El Perú y toda Iberoamérica están de fiesta. Somos los consumidores de sus libros: lo mejor que nos ha ofrecido su vida a todos. Me dieron ganas de releer “Conversación en La Catedral” o “La fiesta del Chivo”, los dos libros que más me han gustado, pero aguardaré el que está por salir, pues parece que en él vuelve a combatir autoritarismo y arbitrariedad y a sustentar de manera práctica algo que siempre me cuesta enseñar a mis alumnos: que la democracia es la ciencia y el arte de los límites, y cuando estos faltan regresamos al mundo arcaico de las dictaduras y la barbarie.
Las dos últimas intervenciones de Mario Vargas Llosa en la política peruana son significativas. Convenció al presidente Alan García de abrir el Lugar de la Memoria y –al renunciar– le enmendó la plana al socialdemócrata ahora converso, que como todo converso se va al otro extremo, más que conservador, troglodita, muy distante del liberalismo, llevado de la mano por Rafael Rey a restaurar el imperio de la impunidad con el D.L. 1097, elaborado con los abogados de los asesinos.
En el Perú no tuvimos la vida política dividida entre liberales y conservadores en el siglo XIX, y siempre ante un liberal importante nos inundaron los conservadores que eran parte de la herencia colonial.
El militarismo distorsionó la contradicción y, en las décadas recientes, el pensamiento que aquí llamamos neoliberal –y que en realidad es neoconservador– separó radicalmente el liberalismo político del liberalismo económico, para así defender los caminos de Fujimori o de Pinochet. Pero el liberalismo clásico nunca se redujo a las libertades económicas y en nuestros días la defensa de la democracia política y los derechos humanos es inseparable entre sí, como también lo es de las libertades económicas básicas a las que invoca toda economía de mercado aunque no exista una única manera de entenderla.
Vargas Llosa es un demócrata consecuente y coherente. Ha defendido algo esencial de la democracia y al hacerlo se ha acercado a muchos más que de lo que pudo hacer en las elecciones de 1990. Pero yo tengo un ejemplo suyo en esas elecciones que debo recordar y que guarda continuidad con su actual línea de conducta. En 1989 vivíamos momentos muy difíciles, para mí uno de los más dramáticos de mi vida. Sendero asustaba y decretó un paro armado en Lima. Yo que era candidato a la Alcaldía por Izquierda Unida y que pocos días después terminé de candidato a la presidencia por ruptura de la alianza, convoqué a una marcha por la paz para decirle ¡basta! a Sendero Luminoso y mostrar que el pueblo peruano no aceptaba su chantaje terrorista. Lo hice en momentos en que en los distritos de Lima no operaba la campaña electoral porque había cada día más miedo y varios políticos, desde el Gobierno, por ejemplo, me dijeron ‘irresponsable’, porque creían que el problema era de las FF.AA. y no de los ciudadanos. Vargas Llosa me llamó casi al enterarse y se unió a la convocatoria aunque él era, no yo, el que estaba posicionado para la presidencia. Fue la marcha más grande que ha visto Lima y se replicó en todas las capitales de departamento porque el pueblo peruano quería deslindar con Sendero y el terrorismo, y lo hizo llegando al Centro de Lima sin micros ni apoyo de nadie.
Ahora que todos celebran el Nobel, quiero destacar este ejemplo que guarda coherencia con lo que ha hecho hace poco y nos enseña que ser demócrata es defender libertades y derechos humanos, primero, y es defender la democracia política o el régimen democrático a la vez, no acompañando a los autócratas como tantos políticos y profesionales de medio pelo que insisten en vaciar de contenido la institucionalidad democrática. Seamos claros. Con esta separación no se convoca a todos y cada día lo entiende mejor el mundo empresarial, pero los trogloditas no lo podrán entender porque viven de eso. Solo le deseo a Mario Vargas Llosa que no lo hagan un ícono. Creo que tiene la astucia para no permitirlo. No tengo talla para llamarlo ni me mando la parte. Desde aquí, felicitaciones.