El París frívolo que conoció Henri Beyle, alias Sthendal
ÁLVARO CORTINA | Madrid
Egotismo, según la Real Academia, es el deseo de hablar de uno mismo. No implica egoísmo, o sea, amor a uno mismo. Estos ‘Recuerdos de egotismo’ de Henri-Marie Beyle, alias Sthendal, planean retrospectivamente en torno al yo con amor propio, sí, pero también con la severidad del autoanálisis.
Escribe Sthendal:
“No me conozco a mí mismo, y esto, cuando algunas noches pienso en ello, me deja desolado. ¿Soy bueno, malo, inteligente, tonto? ¿He sabido tomar partido de las circunstancias en que me ha puesto la omnipotencia de Napoleón?”.
Después de la caída de Napoleón (por quien Sthendal luchó y sufrió), y extintos ya sus tiempos dorados en Milán, con su amante Métilde Dembowski, el futuro novelista (que hizo fans, sobre todo, después de muerto) vive la Restauración borbónica (que él maldecía) y el desamor y el desamparo en París.
Los 10 años (entre 1821 y 1830) que él pasa allí son la materia que el autor egotista aplica para sondearse, para diseccionarse en 1831. Son pues memorias recientes, frescas.
Un París antipático parece tomar forma entre líneas. Avenidas luminosas y aburridas de una ciudad atildada y galante que juzgaba a la gente por su estilo epistolar. Óperas de Rossini y señoritas que morían de tisis, y linajes excelsos y duques atemorizados con que sus progenitores transmitan la herencia al confesor familiar. También apellidos excelsos, gente de genio. Cuenta:
“Pocos de esos grandes hombres a quienes tanto amé me adivinaron. Hasta creo que me encontraban más aburrido que a cualquier otro”.
Parece como si se mantuviera aún por París ese espíritu del Antiguo Régimen, de nobles abotargados por el tedio que coleccionan conquistas y dan cuenta de sus escarceos amatorios en comités privados al estilo de ‘Las amistades peligrosas’. Beyle dice a este respecto: “Me horrorizaba laconversación libertina francesa; la mezcla del ingenio con la emoción me crispa el alma”.
Sthendal nunca escribió una autobiografía como tal, pero sus estudiosos han encontrado un enjundioso festín documental y literario con sus obras autobiográficas.
Sus alter egos literarios
Su vida hasta 1800, retratada en ‘Vida de Henry Brulard’ y este escrito de sus años más avanzados, dan cuenta de muchas de sus claves, abiertas las esclusas de su yo. Muchos de sus propios rasgos plasmados después en sus héroes jovenzuelos, Fabrizio del Dongo (La cartuja de Parma) o Julien Sorel (Rojo y negro), pseudónimos de Henry Beyle soñado por sí mismo.
En ‘Recuerdos de egotismo’ se sugiere su conocido rencor hacia su padre (que le impidió estudiar música), su desconfianza patente hacia el clero, y su ciencia y experiencia en lo que a reveses afectivos se refiere. Sobre todo, su atracción hacia los mecanismos sociales, hacia las fuerzas ineluctables que marcan el tiempo y el compás de todo sarao, de toda conversación, el corazón de la rectitud.
Recuerda él las palabras de su tío Gagnon: “Tú eres feo, pero jamás te reprocharán tu fealdad, porque tienes expresión. Tus amantes te dejarán, y ten bien presente esto; nada más fácil que hacer el rídiculo en el momento en el que una mujer le deja a uno. Después de esto un hombre ya sólo sirve, a los ojos de otras mujeres, para echarlo a los perros del lugar. Antes de que pasen 24 horas de haberte dejado una mujer, declárate a otra,; aunque sea una criada, a falta de otra cosa”.
Sobre esta obra llena de digresión planea una gran melancolía, que se plasma en el doliente recuerdo de Métilde, aquella que le dejó en su amado Milán. Él despotrica contra su Grénoble natal, contra Londres y contra París, pero ama Italia, y en particular Milán, escenario interior de sus memorias más queridas, subtexto de sus andanzas confundidas de París.
Fuente: http://www.elmundo.es/elmundo/2009/01/12/cultura/1231781906.html