La política del melodrama
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Por: CARLOS MONSIVAIS.
En la construcción de las naciones latinoamericanas, la identidad se ha expresado, radicalmente, en la mentalidad tradicionalista y los augurios de la modernidad a la luz de los estallidos de ira o pesadumbre o amargura o delirio amoroso.
Al melodrama le toca aprovisionar a sus favorecedores y amigos con frases, parrafadas, intenciones trágicas, desprecios contundentes, y amenazas inconcebibles. Y todo depende del juego entre la narrativa y la conducta del lector o el espectador que atestigua. Desde la segunda mitad del siglo XIX, encabezados por el poder eclesiástico, los conservadores utilizan el melodrama como vía de las advertencias apocalípticas a la grey, tan compuesta de familias decentes. (…)
En la cultura popular del siglo XIX subyugan en América latina el melodrama religioso y el melodrama histórico. En el primer caso, la iglesia católica admite técnicas de renovación en obras de teatro, novelas y poemas. ¿Qué son las narraciones sobre los primeros cristianos sino melodramas que aturden a lectores consternados por el sufrimiento de los conversos a la verdadera fe vueltos teas humanas en la Vía Appia o dispuestos a dar testimonio de su fe mientras los devoran leones y tigres en el Coliseo?
Así por ejemplo, Quo Vadis? de Henrik Sienkiewicz, Ben-Hur de Lewis Wallace y El mártir del Gólgota de Enrique Pérez Escrich, tres novelas muy difundidas en América latina, estremecen con las tramas laberínticas, las frases crispadas, los terrores que la Cruz desvanece, y la “prosa poética” que confirma el ánimo de espiritualidad.
Lo propio de los personajes del melodrama son los gestos de dignidad y abatimiento y las sentencias rotundas que se repetirán en las parroquias. El melodrama es como un correctivo de la mentalidad familiar. Por la intercesión del melodrama, el público de los siglos XIX y XX acepta devotamente la justificación del “fracaso en la vida”. Si nunca triunfé, puedo rehacer mi felicidad observando las historias de los que zozobran en la infelicidad y sin embargo no abandonan el gozo del alma. La dicha por la desdicha ajena. (…)
Melodrama y violencia
La asimilación de la violencia urbana depende en gran medida de la conversión de las experiencias personales en una visión determinista, algo a fin de cuentas propio de la educación melodramática, tan sustancial en la formación sentimental e ideológica en América latina. En el siglo XX los discursos, reportajes y relatos personales en torno a la violencia recurren al lenguaje del melodrama, más convincente que las versiones calificadas de frías o falsas por su afán de objetividad. Se prodigan las impresiones estremecedoras de la ciudad indefensa, acorralada, en espera de la puñalada terminal. Es obvio: todavía se requieren las metáforas folletinescas que anticipan crímenes inauditos.
Desde el siglo XIX el melodrama se inclina por las envolturas cristianas, algo en el sentido de: La violencia es nuestra cruz, y gracias a la carencia de derechos, somos cristos a escala asaltados, golpeados, asesinados por los pecados de la sociedad o de nuestra imprevisión o de nuestra renuencia a ejercer la denuncia. En un nivel rudimentario, la formulación melodramática de la violencia está muy en deuda con la teología; en otro, el melodrama católico influye hasta la desmesura en los estilos de las películas y las telenovelas, y en un tercer nivel el melodrama es el “exorcismo” que convierte a la violencia, desdichadamente real, en la descarga de ayes y resignaciones que inutiliza o mediatiza la voluntad de actuar.
La ordenación melodramática de la violencia urbana se atiene a la encomienda: mediar entre la experiencia real y su enunciación oral o escrita. Y la descripción más aceptada de la violencia es el idioma de la nota roja, “estremecedor” por necesidad, cargado de epítetos truculentos, tan exaltado que intenta en su desmesura equipararse con las fotos de los cadáveres ¿De qué otro modo se neutralizan los miedos y las seguridades? La víctima real o posible de la violencia se traduce a sí misma sus vivencias y miedos como episodios melodramáticos, no sólo por no disponer de otra escuela narrativa, sino porque al hacerlo revive experiencias límites con un idioma que a sí mismo se neutraliza. Sin tal estrategia, la violencia repercutiría aún más. Los reflejos condicionados del melodrama anudan las certezas del imperio de la fatalidad y verifican los sacudimientos de la impotencia. Al dejar que el melodrama explique las sensaciones de insignificancia, las personas vierten sus terrores en el lenguaje destinado a las contingencias de la enfermedad y el amor desdichado y eso explica la dimensión teatral de la estrategia contra la violencia. El pánico también aquieta. Y el melodrama impulsa la metamorfosis de lo vivido con temor y angustia en la representación teatral.
¿Cómo se manifiesta la melodramatización de la sociedad en cada uno de los grandes temas? La voluntad de escenificación es tan desmesurada que oculta el sentido de lo representado. A la violencia se la evoca copiosamente y al centuplicarse los relatos, se teatralizan los acontecimientos. En las grandes ciudades de América latina se ofrecen datos verídicos a propósito de asaltos, secuestros en taxi para extraer el dinero de la tarjeta de crédito, invasiones de casas, anécdotas amargas de vecinos, parientes y amigos, constancias de la indefensión. Al trasladarse al espacio del melodrama, las narraciones de la violencia inhiben, aterran, convierten la vivencia en aplastamiento psíquico y, a fin de cuentas, anulan la voluntad de entender las dimensiones de la delincuencia y las respuestas eficaces a sus atropellos.
La angustia desmoviliza y aturde. Convencidos de su inermidad esencial, las personas creen desaparecido el Estado o sólo concretado en los guetos de la riqueza.
La adjetivación de la nota roja suele sustituir los razonamientos: pavoroso asalto, crimen monstruoso, delincuente satánico, horripilante encuentro macabro. Los delitos son terribles en sí mismos, pero el poderío de la adjetivación no radica en su eficacia descriptiva sino es el gusto por los gritos y temblores del alma. Hay énfasis melodramático en algunas de las “soluciones” exhibidas: pena de muerte, cortar la mano del delincuente, acusar a las comisiones de derechos humanos de proteger criminales, generalizar la desconfianza hacia los de aspecto criminal; todo el arsenal de propuestas exasperadas implica un olvido mayúsculo: la gran mayoría de las personas son honradas, en una medida importante la policía también protege a la sociedad y la violencia dista de ser omnímoda. La delincuencia crece de modo geométrico, pero la intrusión melodramática no surge de la experiencia sino del afán antropomórfico de ver en la sociedad una víctima (mujer al fin) que sólo deja de serlo si se prodiga la mano dura, algo nunca definido por la derecha.
El victimismo a gran escala fortalece la ideología derechista: la certeza de que ya todo se ha escrito en los muros del destino. “No hay otro camino”, afirmó Margaret Thatcher. Si desaparecen las alternativas se alcanza ese “fin de la historia” y se interioriza el fatalismo que juzga inevitable la desigualdad social y califica de ilusorio el suponer eliminable la violencia. Y al determinismo lo acompañan su habla predilecta: promesas nebulosas, amenazas abstractas, escenarios apocalípticos, todo lo propio del sobresalto mal actuado. El melodrama por excelencia es el apocalíptico, que ve en la realidad cotidiana los adelantos del fin del mundo, y propone al desastre como entidad casi hogareña. (…)
Es oportuno recordar la disminución creciente en estos años de la fe en el libre albedrío. No se cree en la autonomía moral de las personas, sino en el fatalismo: unos nacen para ser asaltados y otros para delinquir. ¿Qué se puede hacer? Lo primero es revalidar el mito de la condición pecaminosa del ser humano, considerar efectivos el aumento de la penalización y la pena de muerte porque, entre otras cosas, se atrae la atención al garantizar el melodrama paralelo. Y las acciones preventivas fallan al disolverse en el melodrama admonitorio (los sermones clericales), en el melodrama político (las promesas conmovidas), en el melodrama jurídico (las penas durísimas que recaen sobre los que no pueden pagar carísimos abogados penalistas), en el melodrama bien intencionado (Alivio mi conciencia descargando mi furia antigubernamental en las sobremesas), y en el melodrama monstruoso de la comunidad que toma justicia por propia mano. Las causas y un buen número de los resultados de las acciones delincuenciales son terribles sin duda, pero exigen la respuesta civilizada, uno de cuyos puntos es tajante: la lucha contra la violencia exige disipar los efectos de la conciencia melodramática.
Melodrama y pobreza
Se afirma siempre el carácter estructural de la pobreza, y el que no acepta un enunciado tan determinista parece negar la historia. ¿Alguien, fuera de los utopistas más deslumbrados o menos lógicos, imagina una América latina sin pobreza y miseria? La escritura en la pared: se nace pobre porque el padre y el abuelo tienen ese origen y a los hijos les toca ese camino, lo avalan el feudalismo de una larga etapa y el capitalismo salvaje. Confórmate, individuo de las clases populares: si te mueves de tu lugar te vas a otro idéntico… Ah, y no intentes la fuga a través del narcotráfico. Lo único que lograrás es morir más joven y no en un buen estado de salud. Todos están enterados: si se es pobre lo natural es sufrir, si se es rico lo natural es engañarse pensando que la felicidad existe. Afirman cada uno a su modo, presidentes de la República, altos funcionarios, jerarcas eclesiásticos, empresarios, jefes policíacos, tradicionalistas eminentes: Dios hizo al mundo con tal de dividirlo en machos y hembras (naturalmente sometidas), en ricos y pobres, en impunes y delincuentes menores en la cárcel o la fosa común. Y la pobreza es un hecho “estructural”. Al aceptarse la fatalidad de la pobreza se suprimen hasta lo último el libre albedrío, la solidaridad, la inteligencia, la rebeldía, la organización de la voluntad igualitaria, y se aceptan también la desigualdad y la injusticia como propias del deber ser de las sociedades; de nuevo el melodrama.
El crecimiento geométrico de la pobreza trasciende la capacidad literaria o sociológica de explicarla y le concede todo el espacio a las versiones melodramáticas que ven en la escasez y la desesperanza el campo temático por excelencia. (…) En el melodrama de pobres la violencia es una costumbre necesaria, y lo monstruoso es lo natural. Si el delirio y la resignación son los respiraderos de la sobrevivencia, negarlo es deslizarse en la ensoñación, y esto lleva a criterios del tipo del antropólogo Oscar Lewis y su “cultura de la pobreza”, que la presenta como teodicea (teología natural) donde Dios (el autor) juega a los dados con los personajes, a sabiendas —no en balde es omnisciente— del final que los despoja de toda autonomía psíquica y toda voluntad de autonomía.
Sentimientos y política
¿Cuál es la relación del sentimentalismo con la política? ¿Hasta qué punto cada persona atisba la política a través de su educación sentimental? La respuesta suele ser abrumadora: en la tradición latinoamericana se llega a la experiencia política a través del formato del melodrama, el país sufre y nos necesita, el inocente va a ser sacrificado, la culpa de todo lo que nos acontece cabe en una foto y en unos rasgos faciales específicos. (…). Pero la política no es un melodrama; es la profecía donde el ciudadano debe protegerse del Eje del Mal, es la exaltación ante la figura providencial que da su vida por nuestra debilidad ciudadana, es el momento en que la persona cede su albedrío emocional a la masa, es la multitud que al despertar de su condición de fragmentos sin propósito se encuentra convertida en voluntad de mando del líder.
En los imaginarios nacionales el melodrama es el espacio, por así decirlo, histórico donde los sentimientos se desprenden de escenas de la entrega o de la traición, de las expresiones que al repetirse se vuelven dogmas, de la sucesión de rasgos felices o convulsos, de los sentimientos que se elevan como plegarias. Este melodrama no es frecuente, pero sí ha sido el idioma por excelencia de la política. La democracia, es de suponerse, requiere del habla de la razón y de los instrumentos de la crítica, pero hasta el día de hoy no se ha prescindido, en los momentos de crisis o tensión del lenguaje, de las metáforas y las fábulas del melodrama.
Ahora, lo rutinario son los alegatos a la nación donde las cifras hacen las veces de las antiguas imágenes de intención lírica, pero en las circunstancias de gran tensión vuelve por sus fueros el melodrama (frases, actitudes, obstinación metafórica). Si el proceso es auténtico, si se vive en tanto comunidad nacional un proceso de cambio, se descubre que las emociones siguen vertiéndose en los parlamentos del melodrama, y esto se verifica en Bolivia, Venezuela, México, Argentina, Colombia, Perú. Si la patria continúa inmóvil, no se culpe al melodrama sino a los malos actores o actrices que lo interpretan. Lo típico en estos años latinoamericanos ha sido calificar de “telenovelas” algunos episodios políticos, pero la descripción tal vez más exacta sería verlos como melodramas inconvincentes, porque las circunstancias y el temperamento contemporáneo no admiten con facilidad las irrupciones de lo amateur, de las esposas de los mandatarios que denuncian el adulterio de sus maridos (“Me engañaron a mí y a la nación, pero no necesariamente en ese orden”), de la huida de los Presidentes en aviones cargados de videotapes como álbumes de familia, de los senadores que se corrompieron para retener el amor de la mujer fatal.
Asociar con la telenovela a sucesos que concentran la atención de un país es señalar cómo, el morbo que hace las veces de la catarsis, el chisme irresistible es lo más cercano a la explicación colectiva. (…)
La Historia —la visión escolar de la Historia, todavía predominante— es una de las grandes matrices del melodrama (“Si al país le ha ido como le ha ido, ¿por qué a mí no?”), y su divulgación en la América latina del siglo XIX asume el esquema cristiano y le da forma laica. Los héroes dan su vida por los demás y se dirigen con paso firme al cadalso o al fusilamiento porque saben que han de resucitar en la gratitud de sus compatriotas. Lanzan sus últimas palabras casi literalmente desde el Calvario. La comunidad nacional se ve integrada por el Estado o, mejor, por el gobierno, por el conocimiento de la Historia (el que se tenga), por la literatura (los poemas y los libros “de cabecera”, nunca demasiados), por las canciones populares (se es lo que se cante “desde el corazón”) y, de modo predominante, por el cine y, a fragmentos, por la TV. Viendo películas mexicanas, argentinas, brasileñas, su público aprende a ser nacional, categoría imprecisa o fantástica, y si la historia popular es espejo selectivo de héroes como dioses y de tragedias como anticipos o resúmenes de la vida personal, el cine es un espejo permanente, al menos hasta la nueva consolidación del cine norteamericano, tras la Segunda Guerra, que vuelve a disponer de la titularidad de los sueños. ¿Qué nacionalidades se forman? Las que ya estaban, las de la escasez y el autoritarismo y los fracasos democráticos y las carencias, y las que el melodrama no impide: la de solidaridad pese a todo, la voluntad de protesta, la comunidad en los márgenes, el gusto por lo periférico que las metrópolis no tocan, el júbilo ante la toma inesperada de los poderes. (…)
Corolario
La escritora belga Chantal Maillard afirma: “No existe el infinito: el infinito es la sorpresa de los límites”. Esta hipótesis parece destinada a contrariar el orden social de la telenovela, porque, ¿qué es el melodrama sino la gana de ejercer la sorpresa de la falta de límites, es decir la reconsagración del infinito? En sus versiones fílmicas, radiofónicas, televisivas, el melodrama unifica al límite la proclamación de los sentimientos, y en esa misma medida los inventa. No es lo mismo sufrir teniendo como modelos de vida a los santos y las vírgenes (que en el criterio actual cometieron el pecado freudiano de la castidad) o sufrir con el ejemplo de héroes de las novelas de folletín, que padecer un drama mientras se evocan con minuciosidad los gestos precisos, la altivez que es ya un proyecto de busto o de óleo a la memoria de ese héroe o heroína desconocidos, la persona que a su modo festeja su educación sentimental.
No es lo mismo exaltarse con los monólogos de la dignidad agraviada en la recámara del abandono que exaltarse bajo la sospecha de la cámara y los iluminadores que están allí para perpetuar la elocuencia de los rasgos. Los medios electrónicos son la causa notoria de la nueva identidad social, y las personas se independizan con más felicidad del Qué dirán que de las convenciones profundas del melodrama. Al fin y al cabo la cámara escondida es el sueño de la cotidianidad.
Carlos Monsiváis participó con una versión ampliada de este texto del Seminario Educar la Mirada, organizado por Flacso.
Fuente: http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2005/06/25/u-1001425.htm