La amenaza real de los nuevos medios de comunicación es que ellos nos privan de nuestra experiencia pasiva auténtica, y así nos preparan para la estúpida y frenética actividad para el trabajo interminable.
El 8 de abril, Charles R. Douglass, el inventor de la risa enlatada -las risas artificiales que acompañan los momentos cómicos en los shows de TV- murió en el 93 en Templeton, California. En los tempranos 50s, él desarrolló la idea de reforzar o sustituir la reacción de la audiencia en vivo en la televisión. Esta idea fue realizada con el sonido de una máquina de teclados; oprimiendo las diferentes teclas, era posible producir diferentes tipos de risa. Primero fue usado para los episodios de The Jack Benny Show (El show de Jack Benny) y I Love Lucy (yo Amo a Lucy), hoy su versión modernizada está presente por todas partes.
La presencia aplastante de las risas enlatadas constituye para nosotros un enceguecimiento de su paradoja esencial, ya que mina nuestras presuposiciones naturales sobre el estado de nuestras más profundo emociones. Las risas enlatadas muestran el verdadero “retorno de lo reprimido”, una actitud que nosotros normalmente atribuimos a los “primitivos”. Recordemos, en las sociedades tradicionales, el extraño fenómeno de las “lloronas”, las mujeres contratadas para llorar en los entierros. Un hombre rico puede contratarlas para llorar y lamentarse en su nombre, mientras él asiste a un negocio más lucrativo (como negociar la fortuna del difunto). Este papel no sólo puede ser actuado por otro ser humano, sino por una máquina, como en el caso de las ruedas de la oración tibetanas: Yo pongo una oración por escrito en una rueda y mecánicamente la hago girar (o, más bien, la uno a la rueda del molino que da vueltas). Eso ora por mi – o, más precisamente, yo oro “objetivamente” a través de él, mientras mi mente puede ocuparse con los más sucios pensamientos sexuales.
La invención de Douglass demuestra que el mismo mecanismo “primitivo” también trabaja en las sociedades altamente desarrolladas. Cuando yo llego a casa por la tarde demasiado agotado para comprometerme en una actividad importante, sólo sintonizo un programa de TV; aun cuando yo no me río, sino simplemente miro fijamente la pantalla, cansado después de un duro día de trabajo, no obstante, me siento relajado después del show. Es como si la TV literalmente se estuviera riendo en mi lugar, en lugar de mí.
Todavía antes de que uno se acostumbrara a la risa enlatada, había no obstante normalmente un período breve de inquietud. La primera reacción es de un pequeño shock, ya que es difícil aceptar que una máquina externa puede “reírse por mí.” Aun si el programa se “grabó en vivo frente a un público en el estudio”, este público no me incluye evidentemente, y ahora existe sólo en forma mediada como parte del propio show de TV. Sin embargo, con el tiempo, uno crece acostumbrándose a esta risa incorpórea, y el fenómeno es experimentado como “natural.” Esto es lo que desquicia de la risa enlatada: Mis más íntimos sentimientos pueden ser radicalmente externalizados. Yo puedo literalmente reír y llorar a través de otro.
Esta lógica no sólo se sostiene para las emociones, sino también para las creencias. Según una anécdota antropológica muy conocida, los “primitivos” a los que uno atribuye ciertas creencias “supersticiosas”, como el que ellos descienden de un pez o de un pájaro, por ejemplo, cuando directamente se les pregunta por estas creencias, ellos contestan, “¡Claro que no – nosotros no somos estúpidos! Pero nos dijeron que nuestros antepasados creyeron eso.” Para abreviar, ellos transfieren su creencia hacia otros. ¿Nosotros no estamos haciendo lo mismo con nuestros niños? Nosotros hacemos lo mismo con el ritual de Santa Claus, ya que nuestros niños (se supone) creen en él, y nosotros no queremos defraudarlos; ellos pretenden creer para no defraudar nuestra creencia en su ingenuidad (y para conseguir los regalos, claro).
De una manera misteriosa, algunas creencias parecen siempre funcionar “a una distancia.” Para que la creencia pueda funcionar, tiene que haber algún último garante de él, y aún este garante siempre es diferido, desplazado, nunca está presente en persona. El sujeto que directamente cree no necesita existir para que la creencia sea operativa: es suficiente con presuponer su existencia en la apariencia de, digamos, una figura mitológica que no es parte de nuestra realidad.
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Contra este fondo, uno esta tentado a complementar la noción de moda de “interactividad” con su oscuro y mucho más misterioso doble, “interpasividad” (un término inventado por Robert Pfaller). Hoy, es un lugar común enfatizar cómo, con los nuevos medios de comunicación electrónicos, el consumo pasivo de un texto o de una obra de arte ha terminado: ya no más la mirada fija en la pantalla. Yo actúo recíprocamente cada vez más con ella, entrando en una relación dialógica con ella, al escoger los programas, a través de la participación en los debates en una comunidad virtual, en la determinación directa del resultado de la trama en las así llamadas “narrativas interactivas”.
Aquéllos que generalmente alaban el potencial democrático de tales nuevos medios de comunicación se enfocan precisamente en estos rasgos. Pero hay otro lado de mi “interacción”, el cual me priva del objeto de interacción mismo: mi propia reacción pasiva de satisfacción (o lamento o risa). El objeto mismo “goza del show” en lugar de mí, relevándome de mi necesidad de gozar. ¿No damos nosotros testimonio de la “interpasividad” en un gran número de spots o posters que, como se decía, pasivamente gozan del producto en lugar de nosotros? La coca-cola enlatada y su inscripción, “¡Ooh! Ooh! ¡Qué sabor!” emula de antemano la reacción del cliente ideal.
Cuando un hombre dice un mal e insípido chiste, cuando nadie alrededor de él ríe, él comienza a reír ruidosa y nerviosamente, él se ha encontrado con la obligación de representar la reacción esperada del público para ellos. Esta risa es similar a la risa enlatada en los sets de TV, pero en este ejemplo, el agente que ríe en lugar de nosotros (es decir quien ríe a través de nosotros, el aburrido y avergonzado público) no es un track de audio exigiéndonos reír para un invisible público -el “Gran Otro”- sino el narrador del chiste mismo. Él hace esto para asegurar la inscripción de su acto en el “Gran Otro”, el orden simbólico de todos aquéllos alrededor de él. Su risa compulsiva es muy parecida a cuando nosotros nos sentimos obligados a proferir “¡Oops!” cuando nosotros tropezamos o hacemos algo estúpido. Si nosotros no decimos “¡Oops!” -si nosotros no inscribimos nuestro reconocimiento del error hacia el público- es como si, concediendo un diálogo imaginario entre nosotros y el “Gran Otro” permaneciera incompleto, nosotros mismos nos destinamos al olvido simbólico.
Los aficionados a las VCR que compulsivamente graban cientos de películas (yo me cuento entre ellos) son bien conscientes de que el efecto inmediato de poseer una VCR es que efectivamente uno mira menos películas que en los viejos buenos días de una simple TV puesta sin una VCR. Uno nunca tiene tiempo para la TV, entonces, en lugar de perder una tarde preciosa, uno simplemente graba la película y la guarda para verla en el futuro (para lo que, por supuesto, no hay nunca tiempo). Así, aunque yo no miro las películas realmente, al estar consciente de que las películas que más me gustan están almacenadas en mi videoteca obtengo una profunda satisfacción y, ocasionalmente, me permite simplemente relajarme y complacerme en el exquisito arte de no hacer nada – como si la VCR estuviera, en cierto modo, mirando y gozando por mí, en mi lugar.
En el arreglo interpasivo, yo soy pasivo a través del Otro; yo accedo al Otro el aspecto pasivo (de gozar), ya que puedo permanecer activamente comprometido, yo puedo trabajar más horas con menos necesidad por las actividades “improductivas”, como el ocio o el duelo. Yo puedo continuar trabajando por la tarde, mientras la VCR goza pasivamente por mí; yo puedo hacer los arreglos financieros para la fortuna del difunto mientras las lloronas se lamentan en mi lugar.
Uno debe por consiguiente, dar la vuelta al lugar común de la crítica cultural conservadora: En contraste con la noción de que los nuevos medios de comunicación nos alejan de ser meros consumidores pasivos que sólo miran fija y aturdidamente la pantalla, la real amenaza de los nuevos medios de comunicación es que ellos nos privan de nuestra pasividad, de nuestra experiencia pasiva auténtica, y así nos preparan para la estúpida y frenética actividad – para el trabajo interminable.
Así entonces, ¿no sería un funeral apropiado para Charles R. Douglass, acompañar a su ataúd con un set de maquinas de sonido, generando lamentos, susurros, mientras sus sobrevivientes parientes cercanos gozan de una cordial comida, o quizás estuvieran trabajando en alguna otra parte? Lejos de encontrarlo ofensivo, pienso que quizás él apreciaría el reconocimiento de tal entierro.
Título Original: Will You Laugh for Me, Please?
Extraído de: In These Times.
http://inthesetimes.com/comments.php?id=290_0_4_0_M
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