La reforma constitucional que sustituyó el capítulo XIV de la Constitución vigente comenzó la reforma del estado estableciendo tres niveles de gobierno elegidos por el pueblo, es decir con autonomía política, económica y administrativa. Las autonomías se construyen en un proceso que se está dando, trabajosamente.
Para esto, sin embargo, se requiere adquirir capacidades en un ámbito que no ha sido característico de la administración tradicional: el trazado de políticas públicas nacionales y sectoriales, que se construyen y se debaten desde antes de aprobarse y que se convierten en el eje articulador de las acciones del aparato estatal y también del sector privado involucrando –articulando cuando es el caso– distintos niveles de Gobierno.
Pero políticos y funcionarios parecen activistas no acostumbrados a pensar, planificar, explicitar objetivos, diseñar instrumentos de medición, proponer metas, cuantificarlas y luego medir resultados en la evaluación. Se ha hecho escarnio de las especialidades que sirven para prever el futuro, planificar o, como ahora se prefiere, hacer planeamiento estratégico. Por eso reina la improvisación, el dispendio de recursos y la incapacidad de integrar el aporte de entidades distintas, públicas y privadas. Por eso cada vez que aquí se toma conciencia de un problema público se pretende crear un enorme organismo burocrático para enfrentar tal problema y cada Gobierno quiere empezar todo de nuevo.
En nuestra administración se ha considerado inútil y sin poder político la función de formular políticas y planes. Todos son ejecutores, al fin de cuentas de cualquier cosa. Por eso el debate político no va al fondo, a las raíces económicas, sociológicas y culturales de muchos problemas. Porque tampoco se tiene la disciplina suficiente para evaluar los indicadores, fundamentar con cifras y contrastar en el debate sustentando cada afirmación. Es más fácil la costumbre de hacer de todo un debate jurídico, deformándolo o hacer escarnio del funcionario que solo es evaluado por incumplir la ley o por corrupción, que pareciera ser la única dimensión evaluable.
Fujimori eliminó el INP que nunca tuvo poder para planificar pero sí era la fábrica de proyectos con mucha información y debate técnico. Toledo promulgó la ley que crea el Centro de Planeamiento Estratégico pero no la implementó y García se acerca a su tercer año sin siquiera designar a los responsables de organizar el Ceplan. El primer ministro Del Castillo ofreció hacerlo este año, en la clausura del seminario de la PUCP sobre reforma del Estado. Podría ser un instrumento de concertación fabuloso entre la iniciativa pública y la privada, entre los tres niveles de gobierno y ayudaría a integrar las políticas.
Hay que especializar en el diseño de políticas públicas a muchos de los ministerios actuales que van dejando sus funciones ejecutivas a los gobiernos regionales y locales. Hay que asegurar que tales políticas se debatan públicamente, constituyéndose en el eje de la evaluación política, con indicadores objetivos, pero que al mismo tiempo puedan ser ejecutadas por un diferenciado manojo de entidades, públicas y privadas, cuya evaluación dependerá del cumplimiento de los objetivos y metas. Este es un camino alternativo a la permanente pretensión burocrática de normar cada procedimiento, cada detalle y evaluar las cosas por el cumplimiento de procedimientos y no por los resultados obtenidos.
Hay serias limitaciones en la reciente ley orgánica del Poder Ejecutivo que muestran incomprensión de esta manera de operar. Explicitando el diseño de las políticas públicas hay que reformar la manera de hacer política en el Parlamento peruano. No se puede imponer políticas nacionales a gobiernos que tienen autonomía política y lo último que debe hacerse es confiar en mecanismos burocráticos para operarlas.