El vicepresidente y su laberinto (Rendición de cuentas)

El Comercio

El vicepresidente Omar Chehade ha cometido errores políticos garrafales, pero el último linda peligrosamente con el tráfico de influencias y él sabe que eso es delito. La opinión pública ya le está cobrando a la imagen del presidente Ollanta Humala puntos importantes.

Para que se me entienda utilizaré la comparación, arma fundamental en la ciencia política.

¿Recuerdan el Caso BTR, que dividió las aguas en el gobierno de Alan García? No voy a entrar en materia penal, porque el poder aprista en el Ministerio Público y el Poder Judicial armó un enjambre inexpugnable que, unido al bloqueo que la alianza Apra-fujimorismo hizo a la Comisión Abugattás, implicó que no se acusara a nadie y la penalización fuera cada vez más difícil.

Pero el veredicto de la ciudadanía fue terminante en la desa-probación del gobierno. Jorge del Castillo perdió primero la presidencia del Consejo de Ministros, luego la candidatura presidencial y finalmente hasta su curul. El sistema blindó al presidente a pesar de las declaraciones de su secretario que muestran que no fue ajeno al trajín de sus ministros con el lobbista Canaán.

En el escándalo de hoy no aparece por ninguna parte el presidente Humala, pero la estrella es su vicepresidente, sin funciones como tal, pero con notoriedad suficiente para doblar voluntades de jefes policiales y para afectar las voluptuosas encuestas.

El vicepresidente ha empañado, por decir lo menos, la poda hecha por el ministro del Interior. Aunque alegue que el general Guillermo Arteta habla por la herida y miente, ¿quién va a confiar en el general Raúl Salazar después de lo que se dice de la reunión en Las Brujas de Cachiche?

No conozco al general Arteta, pero si preguntan en el norte les dirán que fue honorable y querido por la gente; más bien sacado abruptamente por el gobierno aprista. No sería lógico que participe en una maniobra para que Chehade no investigue al gobierno aprista. El vicepresidente se defiende con elocuencia, pero a nadie le encaja la comida de marras y cuanto más habla menos consistente aparece.

Todo empresario nacional o extranjero y todo interés particular -trabajadores incluidos- tienen derecho a reunirse con las autoridades pertinentes para solicitar acciones a su favor. Pero las reuniones se hacen en el local oficial, con cita previa y entrando y saliendo en horas de oficina. Los funcionarios deben publicar sus agendas y la prensa puede preguntar. No hay diferencia entre la suite de Canaán en el Country Club y Las Brujas de Cachiche.

Obviamente, en este caso, la autoridad es el ministro del Interior y no los generales que le están subordinados.

El vicepresidente no tenía que meter sus narices en el tema, ni para un desalojo ni para discutir políticas de seguridad o inteligencia en un restaurante. Su cargo es delicado por la imagen que proyecta ante los funcionarios subordinados y ante los medios. No puede entrar en un asunto de seguridad ciudadana pasando sobre el ministro del Interior. Así hayan hablado de la inmortalidad del mosquito, ha hecho un enorme daño a su gobierno. ¿Quién le va a creer?

Hay una cadena de errores del vicepresidente. El anterior, del 6 de octubre, lo asocia a la llamada ley mordaza por plantear la modificación del Código Penal para establecer el delito de prensa. Pero la más notoria fue el 6 de junio, al día siguiente de la segunda vuelta, cuando sostuvo que era probable que se traslade al reo Alberto Fujimori a una cárcel común, lo que causó de inmediato la demanda de indulto y la protesta de sus allegados. Una barbaridad que obligó a rectificaciones y que en estos días recordamos porque el cardenal volvió a poner el tema del indulto en debate. No lo voy a contradecir porque todo ciudadano tiene derecho a pedir una gracia. Lo que no puedo dejar pasar y ningún demócrata puede aceptar es la afirmación cardenalicia de que el presidente de la República no tiene que dar cuenta a nadie sino a su propia conciencia de esa gracia que otorga, no que tiene, el presidente.

Todo gobierno representativo, es decir democrático, se sustenta en la rendición de cuentas de los actos del gobernante. En el Perú, la responsabilidad política la asumen los ministros ante el Parlamento, pero eso no es toda la responsabilidad ni ante la historia ni ante los ciudadanos de hoy. Recuerden los dolores de cabeza de García tras el indulto a Crousillat y los traspiés del ministro Pastor, que tuvo a regañadientes que asumir la responsabilidad política. ¿Entenderemos la diferencia entre autocracia y democracia?

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