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La Gaba, en medio de un amor de novela

La Gaba, en medio de un amor de novela

Esposa, madre, amiga, musa. Mercedes Barcha ha acompañado a Gabriel García Márquez por más de cincuenta años. ¿Cómo es ella?

Por BEATRIZ MESA MEJÍA

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Él se enamoró de esa joven delgaducha, de ojos grandes, de pómulos altos, de cuello largo. De esa niña encantada con la vida. Él, Gabo o Gabriel o Gabito o García Márquez, la vio una vez y quiso amarla para siempre, hasta el punto que, según se cuenta, la pidió en matrimonio cuando era una adolescente.

Se casaron en marzo de 1958, ella de 25 años, él, de 31, luego de un noviazgo por correspondencia, en el que poco se vieron, pues en ese tiempo el escritor vivía en Europa, luego se iría para Venezuela. Y tuvieron dos hijos, Rodrigo y Gonzalo, y se acompañaron hasta el final. Ella, Mercedes Barcha, La Gaba, fue la esposa, la amiga, la consejera, la musa. Fue el apoyo en los inicios del escritor, y en los últimos años de su vida. Siempre inspiradora. Incluso, García Márquez, en los años 50, en El Heraldo, nombró su columna La Jirafa en honor a esa “obsesión”.

Se admiraron. Supieron ser amigos. De esto hablan aquellos que los conocieron, los que compartieron con ellos en sus casas de Ciudad de México y Cartagena, en sus viajes de placer y de trabajo. Los que vivieron su mundo.

De ella se destaca su discreción, su fortaleza. Su buen humor, a veces cáustico. Pocas entrevistas ha dado a lo largo de la su vida -se afirma que han sido apenas tres-, con el convencimiento de que la figura era su marido.

Una de ellas se publicó recientemente en el libro Gabo Periodista (Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano), realizada por el editor de este volumen, el periodista e investigador puertorriqueño Héctor Feliciano. Una conversación que recoge aspectos fundamentales de esta mujer de amplia sonrisa, a la que le encanta haber conservado su ser Caribe, y también un poco de sus raíces egipcias, que le llegan por su abuelo paterno.

Un diálogo que sirve de base para trazar este perfil, por eso, también, hablamos con Héctor Feliciano acerca de las impresiones que le suscitan esta mujer que nació en 1932 en Magangué, cálida tierra a orillas del río Magdalena, y que, además, estudió en el Colegio María Auxiliadora, en Medellín, según contó Aída, la hermana del Premio Nobel.

¡Mercedes… Con el acento Caribe, dice Feliciano, continúa alargando las vocales, comiéndose las ese, usando palabras que solo se escuchan cerca a las aguas del Magdalena y disfrutando la comida costeña. En su mapa personal están Caracas, Nueva York, Ciudad de México, Buenos Aires, París, Cartagena -claro-, entre otras ciudades. Se reconoce como ama de casa y madre. Le dio la estabilidad al Nobel para escribir sus obras, esas que ella nunca leyó hasta no estar impresas, pues no le gustaba leer sus borradores. Su novela preferida es Cien años de Soledad. Y de las obras periodísticas, Relato de un náufrago. 

Mercedes se revela feliz en su vida con Gabriel García Márquez. Para Héctor, eran como “gente hecha a la antigua”, en la que hay consenso, conciliación. Mientras él escribía, ella mantenía unida a la familia, “ninguno se excluía”. Destaca la permanente conversación entre ellos, el respeto por la actividad de cada uno, el hecho de que las familia se conocieran -Gabo era amigo del padre de Mercedes y el padre de Gabo la conocía, los dos compartían el oficio de boticarios-. Vínculos de amistad y de región que fortalecieron la relación.

Mercedes Barcha, ese “cocodrilo sagrado”, como la describió el propio Nobel de Literatura colombiano, fue como su escudero. Con el paso del tiempo no ha perdido su porte elegante, sus pómulos altos, su sonrisa, que no es para todo el mundo; su profundo sentido de la amistad. La Gaba es una mujer sólida, de una sola palabra, a veces hermética, y, por contraste, buena conversadora. Una “señora de la casa” muy inteligente, que no ha perdido la ironía de su tierra… No ha escrito sus memorias, dice Héctor Feliciano, porque siempre ha dicho que no sabe hacer nada, sin embargo, continúa el periodista y editor, ha hecho muchas cosas. Y la compara, entonces, con Úrsula Iguarán, personaje de Cien años de soledad, por su solidez, por su integridad. Por su fortaleza. La Gaba, con su caminar pausado, siempre ha estado bien parada sobre la tierra, siempre ha sabido mirar al infinito con su alma visionaria. Gabo lo sabía.

Fuente:

http://www.elcolombiano.com/BancoConocimiento

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Botella al mar para el dios de las palabras

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Gabriel García Márquez

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Julio Cortázar y García Márquez

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»

El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

Fuente: http://www.d24ar.com/nota/318847/botella-al-mar-para-el-dios-de-las-palabras-el-polemico-discurso-de-garcia-marquez-20140417-0204.html

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