SUBALTERNIDAD, UN SIGNIFICADO FLOTANTE”
Ileana Rodríguez
Una de las primeras demandas que se le hizo al grupo fundador de los Estudios Latinoamericanos del Subalterno fue una precisión conceptual: ¿qué entendíamos nosotros por “subalterno” y dónde se encontraban los bordes del concepto? Esta agenda de discusión distinguía dos puntos: uno remitía a repensar la relación centro/periferia (dentro/fuera, local/global), desde las teorías de la subalternidad; el otro era una interpelación directa, cuyo aspecto más serio era el debate sobre la relación intelectual/Estado (poder). Éstos fueron los dos temas de la primera sesión en que nos presentamos, por decirlo de alguna manera, “en sociedad,” durante la reunión de LASA (Latin American Studies Association) de Marzo de 1994 en Atlanta (1). En aquel momento, aun cuando nos habíamos reunido los dos años anteriores, una vez en la universidad George Mason y otra en la de Ohio, para discutir el por qué y las agendas del grupo, sólo teníamos a mano las definiciones de Ranajit Guha, quien reconociendo su deuda con Antonio Gramsci definía la subalternidad como una condición de subordinación, entendida en términos de “clase, casta, género, oficio, o de cualquier otra manera” (Guha / Spivak 1988). A nosotros nos parecía que esta definición era bastante amplia para incorporar en ella cualquier noción de subordinación, pero la respuesta fue insatisfactoria.
A partir de ese momento nos dedicamos a afinar temas y a reflexionar sobre la localización de una oposición que todavía se presenta como febrilmente agraviada por el uso del término “subalterno” y de su historiografía. Conscientes de que vivimos y pensamos dentro de un solo modo de producción, empezamos a discutir el tema de la “cultura” como ese continuo simbólico donde, en la lucha por la significación, se hace menester relocalizar los sitios dispersos de la subalternidad entendida como límite. Se podría argumentar que este debate se halla relacionado con los conceptos de transculturación, sincretismo y creolización (términos de la discusión del Caribe) y con los de heterogeneidad e hibridez (en el área continental), que nosotros discutimos luego como gobernabilidades y ciudadanías dentro de la relación hegemonía/dominio (cf. Mazzoti / Zevallos 1996). Pero, ¿son estos conceptos adecuados para localizar la subalternidad?
En este trabajo identificaré algunos lugares teóricos de esta elucidación y entrelazaré la discusión de la subalternidad con la de la creolización, en el sentido en que Edward Kamau Brathwaite habla de este término. Para él, creolización es un proceso de formación cultural tendiente hacia una “normativización” u “homogeneidad”, cuyo interruptus viene a marcar un hito en la construcción de contra-hegemonías. Lo que está en juego es la relocalización de la subalternidad en los procesos de generación de conocimiento dentro del paradigma de la globalización, tal y como ésta se representa dentro del universo disciplinario creado en y por las academias. Nuestra relación con la tematización de la subalternidad es quizás lo que más propiamente define nuestra posición como subalternistas.
1. ¿Cuáles son los lugares del subalterno?
Hablar de los “lugares del subalterno” presupone, desde luego, que ya sabemos qué o quién es el subalterno y que éste o ésta ya tiene un lugar asignado. Pero el concepto mismo de subalterno o subalternidad es tan resbaladizo como controversial. En la teoría marxista, particularmente en Gramsci, la subalternidad se construye a partir de la relación del sujeto con su circunstancia histórica, inscrita dentro de los medios de producción. Esta constitución suscribe entonces los principios de la “determinación económica” y de la economía como “instancia última”. La subalternidad es pensada como una condición ontológica en relación a contextos históricos pre-determinados. “El hombre piensa como vive”, dicen en Cuba. Para Gramsci, el sujeto también se piensa como vive. Y dado que el sujeto subalterno es un sujeto dominado, el pensamiento sobre y desde él aparece primariamente como una negación, como un límite. Esta negación invoca agendas intelectuales que abarcan todo el campo cultural, desde la escolaridad hasta las representaciones disciplinarias. La dinámica entre estas determinaciones y condiciones viene a constituirse en agencias.
La teoría marxista intentó darle a esta negatividad o límite un estatuto gnoseológico privilegiado. Para George Lukacs, la condición subalterna era facilitadora de saberes y se traducía en la posibilidad de diferenciar entre conciencias “falsas” o “verdaderas,” las mismas que vendrían a determinar criterios de verdad tanto en la esfera pública como en la producción cultural. Su discusión sobre los géneros literarios (la novela histórica, el realismo, el realismo socialista) puede ser leída como un ejemplo de esta pretensión. De ahí que la historia fuera la historia de la conciencia de clase. No es mi propósito volver a debatir estas cuestiones dentro de un campo ya saturado pero sí recordarlas para introducir la variante del debate producido por el Grupo de Estudios Subalternos de la India.
Este Grupo tuvo su origen en una discrepancia epistemológica con el partido comunista en torno a la determinación ontológica del sujeto histórico. Tal desacuerdo teórico discutía nociones de agencia que vendrían a determinar estrategias políticas. Como en la discusión latinoamericana, el término en discordia era el de proletariado, término inconmensurable con el tipo de constitución socio-cultural de la India, que se ajustaba más a nociones maoistas de campesinado. Pensar la población india requería un ajuste teórico y por eso el grupo acudió a la noción de subalternidad, un término genérico que abarcaba clase, género, casta, oficio, etnia, nacionalidad, edad, cultura y orientación sexual. Es decir, todo lo comprendido dentro de la dominación, que ellos estudiaron ya directamente en el campo de las representaciones culturales, constituidas en disciplinas. Desde ya se puede notar aquí el cambio hacia la inmanencia y el comienzo de una reflexión que se vuelve hacia sí misma, hacia nociones de campo y que, por ende, implica un examen de las condiciones mismas de producción cultural, esto es, de la relación entre cultura, intelectuales y Estado. Los intelectuales situados en las colonias (o neo-coloniales, según la nomenclatura anterior) fueron discutidos por el grupo dentro de la categoría de las “élites”.
Aquí he de acotar dos asuntos: primero, la multi-localización de la subalternidad, que ocurre al desplazar el concepto único y ordenador de “clase social” para sustituirlo por conceptos alternos, como todos los indicados arriba; y segundo, la globalización de las bibliografías, que conduce a la idea de las “teorías viajeras”, término que a veces se usa a la inversa de lo significado por Edward Said, quien señalaba con ello el uso de teorías europeas para representar al Oriente, y que hoy se refiere, paradójicamente, a teorías cuya procedencia no es europea y que inciden en el esclarecimiento de las dinámicas de las historias eurocéntricas, proponiendo, en algunos casos, como el de Edward Glissant, una historia unificada de la dominación (2).
El primer punto lo voy a discutir más adelante. Respecto al segundo, quisiera hacer un par de anotaciones. Hablar de “teorías viajeras” es una manera de tocar el tema álgido de la relación intelectual-Estado y de discutir el concepto de élite. En este contexto, “élite” refiere, sobre todo, a una localización teórica: denota complicidad disciplinaria eurocentrista, localizada en la centralización del concepto de Estado como protagonista de la modernidad. De aquí los deslindes con el trabajo de Angel Rama sobre la transculturación, con la puesta en escena de la discusión sobre la heterogeneidad en Antonio Cornejo Polar y con el concepto de “hibridez” en Nestor García Canclini, elevado como paradigma cultural de una nueva noción de campo entendida como “Estudios Culturales”. Pero el concepto de élite remite también a asuntos nunca discutidos: áreas de competencias y competitividades, mercados culturales, relaciones entre intelectuales provenientes de o localizados en diferentes regiones —quién emplea, lee, cita e invita a quién cuándo y dónde. De manera más mediatizada pero no menos importante, la dicotomía élite/subalterno intersecta también el debate institucional sobre la corporatización de la enseñanza y su reducción a técnicas de lectura y escritura; su tendencia a homogeneizar “lo cultural”, a enseñar desde puestos de transmisión cuya ubicación es determinada por la rentabilidad, factores todos que tensionan una dinámica profesional ya de por sí muy estresada. Toda esta discusión ha promovido, sin embargo, una disposición a la transdisciplinariedad, que favorece la mejor localización de las élites y los subalternos, así como de sus patrones dentro de la representación. Parte de la agenda de los Estudios Subalternos, y quizás lo que establece la diferencia entre éstos y los Estudios Culturales, es precisamente que los primeros no queremos perder de vista esos lugares, sino, más bien, subrayar las agencias subalternas dentro de ellos.
Ese es el punto de partida de los Subalternistas indios. Ellos cambian el lugar de reflexión y sus categorías. Su agenda consiste en discernir los modos de producción de hegemonías y subordinaciones estatales en el campo cultural, entendido como fábrica de lo simbólico. Gayatri Spivak lo dice muy elegantemente: la subalternidad es “el límite absoluto o lugar donde la historia se narrativiza como lógica” (Guha / Spivak: 1988: 16). Su interés reside en el examen de las narrativas históricas, de la historiografía, de la configuración de documentos y documentaciones. En el libro editado por Gayatri Spivak y Ranajit Guha, varios artículos presentan esta orientación, y el de Guha realiza una arqueología de la construcción de documentos, traza la relación entre la historia, la historiografía y el Estado, y demuestra que la historia es una narrativa del poder estatal, configuradora de ciudadanías o subalternidades, hegemonías o dominios (Guha 1995: 37-44).
La subalternidad se constituye así en un lugar epistemológico presentado como límite, negación, enigma. En el Caribe, Sylvia Wynter lo piensa como el nec-plus-ultra (el más allá epistemológico que Foucault llama umbral), el propter-nos (identifición “altruista” y principio de solidaridades basadas en la apariencia física y, por tanto, ligada al concepto de “raza”) y el “entendimiento subjetivo” que elimina toda posibilidad de comunicación (Wynter 1995: 5-57). Edward Glissant habla del “no” como sitio de la negación absoluta constituida por la modernidad occidental (Glissant 1989). Stephen Greenblat lo propone como cesura, como espacio en el cual el ojo que ve y el oído que oye se disocian, produciendo el vacío como presencia de la subalternidad (Greenblatt 1992). Peter Hulme lo describe como el “lindero de lo humano con lo bestial” (Hulme 1986) y Walter Mignolo como “el lado oscuro del renacimiento” (Mignolo 1995). “Límite” es el lugar donde la historia deja de ser tematizada como acontecimiento (lugar de las épicas desarrollistas agenciadas por los ciudadanos, la modernización y el Estado hegemónico) y empieza a ser ontos : “ser” y “estar” como lugares filosóficos, lugares culturales.
Este es un paso decisivo, porque la definición del lugar de las subalternidades no se concibe ya en términos de las narrativas del poder (modos de producción y teorías de la conciencia) sino a contrapelo, en una lectura en reversa de todo el aparato cultural ilustrado, que viene a ser particularizado como “occidental”. El lugar de la subalternidad empieza a ser desplazado hacia una teoría de la recepción, de la lectura, de la interpretación, que subraya los modos de construcción en la sintaxis, los hitos, las cesuras y los silencios. Las lógicas productivistas son desplazadas por las lógicas del consumo y la circulación (volviendo a reciclar los problemas de la Escuela de Frankfurt), que vendrán a florecer en los trabajos de los teóricos de la comunicación en los Estudios Culturales. En el envés de la trama de la dominación, entendida ya como avanzada cultural, se localizan las teorías de la resistencia, de la convergencia o de la insurgencia. De este modo, se toma de Gramsci la definición de la subalternidad como articulación Estado-sociedad civil y se subraya la dimensión cultural.
2. Aprender a leer en reversa, saber escuchar
Además de la localización conceptual de la subalternidad en el campo de las representaciones culturales, algunas de las propuestas metodológicas y de las categorías de análisis de Guha, nos parecieron útiles al Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos. Entre ellas se encuentra en primer plano la idea de la “lectura en reversa”. En uno de sus trabajos más instructivos titulado “La muerte de Chandra”, Guha tematiza una historia de amor: el simple caso de la pasión que Chandra siente por un hombre, la historia de su entrega, el rechazo que sufre a manos de él y su embarazo. Leída en el contexto de la India, donde la ley de la costumbre prohibe la agencia femenina en asuntos amorosos, Chandra ha cometido una grave transgresión (Guha 199?). Para ocultar su error, busca la ayuda de su familia y la encuentra en las mujeres que se solidarizan con ella y le ayudan a abortar; pero la dosis administrada es demasiada y como resultado, Chandra muere. Las mujeres que le ayudaron se ven enredadas en un crimen. El artículo ilustra primero el cambio de posiciones de todos los objetos simbólicos: el acto de amor se torna violencia; la poesía lírica que habla de él, en narrativa de la criminalidad; la solidaridad femenina, en casuística legal; la complicidad masculina, en solidaridad. El método de “lectura en reversa” hace posible el cambio de sentido de los patrones canonizados por la cultura ilustrada o por la historia estatal, y pone al descubierto una nueva sensibilidad.
El caso de Chandra ilustra cómo la mera presencia del subalterno tiene la virtud de cambiar los signos y sus significados culturales; cómo, en el momento en que el subalterno transgrede su lugar asignado, empieza a ejercer su poder epistemológico; y cómo sólo las narrativas contra-estatales reconocen su agencia. Así se muestra también que mientras la subalteridad es tematizada dentro de las narrativas de la criminalidad, la ciudadanía lo es dentro de las narrativas históricas. En su artículo “La pequeña voz de la historia,” Guha vuelve sobre el tema, ésta vez para postular la tesis de que distinguir el lugar del subalterno presume saber escuchar (Guha 1996: 1-12). Escuchar es constitutivo del discurso. Escuchar significa estar abierto a y existencialmente dispuesto hacia: uno se inclina un poco hacia un lado para escuchar. Por eso es que hablar y escuchar entre las generaciones de mujeres es una condición de la solidaridad que sirve, a su vez, como base para criticar (Ibid. 9).
Este artículo presenta dos instancias auditivas: una ocurre dentro de las prácticas de gobierno de la administración colonial, y el otro dentro de las organizaciones políticas de la social-democracia liberal. Se trata en un caso de la salud corporal, y en el otro de la instrumentalización de las agencias femeninas. Para discutirlos, Guha introduce la noción de hegemonía. “Hegemonía” es aquel consenso construido por la disciplina de la Historia, cuya función es narrar la unidad de la gente alrededor del concepto del Estado. Hegemonía es así un acuerdo con y dentro del estado, es decir, una concesión de la sociedad civil al Estado. Para Guha, la historia construye “hegemonías” en los países centrales y “dominios” en los periféricos. En los ejemplos en cuestión, Guha hace una presentación de la resistencia. En el primer caso, el enfermo prefiere acudir a la tradición e interpretar su malestar en términos religiosos. Con esto pone en evidencia la falta de consenso que tienen los programas de salud e higiene en la India; en el segundo, las mujeres se unen a la insurgencia política para constituirse en agentes y son, luego de logrados los objetivos, desplazadas a sus lugares domésticos. Con esto se demuestra la hegemonía del dominio patriarcal. La simbiosis estatismo/historiografía explica cómo la política se constituye en la materia prima de la historia, y deja al margen las voces pequeñas (las del enfermo, de las mujeres) manifestadas en lamentos, fragmentos, pigmentos, anécdotas y suplementos. Por eso es que “si la pequeña voz de la historia tiene audiencia, lo hará interrumpiendo el cuento de la versión dominante, quebrando su línea del relato y enredando el argumento” (Ibid. 12).
Tanto el “escuchar la pequeña voz” como la “lectura en reversa” son metodologías que encuentran en los lugares del subalterno sus patrones de presencia, mismos que causan el cruce de epistemologías, todas las cuales convocan la presencia del Estado. Anverso y reverso se constituyen así en posicionalidades: élite/subalterno, cultura ilustrada/dominio. Los lugares del subalterno puntualizan las convergencias entre los patrones históricos, culturales y del poder. Los patrones de representación del subalterno llevan el liberalismo a sus bordes, hacia sitios donde éste se constituye en prohibiciones, ilegalidades y sin razones. En un artículo dominado “Disciplina y Movilización”, Guha estudia la alta tensión entre aquella “cultura” que se ha denominado antropológica – y que tiene que ver con lo que Ferdinand Braudel llamase “historia de larga duración” y Pierre Bourdieu “hábito” – y la cultura estatal. En las formas de caminar, de saludar, de relacionarse con los demás, en la higiene y la salud del cuerpo, y ya no digamos en la desobediencia que produce el ejercicio de la disciplina como gobierno, se hace palpable la presencia de la subalternidad como límite.
Así concebidos, el lugar del subalterno o de la subalternidad conduce hoy al estudio de la historia en términos de formación de legalidades. La subalternidad se discute ahora a través de los significados de los conceptos de ciudadanías, hegemonías, subordinaciones, sociedad civil, espacio público y gobernabilidades. A mi modo de ver, ese es uno de los propósitos de los Estudios Subalternos: reconocer el protagonismo del Estado moderno europeo como principio ordenador y normatizador de la historia; estudiar la Historia como escuela política, es decir, como disciplina institucionalizada curricularmente dentro del sistema de enseñanza que cumple la función de organizar “hegemonías” (homogeneidades) en la esfera pública de los países centrales, y “dominios” (heterogeneidades) a través de las élites en los países o espacios periféricos. Estos espacios son concebidos primeramente como “afuera” (regiones no habitables, terra nulis, colonias, neo-colonias, modernidades periféricas, neo- y post-territorialidades) y, una vez reconocidos los fenómenos de dispersión de poblaciones —diásporas, migraciones, enmontañamientos, nomadismos, exilios—, como una localización ubicua de las esferas civiles y los espacios públicos “afuera”, “adentro” y en todas partes. Así vista, la historia de la modernidad es, por un lado, la historia de la hegemonía estatal europea sobre sus propios territorios, y por el otro, la historia de la dominación de Europa sobre las colonias. Pero en el envés de la trama, esta historia también fue leída a contrapelo como una historia de resistencia. Los Estudios Subalternos intentan documentar los lugares de esta subordinación como resistencia. En palabras de Dipesh Chakravarty, lograr la provincialización de la historia Europea no quiere decir negarla, sino mostrar los mecanismos que la articulan (Chakravarti 1995: 383-390).
El lugar del subalterno, constituido a partir de una multiplicidad de referentes, y, en palabras de Edward Kamau Brathwaite, bajo el constante ataque de “la cultura,” “elige” (proceso de reconversión en García Canclini) aquellos ingredientes que mejor expresan su condición subalterna. Pero eso no obvia, según Carlos Vilas, la tensión entre el ciudadano y la gente dentro de las dos dimensiones de la democracia. Siguiendo la misma línea discursiva de Guha, pero trayendo el problema hacia Latinoamérica, Vilas sostiene que
ciudadano se refiere a un grupo de individuos libres e independientes que gozan de derechos de participación que compensan y, al mismo tiempo, ocultan las desigualdades socio-económicas, [mientras que] las relaciones de opresión, pobreza y explotación restringen el efectivo ejercicio de estos derechos ciudadanos. La fragmentación de la sociedad en diferentes tipos de comunidades es indicativa del carácter incompleto del proceso de individuación social…, uno de los prerrequisitos de la existencia de la sociedad civil… Así, no toda sociedad es una sociedad civil. De manera similar, la ciudadanía no es simplemente el reconocimiento de los derechos formales sino más bien el resultado del proceso de una condición política, económica y cultural particular, históricamente constituida (Chalmers / Vilas / Hite / Martin / Piester / Segarra 1997: 7-8).
Por un lado, la hegemonía sirve, como dice Ernesto Laclau, “para pensar el carácter político de las relaciones sociales en una arena teórica que había visto el colapso de la concepción de “clase dominante”, concebida por el marxismo clásico como un efecto necesario e inmanente de una estructura completamente constituida” (Laclau 1996).Y por el otro, como afirma Stuart Hall, para “contrarrestar la noción de incorporación. La hegemonía no es la desaparición o destrucción de la diferencia. Es la construcción de la voluntad común por medio de la diferencia” (Hall 1991: 58).
3. Creole: la norma tentativa
En 1974, Edward Kamau Brathwaite publicó un ensayo bajo el título Contraditory Omens. Cultural Diversity and Integration in the Caribbean (Brathwaite 1985). El título mismo llama la atención sobre las ambigüedades sociales de la diversidad cultural, entendidas como subalternidades, en donde los presagios acerca de la integración son, por lo menos, contradictorios. En este mismo trabajo, Brathwaite hace la distinción entre conceptos de diversidad, según sea su localización cultural. Su modelo de las sociedades creoles caribes puede servir para repensar los lugares de la subalternidad, entendida como heterogeneidad cultural en los países latinoamericanos, en relación a la formación o ausencia de consensos, a la división entre ciudadano y gente, y en general, a la localización de la subalternidad dentro de la sociedad civil.
El breve estudio empieza por una definición del término “creole” (un significado flotante) y sus diferentes acepciones, según se use en el mundo hispano (donde equivale a criollo), en Brasil (donde significa esclavo negro nacido en la localidad), en Sierra Leona (donde significa descendiente de esclavos del nuevo mundo) o en Gran Bretaña, donde se refiere a cimarrones y negros pobres. En sus diferentes acepciones, “creole” significa todo eso y mucho más. “Supone una situación en la cual la sociedad en cuestión está atrapada en `algún tipo de arreglo colonial’ con un poder metropolitano, por un lado, y un arreglo de plantación (tropical) por el otro, y donde la sociedad es multi-racial pero organizada para el beneficio de una minoría de origen europeo” (Ibid. 10). De aquí los términos de melange y montage, que no caben “dentro las nociones de diversidad e integración cultural africana o norteamericana” (Ibid. 5). La “diversidad” viene a ser sinónimo de subalternización -marcadora de dominios-, y lo creole es su expresión Caribe. Este melange (que no es lo “híbrido” en Canclini y tampoco es lo “transculturado” de Ortiz ya que, de alguna manera, presupone pactos sociales o algún tipo de consenso) se da en un continuum espacio-temporal. Esto significa que la creolización no es un producto sino un proceso; no tiene período de finalización, pero si de recambio.
El concepto creole, como lugar de la subalternidad, tiene dos aspectos: uno está designado por el término “aculturación” (absorción), también pensado como un proceso (fragmentado, ambivalente, incierto de sí, sujeto a presiones y visiones cambiantes) mediante el cual se ayuntan dos culturas por la fuerza del prestigio y el ejemplo que se deriva del poder/prestigio; y el otro designado por el término de inter/culturación, que es un proceso más recíproco, no es planeado ni estructurado sino osmótico y resulta de este ayuntamiento. O sea que la inter/culturación no es un proceso voluntario. No es la transculturación, el contrapunteo (Ortiz) o el ritmo (Antonio Benítez-Rojo), sino un proceso que sucede por la fuerza y el azar, sin mediar la voluntad ni el diseño racional. Y hasta se diría que va contra la idea de planificación, artificio o política. El resultado viene a ser la “norma tentativa”, una especie de ambiente ligado a las formas del trabajo y las socialidades que crea. La creolización como inter/culturación presume también una lucha por la ascendencia, una tensión, una competencia tenaz en la cual entran todas las nuevas olas. En el modelo caribe de Brathwaite —e incluso en el modelo norteamericano—, estas olas son las constantes migraciones de gentes (asiáticos, indios) y el modo en que se inter/culturan; en otros modelos podría estar marcada por las migraciones internas del campo a la ciudad, que recuerdan las desigualdades productoras de heterogeneidades y subalternidades. Para Brathwaite, la idea es “tratar de ver los fragmentos/todo” (Ibid. 7).
En efecto, lo fundamental en una situación de colonización no es para Brathwaite lo importado, ya sea en términos de prestigios culturales o administraciones locales, sino la acción/interacción de las socialidades, esto es, la inter/culturación de los grupos étnicos como unidades discretas en relación mutua. Así entendida, la creolización es la habituación de diferentes grupos a un paisaje compartido, en donde unos se articulan como dominantes y los otros como legalmente subordinados. El proceso es así una fuerza actuante en toda la sociedad, que induce a la gente a reproducir ciertos comportamientos que luego asume como propios y en los cuales cree. Coco Fusco lo dice muy bien: actuar como si uno fuese otro (Fusco 1995). Lo importante del concepto, sin embargo, es que el proceso de creolización puede entenderse como una tendencia hacia la homogeneización y hacia la construcción de consensos culturales. Pero éstos se hallan obstaculizados porque presuponen la aceptación (valorización) de los aportes subalternos y su transformación en norma. En este caso, el problema que Brathwaite señala como real es el desconocimiento. Su prognosis teórica es que entre menos restricciones tenga la inter/culturación más grande será la libertad de creación -y este es el sentido que Ortiz y Benítez-Rojo dan a la transculturación. Pero, añade Brathwaite, como libertad implica libertad para todos, se elimina el riesgo de esa “homogeneización desde abajo” constituyendo en norma lo que él llama un “metropolitanismo bastardo” (quizás lo híbrido grotesco) (22). El proceso hacia la homogeneización es siempre un interruptus cuya consecuencia es que con cada crisis política se abre más la cesura.
En este proceso de cohabitación de grupos étnicos importados/transmigrados, Brathwaite singulariza la imitación como primer paso hacia la trans o aculturación; entre mayor sea el contacto con los otros, más mímesis y entre mayor mímesis y mímica (performance), más trans o aculturación. Estos dos prefijos van definiendo hegemonías y dominaciones, lugares y posiciones. Así es como se producen la mímica, los mimos y el mimetismo, que es la ratificación de lo aceptable y que conduce hacia lo que Sylvia Wynter llama “asimilación falsa” frente a lo que ella entiende como “indigenización” (creación), y que Brathwaite ve como los dos lados de una misma situación ambivalente, como síndrome de aceptación y rechazo, imitación y creatividad.
En este sentido se puede entender también la idea de la “reconversión cultural” como hibridez, propuesta por Canclini. En ella habría una convergencia temporal entre culturalistas y subalternistas, entre Estudios Culturales y Estudios Subalternos. El punto de intersección teórica ocurre en el momento en que ambos conceptos, hibridez y creolización, pretenden dar cuenta de la comunidad humana en su totalidad, incluyendo por supuesto al subalterno. Pero tan pronto se unen vuelven a distanciarse, porque los espacios de reflexión son dispares, aunque ambos utilicen la mímica y la teatralización para articular su idea de comunidad total. Mientras Brathwaite privilegia la vida cotidiana —que en Canclini sería folklore antropológico— como ejemplo de las aclimataciones culturales, Canclini privilegia los consumos culturales. Inter/culturación en Brathwaite es lengua y oficio, rutinas de trabajo, identificación con el grupo y comunalización, parte de la cual es voluntaria, parte inconsciente y “natural” (lo espontáneo subalterno en Gramsci). Canclini, por su parte, prefiere discutir esta relación dentro de las “grandes tradiciones” para señalar los límites de la modernidad. El poder de la reconversión, de la unión de términos aparentemente opuestos (tradición, modernidad) que puedan complementarse, interpenetrarse y confundirse mutuamente, son para él los nuevos protocolos artísticos que reconcilian entre sí a las clases sociales. La diferencia fundamental es que, para Brathwaite, la imitación/conversión se inscribe dentro de relaciones de hegemonía y dominio y que, por tanto, la única imitación posible es la hegemónica. Brathwaite subraya igualmente que la contribución blanca, hegemónica, al proceso de creolización (o hibridización) es la noción de dicotomía y diferencia, que construye barreras físicas y psicológicas irrebasables. La contribución occidental es la mitosis automatizada, que reaparece donde quiera que exista un espacio social y cuya característica principal es la reproducción de subalternidades y diferencias.
Para ilustrar este punto, Brathwaite introduce la idea del censor, cuya función es canalizar, filtrar y/o cortar las ideas que vienen de los intelectuales o de las masas y que son retransmitidas a ellas mismas en un estilo/tipo/formato aceptable a los conceptos de “nación” y de “bienestar público” (Ibid. 16). A la idea del censor añade la de la auto-censura. Uno de los ejemplos más interesantes que ofrece es el de las “madres sumergidas”, las sirvientas o esclavas que enseñan comportamientos subalternos a los niños blancos: su propia habla, su sexualidad. De este modo el intento de apartheid se vuelve disfuncional en el microespacio doméstico, que luego se recupera en la esfera pública por medio de la censura impuesta por la educación. La educación “endereza” las desviaciones e interrumpe la tendencia homogeneizadora. Las nuevas migraciones también vienen a reforzar el principio de la diferencia y refuerzan la tensión entre lo homogéneo y lo heterogéneo.
En Brathwaite, la localización de las subalternidades dentro del proceso de creolización se puede leer como una preocupación por lo que Vilas llama la ciudadanía, aquélla que puede generar consensos y reconocer representaciones. En el caso de los análisis etnoculturales, la constante es la perpetua desestabilización de la norma debida a las nuevas migraciones, gentes que aunque se presumen homogéneas vienen a reforzar el carácter heterogéneo de las socialidades. La prueba de esta carencia ocurre para Brathwaite en la respuesta pública a los mensajes públicos y ofrece el siguiente ejemplo:
La prueba más grande de homogeneidad se da en la respuesta pública al mensaje. Digamos, para propósitos ilustrativos, que el mensaje del Príncipe tiene que ver con la belleza. El hace una afirmación sobre la mujer más linda del mundo, o acerca de la belleza ideal. Se espera normalmente que declare que su ideal (norma somática) es mas o menos griego, más o menos nórdico, ineluctablemente Británico. Pero digamos que no dice esto, sino que la mujer más bella del mundo es Nina Simone, o mejor todavía, una Hotentote. Este mensaje, recuérdese, es eficientemente transmitido por la más alta autoridad de la tierra. ¿Pueden imaginar su efecto? Habrá casi total desacuerdo (posiblemente repulsión), tanto más por su fuente. Si no se lleva a cabo una explicación satisfactoria, tendiente a retractarse, puede haber una crisis constitucional; el mismo símbolo del poder puede ser puesto en cuestión… La autoridad y la homogeneidad dependen de la continua intercomunicación entre símbolo y masa acerca de lo que son las normas/ideales” (23).
La homogeneidad es aquella sensibilidad popular que no discute lo esencial y que presume identidad y transparencia entre signo y referente. Subalterno es todo lo que lo mortifica. La homogeneidad cultural demanda una norma y una correspondencia entre las tradiciones “grandes” y “pequeñas.” En las sociedades coloniales convergen las tradiciones, pero una de ellas se empequeñece y subalterniza hasta convertir en minorías a las mayorías que la portan, al mismo tiempo que pone cortapisas a la construcción de la “norma”. Pero, aun si falta la capacidad o la voluntad de absorber la pequeña tradición de la mayoría, o de ser absorbida por ella, el resultado es la dicotomía, las sociedades plurales, esto es, tensadas. El espíritu crítico, el debate permanente, la discrepancia y la oposición constante al interior de estas sociedades, se explica mediante esa falta de homogeneización. El problema que Brathwaite señala una y otra vez no es el de la integración, sino el de la aceptación, el de la incorporación de la masa negra (indígena) de la población al orden político; el aceptar la cultura de las mayorías como paradigma y norma de la sociedad. La inter/culturación es, entonces, lo que Stuart Hall llama “hegemonía”, esto es, el consenso en la heterogeneidad. Pero Brathwaite asume que esta dinámica está organizada de acuerdo a la oposición superior/inferior y que, en el caso del caribe (también en el de Norteamérica), la etnia deviene clase, heterogeneidad, estilo, cultura.
En ambos casos, tanto en Canclini como en Brathwaite, está en juego un concepto de tradición, ya sea como permanencia del pasado en términos económico-culturales, o en términos de fusión. Pero lo que Brathwaite no deja de lado es la articulación etnia/clase. Para él, las identidades culturales se hallan mediadas por el trabajo, por ejemplo en el caso de inmigrantes que devienen campesinos, proletarios o desempleados, y luego, la estamentación de estos sectores. Los negros venden hielo y sus productos inmediatos: raspados, bolas de nieve. Los hindúes venden paletas de hielo. Ésta es una división del trabajo pero, al mismo tiempo, el espacio que Brathwaite usa para articular las identidades en los procesos de creolización. Por tanto, es dado concluir que el proceso de creolización se articula en el ámbito del trabajo, mientras que la hibridez se hace manifiesta en la esfera del consumo cultural. Pero ambos, creolización e hibridez, se autodefinen como procesos culturales integrados dentro del imaginario social.
Lo que Canclini discute es precisamente el concepto de lo “pequeño”. Para él lo pequeño se ha disuelto o fusionado en lo electrónico masivo; para Brathwaite, en cambio, la “pequeña tradición” está articulada dentro de una “gran tradición” estática. ¿Qué es lo que induce a un inmigrante a copiar lo que él no es? Y en esta relación, ¿qué es lo que él aporta?, ¿qué es lo que puede adquirir? En ambos casos, el intercambio está relacionado, por un lado, con una tensión, y por el otro con una autorización, es decir, con aquello que puede ser convertido porque tiene prestigio/poder, como es el caso de los medios en Canclini. Para Brathwaite, en la práctica los medios conducen
a poco menos que proporcionar lo “internacional” popular (esto es, lo Norteamericano) a través de [la] festivalización y/o el seleccionamiento de lo satinado y comercial: casa en los suburbios, cultura turística del supermercado. De tal manera que aunque hay una cierta medida de estabilidad, pocos creen en ella y la aparente homogeneidad que alienta es un precio pobre a pagar por la inercia, la falta de aventura y pensamiento, la falta de descubrimiento y experimentación (52).
En conclusión, las dinámicas de inter/culturación como localizaciones de subalternidades son ambiguas y presuponen la noción de jerarquía. En el Caribe, la noción de inter/culturación presume que los grupos portadores de “grandes tradiciones” (hegemonías culturales) se sienten rebajados en medio de las “pequeñas tradiciones” (dominadas culturalmente) y tienden a rechazarlas (es decir, la situación exactamente opuesta a la presentada en el modelo de Canclini). La dinámica de la creolización presume negociaciones entre lo que tiene o se le da valor y lo que no. La cultura de la gente encuentra el factor unificador en la mímesis de lo blanco/occidental/desarrollado que genera nomenclaturas como Afro-Sajón, Indo-Caribeño, Asio-Creole, Euro-asiático, y todas las otras variables continentales: Indo-español, Euro-indígena, Afro-indígena, etc. La noción implícita de inferioridad funciona como censura. Así, mientras unos grupos se sienten co-existiendo con las “grandes tradiciones” occidentales (tal el caso hindú/musulmán en el Caribe, o el argentino/alemán en el Cono Sur), otros se sienten doblemente alejados y experimentan la necesidad de rebelarse. La inter/culturación también depende de lo cercenado y lo prohibido: quién puede hablar su propia lengua y quien no, como es el caso de los latinos en Estados Unidos. De esto dependen las creolizaciones selectivas, la idea de una cultura normativa desde la cual es posible negociar con las otras, y la diferencia en la actitud de “manejar” la cultura o de modernizarse. A Brathwaite le preocupa la imagen personal que resulta de la imagen cultural y la construcción de consensos en los procesos simbólicos, o sea, la homogeneización.
En este sentido, la creolización revela tendencias hacia lo completo, pero también sentidos de lo incompleto: la negatividad de la subalternidad. Por tanto debe ponerse una moratoria a la imitación y un énfasis a la aceptación de la heterogeneidad: ser quienes somos, pero ¿en qué consiste eso? La visión de Gómez Peña, muy adecuada para esta melange, es la de “una generación entera que cae hacia un futuro sin fronteras, mezclas increíbles más allá de toda ciencia ficción: cholo-punks, pachuco-krishnas, concheros irlandeses, raperos butoh, ciberaztecas, gringofarians, rockeros hopi y demás” (Gómez-Peña 1996: 1). En la definición de estas diferencias entra la discusión sobre los universales, las formas de pertenecer a la especie y ser como la otra gente. La pregunta es cómo construir la identidad a partir de las localizaciones de la subalternidad sin elaborar el sentido de la diferencia, y en ausencia de los parámetros de culturas homogéneas o nacionales. De ahí vienen para Brathwaite las diferentes proposiciones del ser: sociedades plurales (segmentos en conflicto); sociedades creoles (que presuponen el concepto de inter/culturación); sociedades nacionales (que buscan reemplazar la dicotomía colonial/fragmentos por módulos políticos en los que se mezclan raza y cultura); sociedades sincréticas (predicadas en la emergencia de un nuevo tipo racial); o sociedades cimarronas (predicadas en el hecho de que una raíz o visión cultural puede ser reconocida como modelo para el todo) (58). Quiero terminar con una cita de Brathwaite que dice:
Iría más allá y diría que cualquier intento de cualquier segmento no-establecido con recursos culturales suficientes sería un desafío (revelación/revolución) a nuestro falso orden heredado. Por eso es que la oposición a estos segmentos ha sido tan implacable. Pero lo contrario de la oposición es el inter-entendimiento: la erosión de las distinciones sub/ y super/ordenadas (61).
Notas
Algunos trabajos de esta sesión fueron recogidos en Dispositio/n 46 (1996).
En la actualidad, el proyecto dirigido por Mario Valdés, Dejar Kalil y Linda Hutcheon, titulado “Culturas Literarias Latinoamericanas: Historia Comparada de las Formaciones Culturales”, en el cual participamos algunos de los subalternistas, tiene una visión parecida al espíritu con que Glissant propuso esta historia unificada.
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Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate).
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© José Luis Gómez-Martínez
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Fuente: http://www.ensayistas.org/critica/teoria/castro/rodriguez.htm