material, la necesidad de interpretación se amplía, más allá del primitivo campo judeo-israelita, a las historias asiria, babilónica, persa, romana; la interpretación orientada por un sentido determinado se convierte así en un método general para comprender lo real; el mundo extraño, constantemente nuevo, que irrumpe en el horizonte judío y que, tal como se presenta, no se acomoda en él, debe ser interpretado para forzar esa acomodación. Pero lo nuevo, a su vez, repercute casi siempre sobre el obligado marco, que necesita ser ampliado y modificado; en este sentido, la labor interpretativa más impresionante tuvo 1ugar en los primeros siglos del cristianismo, como consecuencia de la misión entre los infieles llevada a cabo por Pablo y los padres de la iglesia; éstos interpretaron de nuevo toda la tradición judía como una serie de “figuras” anunciadoras de la aparición de Cristo, y señalaron al Imperio romano su lugar dentro del plan divino de salvación de los hombres. Así pues, mientras por una parte la realidad del Antiguo Testamento aparece como verdad total, con pretensiones hegemóni­cas, estas mismas pretensiones la obligan luego a continuas modi­ficaciones interpretativas de su propio contenido; éste pervive du­rante milenios, dentro de la vida del hombre europeo, en una evolución activa e incesante.

La pretensión de universalidad histórica y la relación constantemente ahondada y generadora de conflictos con un Dios Único y oculto, que, sin embargo, se aparece, y que con sus promesas e intervenciones dirige la historia universal, confiere a los relatos del Antiguo Testamento una perspectiva totalmente distinta de los de Homero. El Antiguo Testamento es en su composición incomparablemente menos unitario que los poemas homéricos; es, más obviamente que éstos, una reunión de piezas sueltas; no obstante, todas estas piezas entran dentro de una conexión histórico-universal, de una interpretación de la historia universal. Aunque contengan ele­mentos extraños, difícilmente acomodables, la interpretación hace presa en ellos, de modo que el lector siente en cada momento la perspectiva religiosa e histórico-universal que confiere a los relatos aislados su sentido correspondiente y su finalidad común. Si las diversas narraciones y grupos narrativos se hallan más aislados y horizontalmente desligados que los de la Ilíada y laOdisea, es mucho más fuerte su unidad vertical, que los mantiene a todos bajo el mismo signo, cosa que falta por completo en Homero. Cada una de las grandes figuras del Antiguo Testamento, desde Adán hasta los profetas, encarna un momento de ese enlace vertical. Dios ha elegido y modelado estas figuras para que encarnen su esencia y su voluntad; pero la elección y la plasmación no coinciden, pues la última se va realizando paulatinamente, históricamente, durante la vida terrenal de los elegidos. En la historia de Abraham hemos visto de qué manera ocurre y qué terribles pruebas impone tal modelado. Por eso las grandes figuras del Antiguo Testamento son más evolutivas, más cargadas de historia y tienen un sello más individual que los héroes homéricos. Aquiles y Ulises están magní­ficamente descritos, con abundancia de hermosos conceptos y epíte­tos; sus sentimientos se manifiestan sin reservas en sus palabras y ademanes; pero no evolucionan, y la historia de sus vidas se ha ba­sado inequívocamente de una vez y para siempre. Los héroes homéricos están tan poco representados en su devenir y en lo que han devenido, que en su mayor parte, Néstor, Agamemnón, Aquiles, aparecen con una edad estancada desde el principio. Incluso Uli­ses, que ofrece ocasión señalada para un desarrollo histórico, a causa del largo tiempo de su periplo y de los muchos sucesos que en él tienen lugar, apenas si da muestras de algo semejante. Telémaco ha crecido durante todo este tiempo, indudablemente, y se ha hecho mozo como cualquier otro niño; y también en la digresión sobre la cicatriz son evocadas idílicamente la infancia y adolescencia de Uli­ses. Pero Penélope apenas si ha cambiado en veinte años; y en el mismo Ulises la edad puramente corporal está velada con tantas intervenciones de Atenea, que lo hace aparecer viejo o joven, según lo exija la situación.Fuera de lo corpóreo, no se hace ni siquiera alusión a otra cosa y, en definitiva, Ulises es completamente el mismo al regreso que cuando, dos décadas antes, abandonó Itaca.

¡Pero qué camino y qué destino se interpone entre el Jacob que consigue arteramente la bendición de primogénito y el anciano cuyo hijo más amado es destrozado por una fiera; entre David, el tañedor de arpa, perseguido por el rencor amoroso de su señor, y el anciano rey, rodeado de apasionadas intrigas, a quien Abisai la Sunamita calienta en el lecho, sin que él la “conozca”! El anciano, del cual sabemos cómo ha llegado a ser lo que es, tiene una individualidad más acusada, más característica que el joven, pues solamente en el curso de una vida preñada de destino se diferencian entre sí los hombres y adquieren carácter propio, y esta historia de la personalidad es lo que nos ofrece el Antiguo Testamento como modelación de los elegidos por Dios para representar papeles ejemplares. Sobre su vejez, marchita a veces, pesa todo el pasado y muestran un sello individual completamente extraño a los héroes homéricos. A éstos el tiempo los afecta sólo exteriormente, y aun ello se nos pone de manifiesto lo menos posible; las figuras del Antiguo Testamento, en cambio, permanecen constantemente bajo la dura férula de Dios, que no sólo las ha creado y elegido, sino que continúa moldeándolas, doblegándolas, amasándolas, y que, sin destruir su esencia, obtiene de ellos formas que su juventud no dejaba presagiar. De nada vale la objeción de que las historias personales del Antiguo Testamento son fruto, muchas veces, de la fusión de le­yendas personales diversas, pues la fusión forma parte del nacimiento del texto. ¡Y cuanto más amplias son las oscilaciones pendulares de su destino que las de los héroes homéricos! Pues aunque aquéllos son portadores de la voluntad divina, también son falibles, y expuestos a la desgracia y a la humillación; y en medio de su desgracia y humillación se revela en sus acciones y palabras la sublimidad de Dios. Apenas si hay alguno que no sufra, como Adán, la más profunda humillación, y apenas alguno que no sea ensalzado al trato y a la inspiración divinas. La humillación y la exaltación alcanzan mayores profundidad y altura que en Homero, y se implican en el fondo. Ulises está únicamente disfrazado de mendigo, mientras que Adán es realmente expulsado, Jacob un auténtico fugitivo, José es arrojado al pozo y más tarde será un esclavo en venta. Pero su grandeza, surgida de su misma humillación, es casi sobrehumana, un reflejo de la grandeza divina. Se percibe claramente la relación que existe entre la amplitud de la oscilación pendular y la inmensidad de la historia personal. Precisamente las circunstancias extremas, en las cuales quedamos abandonados a la desesperación des­medida o somos elevados a la felicidad también desmedida, nos confieren, si las superamos, un sello personal que se reconoce como resultado de una historia densa, de una rica evolución. Y esta forma evolutiva confiere casi siempre a las narraciones del Antiguo Testamento un carácter histórico, aun en aquellos casos en que se trata de tradiciones puramente legendarias.

Todos los asuntos de Homero permanecen en lo legendario, mientras que los del Antiguo Testamento, a medida que avanzan en su desarrollo, se van acercando a lo histórico: en la narración de David, predomina ya la comunicación histórica. Hay todavía mucho de legendario, como, por ejemplo, la anécdota de David y Go­liath, pero lo esencial consiste en cosas vividas por los mismos na­rradores, o que éstos conocen por testimonio directo. Ahora bien: para un lector algo experimentado, la distinción entre leyenda e historia es, la mayor parte de la veces, fácil. Si difícil resulta distinguir entre lo verdadero y lo falso o lo parcial dentro de una narración histórica, pues requiere una cuidadosa formación histórico-filológica, es fácil, por lo general, separar lo legendario de lo histórico. Sus estructuras son diferentes. Incluso cuando lo legendario no se acusa inmediatamente por sus elementos maravillosos, por la repetición de motivos tradicionales, por descuido de las circunstancias de tiempo y lugar u otras cosas semejantes, puede ser identificado la mayor parte de las veces por su propia estructura. Se desarrolla con exce­siva sencillez. En lo legendario se elimina todo lo contrapuesto, resistente, diverso, secundario que se insinúa en los acontecimientos principales y en los motivos directores; todo lo indeciso, inconexo, titubeante que tienda a confundir el curso claro de la acción y el derrotero simple de los actores, la historia que nosotros presencia­mos, o que conocemos por testigos coetáneos, transcurre en forma mucho menos unitaria, más contradictoria y confusa; tan sólo cuando ha producido ya resultados dentro de una zona determinada, podemos con su ayuda ordenarla de algún modo, y cuantas veces ocurre que el pretendido orden conseguido nos parece de nuevo dudoso, cuantas veces nos preguntamos si los resultados aquellos no nos llevarán a ordenar demasiado sencillamente los anteriores acontecimientos. La leyenda ordena sus materiales en forma unívoca y decidida, recortándolos de su eonexión con el resto del mundo, de modo que éste no pueda ejercer una influencia perturbadora, y conoce tan sólo hombres definitivamente cortados, determinados por unos pocos motivos simples, y cuya unidad compacta de sentir y de obrar no se puede alterar. Por ejemplo, en la leyenda de los Mártires se enfrentan perseguidos tercos y fanáticos a perseguidores no menos tercos y fanáticos; una situación tan complicada -es decir, realmente histórica- como aquella en que se encuentra el “perseguidor” Plinio en la carta que escribe a Trajano sobre los cristianos es inutilizable para ninguna leyenda. Y eso que éste es un caso relati­vamente sencillo. Piénsese en la historia que nosotros estamos viviendo: quien reflexione sobre el proceder de los individuos y de los grupos humanos durante el auge del nacional-socialismo en Alema­nia, o en el de los pueblos y estados antes y durante la guerra actual (1942), comprenderá lo difícil que es una exposición de los hechos históricos y qué inservibles son para la leyenda; lo histórico contiene en cada hombre una multitud de motivos contradictorios, un titubeo y un tanteo ambiguo en los grupos humanos; muy rara vez aparece (como ahora con la guerra) una situación definida, relativamente sencilla, y aun ésta se halla subterráneamente muy matizada, su sentido unívoco en constante peligro; y los motivos en cada uno de los actores son tan alambicados que los tópicos de la propaganda se logran tan sólo por medio de la más grosera simplificación, lo que trae como consecuencia que amigos y enemigos empleen muchas veces los mismos. Es tan difícil escribir historia, que la mayoría de los historiadores se ve obligado a hacer concesio­nes a la técnica de lo fabuloso.

Pronto se ve que gran parte de los libros de Samuel contienen historia y no leyenda. En la rebelión de Absalón o en las escenas de los últimos días de David, lo contradictorio y entrecruzado de los motivos en los personajes y en la trama total se han hecho tan concretos que no es posible dudar de su autenticidad histórica. Hasta qué punto los sucesos han podido ser alterados por parcialidad, es cuestión que no nos interesa ahora; lo cierto es que aquí comienza la transición de lo legendario a lo histórico, que se introduce la noticia histórica, ausente por completo en la poesía homérica. Ahora bien: las personas que compusieron la parte histórica de los libros de Samuel son muchas veces las mismas que redactaron las leyendas; además, su peculiar concepción religiosa del hombre en la historia, que anteriormente hemos tratado de describir, no los lleva en modo alguno a la simplificación legendaria del acontecer, y por eso es natural que muchos trozos fabulosos del Antiguo Testamento muestren una estructura histórica; no en el sentido de que haya sido probada la credibilidad de la tradición en forma científico-crítica, sino porque en su mundo legendario no domina la tendencia a la armonización, sin tropiezos, del acontecer, a la simplificación de los motivos y a la fijación estática de los caracteres que elude todo conflicto, titubeo y evolución, como acontece en la forma legendaria. Abraham, Jacob y hasta Moisés producen un efecto más concreto, próximo e histórico que las figuras del mundo homérico, no porque estén más plásticamente descritas -lo contrario es lo cierto-, sino porque la confusa y contradictoria variedad del suceso externo o interno, rica en obstrucciones, que la historia auténtica nos muestra, es en aquéllos patente, lo que depende en primer lugar de la concepción judaica del hombre, y también de que los redac­tores no eran poetas de leyendas sino historiadores, cuya idea de la estructura de la vida humana provenía de su educación histórica. Es además muy comprensible que, a causa de la unidad de la construcción religioso-vertical, no pudiera originarse una separación consciente de los géneros literarios. Pertenecen todos a la misma or­denación común, y lo que no era adaptable, por lo menos después de ser sometido a interpretación, no encontraba sitio. Pero lo que nos interesa ante todo en los relatos de David es la transición, tan im­perceptible, de lo legendario a lo histórico, que sólo la crítica científica supo poner de manifiesto; y cómo ya en lo legendario se ataca apasionadamente el problema de la ordenación e interpreta­ción del acaecer humano, problema que más tarde rompe los marcos de la historiografía sofocándola por entero con la profecía.De este modo el Antiguo Testamento, en cuanto se ocupa del acaecer hu­mano, se extiende por tres zonas: la leyenda, la noticia histórica y la teología que interpreta la historia.

Relaciónase con lo que acabamos de exponer el hecho de que el texto griego aparezca mucho más limitado y estático también en lo concerniente al círculo de los actores y de su actividad política. En la anécdota del reconocimiento, que hemos tomado como punto de partida, aparecen, además de Ulises y Penélope, el ama Euriclea, una esclava que había comprado el padre de Ulises, Laertes. Ha pasado su vida al servicio de los Laertíadas, como el pastor de puercos Eumeo, y está como éste unida al destino de la familia, a la que ama, y cuyos intereses y sentimientos comparte. Pero no tiene ni vida ni sentimientos propios, sino exclusivamente los de sus dueños. También Eumeo, aun cuando recuerda haber nacido libre, e incluso pertenecer a una casa noble (fué robado cuando niño), no tiene, ni prácticamente, ni en sus sentimientos, una vida propia, y se halla unido por completo a la de su señor. Estas son las dos únicas per­sonas no pertenecientes a la clase señorial que Homero nos describe. De donde se infiere que en los poemas homéricos no se despliega otra vida que la señorial, y todo el  resto tiene una participación de mera servidumbre. La clase dominante es todavía tan patriarcal y tan familiarizada con la diaria actividad de la vida económica, que se llega a olvidar a veces su rango social. Pero no se puede dejar de reconocer que constituye una especie de aristocracia feudal, cuyos hombres distribuyen su vida entre combates, cacerías, deliberaciones y festines, mientras que las mujeres vigilan a las sirvientas. Como estructura social, este mundo es inmutable; las luchas tienen úni­camente lugar entre diferentes grupos señoriales; de abajo no llega nada. Aun cuando los sucesos del segundo canto de la Ilíada, que terminan con el episodio de Tersites, se consideren como un movi­miento popular -y dudo que esto pueda hacerse en sentido sociológico, puesto que se trata de guerreros capaces de consejo, es decir, de gentes que son también miembros, aunque de inferior condición, de la clase señorial-, de todos modos lo que demuestran esos gue­rreros ante el pueblo reunido es su falta de independencia y su incapacidad para tomar iniciativas. En los relatos de los patriarcas del Antiguo Testamento reina asimismo la constitución patriarcal, pero tratándose de jefes de familia aislados, nómadas o seminómadas, la configuración social causa una impresión de mucha menor estabilidad; no se siente la división de clases. En cuanto el pueblo aparece decididamente, es decir, a partir de la salida de Egipto, su movimiento nos es constantemente perceptible, a menudo con bu­lliciosa tranquilidad, e interviene frecuentemente en los aconteci­mientos, ya en su totalidad, ya en grupos aislados, ya en personajes únicos; el origen mismo de la profecía parece hallarse en la indomable espontaneidad político-religiosa del pueblo. Se tiene la im­presión de que los profundos movimientos populares en Israel-Judá han debido de ser completamente diferentes y mucho más elementales que hasta en las mismas democracias antiguas.

La profunda historicidad y la profunda movilidad social del texto del Antiguo Testamento implican finalmente una última e importante diferenciación: un concepto del estilo elevado y de la sublimidad muy distintos a los de Homero.Éste ciertamente no teme en absoluto conjugar lo cotidiano-realista con lo trágico-elevado, te­mor extraño e inconciliable con su estilo; en nuestro episodio de la cicatriz vemos cómo la escena casera del lavatorio, descrita apacible­mente, se entreteje con la grandiosa y significativa acción de la vuelta al hogar. Homero está muy lejos de aquella regla de separación estilística, que luego se impuso casi por todas partes, y a tenor de la cual la descripción realista de lo cotidiano no es com­patible con lo sublime, y tan sólo encuentra su lugar adecuado en la comedia o, en todo caso, y cuidadosamente estilizada, en la égloga. Y, sin embargo, está más cerca de dicha regla que el Antiguo Tes­tamento. Pues los episodios grandiosos y sublimes de los poemas homéricos tienen lugar en forma casi exclusiva e innegable entre los pertenecientes a la clase señorial, los cuales permanecen más intactos en su sublimidad heroica que las figuras del Antiguo Testamento, que experimentan profundas caídas en su dignidad -piénsese, si no, en Adán, en Noé, en David, en Job-; y finalmente, en Homero, el realismo casero y la descripción de la vida cotidiana permanecen constantemente dentro de un apacible idilio, mientras que, ya desde el principio, en las narraciones del Antiguo Testamento lo elevado, trágico y problemático se plasman en lo casero y cotidiano: episodios como los de Caín y Abel, Noé y sus hijos, Abraham, Sara y Agar, Rebeca, Jacob y Esaú, y así sucesivamente, son irrepresentables en estilo homérico. Esto se deduce ya de la diferente especie de conflicto. En las narraciones del Antiguo Tes­tamento, el sosiego de la diaria actividad en la casa, en los campos y en el pastoreo está siempre minado por los celos en torno a la elección y a la bendición paternas, y se suscitan complicaciones inconcebibles para los héroes homéricos. Para que en éstos surjan el conflicto y la enemistad, se necesita un motivo palpable y clara­mente definible, y una vez surgido rompe en una lucha abierta; mientras que en aquéllos, la constante consunción de los celos y la trabazón de lo económico con lo espiritual conducen a una impregnación de la vida diaria con gérmenes de conflicto y, frecuentemente, a un envenenamiento de la misma. La intervención sublime de Dios actúa tan profundamente en la vida diaria, que las dos zonas de lo sublime y lo cotidiano son fundamentalmente insepara­bles y no sólo de hecho.

Hemos comparado los dos textos y, en relación con ellos, los dos estilos que enearnan, a fin de obtener un punto de partida en nues­tro estudio de la representación literaria de la realidad en la cultura europea. Ambos estilos nos ofrecen en su oposición tipos básicos: por un lado, descripción perfiladora, iluminación uniforme, ligazón sin lagunas, parlamento desembarazado, primeros planos, univoci­dad, limitación en cuanto al desarrollo histórico y a lo humanamente problemático; por el otro lado, realce de unas partes y oscu­recimiento de otras, falta de conexión, efecto sugestivo de lo tácito, trasfondo, pluralidad de sentidos y necesidad de interpretación, pretensión de universalidad histórica, desarrollo de la representación del devenir histórico y ahondamiento en lo problemático.

Cierto que el realismo homérico no puede equipararse al cla­sicismo antiguo en general, pues la separación de estilos, que se desarrolló después, no permitió una descripción tan minuciosa­mente acabada de los episodios cotidianos dentro del marco de lo sublime; en la tragedia, sobre todo, no había lugar para ello; además, la cultura griega se enfrentó en seguida con los fenómenos del devenir histórico y de la diversidad de capas de la problemática humana ylos abordó a su manera; finalmente, en el realismo romano aparecen modos peculiares. Cuando la ocasión lo exija, abordaremos los cambios ulteriores del antiguo estilo de representación de la realidad, pero, en general, las tendencias fundamentales del estilo homérico, que hemos tratado de analizar, siguieron imponién­dose hasta las postrimerías de la antigüedad.

Al tomar como punto de partida el estilo homérico y el del Antiguo Testamento, los hemos considerado tal como en los textos se nos ofrecen, haciendo abstracción de cuanto se refiere a su origen, y también hemos dejado de lado el problema de si sus peculiaridades son originales o atribuíbles total o parcialmente a influencias extrañas, y a cuáles. Escapa a nuestro propósito la consideración de este problema, pues dichos estilos, tal como se formaron en los primeros tiempos, han ejercido su acción constitutiva sobre la representación europea de la realidad.

Erich Auerbach, Mimesis. Fondo de Cultura Económica.

Fuente: http://www.laserpblanca.com/auerbach-la-cicatriz-de-ulises

 

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