Archivo por meses: febrero 2009

Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza, de Donna Haraway

Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza, de Donna Haraway. Madrid, Cátedra, 1995, 431 pp.

Manifiesto Cyborg

Donna Haraway es una de las figuras más originales y controvertidas en el heterogéneo campo de los estudios culturales de la ciencia y la tecnología. Entre la historia de la ciencia, la crítica feminista y el análisis social, la obra de Haraway constituye una lúcida e incisiva reflexión sobre las complejas relaciones entre la ciencia, la tecnología y la sociedad. Este libro recoge ensayos escritos por la autora entre 1979 y 1989, y en ellos es posible rastrear la propia evolución de su pensamiento desde una postura de corte constructivista, articulada en torno a la producción de conocimiento científico en primatología –área sobre la que ha publicado un excelente libro monográfico (Primate Visions, 1989)–, hasta su propuesta del término “cyborg”, a cuyo desarrollo dedica su obra más reciente, para referirse a la naturaleza híbrida de organismo y artefacto tecnológico que nos caracteriza como seres de fin de milenio.

Entre estos ensayos encontramos textos que pueden considerarse ya clásicos en un campo disciplinar joven, el de los estudios sobre ciencia, tecnología y género. En particular, el capítulo “Conocimientos situados: la cuestión científica en el feminismo y el privilegio de la perspectiva parcial”, publicado originalmente en 1988, constituye una magnífica reflexión sobre la tensión existente en el análisis feminista de la ciencia y la tecnología entre la contextualización del conocimiento, que parecería implicar cierto relativismo, y el compromiso político con la denuncia de los diferentes modos de exclusión de la mujer del desarrollo científico-tecnológico, que parecería más bien requerir un realismo crítico. La afirmación de Haraway de que “la objetividad feminista significa, sencillamente, conocimientos situados” (p. 324, cursivas de la autora), ha sido citada posteriormente hasta la saciedad y ejemplifica los esfuerzos feministas por esquivar el indeseable peligro del relativismo mediante la revisión de nociones tradicionales como la de objetividad.

El “Manifiesto para cyborgs” recoge la parte más peculiar y más oscura de las propuestas de la autora. Los cyborgs, organismos cibernéticos inspirados en la ciencia ficción, son los sujetos de un mundo postmoderno en el que las fronteras se difuminan: entre lo animal y lo humano, entre los organismos y las máquinas, entre lo físico y lo no físico…. La tecnología hace posible estos sujetos de identidad fragmentaria y puntos de vista contradictorios. Sin embargo, lejos de denunciar nuestra impuesta naturaleza cyborg como una perversión de la era tecnológica, Haraway prefiere subrayar las potencialidades de la situación fronteriza y la visión desde múltiples perspectivas para sus compromisos políticos con el feminismo y el socialismo.

Los cyborgs son seres contradictorios, inquietantes y sugerentes. Podríamos aplicar exactamente los mismos adjetivos al libro de Haraway. Ciencia, cyborgs y mujeres es un libro rico en imágenes y metáforas en el que la autora expone sus propias luchas internas de un modo apasionado. Difícilmente podrá el lector mantenerse indiferente a un análisis tan penetrante de nuestra cultura tecnológica. Haraway identifica magistralmente problemas, desestabiliza dicotomías, deconstruye discursos…; pero la imaginería cyborg nos deja a menudo con la sensación de encontrarnos ante una brillante explosión de luz y ruido tan fascinante como estéril. Es difícil encontrar el fundamento del optimismo poco complaciente que impregna los textos.

En la traducción al castellano se han omitido los dos capítulos que abrían la versión original y que se dedicaban al análisis contextual de la primatología que Haraway tan magistralmente desarrolla en su primer libro. A falta de una traducción de Primate Visions, es de lamentar su desaparición. Por el contrario, resultan muy iluminadores los tres ensayos de Jorge Arditi, Fernando Selgas y Jackie Orr que aparecen al comienzo del libro y que facilitan la aproximación al complejo universo de conceptos e imágenes que despliega Haraway. También es de agradecer el buen trabajo que el traductor, Manuel Talens, ha llevado a cabo con la difícil prosa de la autora.

Marta I. González García,

Universidad Complutense de Madrid

martaig@eucmax.sim.ucm.es

http://www.campus-oei.org/salactsi/teorema09.htm

Fuente: El escritorio de Manuel Talens.

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Multitudes queer. Notas para una política de los “anormales”. Un texto de Beatriz Preciado

Multitudes queer.
Notas para una política de los “anormales”

por Beatriz Preciado

Este artículo trata de la formación de los movimientos y de las teorías queer, de la relación que mantienen con los feminismos y del uso político que hacen de Foucault y de Deleuze. Analiza también las ventajas teóricas y políticas que aporta la noción de “multitudes” a la teoría y al movimiento queer, en lugar de la noción de “diferencia sexual”. A diferencia de lo que ocurre en EEUU, los movimientos queer en Europa se inspiran en las culturas anarquistas y en las emergentes culturas transgénero para oponerse al “Imperio Sexual”, especialmente por medio de una des-ontologización de las políticas y de las identidades. Ya no hay una base natural (“mujer”, “gay”, etc.) que pueda legitimar la acción política. Lo que importa no es la “diferencia sexual” o la “diferencia de l@s homosexuales”, sino las multitudes queer. Una multitud de cuerpos: cuerpos transgéneros, hombres sin pene, bolleras lobo, ciborgs, femmes butchs, maricas lesbianas… La “multitud sexual” aparece como el sujeto posible de la política queer.

A la memoria de Monique Wittig

« Entramos en una época en que las minorías del mundo comienzan a organizarse contra los poderes que les dominan y contra todas las ortodoxias » Félix Guattari, Recherches (Trois Milliards de Pervers), 1973.

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La sexopolítica es una de las formas dominantes de la acción biopolítica en el capitalismo contemporáneo. Con ella el sexo (los órganos llamados « sexuales », las prácticas sexuales y también los códigos de la masculinidad y de la feminidad, las identidades sexuales normales y desviadas) forma parte de los cálculos del poder, haciendo de los discursos sobre el sexo y de las tecnologías de normalización de las identidades sexuales un agente de control sobre la vida.

Al distinguir entre « sociedades soberanas » y « sociedades disciplinarias » Foucault ya había señalado el paso, que ocurre en la época moderna, de una forma de poder que decide sobre la muerte y la ritualiza, a una nueva forma de poder que calcula técnicamente la vida en términos de población, de salud o de interés nacional. Por otra parte, precisamente en ese momento aparece la nueva separación homosexual/heterosexual. Trabajando en la línea iniciada por Audre Lorde [1], Ti-Grace Atkinson [2] y el manifiesto « The-Woman-Identified-Woman » [3] de « Radicalesbians », Wittig llegó a describir la heterosexualidad no como una práctica sexual sino como un régimen político [4], que forma parte de la administración de los cuerpos y de la gestión calculada de la vida, es decir, como parte de la “biopolítica” [5]. Una lectura cruzada de Wittig y de Foucault permitió a comienzos de los años 80 que se diera una definición de la heterosexualidad como tecnología bio-política destinada a producir cuerpos heteros (straight).

El imperio sexual

La noción de sexopolítica tiene en Foucault su punto de partida, cuestionando su concepción de la política según la cual el biopoder sólo produce disciplinas de normalización y determina formas de subjetivación. A partir de los análisis de Mauricio Lazzaratto [6] que distingue el biopoder de la potencia de la vida, podemos comprender los cuerpos y las identidades de los anormales como potencias políticas y no simplemente como efectos de los discursos sobre el sexo. Esto significa que hay que añadir diversos capítulos a la historia de la sexualidad inaugurada por Foucault. La evolución de la sexualidad moderna está directamente relacionada con la emergencia de lo que podría denominarse el nuevo “Imperio Sexual” (para resexualizar el Imperio de Hardt y Negri). El sexo (los órganos sexuales, la capacidad de reproducción, los roles sexuales en las disciplinas modernas…) es el correlato del capital. La sexopolítica no puede reducirse a la regulación de las condiciones de reproducción de la vida, ni a los procesos biológicos que “conciernen a la población”. El cuerpo hetero (straight) es el producto de una división del trabajo de la carne según la cual cada órgano es definido por su función. Toda sexualidad implica siempre una territorialización precisa de la boca, de la vagina, del ano. De este modo el pensamiento heterocentrado asegura el vínculo estructural entre la producción de la identidad de género y la producción de ciertos órganos como órganos sexuales y reproductores. Capitalismo sexual y sexo del capitalismo. El sexo del ser vivo se convierte en un objeto central de la política y de la gobernabilidad. En realidad, el análisis foucaultiano de la sexualidad depende en exceso de cierta idea de la disciplina del siglo XIX. A pesar de conocer los movimientos feministas americanos, la subcultura SM o el Fhar en Francia, nada de esto le llevó realmente a analizar la proliferación de las tecnologías del cuerpo sexual en el siglo XX: medicalización y tratamiento de los niños intersexuales, gestión quirúrgica de la transexualidad, reconstrucción y “aumento” de la masculinidad y de la feminidad normativas, regulación del trabajo sexual por el Estado, boom de las industrias pornográficas… Su rechazo de la identidad y de la militancia gay le llevará a inventarse una retroficción a la sombra de la Grecia Antigua. Ahora bien, en los años 50, asistimos a una ruptura en el régimen disciplinario del sexo. Anteriormente, y como continuación del siglo XIX, las disciplinas biopolíticas funcionaban como una máquina para naturalizar el sexo. Pero esta máquina no era legitimada por “la conciencia”. Lo será por médicos como John Money cuando comienza a utilizar la noción de “género” para abordar la posibilidad de modificar quirúrgica y hormonalmente la morfología sexual de los niños intersexuales y las personas transexuales. Money es el Hegel de la historia del sexo. Esta noción de género constituye un primer momento de reflexividad (y una mutación irreversible respecto al siglo XIX). Con las nuevas tecnologías médicas y jurídicas de Money, los niños “intersexuales”, operados al nacer o tratados durante la pubertad, se convierten en minorías construidas como “anormales” en beneficio de la regulación normativa del cuerpo de la masa straight (heterocentrada). Esta multiplicidad de los anormales es la potencia que el Imperio Sexual intenta regular, controlar, normalizar. El “post-moneismo” es al sexo lo que el post-fordismo al capital. El Imperio de los normales desde los años 50 depende de la producción y de la circulación a gran velocidad de los flujos de silicona, flujos de hormonas, flujo textual, flujo de las representaciones, flujo de las técnicas quirúrgicas, en definitiva flujo de los géneros. Por supuesto, no todo circula de manera constante, y además no todos los cuerpos obtienen los mismos beneficios de esta circulación: la normalización contemporánea del cuerpo se basa en esta circulación diferenciada de los flujos de sexualización . Esto nos recuerda oportunamente que el concepto de “género” fue ante todo una noción sexopolítica antes de convertirse en una herramienta teórica del feminismo americano. No es casualidad que en los años 80, en el debate que oponía a las feministas “constructivistas” y las feministas “esencialistas”, la noción de “género” va a convertirse en la herramienta teórica fundamental para conceptualizar la construcción social, la fabricación histórica y cultural de la diferencia sexual, frente a la reivindicación de la “feminidad” como sustrato natural, como forma de verdad ontológica.

Políticas de las multitudes queer

El género ha pasado de ser una noción al servicio de una política de reproducción de la vida sexual a ser el signo de una multitud. El género no es el efecto de un sistema cerrado de poder, ni una idea que actúa sobre la materia pasiva, sino el nombre del conjunto de dispositivos sexopolíticos (desde la medicina a la representación pornográfica, pasando por las instituciones familiares) que van a ser objeto de reapropiación por las minorías sexuales. En Francia, la mani del 1 de mayo de 1970, el número 12 de Tout y el de Recherches (Trois milliards de Pervers), el Movimiento de antes del MLF, el FHAR y las terroristas de las Gouines Rouges (Bolleras Rojas) constituyen una primera ofensiva de los “anormales”. El cuerpo no es un dato pasivo sobre el cual actúa el biopoder, sino más bien la potencia misma que hace posible la incorporación protésica de los géneros. La sexopolítica no es sólo un lugar de poder, sino sobre todo el espacio de una creación donde se suceden y se yuxtaponen los movimientos feministas, homosexuales, transexuales, intersexuales, transgéneros, chicanas, post-coloniales… Las minorías sexuales se convierten en multitudes. El monstruo sexual que tiene por nombre multitud se vuelve queer.

El cuerpo de la multitud queer aparece en el centro de lo que podríamos llamar, para retomar una expresión de Deleuze/Guattari, un trabajo de “desterritorialización” de la heterosexualidad. Una desterritorialización que afecta tanto al espacio urbano (por tanto, habría que hablar de desterritorialización del espacio mayoritario, y no de gueto) como al espacio corporal. Este proceso de “desterritorialización” del cuerpo supone una resistencia a los procesos de llegar a ser “normal”. El hecho de que haya tecnologías precisas de producción de cuerpos “normales” o de normalización de los géneros no conlleva un determinismo ni una imposibilidad de acción política. Al contrario. Dado que la multitud queer lleva en sí misma, como fracaso o residuo, la historia de las tecnologías de normalización de los cuerpos, tiene también la posibilidad de intervenir en los dispositivos biotecnológicos de producción de subjetividad sexual. Esto es concebible a condición de evitar dos trampas conceptuales y políticas, dos lecturas (equivocadas pero posibles) de Foucault. Hay que evitar la segregación del espacio político que convertiría a las multitudes queer en una especie de margen o de reserva de trasgresión. No hay que caer en la trampa de la lectura liberal o neoconservadora de Foucault que llevaría a concebir las multitudes queer como algo opuesto a las estrategias identitarias, tomando la multitud como una acumulación de individuos soberanos e iguales ante la ley, sexualmente irreductibles, propietarios de sus cuerpos y que reivindicarían su derecho inalienable al placer. La primera lectura tiende a una apropiación de la potencia política de los anormales en una óptica de progreso, la segunda silencia los privilegios de la mayoría y de la normalidad (hetero)sexual, que no reconoce que es una identidad dominante. Teniendo esto en cuenta, los cuerpos ya no son dóciles. “Des-identificación” (para retomar la formulación de De Lauretis), identificaciones estratégicas, reconversión de las tecnologías del cuerpo y desontologización del sujeto de la política sexual, estas son algunas de las estrategias políticas de las multitudes queer.

– Des-identificación. Surge de las bolleras que no son mujeres, de los maricas que no son hombres, de los trans que no son ni hombres ni mujeres. En este sentido, si Wittig ha sido recuperada por las multitudes queer es precisamente porque su declaración “las lesbianas no son mujeres” es un recurso que permite combatir por medio de la des-identificación la exclusión de la identidad lesbiana como condición de posibilidad de la formación del sujeto político del feminismo moderno.

– Identificaciones estratégicas: Identificaciones negativas como “bolleras” o “maricones” se han convertido en lugares de producción de identidades que resisten a la normalización, que desconfían del poder totalitario, de las llamadas a la “universalización”. Influidas por la crítica post-colonial, las teorías queer de los años 90 han utilizado los enormes recursos políticos de la identificación “gueto”, identificaciones que iban a tomar un nuevo valor político, dado que por primera vez los sujetos de la enunciación eran las propias bolleras, los maricas, los negros y las personas transgénero. A aquellos que agitan la amenaza de la guetización, los movimientos y las teorías queer responden con estrategias a la vez hiper-identitarias y post-identitarias. Hacen un uso radical de los recursos políticos de la producción performativa de las identidades desviadas. La fuerza de movimientos como Act Up, Lesbian Avengers o las Radical Fairies deriva de su capacidad para utilizar sus posiciones de sujetos “abyectos” (esos “malos sujetos” que son los seropositivos, las bolleras, los maricas) para hacer de ello lugares de resistencia al punto de vista “universal”, a la historia blanca, colonial y hetero de lo “humano”.

Afortunadamente, estas multitudes no comparten la desconfianza –insistimos en ello- de Foucault, Wittig y Deleuze hacia la identidad como lugar de acción política, a pesar de sus diferentes formas de analizar el poder y la opresión. A inicios de los años 70 el Foucault francés se distancia del Fhar a causa de lo que él llama “tendencia a la guetización”, mientras que al Foucault americano parecían gustarle mucho las “nuevas formas de cuerpos y de placeres” que las políticas de la identidad gay, lesbiana y SM habían producido en el barrio de Castro, el “gueto” de San Francisco. Por su parte, Deleuze criticaba lo que denominaba una identidad “homosexual molar”, porque pensaba que promovía el gueto gay, para idealizar la “homosexualidad molecular” que le permitiría hacer de las “buenas” figuras homosexuales, desde Proust al “travestí afeminado”, ejemplos paradigmáticos del proceso de “llegar a ser mujer” que estaba en el centro de su agenda política. Incluso le permitiría disertar sobre la homosexualidad en vez de cuestionarse sus propios presupuestos heterosexuales [7]. En cuanto a Wittig, podemos preguntarnos si su adhesión a la posición del “escritor universal” impidió que le borraran de la lista de los “clásicos” de la literatura francesa tras la publicación del Cuerpo Lesbiano en 1973. Está claro que no, cuando vimos cómo el periódico Le Monde se apresuraba a cambiar el título original de su nota necrológica, por un “Monique Wittig, la apología del lesbianismo” encabezado por la palabra “Desapariciones”. [8]

– Reconversión de las tecnologías del cuerpo: Los cuerpos de las multitudes queer son también reapropiaciones y reconversiones de los discursos de la medicina anatómica y de la pornografía, entre otros, que han construido el cuerpo hetero y el cuerpo desviado modernos. La multitud queer no tiene que ver con un “tercer sexo” o un “más allá de los géneros”. Se dedica a la apropiación de las disciplinas de los saberes/poderes sobre los sexos, a la rearticulación y la reconversión de las tecnologías sexopolíticas concretas de producción de los cuerpos “normales” y “desviados”. A diferencia de las políticas “feministas” u “homosexuales”, la política de la multitud queer no se basa en una identidad natural (hombre/mujer), ni en una definición basada en las prácticas (heterosexuales/homosexuales) sino en una multiplicidad de cuerpos que se alzan contra los regímenes que les construyen como “normales” o “anormales”: son las drag-kings, las bolleras lobo, las mujeres barbudas, los trans-maricas sin polla, los discapacitados-ciborg… Lo que está en juego es cómo resistir o cómo reconvertir las formas de subjetivación sexopolíticas. Esta reapropiación de los discursos de producción de poder/saber sobre el sexo es una conmoción epistemológica. En su introducción programática al famoso número de Recherches sin duda inspirado por el FHAR, Guattari describe esta mutación en las formas de resistencia y de acción política: “el objeto de este número –las homosexualidades hoy en Francia- no podía ser abordado sin poner en cuestión los métodos ordinarios de investigación en ciencias humanas que, bajo el pretexto de la objetividad, intentan establecer una distancia máxima entre el investigador y su objeto (…). El análisis institucional, por el contrario, implica un descentramiento radical de la enunciación científica. Pero para ello no basta con “dar la palabra” a los sujetos implicados –lo cual es a veces una iniciativa formal, casi jesuítica- sino que además hay que crear las condiciones de un ejercicio total, paroxístico, de esta enunciación (…). Mayo del 68 nos ha enseñado a leer en los muros y después hemos empezado a descifrar los grafitis en las prisiones, los asilos y hoy en los váteres. Queda por rehacer todo un “nuevo espíritu científico” [9]. La historia de estos movimientos político-sexuales post-moneistas es la historia de esta creación de las condiciones de un ejercicio total de la enunciación, la historia de un vuelco de la fuerza performativa de los discursos, y de una reapropiación de las tecnologías sexopolíticas de producción de los cueros de los “anormales”. La toma de la palabra por las minorías queer es un acontecimiento no tanto post-moderno como post-humano: una transformación en la producción y en la circulación de los discursos en las instituciones modernas (de la escuela a la familia, pasando por el cine o el arte) y una mutación de los cuerpos.

– Desontologización del sujeto de la política sexual. En los años 90 una nueva generación surgida de los propios movimientos identitarios comenzó a redefinir la lucha y los límites del sujeto político “feminista” y “homosexual”. En el plano teórico, esta ruptura tomó inicialmente la forma de un retorno crítico sobre el feminismo, realizado por las lesbianas y las post-feministas americanas, apoyándose en Foucault, Derrida y Deleuze. Reivindicando un movimiento post-feminista o queer, Teresa de Lauretis [10], Donna Haraway [11], Judith Butler [12], Judith Halberstam [13] en EEUU, Marie-Hélène Bourcier [14] en Francia, y lesbianas chicanas como Gloria Anzaldúa [15] o feministas negras como Barbara Smith [16] y Audre Lorde van a criticar la naturalización de la noción de feminidad que inicialmente había sido la fuente de cohesión del sujeto del feminismo. Se había iniciado la crítica radical del sujeto unitario del feminismo, colonial, blanco, emanado de la clase media-alta y desexualizado. Las multitudes queer no son post-feministas porque quieran o deseen actuar sin el feminismo. Al contrario. Son el resultado de una confrontación reflexiva del feminismo con las diferencias que éste borraba para favorecer un sujeto político “mujer” hegemónico y heterocentrado.

En cuanto a los movimientos de liberación de gays y lesbianas, dado que su objetivo es la obtención de la igualdad de derechos y que para ello se basan en concepciones fijas de la identidad sexual, contribuyen a la normalización y a la integración de los gays y las lesbianas en la cultura heterosexual dominante, lo que favorece las políticas pro-familia, tales como la reivindicación del derecho al matrimonio, a la adopción y a la transmisión del patrimonio. Algunas minorías gays, lesbianas, transexuales y transgéneros han reaccionado y reaccionan hoy contra ese esencialismo y esa normalización de la identidad homosexual. Surgen voces que cuestionan la validez de la noción de identidad sexual como único fundamento de la acción política; contra ello proponen una proliferación de diferencias (de raza, de clase, de edad, de prácticas sexuales no normativas, de discapacidad). La noción medicalizada de homosexualidad que data del siglo XIX y que define la identidad por las prácticas sexuales es abandonada en favor de una definición política y estratégica de las identidades queer. La homosexualidad tan bien controlada y producida por la scientia sexualis del siglo XIX ha explotado; se ha visto desbordada por una multitud de “malos sujetos” queer.

La política de las multitudes queer emerge de una posición crítica respecto a los efectos normalizadores y disciplinarios de toda formación identitaria, de una desontologización del sujeto de la política de las identidades: no hay una base natural (“mujer”, “gay”, etc.) que pueda legitimar la acción política. No tiene por objetivo la liberación de las mujeres de “la dominación masculina”, como quería el feminismo clásico, porque no se basa en la “diferencia sexual”, sinónimo de una división fundamental de la opresión (transcultural, transhistórica) basada en una diferencia de naturaleza que debería estructurar la acción política. La noción de multitud queer se opone a la de “diferencia sexual”, tal y como fue explotada tanto en los feminismos esencialistas (de Irigaray a Cixous, pasando por Kristeva) como por las variantes estructuralistas y/o lacanianas del discurso del psicoanálisis (Roudinesco, Héritier, Théry…). Se opone a las políticas paritarias derivadas de una noción biológica de la “mujer” o de la “diferencia sexual”. Se opone a las políticas republicanas universalistas que permiten el “reconocimiento” e imponen la “integración” de las “diferencias”en el seno de la República. No hay diferencia sexual, sino una multitud de diferencias, una transversalidad de las relaciones de poder, una diversidad de las potencias de vida. Estas diferencias no son “representables” dado que son “monstruosas” y ponen en cuestión por eso mismo no sólo los regímenes de representación política sino también los sistemas de producción de saber científico de los “normales”. En este sentido, las políticas de las multitudes queer se oponen tanto a las instituciones políticas tradicionales que se presentan como soberanas y universalmente representativas, como a las epistemologías sexopolíticas heterocentradas que dominan todavía la producción de la ciencia.

(Traducción al castellano: el bollo loco)

[1] Audre Lorde, Sister Outsider, California, Crossing Press, 1984.

[2] Ti-Grace Atkinson, « Radical Feminism »,en Notes from the Second Year, New York, Radical Feminism, 1970, pp. 32-37 ; Ti-Grace Atkinson, Amazon Odyssey, New York, Links, 1974.

[3] Radicalesbians, « The Woman-Identified Woman », en Anne Koedt, dir. Notes from the Third Year, New York, 1971.

[4] Monique Wittig, The straight mind and other essays, Boston, Beacon Press, 1992.

[5] Michel Foucault, Historia de la sexualidad, Volumen I, Siglo XXI, Madrid, 1979.

[6] Maurizio Lazzarato, Puissances de l’invention. La psychologie économique de Gabriel Tarde contre l’économie politique, Paris, Les Empêcheurs de penser en rond, 2002.

[7] Para un análisis detallado de este uso de los tropos homosexuales, ver el capítulo « Deleuze o el amor que no osa decir su nombre », en Beatriz Preciado, Manifiesto contra sexual, Opera Prima, Madrid, 2002.

[8] Le Monde, sábado 11 de enero de 2003.

[9] Félix Guattari, Recherches, « Trois millards de pervers », marzo 1973, pp.2-3.

[10] Teresa De Lauretis, Technologies of Gender, Essays on Theory, Film, and Fiction, Bloomington, Indiana University Press, 1987.

[11] Donna Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres, Cátedra, Madrid. 1995.

[12] Judith Butler, El género en disputa, Paidós, México, 2001.

[13] Judith Halberstam, Female Masculinity, Durham, Duke University Press, 1998.

[14] Marie-Hélène Bourcier, Queer Zones, politiques des identités sexuelles, des représentations et des savoirs, Paris, Balland, 2001.

[15] Gloria Anzaldúa, Borderlands/La Frontera : The New Mestiza, San Francisco, Spinster/Aunt Lutte, 1987.

[16] Gloria Hull, Bell Scott and Barbara Smith, All the Women Are White, All the Black Are Men, But Some of Us Are Brave : Black Women’s Studies, New York, Feminist Press, 1982.

Fuente: Revista Multitudes. Nº 12. París, 2003
http://multitudes.samizdat.net/rubrique.php3?id_rubrique=141

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La semioesfera y la teoría de la cultura

La semioesfera y la teoría de la cultura

Dr. Jorge Lozano
Profesor Titular
Facultad de Ciencias de la Información (UCM)

Jorge Lozano

A Yuri M. Lotman, in memoriam

Un conocido matemático ruso, P. L. Chebysev, dictó una conferencia dedicada a los aspectos matemáticos del corte de los vestidos. A la conferencia se presentó un público diferente del habitual: sastres, señoras á la mode, estilistas… El conferenciante comenzó pronunciando las siguientes palabras. «Admitamos, para simplificar, que el cuerpo humano tenga la forma de una esfera.» Finalizada la frase se produjo una fuga general, el público se diezmó y quedaron sólo los matemáticos, que no encontraron nada de extraño en semejante exordio. Se puede pensar de modo inmediato que con este enunciado estamos ante un caso de evidente no comprensión por parte del público, de una interferencia, un «ruido», un error de «traducción» que alejaba lo que quería decir el conferenciante de lo que entendía el auditorio; de un texto, en fin, que podríamos considerar ineficaz a la vista de la reacción provocada. Sin embargo, si hacemos caso a Bajtin, hay que saber que la «palabra está preñada de respuesta». Oigámosle: «La palabra viva que pertenece al lenguaje hablado está orientada directamente hacia la futura palabra-respuesta: provoca su respuesta, la anticipa y se construye orientada a ella. Formándose en la atmósfera de lo que se ha dicho anteriormente, la palabra viene determinada a su vez por lo que todavía no se ha dicho, pero que viene ya forzado y previsto por la palabra de la respuesta.» La palabra, así, nace en el interior del diálogo.

Quien cuenta la anécdota del matemático ruso, Yuri Mijailovich Lotman, continuador de las tesis dialógicas, plurilingües y polifónicas de Bajtin, lo explica así: «El texto ha “seleccionado” al público a su imagen y semejanza.» En esta frase se puede encontrar todo un programa en torno a los códigos en la comunicación y una definición de texto que remite etirnológicamente al tramado de los hilos de la tela, un mecanismo dinámico capaz de generar nuevas informaciones y que no se mantiene idéntico a lo largo de la transmisión.

Una simple comunicación vista como transmisión de información o como intercambio de mensajes exige, en los esquemas canónicos de la teoría —física o matemática— de la comunicación tal como la concibieron Shannon y Weaver o como la formalizó Jakobson, siguiendo a los que él gustaba de llamar «ingenieros de la comunicación», un código sustancialmente común —de ahí también el étimo de comunicación— entre el emisor y el destinatario. Sin embargo, la coincidencia de códigos (en plural) de emisor y destinatario es posible sólo como suposición teórica y no se cumple jamás completamente. Antes al contrario, el texto de la comunicación se deforma en el proceso de decodificación efectuado por un destinatario que, lejos de caracterizarse por una percepción pasiva, está dotado de competencia comunicativo e interaccional. Emisor y destinatario no son meros polos, semánticamente neutros, de un continuum de información sino, si se quiere decirlo así, sujetos competentes o, según la terminología de Halliday, meaners, término que sugiere su capacidad de interactuar y significar. En este sentido convendría concebir la comunicación más como transformación que como simple transferencia o transmisión de información.

Caso de poder producirse razonablemente la —o una— comunicación, en vez de sancionarla en función de la coincidencia, puesta en común o comunidad de códigos, lo pertinente sería referirse, como hace Lotman, a la existencia de una memoria común.

Antes de proseguir, creo que merecerá la pena hacer algunas observaciones sobre este supuesto cambio de paradigma. Estudios cognitivos recientes que parten de Relevance (1986), de Dan Sperber, han querido señalar una supuesta crisis —otra más— de la disciplina semiótica al considerarla anclada justamente en lo que el autor ha dado en llamar un code model según el cual los errores de la comunicación (malentendidos, etc.), pero también sus éxitos, se explicaban en función de la existencia o no de códigos comunes, del déficit de códigos y otros muchos factores. Frente a este restringido modelo de código, Sperber, desde un cognitivismo que superaría el supuesto reduccionismo semiótica, propone un inference model en el que los procesos de inferencia son diferentes de los procesos de decodificación. Según sus propias palabras, no se puede hacer abstracción de las diferencias que existen entre la representación semántica de las frases y los pensamientos comunicados por medio de enunciados que no se agotan en la decodificación y exigen reglas de inferencia.

Sperber defiende además la necesidad de lo que él llama saber mutuo: «Cada información contextual utilizada para la interpretación del enunciado debe no solamente formar parte del saber del locutor y del destina. rario, sino también del saber mutuo.»

Un saber mutuo que, se me antoja, no es exagerado relacionar con esa memoria común del emisor y del destinatario de que nos habla Lotman, quien, en efecto, ha sostenido que el público —por insistir en su propio ejemplo de la conferencia del matemático— no mantiene una relación pasiva con el texto; por el contrario, esta rela- ción tiene —como para Bajtin— la naturaleza de un diálogo donde se puede constatar la presencia en el emisor y el destinatario de una memoria común. Por eso mismo el texto no debe ser evaluado sólo sobre la base de la capacidad de hacerse comprender por un determinado destinatario —en el ejemplo elegido, el grupo de matemáticos que no se extrañaron por la afirmación inicial del conferenciante—, sino también según el grado de incomprensión para los otros.

Supongamos ahora que la misma frase «admitamos que el cuerpo humano tenga la forma de una esfera» sea percibido como una cita —recordando el dictum bajtiniano de que todo texto es un mosaico de citas. Pues bien, según Lotman, la cita, sobre todo la menos evidente, actúa [sic] también en otra dirección, esto es, creando una atmósfera alusiva, que subdivide al público de los oyentes o lectores en grupos según la oposición «íntimos/extraños», «próximos/lejanos», «los que entienden/ los que no entienden». Por eso, dice, el texto adquiere un carácter de intimidad sobre la base del principio «quien debe entender, entenderá».

La transmisión de información en el interior de una «estructura sin memoria», como la llama Lotman, garantiza ciertamente un alto grado de identidad. Si emisor y destinatario estuvieran dotados de códigos iguales y totalmente exentos de memoria la comprensión entre ellos sería perfecta, pero el valor de la información transmitida sería mínimo y la misma información rigurosamente limitada. La comunicación normal, y aún más el normal funcionamiento de la lengua, lleva implícita —como sostiene Lotman— el supuesto de una no identidad de partida entre el hablante y el oyente.

Si el viejo estructuralismo consideraba el texto como piedra angular, como entidad separada, aislada, estable y autónoma, las investigaciones semióticas contemporáneas, bien que tomándolo también como punto de partida, han dejado de verlo como objeto estable para concebirlo como una intersección de los puntos de vista del autor y del público. Desde hace tiempo Lotman ha insistido en ver el acto comunicativo no como una transmisión pasiva de información, sino como una recodificación, si se quiere utilizar la jerga informacionalista, o, más precisamente, una traducción. Desde el mismo informacionalismo ya se había sostenido que el receptor debe reconstruir el mensaje recibido, por lo que la incomprensión, la comprensión incompleta, etc., no son productos laterales del intercambio debidos al ruido —irrución del desorden, de la entropía, de la desorganización en la esfera de la estructura de la información— en el canal de la comunicación, y, por tanto, algo no inherente a la comunicación, sino que, por el contrario, corresponden a su esencia real. Consideraciones éstas ilustradas en la obra de Lotman con numerosos ejemplos que sirven de advertencia a la hora de enfrentarse al análisis de los textos. Así, en el marco de la cultura medieval serán diferentes las normas ideales del comportamiento del caballero y del monje.

Su comportamiento parecerá sensato —comprenderemos su «significado»— sólo si adoptamos para cada uno de ellos estructuras de códigos particulares —cualquier tentativa de emplear otro código hace aparecer tal comportamiento como «sin sentido», «absurdo» o «ilógico», y no lo descifra.

En un determinado nivel estos códigos resultarán opuestos entre sí. Mas, aclara Lotman, no se trata de la oposición de sistemas no conexionados y por consiguiente diferentes, sino de una oposición en el interior del mismo sistema; por ello en otro nivel puede ser reconducida a un sistema de codificación invariante.

Lotman

Lotman y Uspenski daban también un ejemplo extraído de la obra del cibernético Wiener: para los maniqueos el diablo es un ser malévolo que dirige consciente e incondicionalmente su poder contra el hombre; para San Agustín, en cambio, el diablo es fuerza ciega, entropía, dirigida sólo objetivamente contra el hombre a causa de la debilidad e ignorancia de éste…

Otra peculiridad de los textos (culturales) —su movilidad semántica— puede aclararnos el ejemplo de la conferencia del matemático; el mismo texto puede proporcionar a sus distintos «consumidores» una información diferente. Sirva aquí también el ejemplo que nos da Lotman; el lector moderno de un texto sagrado del Medioevo descifra la semántica reuniendo códigos diferentes de los usados por el creador del texto. Además, cambia igualmente el tipo de texto: en el sistema de su creador pertenecía a los textos sagrados, mientras que en el sistema del lector pertenece a los artísticos.

Si, como dice Lotman, el texto «selecciona» el público a su imagen y semejanza, fija unos confines que trasladados a la cultura establecen una oposición, que puede considerarse un universal cultural, «nosotros/ellos» en la que se encuentran correlatos topológicos como «dentro/fuera», «interno/externo», ete. Pensemos, como ejemplo de oposición «nosotros/ellos», en la que oponía culturalmente los griegos a los bárbaros que vivían «fuera» de la polis. La etimología de bárbaro (gr.: barbaros, lat.: barbarus) viene de bar-bar, balbucear, que, por mor de la onomatopeya, sugiere incomprensión.

Weinrich ha señalado cómo la palabra bar-bar presenta un perfil fonético caracterizado por la unión de la consonante b y de la vocal a en conjunción con una líquida, en este caso r. Existe un contraste máximo entre la clausura de la oclusiva bilabial b y la abertura extrema de la vocal a. En las más diferentes lenguas del mundo se encuentra el mismo contraste para designar «mamá» y «papá» en la primera infancia. Por Jakobson sabemos que el lenguaje infantil se constituye sobre la base de recurrencias fonéticas muy contrastadas. Los grandes contrastes son más fáciles de percibir y de realizar por los niños y por tal razón perduran más tiempo en el estado de afasia. Por ello se puede establecer una analogía entre el bárbaro y el niño (lat.:infans) que balbucea muy rápidamente y de modo incomprensible.

No debe sorprender, pues —estamos inmersos en el espacio de la lengua—, que esa oposición «nosotros/ellos», «los de dentro» (polis) contrapuestos a «los de fuera», se base en la capacidad de reconocer la propia lengua, una lengua capaz de sorprenderse ante otra que incluso no es reconocida como tal, que carece de gramática y apenas resulta perceptible como un balbuceo o una insuficiente expresión infantil. Los griegos tienen una lengua; los bárbaros, no.

La adaptación semiótica a las reglas de una civilización externa suele estar ligada a la dicotomía «cultura/ barbarie». Los antiguos griegos llamaban bárbaros a los persas y egipcios, que les superaban por la riqueza de su tradición cultural; los romanos consideraban bárbaros a los cartagineses y a los griegos. Las estirpes arías, que habían conquistado la India, llamaban con el término sánsérito mleceha, que parece tiene algunos matices del griego barbaroV a las poblaciones originarias del valle del río Indo, creando así, según Lotman, una situación absolutamente falsa. Siendo ellos mismos bárbaros, acusaban de barbarie a los herederos de las civilizaciones precedentes. Más tarde afiadirían a este elenco de «despreciables extranjeros» a árabes, turcos y chinos. Del mismo modo los árabes, poco después de haber entrado en el mundo civil, utilizan la palabra adjami que tenía el mismo significado de bárbaro, para definir a los persas, herederos de aquella antigua y elevada cultura contra la cual habían luchado por la influencia sobre el mundo musulmán (U.R. Jones). En fin, cabe aquí recordar el dictum de Montaigne (1, 31): «Cada cual llama barbarie a lo que no forma parte de su costumbre.»

En la realidad, dice Lotman, encontramos siempre la presencia del otro: otro hombre —exterior al sistema y no a él—, otra estructura, otro mundo. La función de este otro es inmensa y consiste justamente en el hecho de colocarse fuera de todas las funciones y de irrumpir perturbadoramente en el «mundo habitual». Toda cultura crea su propio sistema de «marginales», de desechados, aquellos que no se inscriben en su interior y que una descripción sistemática y rigurosa excluye. Para Lotman, la irrupción en el sistema de lo que es extrasistemático constituye una de las fuentes fundamentales de transformación de un modelo estático en uno dinámico.

Ya hemos visto que la diferencia entre el conferenciante y el público que huye es una diferencia de experiencia semiótica y de estructura de código. Una cierta comodidad heurística ha hecho que los estudios de comunicación establecieran compartimentos estancos para describir los distintos elementos —emisor, mensaje y destinatario— del sistema comunicativo, considerando el texto como un anillo pasivo de la transmisión de una información que es la misma a la entrada (emisor) y a la salida (destinatario). De ese modo la diferencia de información en la entrada y en la salida es posible sólo como consecuencia de las interferencias en el canal y sancionada como una imperfección técnica del sistema. Sin embargo, tal y como estamos viendo, ese texto que se deforma, modifica, transforma, tiene una función: la de producir nuevos significados. Lo que podría ser considerado una imperfección técnica del sistema es, en cambio, en este caso una norma, y la característica estructural del trabajo del texto que Lotman gusta de llamar «mecanismo pensante» es su heterogeneidad interna. Un mecanismo constituido por un sistema de espacios semióticos heterogéneos en el interior de los cuales circula la información transmitida. En este caso, sostiene Lotman, el texto no es la manifestación de un solo lenguaje. Para producirlo son necesarias al menos dos lenguas; ningún texto de este tipo puede ser descrito adecuadamente desde el punto de vista de un único lenguaje. El texto es concebido por Lotman como un espacio semiótica en el interior del cual los lenguajes interactúan, se interfieren y se autoorganizan jerárquicamente.

El problema del texto está ligado de modo orgánico a un aspecto pragmático; al «uso» que el público, por seguir con nuestro ejemplo, hace del enunciado recibido. Lotman nos ha advertido de que la pragmática del texto es a menudo inconscientemente identificada por los investigadores con la categoría de lo subjetivo en la filosofía clásica, lo que explicará que sea considerada algo externo y extraño, que puede alejarse de la estructura objetiva de¡ texto.

Mas el elemento externo, sea éste otro texto, el lector —que puede ser visto también como «otro texto»— o el contexto cultural, es necesario para que se cumplan las posibilidades virtuales de generar nuevos sentidos, encerrados —si se quiere— en lo que podría denominarse invariante del texto. En la relación pragmática que se establece entre el texto y el público la transformación de la consciencia de éste es pues la manifestación del mecanismo del texto en el proceso de su funcionamiento.

Se puede suponer, por tanto, que sistemas constituidos por elementos netamente separados uno de otro y funcionalmente unívocos no existen en la realidad en una situación de aislamiento. Lotman propone integrar los distintos componentes en un continuum semiótica que ha dado en llamar semioesfera, un concepto que ofrece ciertas analogías con el de bioesfera, introducido por el bíogeoquímico Vladimir Ivanovich Vernardiski (1863-1945). En sus Pensamientos filosóficos de un naturalista Vernardiski comienza afirmando que «el hombre, como en general todo lo que vive, no constituye un objeto en sí mismo, independiente del ambiente que lo circunda … » «En la biosfera todo organismo vivo —objeto natural— es un cuerpo natural vivo. La materia viva de la bioesfera es el conjunto de los organismos vivos presentes en su interior.» Si para Vernardiski «la bioesfera tiene una estructura perfectamente definida, que determina sin exclusiones todo lo que acaece en su interior», para Lotman «la semioesfera es aquel espacio semiótica fuera del cual no es posible la existencia de la semiosis».

Dado que uno de los conceptos fundamentales ligados a la delimitación semiótica es el de confín, es difícil imaginario en un concepto tan abstracto como el de semioesfera. Para Lotman el confín semiótico es la suma de los «filtros» lingüísticos de traducción.

Pasando a través de dichos filtros el texto es traducido a otra lengua (o lenguas) que se encuentran fuera de la semioesfera dada. La «clausura» de la semioesfera se manifiesta por el hecho de que no puede tener relaciones con textos que le son extraños desde un punto de vista semiótico, o con «no textos». Para que un texto adquiera realidad en la semioesfera, es necesario traducirlo a una de las lenguas de su espacio interno, semiotizar los hechos no semióticos. Así visto, el concepto de confín se relaciona con el de individualidad semiótica. Por ello Lotman describe la semioesfera como «personalidad semiótica». Pero, como sabemos, el confín de la personalidad como fenómeno de la semiótica histórico-cultural depende de¡ criterio de codificación. Un ejemplo: en ciertos sistemas la mujer, los hijos, los siervos, los vasallos pueden formar parte de la personalidad del cabeza de familia y no tener una individualidad independiente de la de él. En otros sistemas pueden ser considerados personalidades distintas. Lotman pone el ejemplo siguiente: cuando Iván el Terrible castigó, junto al boyardo caído en desgracia, a todos sus siervos, el hecho no fue dictado por el miedo a la venganza (lo que era impensable), sino por la idea de que jurídicamente los siervos y el jefe de la casa constituían una sola personalidad. Era por tanto natural que la punición se extendiera también a aquéllos.

Lotman tiene un modo gráfico de explicar qué es la semiesfera: «Imaginemos una sala de museo en la que están expuestos objetos pertenecientes a siglos diversos, inscripciones en lenguas notas e ignotas, instrucciones para descifrarlas, un texto explicativo redactado por los organizadores, los esquemas de itinerarios para la visita de la exposición, las reglas de comportamiento para los visitantes. Si colocamos también a los visitantes con sus mundos semióticos, tendremos algo que recordará el cuadro de la semíoesfera.»

Semiósfera

Lo llamemos o no semioesfera, estamos inmersos en un espacio semíótico del que, como nos recuerda constantemente Lotman, somos parte inseparable: «Separar al hombre del espacio de las lenguas, de los signos, de los símbolos es tan imposible como arrancarle la piel que lo cubre.» En dicho espacio la personalidad humana es al mismo tiempo isomorfa respecto al universo de la cultura y parte de este universo.

En tanto que ciencia de la comunicación, la semiótica se fue desarrollando sobre unos textos que se repiten y su estructura. La importante investigación lotmaniana —y en general de toda la Escuela de Tartu— sobre los textos artísticos, únicos susceptibles de describir la tensión entre lo que se repite y lo irrepetible, han ampliado los confines de la disciplina, al considerar no sólo la transmisión de mensajes ya dados sino también la elaboración de mensajes nuevos. Y como hemos repetido en el comentario a la frase del científico ruso, si para transmitir información es suficiente un único canal (una única lengua), para elaborar una información nueva la estructura mínima requerida es de al menos dos. De ahí, insistimos, la importancia de los problemas conectados al poligiotismo, a la traducción y a la traducibilidad.

El estructuralismo tradicional, pero también el formalismo ruso, se basan en el principio de considerar el texto como un sistema cerrado, autosuficiente, organizado de manera sincrónica. Su aislamiento era no sólo temporal, respecto al pasado y al futuro, sino también espacial, del público y de todo lo que estuviera situado fuera de él.

Segun Lotman, la fase contemporánea de estos estudios complicaron tales principios. En el tiempo, dice, el texto es percibido como un momento artificialmente fijado entre el pasado y el futuro. La relación entre pasado y futuro no es simétrica. El pasado se deja aprehender en dos manifestaciones: la memoria directa del texto, encarnada en su estructura interna, en su inevitable contradíctoriedad, en la lucha inmanente con su sincronísmo interno, y externamente, como correlación con la memoria extratextual. «Es como si el espectador» —dice Lotman, colocándose con el pensamiento en aquel «tiempo presente» que es realizado en el texto— «dirígiese su propia mirada al pasado, que se va estrechando como un cono cuya punta se apoya en el tiempo presente.» Dirigiéndose a su vez hacia el futuro, el público se hunde en un haz de posibilidades que no han realizado todavía su elección potencial.

La mirada retrospectiva permite al historiador analizar el pasado desde dos puntos de vista: encontrándose en el futuro respecto al suceso descrito, ve frente a sí toda la cadena de las acciones realmente realizadas, transformándose en el pasado bajo la mirada de la mente; y mirando desde el pasado hacia el futuro conoce ya los resultados del proceso. Dice Lotman que es como si estos resultados todavía no se hubieran realizado y fuesen ofrecidos al lector como predicciones. En el curso de este proceso la casualidad desaparece totalmente de la historia. «La posición del historiador puede ser comparada a la de un espectador que ve por segunda vez una obra de teatro: por una parte, sabe cómo acaba una obra en cuya trama no hay nada de imprevisible. Es como si se encontrara en el tiempo pasado del cual obtiene el conocimiento del desenlace, pero a la vez, como espectador que mira la escena, se encuentra en el presente y tiene de nuevo el sentimiento de lo ignoto, como si no supiera de qué forma termina la obra. Estas experiencias se funden de manera paradójica en un cierto sentimiento simultáneo.» De ese modo, dice, el acontecimiento acaecido se presenta en una interpretación pluriestructurada: de un lado como la memoria de una explosión apenas vivida; del otro adoptando los rasgos de una inevitable predestinación.

La mirada del historiador es un proceso secundario de transformación retrospectiva. El historiador mira el acontecimiento con una mirada dirigida del presente al pasado. (Cabe aquí recordar a Croce: la historia es siempre contemporánea, reflexión de] pasado desde nuestro presente.) Esta mirada, por su misma naturaleza, sostiene Lotman, transforma el objeto de descripción. El cuadro de los acontecimientos, caóticos para el simple observador, sale de las normas de¡ historiador ulteriormente organizado. Es propio de¡ historiador partir de la inevitabilidad de lo que ha acontecido, pero su actividad creativa se manifiesta en otro lugar: partiendo de la multiplicidad de los hechos conservados por la memoria que llega con la máxima fiabilidad al punto conclusivo. Este punto, dice Lotman, en cuya base existe la casualidad, cubierto superficialmente por un velo de conjeturas arbitrarias y de vínculos de causa y efecto pseudoconvincentes, adquiere bajo la pluma del historiador un carácter casi místico.

Si traigo a colación aquí estas reflexiones sobre la historia y el historiador ello se debe, ante todo, a la necesidad de salir al paso de ciertas concepciones que consíderan los estudios semióticos como ahistóricos. Es cierto que en los inicios, digamos «inmanentes», de estos estudios algunos sectores de la cultura fueron aislados de] espacio histórico que los rodeaba; fue una elección en parte obligada y en parte polémica. Al plantearse, desde la semioesfera, la relación entre la semiosis y el mundo externo, la semiótica ha entrado necesariamente en el espacio de la historia. Sí cierta historiografía se ha ocupado de procesos lentos, de transformaciones lentas e imperceptibles, de invariantes históricas puestas bajo el signo de la longue durée, estudios como los que la Escuela de Tartu-Moscú ha dedicado al arte, «hija de la explosión», han pasado de una preocupación por los procesos graduales en el seno de la lingüística a los denominados procesos explosivos.

Una pregunta básica, presente en los últimos trabajos de Lotman, ha sido justamente: ¿sobre qué se basa el desarrollo de la cultura?, ¿sobre la gradualidad o sobre la explosión? Sin osar responder a tamañas cuestiones, parece razonable pensar que el estudio de los procesos de larga duración, de extensión plurisecular, y el estudio del resplandor de la explosión, de la brevedad atemporal, son dos aspectos del análisis histórico que no sólo no se excluyen, sino que se interrelacionan. La realidad histórica, afirma Lotman, es siempre más compleja que los modelos de los historiadores, aunque no podría ser comprendida sin la existencia de éstos.

Es necesario tener en cuenta que, superado cierto margen de tolerancia, dice, el pensamiento científico se transforma en metáfora poética.

Al ocuparse del confín entre la semiótica y el mundo externo, en esta fase fuera de toda moda, la semiótica puede ser definida como la ciencia que se ocupa de la teoría y de la historia de la cultura. El de Lotman es un proyecto ambicioso que estoy convencido nos capacita para superar unos estudios de comunicación que si, como hemos subrayado en este artículo, comenzaron con un alegre confort heurístico no logran salir del todo de una larga somnolencia.

© Jorge Lozano 1998
Este trabajo fue publicado en el número doble 145-146 julio-agosto (1995) de Revista de Occidente.

Fuente: Espéculo.
El URL de este documento es http://www.ucm.es/OTROS/especulo/numero8/lozano.htm

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Qué es la antropofagia (categoría cultural)

ANTROPOFAGIA

Es el acto que plantea una corriente del modernismo brasileño a partir de la segunda década del siglo XX de asimilación, ritual y simbólica, de la cultura occidental. Es la incorporación de la alteridad, en este caso la cultura del conquistador, a través de la metáfora del comer, a la cultura brasileña mediante lo que se postula histórica y literariamente como la propia tradición del Brasil.

El modernismo en Brasil, a diferencia de los pueblos hispanos, es el período en el cual se desarrollan diversas vanguardias plásticas, literarias y musicales. Mientras en los pueblos hispanoparlantes el modernismo es un movimiento que acentúa los lazos con la tradición europea y hace hincapié en la forma de la obra, en el Brasil se resalta la ruptura con la tradición y se buscan conexiones con las manifestaciones artísticas que tengan las mismas inclinaciones en Europa. El modernismo brasileño tiene una importante conexión con el futurismo italiano, el surrealismo, el dadaísmo y el cubismo. Este particular modernismo, llamado así por su ruptura con las formas del idealismo simbolista y el naturalismo, que representan en Brasil su período post-romántico, es un movimiento de renovación no solamente literario sino en general político y cultural.

El período de 1892 a 1930, considerado por la crítica como la fase de consolidación del modernismo, está inmerso en importantes acontecimientos políticos y sociales en el Brasil. Entre los años 1917 y 1920 estallan las grandes huelgas en São Paulo y Río de Janeiro, en 1922 se forma el Partido Comunista. En ese mismo año empiezan los levantamientos de grupos de la burguesía brasileña que culminan con la llamada revolución de 1924. Mundialmente, las líneas que más destacan en ese momento son los movimientos artísticos de vanguardia en Europa y la situación económica y política resultante de la primera guerra mundial. En medio de todo acontece la Semana de Arte Moderno en São Paulo el año de 1922, virtual acta de nacimiento del movimiento modernista. En ella se da a conocer la obra de los creadores más importantes del Brasil, así como la de algunos jóvenes aún desconocidos. Se encuentran por ejemplo, Guilherme de Almeida, Ronald de Carvalho, Menotti del Picchia, Mario de Andrade, Oswald de Andrade, Sergio Millet, Sergio Buarque de Hollanda y Graça Aranha.

El problema que enfrenta Brasil es el de su formación como país, y una línea fundamental de los movimientos modernistas son las ideas y prefiguraciones que se tienen del propio Brasil. Así se dan dentro del movimiento, por un lado, las tendencias hacia el nacionalismo metafísico que intenta demarcar las esencias de la nación y el nacionalismo práctico verdeamarelo ligado al espiritualismo católico y, por el otro, el grupo que propondrá la antropofagia. Divididos básicamente en dos tendencias, Antonio Candido ve en la propuesta antropofágica “la vocación dionisiaca” de Oswald de Andrade, Raúl Bopp y Mario de Andrade y en los manifiestos Pau Brasil (1924) y Antropofágico (1928) del mismo Oswald de Andrade, “la actitud de devoración frente a los valores europeos; y la manifestación de un lirismo telúrico al mismo tiempo que crítico, hundido en un inconsciente individual y colectivo, del cual Macunaíma sería su más alta expresión” (Andrade, 1979: 223 y 224).

El término se va construyendo en una compleja relación, mediante las herramientas de las vanguardias, entre la necesidad de un pasado propio y de un presente del Brasil. La metáfora de la antropofagia no puede ser equiparada a la idea del buen salvaje ni propone un regreso al estado de naturaleza de los pueblos originarios en el Brasil. Para entenderla cabalmente, es necesario considerar la misma metáfora. Señala Luiz Costa Lima:

Parece, em primeiro lugar, útil ressaltar que, na antropofagia, o inimigo não é identificado com algo impuro ou com um corpo poluído, cujo contato então se interditasse. Esta antes seria uma concepção própia aos puritanos. Deste modo, a negação do inimigo, sua condenação ao completo esquecimento representa o avesso do que postula o Manifeto. Em segundo lugar, convém destacar que a antropofagia, tanto no sentido literal como no metafórico, não recusa a existênçia do conflito, senão que implica a necesssidade da luta. Recusa sim confundir o nimigo com o puro ato de vingança. A antropofagia é uma experiência cujo oposto significaría a crenca em um limpio e mítico conjunto de tragos, do qual a vida presente de um povo haveria de ser contruída (Costa Lima, 1991: 26).

(Parece, en primer lugar, útil resaltar que, en la antropofagia, el enemigo no es identificado con algo impuro o con un cuerpo contaminado, cuyo contacto entonces se interfiriera. Ésta sería antes una concepción propia a los puritanos. De este modo, la negación del enemigo, su condenación al completo olvido representa lo contrario de lo que postula el Manifiesto. En segundo lugar, conviene destacar que la antropofagia, tanto en el sentido literal como en el metafórico, no rehúsa la existencia del conflicto, sino que implica la necesidad de la lucha. Rehúsa sí confundir al enemigo con el puro acto de venganza. La antropofagia es una experiencia cuyo opuesto significaría la creencia en un limpio y mítico conjunto de trazos, del cual la vida presente de un pueblo habría de ser construida).

Metafóricamente, es al deglutir las formas del arte de Europa que estos escritores brasileños figuran su pasado. El modernismo libera entonces de una manera alegórica una serie de datos históricos, sociales y étnicos, en forma de imágenes y símbolos que dan gran fuerza a sus obras y a su lenguaje. Como señala Antonio Candido, en el proceso antropofágico existe un sentimiento de triunfo y de encuentro profundo del mestizo que por un momento rompe la ambigüedad fundamental: “de ser un pueblo latino, de herencia cultural europea, pero étnicamente mestizo, situado en el trópico e influenciado por las culturas primitivas, amerindias y africanas” (Candido, 1991: 220). Sin embargo, ese primer resultado de la antropofagia no deja de mantener un alto grado de humor e ironía como lo ve Luiz Costa: “Associando agudeza e humor. 0 Manifiesto antropófago tem como base uma questão existencial: a de ajustar a experiência brasielira da vida com a tradição que heredamos. 0 problema era como alcançálo. Provavelmente, a questão encontra sua melhor formulaçáo na glosa tropical da frase shakespeariana: Tupi, or not tupi that is the question” (Costa, 1991: 26). (Asociando agudeza y humor. El Manifiesto antropófago tiene como base una cuestión existencial: la de ajustar la experiencia brasileña de la vida con una tradición que heredamos. El problema era cómo alcanzarlo. Probablemente, la cuestión encuentra su mejor formulación en la glosa tropical de la frase schakesperiana: Tupi, or not tupi that is the question).

El hecho resulta de algo que también sucede, por ejemplo, en la obra de Lezama Lima. Existe una ingenuidad que se troca confianza en uno mismo, en el paisaje y en el pasado, el cual se está dispuesto a reconstruir con plena certeza en su fuerza constitutiva presente. Oswald de Andrade escribió en su Manifiesto Antropófago: “Núnca fomos catequizados. Vivemos através de um direito sonámbulo. Fizemos Cristo nascer na Bahia. Ou em Belém do Pará”. (Nunca fuimos catequizados. Vivimos a través de un derecho sonámbulo. Hicimos nacer a Cristo en Bahía. 0 en Belém de Pará) y más adelante, “Contra as historias do homen que começam no Cabo Finisterre. 0 mundo não datado. Não rubricado. Sem Napoleão. Sem César”. (Contra las historias del hombre que comienzan en el Cabo Finisterra. El mundo no fechado. No firmado. Sin Napoleón. Sin César). Para de ahí pugnar por la memoria propia, con la que se juega y se dispone a engullir todas las lenguas del mundo. “Contra o mundo reversível e as idéias objetivadas. Cadaverizadas. 0 stop do pensamento que é dinâmico. 0 individuo vítima do sistema. Fonte das injustiças clássicas. Das injustiças románticas. E o esquecimento das conquistas interiores”. (Contra el mundo reversible y las ideas objetivadas. Cadaverizadas. El stop del pensamiento que es dinámico. El individuo víctima del sistema. Fuente de las injusticias clásicas. De las injusticias románticas. Y del olvido de las conquistas interiores).

Andrade, Mario de. Macunaíma, (la. ed. 1928), Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 1979. 0 movimento modernista, Casa do Estudante do Brasil, Río de Janeiro, 1942. Andrade, Oswald de. “Manifiesto Antropófago” (1a. ed, Maio de 1928), en Revista de Antropofagia, São Paulo, Ponta de langa, 1945. Obras Completas, t.V, Editora Civilizacáo Brasileira, Río de Janeiro, 1971. Bopp, Raul. Movimentos modernistas no Brasil, Livr. S. José, Río de Janeiro, 1966. Candido, Antonio. “Literatura y cultura de 1900 a 1945”, en Crítica Radical, 1a. ed., 1950, Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 1991. Costa Lima, Luiz, “Antropofágia e Controle do Imaginario”, en Pensando nos tropicos, Editora Rocco, Brasil, 1991. Gomes, Roberto. Crítica da razão Tupiniquim, Criar edições, Ciritiba, 1986. Nunes, Benedito. “Antropofágia ao Alcance de Todos”, en Andrade, Oswald de. “Do Pau-Brasil et Antropofagia e ás Utopias”, Obras Completas, t. VI, Editora Civilizacao Brasileira, Brasil, 1978.

(COM)

Fuente: Diccionario de Filosofía Latinoamericana Sigue leyendo

Manifiesto Antropófago. Oswald de Andrade

Manifiesto Antropófago
Oswald de Andrade
Revista de Antropofagia, Año 1, No.1, mayo 1928.

Sólo la Antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente.
Única ley del mundo. Expresión enmascarada de todos los individualismos, de todos los colectivismos. De todas las religiones. De todos los tratados de paz.
Tupi, or not tupi, that is the question.
Contra todas las catequesis. Y contra la madre de los Gracos.
Sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago.
Estamos cansados de todos los maridos católicos sospechosos en situación dramática. Freud puso fin al enigma mujer y a otros temores de la sicología impresa.
Lo que obstaculizaba la verdad era la ropa, el impermeable entre el mundo interior y el mundo exterior. La reacción en contra del hombre vestido. El cine americano informará.
Hijos del sol, madre de los vivientes. Encontrados y amados ferozmente, con toda la hipocresía de la nostalgia, por los inmigrados, por los traficados y por los turistas. En el país de la gran serpiente.
Fue porque nunca tuvimos gramáticas, ni colecciones de viejos vegetales. Y nunca supimos lo que era urbano, suburbano, fronterizo y continental. Perezosos en el mapamundi del Brasil.
Una conciencia participante, una rítmica religiosa.
Contra todos los importadores de conciencia enlatada. La existencia palpable de la vida. Y la mentalidad prelógica para que la estudie el señor Lévy-Bruhl.
Queremos la Revolución Caraiba. Más grande que la Revolución Francesa. La unificación de todas las revueltas eficaces en la dirección del hombre. Sin nosotros Europa no tendría siquiera su pobre declaración de los derechos del hombre.
La edad de oro anunciada por la América. La edad de oro. Y todas las girls.
Filiación. El contacto con el Brasil Caraiba. Ori Villegaignon print terre. Montaigne. El hombre natural. Rousseau. De la Revolución Francesa al Romanticismo, a la Revolución Bolchevique, a la Revolución Surrealista y al bárbaro tecnificado de Keyserling. Caminamos…
Nunca fuimos catequizados. Vivimos a través de un derecho sonámbulo. Hicimos nacer a Cristo en Bahía. O en Belén del Pará.
Pero nunca admitimos el nacimiento de la lógica entre nosotros.
Contra el Padre Vieira. Autor de nuestro primer préstamo, para ganar su comisión.
El rey analfabeto le había dicho: ponga eso en el papel pero sin mucha labia. El préstamo se hizo. Se gravó el azúcar brasilero. Vieira dejó el dinero en Portugal y nos trajo la labia.
El espíritu se rehúsa a concebir el espíritu sin el cuerpo. El antropomorfismo. Necesidad de la vacuna antropófaga. Para el equilibrio contra las religiones del meridiano. Y las inquisiciones exteriores.
Sólo podemos atender al mundo orecular.
Teníamos la justicia codificación de la venganza. La ciencia codificación de la Magia. Antropofagia. La transformación permanente del Tabú en tótem.
Contra el mundo reversible y las ideas objetivadas. Cadaverizadas. El stop del pensamiento que es dinámico. El individuo víctima del sistema. Fuente de las injusticias clásicas. De las injusticias románticas. Y el olvido de las conquistas interiores.
Rutas. Rutas. Rutas. Rutas. Rutas. Rutas. Rutas.
El instinto Caraiba.
Muerte y vida de las hipótesis. De la ecuación yo parte del Cosmos al axioma Cosmos parte del yo. Subsistencia. Conocimiento. Antropofagia.
Contra de las élites vegetales. En comunicación con el suelo.
Nunca fuimos catequizados. Lo que hicimos fue Carnaval. El indio vestido como senador del Imperio. Fingiendo ser Pitt. O apareciendo en las óperas de Alencar lleno de buenos sentimientos portugueses.
Ya teníamos el comunismo. Ya teníamos la lengua surrealista. La edad de oro.
Catiti Catiti Imara Natiá Notiá Imara Ipejú
La magia y la vida. Teníamos la relación y la distribución de los bienes físicos, de los bienes morales, de los bienes merecidos. Y sabíamos transponer el misterio y la muerte con la ayuda de algunas formas gramaticales.
Pregunté a un hombre lo que era el Derecho. Él me respondió que era la garantía del ejercicio de la posibilidad. Ese hombre se llamaba Galli Mathias. Lo devoré.
Sólo no hay determinismo donde hay misterio. ¿Pero qué nos importa eso?
Contra las historias del hombre que empiezan en el Cabo Finisterra. El mundo no datado. No rubricado. Sin Napoleón. Sin César.
La fijación del progreso por medio de catálogos y televisores. Sólo la maquinaria. Y los transfusores de sangre.

Contra la sublimaciones antagónicas. Traídas en las carabelas.
Contra la verdad de los pueblos misioneros, definida por la sagacidad de un antropófago, el Visconde de Cairú: – Es mentira muchas veces repetida.
Pero no fueron cruzados los que vinieron. Fueron fugitivos de una civilización que estamos devorando, porque somos fuertes y vengativos como el Jabutí.
Si Dios es la conciencia del Universo Increado, Guarací es la madre de los vivientes. Jací es la madre de los vegetales.
No tuvimos especulación. Pero teníamos la adivinación. Teníamos Política que es la ciencia de la distribución. Y un sistema social planetario.
Las migraciones. La fuga de los estados tediosos. Contra las esclerosis urbanas. Contra los Conservatorios y el tedio especulativo.
De William James a Voronoff. La transfiguración del Tabú en tótem. Antropofagia.
El pater familias y la creación de la Moral de la Cigüeña: Ignorancia real de las cosas + habla de imaginación + sentimiento de autoridad ante la prole curiosa.
Es necesario partir de un profundo ateísmo para llegar a la idea de Dios. Pero la caraiba no lo necesitaba. Por que tenía a Guarací.
El objetivo creado reacciona con los Ángeles de la Caída. Después Moisés divaga. ¿Pero qué nos importa eso?
Antes de que los portugueses descubrieran al Brasil, Brasil había descubierto la felicidad.
Contra el indio de antorcha. El indio hijo de María, ahijado de Catalina de Médicis y yerno de D. Antonio de Mariz.
La alegría es la prueba del nueve.
En el matriarcado de Pindorama.
Contra la Memoria fuente de la costumbre. La experiencia personal renovada.
Somos concretistas. Las ideas se apoderan, reaccionan, queman gentes en las plazas públicas. Suprimamos las ideas y las otras parálisis. Por las rutas. Creer en las señales, creer en los instrumentos y en las estrellas.
Contra Goethe, la madre de los Gracos, y la Corte de D. Juan VI.
La alegría es la prueba del nueve.
La lucha entre lo que se llamaría Increado y la Criatura – ilustrada por la contradicción permanente entre el hombre y su Tabú. El amor cotidiano y el modus vivendi capitalista. Antropofagia. Absorción del enemigo sacro. Para transformarlo en tótem. La humana aventura. La terrenal finalidad. Pero, sólo la puras élites consiguieron realizar la antropofagia carnal, que trae en sí el más alto sentido de la vida y evita todos los males identificados por Freud, males catequistas. Lo que sucede no es una sublimación del instinto sexual. Es la escala termométrica del instinto antropófago. De carnal, él se vuelve electivo y crea la amistad. Afectivo, el amor. Especulativo, la ciencia. Se desvía y se transfiere. Llegamos al envilecimiento. La baja antropofagia aglomerada en los pecados del catecismo – la envidia, la usura, la calumnia, el asesinato. Plaga de los llamados pueblos cultos y cristianizados, es en contra de ella que estamos actuando. Antropófagos.
Contra Anchieta cantando las once mil vírgenes del cielo, en la tierra de Iracema, – el patriarca João Ramalho fundador de São Paulo.
Nuestra independencia aún no ha sido proclamada. Frase típica de D. Juan VI: – Hijo mío ¡pon esa corona en tu cabeza, antes que algún aventurero lo haga! Expulsamos la dinastía. Es necesario expulsar el espíritu de Bragança, las ordenaciones y el rapé de María de la Fuente.
Contra la realidad social, vestida y opresora, catastrada por Freud – la realidad sin complejos, sin locura, sin prostituciones y sin las prisiones del matriarcado de Pindorama.

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Bebiendo con Dylan Thomas en Nueva York. Un relato de Rubem Fonseca

Bebiendo con Dylan Thomas en Nueva York

por Rubem Fonseca
Premio Juan Rulfo 2003

“El bar era oscuro y encerrado; Dylan bebía encogido, parecía temer que le pisaran los pies, que se rieran de él, sintiéndose viejo e hinchado: esas pequeñas cosas horribles que nos suceden a todos borrachos, cansados y tristes…”

En el aeropuerto del Galeón, esperando abordar el moderno Constellation que me llevaría a Nueva York en más o menos veinte horas, un sujeto me preguntó por qué no iba, como él, a Europa, a París, en vez de perder mi tiempo en Estados Unidos. Había desdén en su voz. Los connaisseurs de nuestra burguesía aún no habían descubierto Manhattan. Era 1953, septiembre.

“Times Square es igualita a la Rúa Larga” (Río de Janeiro) dijo convencido. Y tal vez tuviera alguna razón; ambas eran sucias y pobladas por una plebe de tontos y gente muy pobre; en Río, miran las armas en los aparadores de las tiendas de caza y pesca, y en Manhattan los letreros luminosos de los cines y teatros. En las mañanas de los días hábiles, cientos de individuos de dientes cariados y ropa: descolorida ocupaban las banquetas de la Rúa Larga, caminando en el sentido de la avenida Río Branco “como una enorme oruga”. En Times Square era por la noche cuando provincianos y burgueses y delincuentes se mezclaban en un ambiente rufianesco de quimera y violencia. Dos calles amenazadoras.

Al llegar a Nueva York, me fui a vivir al Hotel Albert, que tenía la veleidad de llamarse The Albert. Estaba en una calle, University Place, cercana a Greenwich Village. Fue allí donde treinta años antes residió y escribió uno de sus libros Thomas Wolfe, adonde llegó venido de Harvard para enseñar en la Universidad de Nueva York.

The Albert era un hotel en ruinas que todavía ostentaba algo de su antiguo esplendor. Las lámparas de cristal cortado hacían brillar los pasamanos de metal de sus escaleras, y los rojos tapetes agujerados le daban un aire decadente, pero grandioso y digno. Pasadas algunas noches, sin embargo, The Albert comenzó a parecerme siniestro. Las luces de mi enorme habitación eran débiles y, en la penumbra amarillenta, las cortinas y los muebles oscuros me entristecían. En aquel cuarto leí a Wolfe por primera vez. Uno de los porteros del hotel, un negro de cabellos blancos y una inofensiva afición a mentir, me aseguró que yo estaba en el mismo cuarto de Wolfe, y que él había visto al escritor trabajando -esto es, rasgando los papeles que escribía. “Writers are crazy people”, dijo. El libro que Wolfe escribió en ese entonces fue “Of Time and the River”. Es la historia de un joven que sale de casa para estudiar en una universidad distante, esperando huir de los recuerdos de su infancia y convertirse en un gran escritor; sufre decepciones amorosas, viaja al extranjero y entonces esos recuerdos, que él pensaba haber borrado de su memoria, vuelven todos -nombres de ríos y accidentes geográficos, colores, olores y sabores, los rostros de su familia. Movido por la nostalgia y reconciliado consigo mismo, el joven vuelve a casa.

En The Albert sufrí de insomnio, lo que me llevó varias veces a salir por las calles, casi siempre rumbo a Washington Square, que quedaba cerca del hotel. Cubierto con un abrigo grueso, negro, que había comprado tan pronto como llegué, me acostaba en el círculo de cemento del centro del parque, con la cabeza apoyada en el borde que lo circunda, y me quedaba viendo al cielo, mirando el día rayar y al sol hacer refulgir las alamedas cubiertas de rojizas hojas otoñales, mientras unos vagabundos, hombres y mujeres, me pedían cigarros y me contaban sus desgracias, siempre con un hondo aliento de alcohol que ni el frío húmedo conseguía disipar.

Antes de septiembre terminé mudándome y me fui a vivir, la primera de muchas veces, al Chelsea. El Hotel Chelsea estaba en la Calle 23, entre la Séptima y la Octava avenidas. Alguien lo tildó de “anomalía gótica victoriana”, debido tal vez al tejado de pizarra, a las torres y balcones de hierro forjado. Construido en 1884, fue, desde aquella época, residencia de artistas y escritores. Fueron huéspedes permanentes Mark Twain, William Dean Howells, O. Henry, Edgard Lee Masters, James T. Farrel, Mary McCarthy, Virgil Thomson (el compositor), Brendam Benham, Nelson Algren, William Burroughs, Vladimir Nabokob, Gregory Corso, Arthur Miller, Julius Lester y otros, inclusive Wolfe, huésped en 1937 y 1938, probablemente evadido, como yo, delAlbert. En el Chelsea, Wolfe terminó sus dos últimos libros,antes de viajar para Baltimore. Seguramente no existió hotel en este planeta donde hubieran residido tantos escritores importantes. Una investigación en los libros de registro del Chelsea revelaría aún a varios otros, no sólo americanos y europeos, sino también de otras partes del mundo. El edificio se consideraba monumento histórico de la ciudad, y su fachada ostentaba una placa de bronce con el nombre de algunos de sus ilustres ocupantes.

Pasé a frecuentar el bar del Chelsea. (Después transformado en un restaurante español llamado Don Quijote, donde, por lo menos hasta 1977, se bebía buen vino y se comía una paella mediocre). El bar estaba lleno de escritores y artistas, principalmente de teatro y de las artes visuales. Entre ellos se destacaba Dylan Thomas, tenido por uno de los más importantes poetas de su generación. Oriundo de gales, publicó su primer libro, “Eighteen poems”, a los veinte años, y le fue reconocido enseguida como un trabajo de fuerte originalidad y talento. Dylan Thomas realizaba su cuarta tournée por Estados Unidos, y tenía una vez más un gran éxito, principalmente en Nueva York, por la manera violentamente emotiva con que leía sus poemas, y por la percepción penetrante con que trataba los temas del nacimiento y la muerte, la alegría, el dolor y la belleza. También era famoso por sus borracheras y groserías, que se perdonaban por ser él, como dijo uno de sus cronistas, John Brinnin, “el más puro poeta lírico del siglo veinte”.

Un día estaba él recargado sobre la barra del bar y coincidió que quedáramos uno junto al otro. Dylan bebía cerveza y whisky, alternados. No me acuerdo de qué conversamos. Recuerdo sus ojos ligeramente desencajados, inteligentes, con la luz que sólo existe en la mirada de los poetas que se despiden de la vida. A lo blanco de la esclerótica lo cruzaban finas venas rojizas que parecían cambiar el color del iris. Su rostro era rollizo y vulnerable como un globo sin forma. La voz era levemente gutural, pero sin aristas, velada, aunque mostraba todas las tensiones de su mente. Los escritores alcohólicos son cosa común. Las conversaciones de borrachos no son para tomarse en serio. No le di importancia. Es así como los poetas más jóvenes tratan a los más viejos.

Pero al llegar a mi cuarto, antes de dormir, escribí, en una carta:
El bar era oscuro y encerrado; Dylan bebía encogido, parecía temer que le pisaran los pies, que se rieran de él, sintiéndose viejo e hinchado: esas pequeñas cosas horribles que nos suceden a todos borrachos, cansados y tristes. ¿Dónde estaría la furia? ¿Dónde, la ira contra la luz que se oscurecía en este bar del hotel de la Calle 23? A su lado sentí el aliento del animal finalmente domesticado: parecía dispuesto a entrar en la noche plena y misericordiosa de la que habla en su poesía.

Durante la madrugada de ese día, una ambulancia vino a recoger a Dylan Thomas y lo llevó para morir en el hospital Saint Vicent. Era noviembre. Pronto llegó la nieve y no tardó mucho la ciudad en olvidar al poeta.

en El Mercurio. Artes y Letras, domingo 4 de enero de 2004
©Letras Libres. Traducción de Lourdes Hernández F.

Fuente: http://www.letras.s5.com/rf100504.htm

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Tarsila Do Amaral. Pintora Brasileña

Tarsila Do Amaral

(Capivari, 1886-São Paulo, 1973) Pintora brasileña. En 1916 comenzó sus estudios de arte en Sâo Paulo y en 1920 los continuó en París, donde estudió con los pintores cubistas franceses André Lhote, Fernand Léger y Albert Gleizes. Celebró su primera exposición individual en París en 1926, y en ella se pudo ver la que sería su obra más emblemática, La Negra (1923).

Su relación con el escritor brasileño Oswald Andrade, con quien vivió durante unos años, contribuyó al intercambio de ideas entre artistas brasileños de vanguardia y escritores y artistas franceses. Sus telas reflejan una gran diversidad de influencias. Por lo general, representan paisajes de su país con una vegetación y fauna de vívidos colores, de formas geométricas y planas con influencias cubistas. Al igual que otros artistas brasileños de su época, estaba interesada en los orígenes africanos de su cultura y solía incorporar a su obra elementos afrobrasileños.

A finales de la década de 1920 comenzó a pintar una serie de paisajes brasileños de corte onírico influidos por el surrealismo francés. Tras un viaje a Moscú en 1931, incorporó aspectos del realismo socialista, estilo artístico oficial aprobado por el gobierno soviético en el que se representaba a obreros y campesinos en posturas monumentales y heroicas. Sin embargo, pronto retornó a sus temas iniciales, y pintó cuadros surrealistas de figuras alargadas en los que plasmó las brillantes tonalidades rosas y anaranjadas de la tierra brasileña.

Fuente: Biografías y vidas

“Abaporu” – Tarsila do Amaral – 1928 Sigue leyendo

Fredric Jameson y el inconsciente político de la Postmodernidad

Fredric Jameson y el inconsciente político de la Postmodernidad

Por: Juan Carlos Fernández Serrato

Jameson

La obra de Frederic Jameson, quizá el más representativo de los teóricos marxistas norteamericanos, supone un raro intento de actualización del pensamiento dialéctico en unos tiempos donde el postestructuralismo ha puesto en crisis la noción misma de la realidad referencial. Sus teorías nacen con una clara una intención fundacional: armonizar las vertientes hegeliana y estructural del marxismo y asumir, al mismo tiempo, pero siempre dentro de un horizonte político, los hallazgos de la semiótica e incluso algunos aspectos de la hermenéutica de estirpe freudiana y de la crítica del mito. Un programa meticulosamente elaborado a lo largo de más de veinticinco años, que desemboca en su síntesis de 1981, The Political Unconcious: Narrative as Socially Symbolic Act (Trad. esp.: Documentos de cultura, documentos de barbarie, Madrid, Visor, 1989) y que ha soportado, con enorme productividad crítica, la verdadera prueba de fuego que ha supuesto su traslación metodológica a las arenas de las disputas postmodernas.

1. Bases de la teoría hermenéutica de Fredric Jameson.

A largo de toda la trayectoria teórica de Fredric Jameson existe una constante clara: el compromiso que se deriva del análisis de la lógica de la propia teoría en general y de la declaración de su esencial trasfondo político. No hay teorías inocentes. Desde aquí plantea Jameson en 1971 su estrategia discursiva, el metacomentario, un método que podríamos definir, con título prestado de Todorov, como “la crítica de la crítica”.

“[…] Nunca confrontamos un texto -dice Jameson- de manera realmente inmediata, en todo su frescor como cosa en-sí. Antes bien los textos llegan ante nosotros como lo siempre-ya-leído; los aprehendemos a través de capas sedimentadas de interpretaciones previas, o bien -si el texto es enteramente nuevo- a través de los hábitos de lectura y las categorías sedimentadas que han desarrollado esas imperativas tradiciones heredadas” (1981: 11).

La noción de escritura crítica que postula Jameson es, por tanto, la del resultado de un acto interpretativo de carácter alegórico en el que el texto objeto se reescribe en virtud de un código maestro que lo incorpora a su propia textualidad. Esta formulación difiere sensiblemente de las retóricas de la lectura elaboradas por la deconstrucción norteamericana en el hecho fundamental de que no se considera la operación interpretativa como un acto esencial, transhistórico, sino como una reconstrucción ideológica determinada precisamente por la historia.

El metacomentario se constituye, así, como una hermenéutica, pero fundada sobre lo que para Jameson es la labor central del método marxista: el análisis de la ideología. Desde la perspectiva combativa que asume sin rubor, la labor que el teórico norteamericano se plantea consiste en la elucidación de los códigos maestros a través de los que se filtran las producciones culturales, y poder así llegar a comprender las implicaciones políticas que por su propia naturaleza refracta toda intervención en el territorio de la cultura. Para ello, según Jameson, hay que tener en cuenta una premisa fundamental: la interpretación basada sobre códigos maestros debe entenderse como una escritura alegórica que ejecuta operaciones de ocultamiento, inversión o transformación sobre su objeto, con la finalidad Última de asimilarlo a las constantes culturales dominantes en el momento histórico desde el que se efectúa su lectura.

El enfoque que sostiene Jameson en sus argumentaciones pretende, en lógica consecuencia, objetivar los hechos culturales y los códigos maestros que los cubren, para, así, deslindar el paso de la ideología por la cultura. Si con ello sigue fiel a una concepción de la historia propia del marxismo clásico, cuya su dinámica evolutiva puede resumirse en el tema fundamental de “(…) la lucha colectiva por arrancar un reino de la Libertad al reino de la Necesidad” (1981: 17) no es menos cierto que no le bastan como justificación ni el dogma ni la buena fe de lo que pudiéramos llamar una ética de la praxis liberadora.

La teoría del inconsciente político, si quiere fundamentarse sólidamente, debe enfrentar sus instrumentos y nociones con las de otras hermenéuticas y establecer un campo de discusiones que no sea excluyente, sino dialécticamente progresivo -en el sentido de producir un conocimiento adecuado a la explicación de los cambios y transformaciones de la realidad social-, y dicho campo lo encuentra el teórico norteamericano en un territorio de preocupación común a todos los modelos que tratan de interpretar la cultura: la Historia.

Este será el gran espacio donde pueda mostrarse la trascendencia ideológica de los códigos maestros y de las operaciones de descripción y apropiación de la cultura y donde podrá verse no sólo cómo se leen los textos culturales, sino para qué se leen.

Aquí puede verse la primera muestra de su relación dialéctica con las corrientes postestructuralistas, al menos con la que representa el pensamiento de Foucault o de Gilles Deleuze y Félix Guattari, al insistir en la denuncia de aquellas concepciones de la cultura que la reducen a términos de proyección psicológica subjetiva y, por tanto, la relegan a un dominio cuasi místico, eterno, inabarcable e insignificante como modo de expresión de las relaciones sociales.

Por otra parte, la continua referencia de Jameson al papel que la Historia ejerce como horizonte de control de las posibilidades de la interpretación de los textos culturales plantea un problema metodológico básico: la necesidad de determinar de qué hablamos cuando hablamos de Historia. De manera que, si queremos aclarar los puntales conceptuales de su teoría sociocrítica, deberemos abordar antes que otra cosa su noción del fenómeno histórico.

En este sentido, y ya desde el prefacio de su The Political Unconcious (1981: 11-14), Jameson distingue dos tipos fundamentales en la “historicidad” aplicable a los textos culturales: la del objeto mismo, constituida por “los orígenes históricos de las cosas mismas” y la de las categorías a través de las cuales el sujeto intenta entender los objetos culturales propiamente dichos. El metacomentario, es obvio, se dirige a explicar el funcionamiento de esta última noción, pues en ella es donde se asentaría el inconsciente político de la interpretación y por lo tanto las finalidades de las diversas alegorías que lo recubren. Así, tanto los textos culturales como los códigos maestros desde los que se construyeron, y las nuevas lecturas con las que se asimila el pasado al sistema de valores de nuestro presente (lo que Jameson denominará en otro momento la escritura postmoderna o esquizofrénica), se muestra como una compleja red de interrelaciones en las que puede descubrirse el desarrollo dialéctico de los discursos de poder y dominación, proyectados sobre la historia misma.

Para ello, Jameson requiere el auxilio de la filosofía idealista y concibe la historia, no la de los objetos, la empírica, sino la que deriva de las nociones y categorías que pone en juego un determinado código hermenéutico, como un constructo teórico, una lectura y organización de los acontecimientos cronológicos en una narración focalizada por la ideología. El resultado es el establecimiento de determinados paradigmas narrativos en cuanto interpretantes interpuestos entre la realidad y su relato, visiones del mundo, en la terminología tradicional, para las que Jameson reclama la noción hegeliana de la Darstellung, a la que redefine como “esa designación intraducible en la que los problemas actuales de la representación se cruzan productivamente con aquellos bastante diferentes de la presentación, o del movimiento esencialmente narrativo o retórico del lenguaje y de la escritura a lo largo del tiempo” (1981: 14).

Desde Foucault sabemos de la historia como relato de la dominación, pero el nihilismo ético, que suele asignarse al pensamiento postestructuralista, es lo que Jameson pretende sortear con su reivindicación de un tercer modelo, el marxista, que superaría las contradicciones inherentes a la ideología de las otras dos grandes filosofías de la historia que preceden al materialismo histórico, esto es la cristiana y la burguesa. La gran virtud del marxismo, frente a las explicaciones teocéntricas -con su insistencia en la escatología del más allá- y a las que se basan en el voluntarismo del espíritu humano -en el sujeto de genio y en el carácter nacional, en suma-, habría sido la construcción de una hermenéutica holística, basada sobre una concepción colectiva y totalizante del acontecer histórico. Naturalmente, esto implica, para nuestro campo de conocimientos, mantener la trascendencia ética de toda crítica cultural.

El segundo problema a considerar, si se aspira a restaurar el sentido borrado en los textos culturales, consistiría en determinar qué tipo de causalidad se establece entre el texto propiamente dicho y los valores ideológicos que refracta.

Jameson encara el problema reformulando la conocida proposición de Lenin (“la Historia es un proceso sin telos ni sujeto”) que filtraría Louis Althusser -a quien se la atribuye Jameson, como parece ser ya la costumbre instituida- y reclamando la vuelta a un pensamiento crítico sobre la realidad material de la historia, realidad que las interpretaciones textualistas parecen haber borrado. Estos son sus argumentos, que cito en extenso por la importancia que tomarán en el debate postmodernista:

“La arrolladora negatividad de la fórmula althusseriana confunde en la medida en que puede fácilmente asimilarse a los temas polémicos de una multitud de post-estructurales y post-marxismos contemporáneos, para los cuales la Historia, en el mal sentido de la palabra -la referencia a un “contexto” o un “trasfondo”, un mundo real exterior de algún tipo, la referencia, en otras palabras, al muy denigrado “referente” mismo- es simplemente un texto más entre otros, algo que se encuentra en los manuales de historia y en esa presentación cronológica de las secuencias históricas. […] Propondríamos pues la siguiente formulación revisada: que la historia no es un texto, una narración, maestra o de otra especie, sino que, como causa ausente, nos es inaccesible salvo en forma textual, y que nuestro abordamiento de ella y de lo Real mismo pasa necesariamente por su previa textualización, su narrativización en el inconsciente político.” (1981: 30).

Jameson se topa al fin con el cuadrado semiótico de Greimas buscando un marco de solución para extrapolar al análisis cultural otra idea althusseriana, complementaria de la anterior, a saber: que la semiautonomía de los distintos niveles de la estructura socio-histórica tiene que relacionar tanto como separar, es decir, no sólo producir homologías, sino también diferencias.

Greimas (1979: 96-99 y 1986: 63-69) sostiene que existe una estructura elemental de la significación, susceptible de ser reproducida visualmente en forma de cuadrado, y que se basa en la combinación de dos oposiciones binarias entre dos términos opuestos y sus respectivos complementarios, de manera que todo sistema semiótico queda definido como una jerarquía en la que sus términos se agrupan por pares, los cuales mantienen entre sí relaciones de contradicción, contrariedad o complementariedad. Jameson, por su parte, añade que esta estructura significativa elemental basada en la antinomia, en lo que podríamos llamar un pensamiento que progresa por oposición y complementación, debe ser historizada. Esto es, si el cuadrado semiótico de Greimas propone que la estructura semántica es un proceso no disgresivo, sino clausurado, su traslación al metacomentario cultural implica la posibilidad de aplicar la hipótesis de que una conciencia ideológica precisa puede ser descrita y delimitada marcando “los puntos conceptuales más allá de los cuales no puede llegar esa conciencia y entre los cuales está condenada a oscilar” (1981: 39).

Afirma, además, que los textos culturales manifiestan distintas representaciones de la conciencia ideológica en la cual surgieron, como hubiera suscrito Lukács, pero, yendo un paso más allá que el filósofo húngaro, entiende que esta representación afecta no sólo a lo dicho propiamente en el texto, sino también a lo no dicho, lo reprimido o desplazado. Pensar la clausura semántica desde el cuadrado greimasiano, permite la reconstrucción de lo ausente en el texto, por su relación con lo específicamente expuesto, de manera que la afirmación de un ideologema determinado lo arrastra a su relación dialéctica con su contrario o con su complementario. De las antinomias y oposiciones semánticas que genera el texto cultural, deduce Jameson la categoría fundamental de contradicción.

En consecuencia, el ideologema no puede entenderse ya como un mero reflejo en el texto cultural de un determinado contexto situacional externo, sino como “la solución imaginaria de las contradicciones objetivas a las que constituye así una respuesta activa” (1981: 95). Concebido de esta manera, pasa a ser una forma de la praxis social, una “solución simbólica de una situación histórica concreta”:

“[…] La estructura literaria [vale decir: cultural, en general], lejos de realizarse completamente en cualquiera de sus niveles, se vuelca fuertemente hacia abajo o lado de lo impensé y lo non-dit; en una palabra, hacia el inconsciente político mismo del texto, de tal modo que los semas dispersos de este último -cuando se los reconstruye de acuerdo con este modelo [el greimasiano] de clausura ideológica-, nos dirigen ellos mismos insistentemente hacia el poder informador de las fuerzas o contradicciones que el texto trata en vano de controlar o de minar plenamente (o de administrar[…]).” (1981: 40).

2. El inconsciente político de la postmodernidad.

La aplicación de la teoría hermenéutica de Jameson sobre textos del pasado cultural, como la que él mismo lleva a cabo en The Political Unconcious, se ha mostrado efectiva y sugerente sobre novelas de Balzac, George Gissing y Conrad, es decir, sobre cómodos textos del realismo decimonónico y del pre-modernismo, encuadrables sin mucha dificultad en las teorías al respecto de Marx o de Lukács. Pero hay que reconocer que la reflexión sobre un cierto pasado cultural está apoyada por todo lo que sabemos de la historia que lo transita y, por tanto, el método de Jameson juega con una ventaja que quizá le haga efectivo como análisis del pasado, pero queda por demostrar su valor de teoría de la ideología cultural en términos absolutos.

Sin embargo es está última dimensión, la que nos parece lo más interesante del pensamiento de Jameson. En toda su producción teórica, incluida la directamente enfocada al análisis del pasado, domina precisamente su compromiso con el presente, su no renuncia a seguir defendiendo la hermenéutica y la teoría cultural como una praxis crítica estrechamente ligada a la producción de un conocimiento liberador, a la utopía, en definitiva. Por ello, sus análisis de la postmodernidad suponen no sólo la descripción de un estado de cosas cultural, social, histórico, y de su correspondiente (¿o “correspondientes”?) inconsciente(s) político(s), sino también una interpretación crítica de las implicaciones de ese inconsciente político en el desarrollo actual de las ideologías de dominación y subversión.

Si los ideologemas son cristalizaciones de la praxis política en la praxis cultural, bajo la forma de “paradigmas narrativos heredados” (1981: 1449) que funcionan como materia prima del texto cultural, su actuación sobre nuestro presente inmediato, plantea la cuestión apasionante de saber en qué consiste hoy su función, en cuanto estructuras significantes, y de qué manera nos afectan en nuestra cotidianeidad.

Jameson comenzó sus asedios al controvertido tema de la postmodernidad en 1982, con una conferencia pronunciada en el museo Whitney de Nueva York que posteriormente incluiría en uno de sus más conocidos trabajos, Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capistalism (1984). Sus primeras preocupaciones se derivaban de la intención de mostrar la posibilidad de una nueva sistemática cultural fin de siglo y de establecer, desde el análisis de diversos fenómenos, la serie de ideologemas que pudieran conformar los extremos de la clausura ideológica de la sociedad postmoderna. En resumen, y glosando el cuadrado de Greimas, lo que es y no es la sociedad contemporánea, por medio de lo que parece y no parece ser una lógica o discurso dominante diferente del que conocemos como “moderno”. La finalidad del estudio radica, por tanto, en la elucidación del estatuto de la verdad y la mentira, de lo secreto y lo falso, de eso que podríamos llamar una “ruptura de la modernidad”.

Entiéndase que Jameson aspira a establecer no qué sea “lo Verdadero”, sino qué valores de juicio son propuestos como verdaderos o falsos en la postmodernidad, y relacionar luego sus efectos culturales, incardinándolos en esa historia total (no totalitaria, como veremos) que es la causa ausente de una teoría marxista del conocimiento social.

En primer lugar, Jameson admite la existencia de transformaciones económicas, políticas y, en general, sociales, que desde los años cincuenta y sesenta han venido modificando el rostro de las sociedades capitalistas occidentales, hacia lo que se ha designado como sociedad postindistrial, sociedad de consumo, de los media, de la información, sociedad electrónica o de la alta tecnología, sociedad del espectáculo, del capitalismo transnacional o simplemente del capitalismo tardío. Designaciones que nacen desde diversas concepciones socio-políticas, tanto de aquéllas que pretenden legitimar un retorno conservador a la premodernidad ideológica, como del marxismo y de algunas ideologías por ahora inclasificables más allá de su común tono libertario.

Estas transformaciones tienen como proyección política más importante la progresiva hegemonía colonial de los Estados Unidos de Norteamérica sobre las estructuras y los comportamientos sociales de Occidente y un reforzado intervencionismo en el llamado Tercer Mundo. Pero además, hacen posible, por primera vez en la historia, el desplazamiento absoluto del poder hacia el mercado, un mercado que impone sus normas de eficacia tecnológica al servicio de la rentabilidad del capital, de modo tan generalizado que dicta hasta la misma idea de Estado.

De igual manera, el agotamiento del capitalismo clásico corre parejo al ocaso de la modernidad estética, un declive que lee Jameson en la institucionalización del arte pop, en los diversos neoexpresionismos plásticos, en la música concreta de Jonh Cage o en la asimilación de los estilos populares al discurso de la llamada música culta, perceptible en la obra de compositores como Phillip Glass, en el cine derivado de Godard, en el videoarte, en el punk, en las novelas de Burroughs o Pynchon y, sobre todo, en la autorreclamada arquitectura postmoderna.

Estas transformaciones no deben ser consideradas como cronológicamente coincidentes ni geográficamente homogéneas, y desde luego, la posibilidad de establecer entre las manifestaciones culturales y la base económica una causalidad mecanicista es poco factible más allá de fenómenos muy localizados como el de la estrechísima relación de las primeras construcciones de la arquitectura postmoderna con las demandas del mercado.

Jameson sostiene, en consecuencia con su idea de que sólo desde la causalidad estructural se pueden producir explicaciones críticas, que en la postmodernidad tanto los fenómenos económico-políticos como los culturales son expresiones de cambios en el modo de producción dominante, así como de la redistribución de los discursos de poder y de un nuevo estatuto en el desarrollo de la lucha de clases. Desde la perspectiva que defendía en su artículo de 1984, La lógica cultural del capitalismo tardío, los ideologemas centrales de esta nueva situación conformarían un espacio cultural delimitado por los siguientes rasgos constitutivos (1991: 28):

a) Una nueva superficialidad, que se prolonga tanto en la “teoría” contemporánea como en toda una nueva cultura de la imagen o del simulacro”.

b) El “debilitamiento de la historicidad, tanto en nuestra relación con la historia oficial como en las nuevas formas de nuestra temporalidad privada”.

c) “Un nuevo subsuelo emocional”, fundado sobre lo que Jameson llama “intensidades” y que recupera el sentimiento de lo sublime, establecido por la estética romántica.

d) Creciente dependencia de la cultura con respecto a la tecnología. Y…

e) …Profundas relaciones constitutivas de todo lo anterior con un nuevo sistema de economía mundializada.

Naturalmente, estas características quedan tan sólo como puntos de referencia de una estructura dinámica en la que resulta casi imposible diferenciar fenómenos particulares que ilustren exclusivamente a cada uno de ellos. Todos se implican mutuamente y se solapan en una especie movimiento hacia un vórtice significativo: el simulacro como dominante cultural y la reificación de los significantes como vehículo de la llamada “crisis del referente”.

La complejidad del problema postmoderno es tal que la férrea sistemática que Jameson exponía en The Political Unconcius (1981), y que tan bien funcionaba cuando se aplicaba a la novela realista, se quiebra. Esta falla afecta tanto a su concepción del holismo histórico marxista, como a la percepción misma de las correspondencias entre la ideología, la cultura y la economía postmodernas. Así, glosando la idea althusseriana de que la misión de la ideología consiste en buscar una forma de articular la brecha que separa la experiencia existencial y el conocimiento científico, sentencia al final de su ensayo de 1984:

“Una perspectiva historicista de esta definición añadiría que tal coordinación, la producción de ideologías activas y vivas, varía según las diferentes situaciones históricas y, sobre todo, que quizás haya situaciones históricas donde no sea posible en absoluto; y esta sería nuestra situación en la crisis actual” (1991: 72).

Pero esta crisis del pensamiento sistemático y totalizador sobre el presente, no puede ser el fruto de un mero vagar autónomo de la teoría, de un desarrollo de sus planteamientos hacia el solipsismo, hasta quedar presa en una situación descontextualizada de cualquier referente real. La hipótesis de Jameson sobre los códigos maestros interpretativos como alegorías hermenéuticas de la realidad, lo que podríamos reescribir con Iuri M. Lotman como estrategias modelizadoras del mundo a través de las abstracciones conceptuales, dirige su mirada ambivalente tanto a lo que es mostrado por esta situación, como a lo que quiere ocultar. La crisis de un pensar anclado en la historia debe ser, por tanto, un síntoma de la diferencia estructural de nuestro presente con respecto al pasado.

Siguiendo los planteamientos de la Escuela de Frankfurt y de Ernst Mandel sobre el capitalismo tardío como un tercer estadio en la evolución del capital, Jameson entiende que como toda base económica, este nuevo estadio evolutivo debe proyectarse en una serie de valores sociales que la cultura reconoce y reconstruye. Para escapar de la fácil y simplificadora teoría del reflejo, su concepción del inconsciente político se sustenta ahora sobre una relación tripartita de la actividad intelectual.

En primer lugar, identifica la dualidad marxista de ideología y ciencia respectivamente con lo Imaginario y lo Real de Lacan, pero, siguiendo a este último, modifica la oposición, localizando el nexo entre ambos en el ámbito de lo Simbólico.

De modo grosero, puede decirse que para Lacan la palabra, el símbolo, cumple la función mediadora entre el yo y el otro, entre la subjetividad y la realidad. Cuando el sujeto accede al control de las operaciones del lenguaje, de las operaciones de simbolización, puede relacionarse con el mundo marcando su situación con respecto a lo exterior a sí mismo, ocupando un lugar “entre los otros” y, en definitiva, tomado conciencia de sí mismo.

Jameson

Jameson interpreta la teoría lacaniana trasladándola al terreno social, de manera que la cultura se entiende como una actividad esencialmente simbolizadora, esto es, como la codificación y expresión de los valores subjetivos con respecto a las condiciones externas que los limitan y/o determinan. Así pues, para Jameson no es la cultura un reflejo de tal o cual fenómeno económico-político, sino el ámbito donde el sujeto social se afirma como nódulo en la estructura total de la sociedad y expresa la naturaleza de sus relaciones con los demás elementos de la estructura.

Pero en nuestro presente histórico, no parece que pueda esquematizarse con facilidad una red estructural de correspondencias ideológicas unívocas en el análisis de la expresión cultural. La postmodernidad es un fenómeno tan contradictorio que no pocas voces se han levantado contra la propia idea de que exista en sí mismo un presente “post” o distinto de la modernidad. En consecuencia, la cuestión básica consiste en delimitar el horizonte de sucesos culturales que encerraría, de existir tal cosa, los ideologemas centrales de la postmodernidad.

En primer lugar sitúa Jameson un fenómeno al que denomina “el ocaso de los afectos” (1984a, 1991: 29-46) y que podría entenderse como una coincidencia -no reconocida por el autor- con los planteamientos de Gilles Lipovetsky (1983) acerca de que la profundización en la subjetividad modernista ha dado lugar en nuestro presente histórico inmediato a una redistruibución del todo social, que se dirige hacia un individualismo radical. Esto habría posibilitado la emergencia de una sociedad organizada sobre discontinuidades, donde el sujeto se encuentra perdido en un presente que no puede aprehender como totalidad sistemática, sino como dispersión de efectos de realidad. Una especie de vivencia acomodaticia del sujeto en fenómenos locales, difícilmente perceptibles como partes relacionantes de una estructura social clásica.

Uno de los mejores ejemplos de esta situación del sujeto en la postmodernidad, puede rastrearse en la evolución de las mostración de los sentimientos en el arte. Jameson organiza básicamente sus argumentos sobre el análisis comparativo de un mismo tema pictórico desde dos puntos de vista estéticos y culturales muy diferentes: los cuadros, Un par de botas de Vincent Van Gogh y los Zapatos de polvo de diamante de Andy Warhol. Es en la contradicción entre una pintura que expresa, en Van Gogh, la voluntad de afirmación del sujeto en el estilo, y otra, la de Warhol, que se sustenta sobre la reproductibilidad mecánica del cartel publicitario y la serialización de los motivos, donde Jameson lee un cambio en la sensibilidad epocal.

Van Gogh, aún mantiene en los motivos de su pintura una temática testimonial, mientras que su trabajo sobre las formas y el color se aleja de la mímesis realista hacia lo que podría llamarse una aspiración utópica, en la que el rasgo de estilo supone aún la voluntad de cambiar la realidad desde la conciencia del sujeto. En Warhol, por el contrario, ya ha desaparecido todo utopismo, todo idealismo, y su trabajo se concentra en la producción de formas seductoras, una estrategia espectacular, pero ya no transformadora.

Apoyándose, secundariamente, en la angustia existencial que expresa la pintura de Edward Munch o en el onirismo de Magritte, como puntos destacados en la evolución del tratamiento de los sentimientos en el arte moderno, concluye Jameson que la búsqueda de ese simulacro seductor postmoderno representa el fin del ego burgués y de sus psicopatologías.

“En cuanto a la expresión y los sentimientos o emociones, la liberación que se produce en la sociedad contemporánea de la antigua anomia del sujeto centrado puede significar asimismo no sólo una liberación de la angustia sino también de todo tipo de sentimiento, al no estar ya presente un yo que siente. Eso no significa que los productos culturales de la época postmoderna carezcan totalmente de sentimientos, sino que ahora tales sentimientos […] flotan libremente y son impersonales, y tienden a estar dominados por una peculiar euforia.” (1984, 1991: 36).

Esta percepción de la muerte del sujeto, tan burdamente malinterpretada como asesinato del hombre desde que Foucault y Barthes plantearan el tema en los años sesenta, se concibe ahora como el producto de una radicalización formal y, simultáneamente, de una integración del modernismo estético en el ámbito de lo canónico, de lo aceptado institucionalmente. Los textos de la cultura postmoderna han asumido ya la negación o superación del pasado, que impulsó como primera meta el modernismo clásico, pero esto se lleva a cabo de un modo chocante. ahora las proyecciones postmodernas sólo incorporan en sus escrituras la superficie de las innovaciones discursivas y compositivas de la modernidad, obviando su aparato conceptual o, simplemente, reduciéndolo a una anécdota más de la “fábula”. En la postmodernidad, por tanto, la obra de arte se instituye como un mero juego de técnicas combinatorias y constructivas, sin que parezca tenerse en cuenta algo de suma importancia para la estética modernista: la carga ideológica que transmite la forma por sí misma.

El resultado de esta actitud es el pastiche acrítico, definible como la superposición de planos contradictorios en un mismo objeto cultural, la coexistencia de rasgos de la llamada “alta cultura” con elementos del kitsch y la cultura de masas, desde una óptica o sensibilidad que Jameson prefiere denominar como pop.

Esta situación aboca a lo que el teórico norteamericano denomina “historicismo”, un estado de la cultura capitalista en la que se ha olvidado que el pasado es Historia con mayúsculas, o lo que es lo mismo, donde paulatinamente se le ha ido borrando como referente, convirtiéndolo en una mera colección de textos, máquinas significantes que, aisladas de la realidad social en la que surgieron, sólo nos ofrecen estímulos estéticos y estilísticos. Así, el historicismo consiste en “la canibalización aleatoria de todos los estilos del pasado, el juego de la alusión estilística azarosa y, en general, lo que Henri Lefèvre bautizó como la creciente primacía de lo neo” ( 1984a, 1991: 39).

La historia se reinterpreta ahora como nostalgia o como estilema. En ese pastiche acrítico, aunque no exento de ironía en muchas ocasiones, se reconocen las marcas de la evocación de valores sociales perdidos para nuestro presente. Los ejemplos que da Jameson van desde el filme American Graffiti de G. Lucas, hasta Chinatown de Polanski; desde los remakes del cine de Hollywood que actualizan, pero sólo en los signos externos, viejas películas clásicas, hasta la reinterpretación de algunos periodos de la historia norteamericana -tomando como referencia nuestros valores actuales- que ha llevado a cabo E.L. Doctorow en varias de sus novelas.

Resumiendo lo dicho hasta ahora, en todos los casos que cita Jameson y en muchos otros que podríamos aducir nosotros desde nuestro propio espacio cultural, la obra postmoderna no intenta ya reconstruir el pasado desde una visión realista, sino reinventarlo en términos de simulacro espectacular, un simulacro que se basa sobre todo en la explotación sentimental de esa seducción evocadora que portan los símbolos de antaño.

Esto da lugar a que las producciones culturales de la postmodernidad se asienten sobre lo heterogéneo, lo fragmentario, lo aleatorio, lo azaroso y no sobre una experiencia coherente de la temporalidad. Jameson lo expresa así:

“Si, de hecho, el sujeto ha perdido su capacidad de extender activamente sus pro-tenciones y re-tenciones por la pluralidad temporal y de organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, difícilmente sus producciones culturales pueden producir algo más que ‘cúmulos de fragmentos’” (1984, 1991: 46).

A esta cultura de lo fragmentario y aleatorio, es a lo que denomina modelo esquizofrénico para las producciones estéticas de la postmodernidad, en esencia, una cultura que se sostiene sobre “un amasijo de significantes diferentes y sin relación” (1984, 1991: 48). La estética de la diferencia, del pastiche, del simulacro, lleva aparejada como función característica la desrealización del mundo, la separación de los textos de cualquier dependencia del referente, vagando libres en un presente atemporal.

Junto a ello, o como su consecuencia inmediata, deben colocarse los fenómenos de espacialización. La pérdida de la profundidad temporal, histórica, privilegia el hecho de que las manifestaciones culturales vayan organizándose internamente con referencia a un sólo plano, el presente, y se perciban más como espacio sintetizante que como jerarquía analítica.

En este aspecto, debe interpretarse como una de sus manifestaciones más claramente perceptibles, el auge de lo que Jameson denomina “demanda de arquitectura” en su ensayo “Equivalentes espaciales en el sistema mundial” (1991: 127-154). El trabajo citado se dedica íntegramente a los problemas que suscita la arquitectura postmoderna, la de Frank Gehry o John Portman, la derivada del programa de Robert Venturi y Scott-Brown “aprendiendo de Las Vegas”, y la del estilo High-tech, por lo tanto, podríamos matizar la afirmación de Jameson, aclarando que esa “demanda” prefiere no una arquitectura funcional, sino la que nace del cruce entre lo decorativo y lo experimental. Toda esta reciente y exitosa estética constructiva se basa sobre la descomposición de los elementos y retóricas del modernismo arquitectónico, que en las nuevas obras ya únicamente persisten como rasgos formales sobre los que se decora con elementos de otros estilos del pasado, buscando siempre, y esto es muy importante, el aprecio del mercado. La mercantilización extrema de la arquitectura elude todo planteamiento que no sea, otra vez, lo espectacular, y provoca un estilo que Jameson califica como constelación, una especie de equilibrio inestable de materiales heterogéneos que no se relacionan entre sí por ningún tipo de escalonamiento jerárquico, sino por su simple coexistencia en el espacio.

Pero como decíamos más arriba, la espectacularidad de la aquitectura postmoderna es sólo uno más de los fenómenos culturales del capitalismo tardío, que nos permiten imaginar la causa ausente de esta nueva estructura social que con tanto énfasis se quiere ligar a las teorías puramente políticas del fin de la historia (Fukuyama).

Otra de las proyecciones que aísla Jameson constituye lo que él ha llamado lo sublime postmoderno:

“Pero hay algo más -afirma- que tiende a surgir en los textos postmodernos más enérgicos y es la sensación de que más allá de toda temática o contenido la obra parece sacar provecho de las redes del proceso de reproducción, permitiéndonos atisbar un sublime postmoderno o tecnológico cuyo poder de autenticidad se manifiesta en la lograda evocación de estas obras de todo un nuevo espacio postmoderno que surge en torno nuestro” (1984, 1991: 56).

La experiencia contemporánea de lo sublime sigue manteniendo ese asombro mitad estupor, mitad pavor del que hablaba Edmund Burke y que Kant relacionaba con la imposibilidad de la mente humana para representar la poderosa inmensidad de la Naturaleza, pero ahora, en la época de lo que Mandel ha llamado la Era de la Tercera Máquina, es la teconología quien asombra. Además, ya no se trata de la tecnología material, maquinista, propia de la revolución industrial, ni siquiera de la máquina futurista y su nuevo mundo de formas inéditas para la representación estética, sino del ordenador, de la realidad virtual, de las autopistas de la información, de las redes de poder telemático. Una tecnología hipnótica y fascinante, en palabras del propio Jameson (1984a, 1991: 57), que no permite aprehender ni el contorno ni los agentes del nuevo poder.

En este espacio social descentrado, disperso, donde la inmensa cantidad de los datos que fluyen en las redes ocultan la visión del todo orgánico más allá de la misma idea de flujo, ese espacio que ha dado pie a las paranoias tecnológicas de los narradores cyberpunk, el lenguaje del videotexto representa la más clara expresión del fluir continuo e inaprehensible de imágenes de seducción que fabrica la cultura postmoderna, demasiado rápidas como para ser enhebradas no ya con sus referentes reales, cuando los tiene, sino incluso con el resto de las secuencias que constituyen su espacio textual.

En un trabajo de 1987, titulado “Reading whithout Interpretation: Postmodernism and the Video-Text”, que recogerá con otro título en la edición definitiva de su Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism (1991; trad. Teoría de la postmodernidad, Madrid, Trotta, 1996), Jameson sostiene que los media y la cultura de la imagen surgida en su torno, constituyen el género privilegiado para expresar las verdades secretas de nuestras sociedades postmodernas. Desde luego en esta sociedad, que muchos han llamado precisamente “de los media”, resulta innegable el poder conformador de la conciencia social que tales medios han ido adquirido a lo largo del último tercio del siglo XX. Pero Jameson, siguiendo con las teorías expuestas en The Political Unconcious (1981), considera que hoy la cultura, gracias a las operaciones intelectuales y sociales de desacralización del mundo que llevó a cabo la modernidad, ya resulta perceptible en su materialidad y, como hemos expuesto anteriormente, se constituye en su más importante elemento simbolizante, mediador entre lo Imaginario y lo Real de Lacan. En consecuencia con esto, lo que interesa de la cuestión, desde una hermenéutica crítica, es la comprensión del tipo de relaciones que está simbolizando hoy la cultura de la imagen.

Para el teórico norteamericano (1987, 1991: 97) los media combinan tres rasgos suficientemente diferenciados: una forma particular de producción estética, una tecnología específica y una institución social. El hecho de que de ello podamos deducir que se trata de un triple movimiento que incorpora lo estético, lo material y lo social, justificaría, a juicio de Jameson, la importancia de los mass-media como nexos que, para nuestro presente histórico, representan en la praxis la categoría de la mediación entre el modo de producción y sus proyecciones culturales. En definitiva, sus lenguajes y retóricas, su funcionamiento institucionalizado y los productos culturales construidos sobre esa retórica particular, encarnarían a la perfección la dominante cultural de “una nueva coyuntura social y econÛmica” (1987, 1991: 99).

Aunque no lo cita, sus planteamientos coinciden con los de Mark Poster (1990) cuando afirma que el modo de producción en la actualidad de las sociedades del capitalismo tardío se ha tornado modo de información. Y ambos coinciden, a la vez, con las hipótesis iniciales de Jean-François Lyotard (1979) en torno a la idea de que el fenómeno más importante de la postmodernidad política consistiría en la dispersión de los agentes de la dominación, que se trasladan ahora desde las instituciones ejecutivas del Estado a lo que Lyotard llama “Decididores”, aquéllos que tienen la posibilidad de ejecutar la forma más sofisticada de poder, el Saber, traducible sin problemas por el término más amplio de Información.

Si Jameson considera que el videotexto, en su doble manifestación de televisión comercial y videoarte o vídeo experimental, es el auténtico modelo del lenguaje de la postmodernidad, su hipótesis se basa en las teorías que, como la defendida por Raymond Williams (1975), describen el funcionamiento semiótico de la televisión en términos de “flujo total”. Un flujo interrumpido no por la programación, que en la televisión comercial aunque se presenta como fragmentada en diversos elementos -programas de distinto género y anuncios publicitarios- mantiene siempre ese fluir ininterrumpido que se basa en la idea de continuidad, de carencia de una clausura semántica o formal como la que se ejerce al cerrar un libro. Resulta, pues, imposible, en este cosmos virtual, individualizar el mensaje.

Ante el flujo del videotexto, sólo funciona la desconexión del aparato, pero apagar la televisión, nos dice Jameson, tiene que ver muy poco con el intermedio de una obra teatral o con lo que se considera como una decisión tomada desde la “distancia crítica”.

El vídeo experimental, por su parte, en cuanto mostración extrema de todo el abanico de las posibilidades materiales del lenguaje videográfico en su diferencia y especificidad respecto de otros lenguajes contemporáneos como el del cine, la literatura o la pintura, explota precisamente las posibilidades retóricas del flujo, la velocidad y la simultaneidad de la expresión estética con imágenes. Tal como se observa en las obras pioneras de Nam June Paik, o en la de artistas más recientes como Bill Viola, el vídeo experimental se acerca a ese surrealismo sin inconsciente, a esta recreación de imágenes espectaculares descontextiualizadas de un referente psíquico, puesto que el espectador pasa por ellas según itinerarios caprichosos, aleatorios, ora atentos, ora aburridos, sin ninguna posibilidad de retener lo que no parece referirse más que a sí mismo. El espectador de videoarte se convierte en una metáfora del sujeto descentrado de la postmodernidad, tal como lo definía Jameson en su ensayo programático de 1984:

“Al espectador postmoderno […] se le pide que haga lo imposible, es decir que vea todas las escenas a la vez, en su diferencia radical y aleatoria; a este espectador se le pide que siga la mutación evolutiva de David Bowie en The Man Who Fell to Earth (donde mira simultáneamente cincuenta y siete pantallas de televisión) y que se eleve a un nivel donde la vívida percepción de la diferencia radical es, en y por sí misma, un nuevo modo de aprehender lo que solía llamarse relación: la palabra collage es insuficiente para describirlo” (1984a, 1991: 52).

La crisis de los valores estéticos trascendentes que refleja la postmodernidad, tiene que ver, entonces, tanto con la asimilación del canon a los intereses del mercado artístico, como con la centralidad de los lenguajes videográficos y los flujos incorpóreos, casi inaprehensibles como totalidad a causa de la combinación de fragmentación y continuidad. Pero también con la deshistorización de los referentes culturales, o con el hecho de que las sociedades del capitalismo tardío hayan sustituido la represión por la administración dirigista de valores que no supongan un peligro para el sostenimiento del propio sistema. Gilles Deleuze (1993) considera que tales sociedades son ahora sociedades del control, basadas en la dispersión de los agentes de la dominación en medio de redes de información.

Los problemas que esto plantea para una teoría materialista de la cultura y para un pensamiento crítico marxista no son baladíes. En los análisis de la postmodernidad que efectúa Jameson se nota una asimilación, no siempre reconocida por el propio autor, de algunos planteamentos nucleares del postestructuralismo, y no sólo de las ya referidas nociones lacanianas, sino también de las teorías sobre el simulacro de Baudrillard, o de las de Lyotard sobre la seducción, pero muy especialmente de las tesis de Gilles Deleuze y de Felix Guattari acerca del rizoma y de la concepción de la cultura como una organización espacial no jerárquica, un cuerpo sin órganos, disperso y en movimiento que debería desafiar los discursos de poder que pretenden violentarla desde operaciones hermenéuticas instrumentalizadoras.

Como respuesta al estado cultural y político de la postmodernidad, Jameson describe la finalidad de su teoría hermenéutica en términos de una cartografía que se propone situar al sujeto en la realidad social problemática en la que vivimos. Muchos fenómenos se nos quedan en el tintero, como la magnitud de la deuda del teórico norteamericano respecto de las teorías de Lukács y Althusser, las discusiones con los representantes de la deconstrucción, en especial con Paul de Man, su repaso a las diferentes posturas políticas y teóricas ante la postmodernidad, plasmadas en un magnífico ensayo titulado en la traducción castellana “Teorías de lo postmoderno” (1984b, 1991: 85-96), o sus reflexiones sobre algunas proyecciones actuales de lo que Gilles Deleuze había llamado micropolítica.

Pero como síntesis final, podríamos decir que el pensamiento de Fredric Jameson se levanta contra aquellas teorías que se dispersan en el nominalismo, es decir, en la consideración de los fenómenos de la cultura como radicalmente diferentes, tan extremadamente individualizados que no podría leerse en ellos nada fuera de sus manifestaciones locales de funcionamiento significante. Considera, desde luego, que el totalitarismo, o las explicaciones totalitarias de la cultura, suponen una forma no sólo de reducción de la realidad cultural y social, sino también de peligrosa mixtificación política. Defiende, en cambio, una visión amplia de nuestra sincronía cultural que la incardine dialécticamente en la historia y la explique como fenómeno social. Una estrategia de conocimiento a la que llama “totalizadora”, porque contempla todos los fenómenos sociales como elementos de una estructura múltiple y dinámica y con sentidos ideológicos definibles. Una totalización epistemológica que, por otra parte, se salva de ser un “totalitarismo”, porque no pretende subordinar las explicaciones de la cultura a un patrón directivo, sea sólo cultural o más ampliamente político, sino, como decíamos antes, cartografiar la realidad para abrir el camino a la praxis social.

Jameson, por tanto, se sitúa en ese apartado de la semiótica aún en discusión, el de las finalidades de la interpretación, un territorio que vuelve a concebir en términos críticos y necesariamente abiertos al debate, donde la dimensión ética y política vuelve a mostrarse en el signo, y nos recuerda su carácter de instrumento creado por el hombre para comprender y dominar su destino en la naturaleza.

REFERENCIAS
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(1987): “Reading whithout Interpretation: Postmodernism and the Video-Text”, en: Fabb, N.; Attridge, D.; Durant, A.; MacCabe, C. (eds.): The Linguistics of Writing: Arguments between Language and Literature, New York: Methuen, 1987: 199-223. Trad. esp.: “Leer sin interpretar: la postmodernidad y el videotexto”, en La lingüística de la escritura, Madrid: Visor, 1989: 207-230. Javier Yagüe Bosch, trad.

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LIPOVETSKY, Gilles (1983): La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama, 19947.

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Fuente: http://www.uned.es/ntedu/espanol/master/primero/modulos/teoria-de-la-informacion-y-comunicacion-audiovisual/jameson.htm Sigue leyendo

Qué es la estructura de sentimiento

Qué es la estructura de sentimiento

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Raymond Wiliams

Raymond Williams, historiador de la cultura, define un concepto delicado, casi intangible, que llama “structure of feeling”, estructura de sentimiento. Es algo así como el tono, la pulsión, el latido de una época. No tiene que ver sólo con su conciencia oficial, sus ideas, sus leyes, sus doctrinas, sino también, además, con las consecuencias que tiene esa conciencia en la vida mientras se la está viviendo. Algo así como el estado de ánimo de toda una sociedad en un período histórico. Algo que se palpa y nunca se atrapa del todo, pero que suele quedar sedimentado en las obras de arte. A eso llama Raymond Williams estructura de sentimiento. Esta estructura de sentimiento, aunque intangible, tiene grandes efectos sobre la cultura, ya que produce explicaciones y significaciones y justificaciones, que, a su vez, influyen sobre la difusión, el consumo y la evaluación de la cultura misma.

Extraído de: El mundo como acertijo. Graciela Montes.

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Qué es el ideologema. Kristeva y Sarlo

Ideologema

Julia Kristeva

Para Julia Kristeva (Semiótica), función intertextual que se materializa en los diversos niveles de la estructura de cualquier texto y que condensa el pensamiento dominante de una determinada sociedad en un momento histórico.
“Son parte importante de los recursos gráficos de la historieta los llamados «estereotipos pictóricos», que son formas típicas de caracterizar personajes. También los podemos encontrar, pero en forma más sutil, en telenovelas y seriales. Expresan el modo en que el creativo percibe e interpreta los roles y las características de los actores que pone en escena. Dan cuenta en forma muy transparente de su concepción y de su experiencia de la sociedad, del mismo modo que la acción dramática da cuenta del modelo de vida o de sociedad a la cual aspira o que critica. Vemos de este modo cómo cada personaje y cada acción se constituyen en *ideologemas* , es decir –aquí– en significantes cuya connotación es ideológica. Poner en evidencia esta significación de segundo nivel para cada componente, en función de la totalidad, es lo que corresponde a un análisis de contenido de carácter ideológico. Pero hemos de recordar y subrayar que se trata de poner en evidencia uncontenido latente y no extrapolar conclusiones en base a una clave de interpretación proporcionada por la ideología (probablemente diferente) del analista.”
Raymond Colle. “El contenido de los mensajes icónicos”.

Beatriz Sarlo dice:

Beatriz Sarlo
“‘La vida como conjunto de acciones, acontecimientos y experiencias se convierte en argumento, trama, tema, motivo sólo después de haber sido interpretada a través del prisma del marco ideológico, sólo después de haberse revestido de un cuerpo ideológico concreto. Una realidad de hecho que no haya sido interpretada ideológicamente, que esté, por así decirlo, todavía en bruto, no puede formar parte de un un contenido literario’ […] Ese ‘cuerpo ideológico’ es el ideologema: elemento del horizonte ideológico, por un lado, y del texto, por el otro.[…]
El ideologema es la representación, en la ideología de un sujeto, de una práctica, una experiencia, un sentimiento social. El ideologema articula los contenidos de la conciencia social, posibilitando su circulación, su comunicación y su manifestación discursiva en, por ejemplo, las obras literarias.”

SARLO, Beatriz y ALTAMIRANO, Carlos. Literatura/Sociedad. Ed. Edicial. Buenos Aires, 1993.

Fuente: Susana Anaine. El misterio de las palabras. Sigue leyendo