La Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) llega a su aniversario 90 en la cima del prestigio. El último ránking 2006 de “Times” (Londres) sobre universidades, la coloca en el décimo lugar de Latinoamérica (después de la UNAM y de la Universidad Católica de Chile). Ocupa el lugar 418 en el mundo y es la única universidad peruana entre las 500 primeras del planeta.
La calidad de su formación profesional y la seriedad de su exigencia académica han marcado a varias generaciones. Busca la formación integral de sus alumnos desarrollando experiencias valiosas. Los estudios generales permiten una formación humanística que trasciende cada especialidad y la seriedad de la Escuela de Graduados o de Centrum perfecciona y hace avanzar a quienes, ya profesionales, profundizan en nuevos rumbos.
Todos hacemos la universidad, profesores y alumnos, la dirigen autoridades que, sin duda, han tenido en estos 90 años el mérito de conducirla haciendo que se desplieguen las mejores energías y capacidades. Primó el pluralismo, la democrática tolerancia con quien discrepa. Muchos nombres debiéramos mencionar, pero uno, que ya no está entre nosotros, crece conforme pasa el tiempo. Un jesuita exigente, que condujo la modernización de la universidad para servir a una sociedad cambiante y compleja. Felipe Mac Gregor respetaba al que pensaba distinto y su punto de partida era la rigurosidad intelectual y la consistencia ética. Lo cuestionan algunos por haber aceptado la libertad de discrepar, porque confunden la universidad con un regimiento dogmático y obediente, no entienden que sin libertad toda universidad queda castrada.
Como Universidad Católica ha facilitado el diálogo en todas sus dimensiones, entre las diferentes perspectivas de científicos, artistas y creadores culturales, entre estas y la fe, entre el pensamiento y la práctica pública y privada. No somos un gueto de católicos encerrados en nosotros mismos, trabajando solo con quienes coincidan en todo. La PUCP es plural como nuestra sociedad, libre como lo reclaman la Constitución y la ley, comprometida con las necesidades de los peruanos.
Forma profesionales que conocen los problemas del país. Varias generaciones alfabetizaron, participaron en experiencias de educación, servicios jurídicos gratuitos, aportado soluciones técnicas a problemas de todas las ingenierías, ejerciendo la solidaridad. Es el mejor servicio que intelectualmente puede hacerse como testimonio de una fe que libera de odios, ataduras y conformismos, que construye sin arrasar, que da testimonio sin oprimir ni avasallar, que respeta al otro, algo elemental en el mandamiento cristiano de amar hasta al enemigo, convocándolo para actuar juntos en lo que se coincide y a debatir lo que nos diferencia.
Algunos siguen creyendo que pueden excluir, imponerse por autoridad principesca heredada de la política y los viejos Estados medievales, no de Jesús, los evangelios, las ideas o los valores y principios. Ni la espantosa violencia terrorista los hizo aprender. Aparecen descompuestos por la ambición de poder. La Universidad Católica no tiene otro poder que la estima de sus alumnos y egresados, de las familias que no se dejarán engañar, de sus profesores que no medimos en dinero nuestro compromiso con la universidad.
Debo mucho a esta mi universidad, alumno desde 1962 y profesor desde 1971, nunca salí de ella. Orgulloso vi sus pronunciamientos en defensa de la democracia, cuando pocos querían hacerlo. Cuando fui presidente del Congreso de la República, cuando conduje la comisión que intentaba la reforma constitucional o seleccionaba magistrados para el TC, constaté, entre los muchos profesionales convocados, cómo destacaban –sin alarde alguno– los de mi universidad, con conocimientos superiores a los míos. En esta casa, cada uno aporta algo y nadie es ‘dueño’. Las jerarquías se diluyen y debe prevalecer la pasión por servir y la terca voluntad de aprender con creatividad.