Diamela Eltit
Babelia. 16/02/2008
La cultura chilena, con su gran diversidad, ha tenido como trasfondo la densidad de una historia trágica. A pesar de todo se escribe, una parte importante a través de editoriales pequeñas. Mientras, en un país con una mujer como presidenta, sigue gravitando la cuestión de género.
No ha sido simple ni menos fácil. Pertenezco al conjunto de escritores chilenos que vivió en el país durante toda la dictadura de Pinochet y como una acción de salvataje cultural constituimos el “inxilio” o exilio interior. A lo largo de los años -más de 30- pasamos desde la violencia como situación cotidiana a la violencia del mercado producida por un neoliberalismo verdaderamente intensificado.
La cultura chilena con su diversidad de formas y de estilos ha tenido como trasfondo la densidad de una historia trágica que ocupa una parte de los imaginarios sociales y se filtra en las producciones estéticas. El Estado, debilitado por las presiones del actual sistema, se reduce ante el despliegue incesante de un ultramercado que exige el endeudamiento perpetuo para trivializar los cuerpos y promover una cultura liviana y amnésica.
Todo transcurre en un país que puede ser considerado pequeño -aunque, en rigor, ningún país es pequeño para sus habitantes- pero especialmente su ubicación geográfica, signada por la distancia o el Pacífico o la cordillera de los Andes, posibilita la operación compensatoria de exacerbar un tipo de nacionalismo autocomplaciente que parece ser confirmado por la impresión de que vivimos un momento especialmente sólido y auspicioso.
Aunque los Gobiernos de la Concertación han conseguido disminuir la pobreza y mejorar los accesos básicos, Chile es uno de los países que presenta una de las mayores desigualdades sociales en Latinoamérica y en el mundo. No se habla o, peor aún, no importa, de la desastrosa política en torno a los pueblos indígenas que mantiene encarcelados a un grupo de lonkos ante sus reclamos por las tierras y la depredación más aguda que realizan los empresarios y las corporaciones.
Mientras se consolida la glorificación del objeto y la adhesión mística a la tecnología, millones de trabajadoras y trabajadores se debaten entre salarios precarios transados en un mercado que flexibiliza las condiciones del empleo hasta llegar a niveles francamente ofensivos.
Entre un arriba y un abajo y el afuera y el adentro los sistemas artísticos reproducen el tramado social. Parte importante de las producciones literarias se cursan en editoriales locales que sobreviven gracias a la obstinación de sus dueños, que han entendido que tienen la función cultural de sostener y preservar la numerosa literatura que no cabe en las empresas trasnacionales.
Pero las editoriales independientes -LOM, Cuarto Propio, RIL-, entre otras, no alcanzan a sustentar la avalancha de libros. La fórmula de la autoedición o las editoriales transitorias abren otra línea cultural que presagia, a su vez, la siguiente. Pero, igual que en otros países, no existen espacios de recepción para un número considerable de libros. Y se agrega el fuerte centralismo de la capital, como si la posibilidad de ser escritor se consumara en Santiago o en el viaje a Santiago.
Se sabe que la empresa editorial ha sido empujada hasta el límite y esa empresa, desde luego, empuja hasta el límite las producciones para maximizar sus ganancias. En ese sentido -y quizás sea la mía una afirmación excesivamente polémica- las editoriales más poderosas de la era del libre mercado construyen libros-mercados. Lo que quiero expresar es que son las editoriales las que escriben ciertos libros, a su manera, según el deseo de la moda y la moda de los deseos.
Chile es parte de ese proceso. Su mercado acotado pero solemne desencadena pequeñas fiebres consumistas que producen la unanimidad y alimentan el ranking en que se funda el neoliberalismo. Las antiguas polémicas literarias en las que se examinaban las estéticas hoy se reducen a estrictas discusiones de poder establecidas desde criterios binarios: buenos y malos o usando una fórmula conmovedoramente sencilla: winner y loser.
Más allá de una mímica vendedora, el poder literario no pasa por las utilidades concretas sino por elementos simbólicos. Allí se desarrolla una batalla que no es nueva aunque sí más vacua en su encarnizamiento. La histórica animosidad que rodea el espectro literario parece hoy consolidarse en una premisa: todos los que no son mis amigos son mis enemigos y ya sabemos que el número de amigos siempre es acotado y que la amistad se quiebra.
Y sigue gravitando de manera constante la cuestión de género. Cuando se habla de género se piensa en la presidenta Michelle Bachelet como emblema de un “otro” momento para la mujer latinoamericana. Por supuesto, la elección de la presidenta Bachelet es un contundente hito histórico pero también han sido históricos los ataques implacables que ha recibido por su condición de mujer hasta que la violencia de estos ataques consiguió afectar a su gestión. En el ámbito literario la mujer escritora es celebrada en tanto productora de escritos sentimentales que buscan relevar la heroicidad ante la adversidad del amor. Amores ejemplares, eróticas sensatas que van directo a abastecer el mercado de mujeres. Pero, el trabajo con los signos o la indagación en la complejidad de los sentidos sociales se resguarda celosamente como un territorio de dominación masculina. La asimetría de género, la desigualdad crónica entre los sexos es el campo en que se pone a prueba la noción misma de democracia, su imposibilidad.
Pero aunque no ha sido simple ni menos fácil, se escribe. Y eso es importante o apasionante o estimulante. Se escribe porque sí o porque no. No importa. La letra fluye entre los enconos o los rencores o los amores y, fundamentalmente, a través de los pliegues y repliegues de la imperfecta e incesante historia. –
Diamela Eltit (Chile, 1949) es autora de novelas como Los vigilantes y Mano de obra
Fuente: http://www.letras.s5.com/archivoeltit.htm