La banca, el mar y un recuerdo – Cuento

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Nos habíamos pasado gran parte de la tarde pensando en eso que la gente llama felicidad. Nada nos satisfacía más que toparnos con la negación de ese estado soñado, de esa quimera extraña. Nos gustaba el mar, el andar de las olas a las seis de la tarde, la huida repentina del sol en el horizonte, el cambio sutil del color del cielo hasta mostrarse extremadamente oscuro. Nuestras manos se anexaban y nuestra estancia parecía ser eterna. Esa era nuestra hora favorita, aquella en la que nos mirábamos y no nos decíamos cuánto nos queríamos, porque, después de todo, decirlo no expresaba adecuadamente esos momentos extraños en los que las miradas eran treguas misteriosas y laberintos paradisíacos. Mirábamos las nubes y cerrábamos los ojos, respirábamos y sentíamos esa paz que no habíamos encontrado en otro lado.

El viento encontraba reposo absoluto en su rostro, se hallaba perdido en sus cabellos castaños y confundidos por el atardecer. La tarde nos acogía, era nuestro tiempo ideal, porque nos dirigíamos al malecón y solo esa banca despintada nos definía como apátridas, como exiliados de un exterior que no comprendíamos ni queríamos comprender. Huíamos a ese recinto nostálgico en el que sus labios me daban serenidad absoluta. Luego de besarnos no hablábamos de ello, solo distinguíamos la tarde y no pronunciábamos palabras absurdas de amor. El tiempo nos había enseñado que el amor solo nos conduciría a delirios más absurdos, que preferíamos mantenernos en guardia de esa sensación acosadora. Por eso, ella se refugiaba en los cigarrillos y yo en Baudelaire.

Ni ella ni yo decidimos cómo llamarle a esa sensación vagabunda que irrumpía en nuestras tardes. Ella con su Filosofía y yo con mi rock ochenteno. Nuestros cuerpos se establecían en esa banca del parque que se encuentra al final de la Av. Salaverry y allí planificábamos conciliaciones y artificios propicios de la tarde. Luego, cuando el sol se ocultaba, dejábamos de ser Alonso y Paloma para adoptar figuras etéreas sin un rumbo fijo. Los caminos más hermosos son los que recorremos sin conocer; el amor es uno de esos caminos. Por eso, cuando nos mirábamos solo esperábamos la tranquilidad de la tarde, la tranquilidad de las olas y la violencia del viento. Creímos ser felices, pero solo forjamos besos que quedaron en el pasado y palabras dulces que vigilaban nuestras madrugadas cuando solo el silencio solía acompañarnos de la manera más insensible.

Nos habíamos acostumbrado a esa banca, a esa hora, a esa tranquilidad mágica que nos engañaba, que se infiltraba en nuestros pensamientos. Nos quisimos. Nos quisimos cuando solo éramos inconcientes de lo que era querer. ¿Nos quisimos, Paloma? Creo que solo quisimos inventar ese mundito en la banca, solo quisimos fabricar una burbuja en la que coincidieran nuestros mundos perjudicados por la realidad. Nosotros quisimos ese tiempo y quisimos todo alrededor. Quisimos hasta lo que sabíamos que no podíamos querer: nuestras bohemias. Ella hablaba de Freud y yo alzaba el pincel. Pero, ese día, los roles cambiaron: ella avivaba el óleo y yo quería entender el instinto del Tánatos.

Creo que fue porque siempre parábamos juntos. Uno se acostumbra a estar acompañado o se acostumbra a alguien con quien siempre se ve. Por eso, es peligroso pasar mucho tiempo con alguien. Me había acostumbrado a ella y cuando no la veía en la banca sentía que no había mar ni cielo. Por ejemplo, ese día que empezó a faltar, sentí la vaga sensación de extrañarla o de extrañar su manera de fumar y de hablar de Aristóteles. Había pasado una semana, yo yacía al extremo derecho de la banca con un Lucky mirando el mar y ,de pronto, creí verla entre los botes lejanos, en el infinito que solo el mar poseía. Me sentía solo. Aromas marinos acompañaban la escena de atardecer sin nadie que transite por nuestra banca.

Seguí yendo a esa banca por algunos meses hasta que me enteré que ella había hecho un viaje más interesante, uno de esos viajes de los que ella soñaba y hablaba con ilusión, un viaje que interrumpía sus planes de filósofa, uno de esos viajes comunes que la mayoria logra realizar, pues las personas somos eternas viajeras y, al final, siempre encontramos un lugar para establecernos. Ese día la banca resistió las lagrimas que pude producir, eran lagrimas o como Paloma les decía:”Gotas mustias”. Lloré porque ella había emprendido un retiro inesperado, tanto así que no pudo despedirse.

Fue en noviembre, ella se dirigía a la banca como lo hacía normalmente, pero en su trayecto había sido interceptada por unos delincuentes que querían robarle su dinero, lo cual ella cedió sin dudarlo, pero antes de que los maleantes se retirasen se percataron de la cadenita de oro que ella sujetaba en su cuello. La cadena se la había dado días antes cuando le dije que no creía en el amor, que era solo un resumen improvisado de un conjunto de felicidades o de momentos felices; por eso, en el dige decía:” Eres mi felicidad”. Ella no quiso entregar la cadena y, por lo que me contó su madre, la empujaron violentamente a el pavimento, lo cual le produjo la muerte inmediata.

Regresé a la banca al día siguiente de enterarme y llevé conmigo el disco de Los Enanitos Verdes que solíamos oír cuando nos decíamos cosas absurdas, porque si no las dices el tiempo suele ser muy criminal, luego no tienes tiempo para decirlas y eso es peor. Por eso sigo yendo a la la banca todos los días a las cinco y media, enciendo el cigarrillo, escucho a Los Enanitos Verdes y creo abrazar a Paloma o verla al otro extremo de la banca. Creo verla, pero no la veo, porque, después de todo, el amor no se puede ver.

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