El día en que le gané a Maradona*
Cristina Peri Rossi
He vivido durante muchos años a cien metros del estadio del Barcelona y sólo una vez fui a ver un partido: el de Barcelona con Peñarol, en un innoble torneo de verano de escasa atención. O sea soy una sentimental, cosa que todo el mundo que me conoce sabe. Esa tarde admiré el enorme estadio del equipo local, el bonito césped, las instalaciones flamantes, y me sentí completamente rara, verdaderamente extranjera: sin lugar a dudas yo era la única espectadora hincha de Peñarol. Me dan miedo las multitudes enfervorizadas por un lema político, una canción de moda, un credo religioso o cualquier cosa que pueda convertirse en fanatismo, y casi todo es susceptible de ser objeto fanático: lo que importa es el proceso, no el objeto. Al cuarto de hora, Peñarol metió un gol que no me animé a aplaudir en medio del silencio sepulcral del estadio, pero algún lector que me reconoció, entre el público, me gritó, en castellano con acento catalán: “¡Aplauda, aplauda, escritora, es su equipo!”. De modo que me volví, me sentí un poco más tranquila: quizás era un lector catalán que me concedía venia para hinchar por el equipo de mi país de nacimiento. (Los catalanes comprenden muy bien los nacionalismos, salvo uno: el español.) Una golondrina no hace verano, y el partido terminó Barcelona 3, Peñarol 1, como era dado esperar.
Vi a a Maradona jugar en el Barça, por televisión, en la difícil etapa que vivió en esta ciudad (¿cuál de sus etapas no ha sido difícil?) y creo que alguna vez escribí algún artículo, en la prensa española, acerca de los problemas que para un pibe porteño de origen pobre podía significar un éxito tan fulgurante, un cambio tan radical de manera de vivir. (El hecho de que hablara de sí mismo en tercera persona me parecía completamente significativo de una disociación, de un desdoblamiento.) El capitalismo salvaje infla, hincha, especula, aprovecha, consume, y hay que ser muy fuerte, muy maduro para aguantar el proceso: el ascenso y la caída.
Romario fue mucho más astuto que Maradona; tiene, aparentemente, mejores defensas psicológicas: también pasó por el Barcelona, pero se rió de todo el mundo. Y Rivaldo es un obrero capacitado: rinde cuando tiene que rendir, se la juega, pero sabe que la fortuna es transitoria y exige, no derrocha, no se entrega si no es mediante cuantiosos talones (bancarios, no de Aquiles).
Poco antes de fin de año leí que Maradona había publicado unas memorias, convenientemente escritas por otra persona, y que el libro tenía muchísimo éxito. Pero la noche de fin de año, una querida amiga uruguaya me pasó un fax desde Montevideo, con una página de la Guía del Ocio, donde se destacaban los libros más vendidos en la Feria del Libro. Para mi asombro, mi novela El amor es una droga dura figuraba primero en la lista, y tercero el de Maradona. Mi sorpresa fue mayúscula, por varias razones. La primera, es que mi editorial en Argentina, Seix-Barral, ni siquiera me comunicó que mi novela había sido publicada (en España el mismo sello la editó hace más de un año), no tengo un ejemplar, no he visto ni la portada. El segundo motivo es el orgullo. Les confieso que haberle ganado a Maradona me llena de satisfacción. En estas economías liberales donde todo se vende, especialmente el mal gusto, la chabacanería, el sensacionalismo, las vacas locas, la sangre contaminada, donde lo único que importa es la imagen (parecer y no ser), ganarle a Maradona es ganarle al sistema, que en materia de ediciones consiste en publicarlo todo, con la mayor frivolidad del mundo, inventándose genios, talentos y escritores inexistentes, o empleando el éxito en el periodismo o en la televisión para lanzar libros de leer y tirar. Ganarle a Maradona no entraba en mis proyectos, ni en mis aspiraciones. No puedo menos que agradecérselo a los lectores de mi país.
* Publicado en el diario digital La insignia el 9 de febrero del 2001.