Sade y el Poder; Política cuerpo y tecnología de la crueldad
Diamela Eltit [*]
Diamela Eltit
Toda lectura de Sade parece demasiado apresurada. Ya sea desde la esfera densamente intelectual o bien bajo el prisma del escándalo, la obra del Marqués de Sade inevitablemente se escabulle y termina por refugiarse en el nombre de su autor. Porque esta producción da cuenta, en gran medida, del “sadismo” que es susceptible de padecer el sujeto ligado de manera fatal a las grandes instituciones.
Así, la obra de Sade – intensa, no domesticada, alarmante- se remite a sí misma, se autoproduce, se sobre-nombra, se inaugura en los escenarios sociales de una manera parcial, acusa el estigma que porta debido al implacable orden que acompaña a cada uno de sus audaces y destructivos rituales en los que se consolida.
Desde “La Filosofía del Tocador” hasta “Los Ciento Veinte Días de Sodoma”, surge una obra que se vuelca a elaborar, desde distintos ángulos, una sola imagen absorta: demostrar que el cuerpo es una zona, un mapa, un territorio sobre el cual se pueden ejercer las más crueles experiencias del poder.
La obra de Sade deja en evidencia una aguda tecnología de la crueldad que se produce a partir del ejercicio de una economía hiper racional. Un martirio que está inserto en la matriz de un desviado programa político que parece asegurar que existe una profunda relación entre los poderes hegemónicos y un extenso remanente libidinal. Una relación que sólo se puede resolver en el acto de trasponer, precisamente, los límites de poder que el poder representa, y así poner a prueba (como satisfacción) el grado de poder del poder.
El poder, asegura Foucault, se ejerce. Se goza, diría Sade. El goce del poder no es más que el poder sobre el cuerpo del otro, de la otra, de los otros hasta alcanzar, mediante la realización de rituales obscenos, su pulverización. Para demostrar ese potencial de goce que requiere el poder para “ser” (poder), parece necesario empujar los imaginarios sociales hasta su extremo, escenificarlos justo allí donde se imponen las convenciones más intransables y, por eso mismo, atrozmente transgredidas.
Pero se trata de una transgresión – y de eso da cuenta en último término la obra de Sade- institucional, es decir, incubada en el lado oscuro de las mismas instituciones que son las que generan los límites.
Transgresiones incubadas en sus partes más autoritarias, en sus mecanismos alucinantemente represivos. La razón como crueldad o la crueldad como razón permite en Sade el despliegue de una obra “congelada”, desprovista de todo elemento pasional que la desborde, a pesar de trabajar en la apariencia de un máximo desorden. El cuerpo incesantemente profanado (en mayor medida el cuerpo femenino) termina por perder su eficacia hasta convertirse sólo en la monotonía de un cuerpo incesantemente profanado, cosificado en su profanación, desprovisto de cualquier marca singular, ausente de sí mismo, entregado a las prácticas codificadas de sus agresores. La agresión a la cual acude Sade para organizar su obra es de orden sexual. La sexualidad ultra violenta va a ser el modo en que va a articular los efectos devastadores de la dominación de los unos sobre los otros. La orgía dolorosa, la herida, el suplicio genital, la infección deliberada se expresan no sólo por las dosis de dolor ocasionado, sino, especialmente, por la impotencia y repugnancia que producen los responsables de ese dolor, de esa orgía hiriente, de ese prolongado asedio genital.
¿Quiénes son los responsables del exceso que lleva a la destrucción de cada una de las normativas? Pues las normativas mismas: la familia, la política, la iglesia, la ley, el dinero son los agentes del dolor, los profanadores. Y, precisamente, la radicalidad de la obra que Sade nos propone alude a la capacidad de enfrentarse a aquello que las instituciones deploran y combaten y que, no obstante, practican de una manera incesante para confirmarse como instituciones de bien.
Desde la configuración de escenarios prolijos, sucede una escritura árida que, en medio de un exceso de sexualidad, emprende el camino hacia su desmontaje. En ese camino se produce una radical bifurcación entre la sensualidad y la sexualidad. Sade se vuelca sobre lo sexual. Lo sexual se reduce a diversos ejercicios genitales ordenados teatralmente y asociados a la dominación y al dolor. La sexualidad planteada por Sade (ligada a la tortura) establece un nudo insoslayable entre víctima y victimario que permanece ajeno a toda convención erótica. Una erótica a la que se renuncia para internarse en el terreno de las prohibiciones que pertenecen directamente al discurso jurídico.
La sexualidad en Sade es una provocación directa a la ley, no sólo por la desprotección corporal, sino por lo que representan quienes organizan la ceremonia de despojo, es decir, el orden institucional. No se trata simplemente de un dilema de índole moral, vale decir de una opción, sino de la producción de un delito ocasionado por la ruptura del pacto social.
Sade organiza una escritura sin sensualidad porque la sensualidad, en último término, está regida por la inocencia o por la pureza: en cambio, la descarnada sexualidad a la que aluden los textos del Marqués es vastamente impura, en la medida que se desprende de la zona más torcida e ilegal de las instituciones.
La escritura de Sade transcurre en una esfera meramente descriptiva. Su texto literario parece citar la letra burocrática cuyo rol es mantener cautivos a los funcionarios, es decir, obligarlos a actuar al pie de la letra.
Sade convierte la escritura en una mera función, en una superficie neutra desde donde se levantan un sinfín de escenarios regidos por el asedio corporal. Esta falta de escritura que curiosamente deviene en exceso es una de las numerosas inversiones que esta obra se propone y que ha llevado al Marqués de Sade a convertirse en un autor radicalmente maldito en el interior de la literatura producida por el mundo occidental.
El contexto histórico
Quizás una de las puestas en escena que de manera más rigurosa se plantearon dar cuenta del universo sadiano fue el filme “Saló o los Ciento Veinte Días de Sodoma”, realizado por el cineasta y literato Pier Paolo Pasolini. Releyendo a Sade, Pasolini puso en relación la sexualidad (en tanto abuso y tortura) con el fascismo. Su filme “sádico” (también maldito, también sometido a varios juicios por pornografía, también expuesto a una prolongada censura) muestra el exceso de poder cursado, mediante coerciones físicas o cooptaciones sicológicas, en un campo de prisioneros. El filme deja en evidencia que el ejercicio desmesurado de poder (de ese poder codificado) necesariamente porta un exceso libidinal que, a su vez, promueve las más críticas conductas humanas.
Sin embargo, más allá de sus indiscutibles méritos, el filme de Pasolini es sólo una lectura posible de Sade, una lectura que lo sitúa en el espacio de las reflexiones del cineasta. Pasolini integra el texto en su particular visión de la máxima catástrofe que para él representan la guerra y el fascismo. En cambio, los textos originales del Marqués se deslizan en el territorio total de las transgresiones, amplificadas por las características y la obsesión perturbadora de los propios transgresores.
La obra de Sade, entonces, se vuelve especialmente irreductible, puesto que señala al conjunto de organizaciones sociales como las responsables de un orden que se mantiene mediante la racionalización del saber de su propio desorden. El devenir del caos, que posibilitaría la explosión de los órdenes existentes y la depuración del poder, en Sade se demuestra como una aspiración imposible. Es imposible porque lo que está en juego es el cuerpo mismo como espacio de dominación, como botín de poder de las instituciones, como experimento racionalista de la experiencia de los límites en los que van a transcurrir los centros de poder.
Francine du Plessix Gray emprende una nueva biografía del escritor: “Marqués de Sade, Una Vida” (Ediciones B, Buenos Aires 2000). El texto cuenta con una solvente documentación que permite un acercamiento, en cierto modo, microscópico a los hechos pormenorizados de la vida del autor. Una vida que resulta escandalosa, dramática y sorprendente. Pero también, como en la elaboración de cualquier biografía, existe en la autora del libro una elección que privilegia ciertos aspectos vitales sobre otros, lo que implica que su lectura no conduce a conocer la “verdad” que portó la vida de Sade, sino que elabora una versión posible de su transcurso, a partir de los acontecimientos históricos que rodearon su vida.
El desarrollo vital de Donatien Alphonse Francois Marqués de Sade (1740-1814) quizás podría ser mejor comprendido en la medida que se evidencien las modificaciones de una época convulsionada por el desgarramiento de sus signos sociales. Hay que entender (aunque la contextualización resulte excesivamente simplificada) que la prolongada crisis del sistema monárquico fue abriendo las compuertas a la creciente instalación de la burguesía que imponía los nuevos órdenes que la sociedad francesa iba incorporando. Se trataba, desde luego, de un desplazamiento económico que tenía como soporte el capitalismo. Pero este desplazamiento económico implicaba un cambio cultural de gran envergadura.
De esa manera, junto con perdurar la forma aristocrática, se abría paso la sensibilidad burguesa que, naturalmente, mantenía considerables diferencias culturales con la nobleza. La figura del soberano, a lo largo de los siglos, ocupó un espacio divinizado. Junto con proteger a sus súbditos, también mantenía sobre ellos un poder inconmensurable. El siglo XVIII marcaba quizás la ruptura más categórica con esa forma de poder y una de las transformaciones consistía en poner límites a ciertos acendrados privilegios de la aristocracia.
Límites que emanaban de la emergente moral burguesa que se debatía entre su deseo por emparentarse con la nobleza y, en ese sentido, integrar gran parte de sus costumbres a su programa político, y su decisión por reformar prácticas que resultaban lesivas para la formación de los nuevos sentidos.
Durante el siglo XVIII se estaban trazando las líneas más nítidas de la Ilustración, que buscaba racionalizar las instituciones y, desde allí, establecer la producción de nuevos sujetos sociales, ligados a una forma rígida y pragmática de normativas en las que tenían la obligación de estructurarse. El extendido culto a la razón evidenciaba la crisis con la noción misma de Dios y, desde luego, ponía en jaque el prolongado dominio del conjunto de las instituciones religiosas. A estas instancias hay que añadir los nuevos modos de producción económica (la revolución industrial) y las demandas del pueblo que, después, iba a transformarse en la emblemática más ardiente de las revoluciones políticas por las que atravesaría el siglo. Un pueblo que emergía de manera alegórica bajo el lema del “ciudadano”, vulnerando así la antigua categoría sumisa de súbdito. El “ciudadano” llegaba al escenario social para incrementar los vastos territorios de la lucha política que mucho más adelante iban a conducir a la formación de la era republicana.
El Marqués de Sade fue habitante de esos dilemas y su cuerpo circuló pluralmente, de manera gozosa o dramática o iracunda o irreverente o lúcida, por los lugares más significativos en los que se debatían los poderes: noble, libertino, sujeto carcelario, ciudadano protagonista de la revolución, escritor, capturado por la institución psiquiátrica, reprimido por las estrictas convenciones familiares de la burguesía, severamente empobrecido por la decadencia de la aristocracia.
Biografía de un libertino
No se puede hablar de Sade sin aludir a la figura excesiva del libertino. En el XVIII se producía el clímax y a la vez la extinción de esta figura. Hay que recordar que el XVIII (y esto no es casual) fue la época más importante para la instalación de la literatura erótica cercana a lo que hoy entendemos por pornografía. El libertino, entregado al placer del cuerpo y despojado de sentimentalismo, se volcó a la exploración de los límites corporales con una pasión reglamentada, cercana al misticismo.
Los rituales libertinos, cuyo espacio de consolidación descansaban en la orgía, ocupan, obviamente, una larga existencia en la historia. La orgía (a la que se entregaba preferentemente la aristocracia) constaba de reglas y requería de numerosos personajes que la consolidaran. Se trataba de un ritual en donde la participación programada de lo “colectivo” legitimaba la noción misma de orgía.
Las figuras más poderosas en la vida infantil y juvenil de Sade fueron, sin duda, su padre, Jean-Baptiste de Sade, y su tío, el Abad Jacques-Francois de Sade, quienes se entregaron a prácticas abiertamente libertinas. El padre de Sade fue detenido por intentar seducir a un jovencito, y su bisexualidad quedó impresa en explícitos poemas. En una de sus cartas señalaba: “si mi hijo fuera fiel, me sentiría ultrajado”.
Por su parte, su tío, el Abad, biógrafo de Petrarca, un clérigo erudito, quien estuvo al cuidado exclusivo de Sade entre los seis y los diez años, tenía como amantes, en su propia casa, a una hija y su madre y además a su criada Marié. Fue conocido como el “Sibarita de Saumane”, lugar donde vivía con su pequeño sobrino, y registraba varias detenciones por su adicción a los prostíbulos.
Con el fin de situar las particularidades de la época, habría que señalar que entre la muerte de Luis XIV y la asunción al trono de Luis XV (1715-1723) el Duque de Orleáns ejerció la regencia, y, hasta hoy, los años de su gobierno son considerados como los más libertinos de la historia francesa, sólo comparables a las costumbres del Imperio Romano. La madre del Duque de Orleáns escribía: “jóvenes de ambos sexos…se comportan como cerdos…las mujeres, sobre todo las de nuestras mejores familias… son peores que las de la casa de mala fama… me sorprende que Francia no haya sido arrasada como Sodoma y Gomorra”.
En la época de la regencia, el padre de Sade vivía en París. Sin embargo, lo más relevante fue que el padre y el tío sacerdote estaban estrechamente ligados a Sade, quien era el único descendiente varón de una familia que, además, la integraban cuatro tías monjas. Uno de los reproches escandalizados que el padre, más adelante, le hizo a su hijo cuando lo acusaron de actos sexuales sacrílegos y lo encarcelaron, fue el hecho de haber realizado una orgía solitaria, quebrando los parámetros mismos de la orgía.
Pero, a pesar de habitar en una perceptible paradoja, el padre quiso evitar, por todos los medios, que su hijo se convirtiera en el licencioso en el que precozmente se convirtió. Su libertinaje le ocasionó a Sade constantes y severos disgustos con su padre y su tío. Para evitar la “deshonra”, el padre estableció negociaciones con la poderosa familia burguesa Montreuil para casar a Donatien con la hija mayor, Renée-Pelagie, a quien Sade recién conoció la víspera de su matrimonio en 1763.
Madame de Montreuil
El matrimonio por libre elección, ya sabemos, es de reciente data. La unión conyugal, entendida fundamentalmente como un contrato conveniente para ambas partes de la familia, venía a satisfacer intereses financieros y sociales. Durante el siglo XVIII, el empobrecimiento de la aristocracia obligó a sus miembros a establecer matrimonios con acaudalados miembros de la burguesía, quienes, de esa manera, garantizaban, a su vez, el buen destino de sus fortunas a través del respeto y los contactos sociales.
Las condiciones de estos matrimonios, en cierta forma, legitimaban que las eróticas y las relaciones románticas se cursaran de manera paralela a los vínculos oficiales. En el interior de las monarquías ocupaban lugares especiales las amantes y, a su vez, las mujeres pertenecientes a la nobleza (a diferencia de las mujeres de la burguesía) tuvieron, en el XVIII, una gran libertad para sostener relaciones extra conyugales.
Sade se inició en el matrimonio, pactado por su padre, manifestando afecto por su esposa. Pelagie, a su vez, demostró desde el principio una gran devoción por su joven esposo. La suegra, Madame de Montreuil, fue tolerante en extremo ante las aventuras sentimentales de su yerno, quien invertía, ya desde los inicios de su matrimonio, grandes cantidades de dinero en sus amantes. La suegra, figura clave en la futura y prolongada reclusión de Sade, no se demostró escandalizada cuando su yerno fue detenido meses después de su matrimonio por su encuentro, teñido por sesgos blasfemos, con una ex prostituta que lo denunció a la policía.
Pero más adelante, las relaciones entre ellos se deterioraron gravemente. Madame de Montreuil, cuando Sade fue detenido nuevamente por su conducta licenciosa en 1768, se abocó a mover todas sus influencias para mantener a su yerno en prisión. No se trataba sólo de una cuestión de poder (su hija, Pelagie, se convirtió en la defensora más ardiente de su esposo, desobedeciendo los mandatos de su madre), sino que los escándalos de su yerno ponían en peligro las negociaciones matrimoniales del resto de sus hijas con la deseada y, a la vez, combatida nobleza.
Sade, por su parte, se mostraba intransigente y despectivo con el conjunto de autoridades que podían aliviar su condena. Cayó en la maquinaria de la reclusión porque no pudo o no supo movilizar de mejor manera sus privilegios. El Marqués, más bien, se dedicó a proclamar descaradamente su superioridad, sin comprender la dimensión de la adversidad que lo rodeaba. Su verdadera prisión radicaba en un tapiz intrincado de rencores, de políticas, de venganzas que lo excedían y lo usarían como modelo de expiación hasta su muerte.
Cuando Sade entendió que el sistema lo había convertido en su presa, que había sido escogido para que su cuerpo asumiera los costos de una acción punitiva crónica, su situación era irreversible. Ya era demasiado tarde cuando escribió: “Olvidadlo todo, perdonadme, liberadme”.
En 1772, Sade volvió a participar en una orgía, esta vez acompañado por su ordenanza. Se trataba de una orgía maníaca y detallada según estrictas normativas teatrales. En los momentos en que se extendió una orden de arresto, Sade huyó a Italia, pero fue condenado a muerte, en ausencia, por el Parlamento. La sentencia fue cumplida de manera simbólica, utilizando como dobles a muñecos.
Más allá de la mascarada de la ejecución, Sade fue privado de todos sus derechos. Sus bienes fueron transferidos a su esposa y el cuidado de sus hijos quedó a cargo de su temida suegra. Después de ese veredicto, Sade había muerto civilmente.
13 años en la Bastilla
En 1777, Sade experimentó una de las épocas más prolongadas de su reclusión. No iba ser liberado sino hasta el estallido de la revolución, trece años más tarde. Cuando fue trasladado a la Bastilla, empezó a escribir febrilmente parte importante de su obra, como “Los Ciento VeinteDías de Sodoma”, uno de los libros más radicales del Marqués (que también fue la base del filme “La edad de Oro” de Luis Buñuel y Salvador Dalí y que sólo iba a ser publicado en forma oficial ciento cincuenta años más tarde, en 1930).
La Bastilla albergó el nacimiento de Sade escritor. En esa célebre cárcel dio rienda suelta a una obsesiva y creciente pulsión por la comida, una gula extrema que lo transformó en un obeso incapaz de vestirse por sí mismo. En esa prisión también escribió las cartas más irritadas en contra de su suegra: “No, no creo que sea posible encontrar, en todo el mundo, a una criatura más detestable que tu infame madre; ni siquiera el infierno vomita una mujer más abominable”.
Finalmente, en esa cárcel, de la que fue trasladado en plena revolución por alertar a las masas, se perdieron parte importante de los manuscritos del Marqués de Sade, debido a la toma, el incendio y la posterior destrucción de la Bastilla. Su esposa, Pelagie, luego de su liberación, no quiso verlo más, cumpliendo así, de manera tardía, el deseo de su madre. Pelagie salió de su vida de manera enigmática, como enigmática fue también su relación de sometimiento con Sade, quien la insultaba con frecuencia y la agobiaba con sus demandas desde la prisión. Y no obstante, ella escribía en su defensa: “su imaginación desmesurada lo obligó a cometer un delito menor, Señor; nuestro sistema judicial, haciendo gala de su poderío, lo convirtió en crimen”. O bien, conmovida le escribía a Sade, analizando los agravios que él le profería: “la satisfacción que se experimenta al insultar a una persona es, al menos, una prueba de nuestra existencia”. Y le escribía: “Todavía te adoro con la misma violencia”.
El Marqués, luego de su liberación en 1790, se transformó en un “ciudadano” más de la Revolución. Dos de sus obras fueron montadas por la prestigiosa Comédie Francaise. Publicó “Justine o los Infortunios de la Virtud”. Pero fue tomado prisionero bajo el régimen del Terror, que encabezaba Robespierre, acusado de “falso patriotismo” y estuvo a punto de perder su cabeza en la guillotina, al igual que miles de franceses. De nuevo en libertad, los efectos de la publicación de “Justine o los Infortunios de la Virtud” le ocasionaron problemas, esta vez bajo el gobierno de Napoleón Bonaparte. Las causas del encierro habían cambiado: se le acusaba de ofensas literarias. Debido al escándalo, la edición de “Juliette” (presentada como continuación de Justine) fue confiscada y, una vez más, Sade tomado prisionero en 1801.
Lo transfirieron desde la prisión a un hospital mental, donde lo retuvieron hasta su muerte en 1814. Fue recluido en la institución para insanos de Charenton bajo el insólito diagnóstico de “demencia libertina”.
Baudelaire afirmaría, muchos años más tarde, a propósito de Sade: “La maldad consciente de sí misma, es menos horrible y más cercana a la curación que la maldad que se ignora”
[*] Escritora. Profesora de Castellano y Licenciada en Literatura
Becaria Guggenheim en 1985, Agregada Cultural en México durante el gobierno del Presidente Patricio Aylwin (Chile). Ha recibido numerosas distinciones internacionales y esconsiderada una de las figuras más destacadas en la narrativa actual latinoamericana.
Arès – Psicólogos [U.B.A.]
Amplia trayectoria y experiencia en atención psicológica
Fuente:http://www.psikeba.com.ar/articulos/DEsade.htm