Silencios Olvidados – Capítulo IV

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IV

Sus manos recogían el fino olor a primavera que se aproximaba a la ventana. Aureliano la miraba delicadamente y trataba de envolverla en su juego de seducción visual. Venus hospedaba esas miradas cautas y misteriosas, las seguía como encontrando la salida a un laberinto. Aureliano leía un libro de García Márquez con una copa de vino en su mano izquierda. New York, New York deleitaba el oído de Aureliano, era la tercera vez que oía la misma canción. Venus se retiraba del marco de la ventana y se aproximaba al sofá para servirse una copa de vino. Nadie sabía qué hacer. El viento devoraba las palabras que se perdían a lo lejos. Las palabras…Un silencio amenazador y mezquino los consumió. Los gestos se rehusaron a presentarse.

La habitación de Venus mostraba los indicios de la melancolía, rescoldos de tristezas puras. Aureliano dejó su lectura y se sirvió un poco más de vino, mientras sentía la respiración taciturna de Venus. Un apresurado sonido ahuyentó la tranquilidad del cuarto. Venus abrió la puerta que se encontraba atorada.
– No es buen momento para Frank Sinatra. – dijo Dadou.
– Sinatra es nuestro silencio. – dijo Aureliano.
– Ni sentí la sinfonía. – dijo Venus.
Las sinfonías formaban parte de un silencio para Venus y Aureliano. Ellos manejaban sus instintos por medio de la palabra, medios sensibles a sus sensaciones perdidas. Aureliano extrajo el disco de Sinatra. La tarde exigía algunas muestras de rock alternativo. Dadou se recostó en el sofá y se sirvió una copa de vino. La habitación perdía vida con el paso lento del poniente. Los espacios amoblados se envolvían en la penumbra del penoso atardecer. Una cama de plaza y media, un armario decimonónico, una repisa con platos sucios, un caño que goteaba muestras leves de agua compartida entre diez departamentos de un solar del jirón Camaná, y toda la infelicidad que conlleva su inoportuna compañía.

Venus ponía el disco de The Rolling Stones para hacer feliz a Dadou. El sonido del rock merecía que se abriese otro vino. Y de nuevo se oía el toc-toc de la puerta. Dadou se dirigió a abrirla.

– ¡Condiscípulos! – exclamó Mariano.
– Marianito, el eximio intelectual de Barranco. – pronunció Aureliano.
– El mismo que viste y calza. – dijo Mariano con una sonrisa.

La música y el vino se vieron las caras para alegrar a los amigos de siempre, el cenáculo prohibido, el parnaso bohemio del centro de Lima. Mariano venía de sus clases de pintura en Bellas Artes. Usualmente, vestía una camisa manga larga a cuadros (de colores), unos blue jeans que se iban desgastando en la basta, un polo gris, unas zapatillas converse de color vino. Era un completo artista de los que se ven en la calle y se los confunde con un loco o un drogadicto.

Los viernes por la tarde se reunían en una casona en el Jirón Quilca. Aureliano, el escritor que iniciaba una vida literaria en San Marcos, que se dedicaba a las artes plásticas en su tiempo libre, un intelectual y cosmopolita que deslumbraba en las conversaciones con su sapiencia. Dadou, un músico que pertenecía a un grupo de rock llamado “Los rapsodas”, siempre dedicado a mejorar sus melodías. Mariano, un joven que estudiaba psicología en la Universidad Católica y pintura en Bellas Artes, siempre dándose un tiempo para estar con el grupo. Mariel, una actriz que se presenta en el Teatro peruano-británico cada vez que la convocan (que es cada dos meses), ama la literatura y la música, acostumbrada a andar con su cabello amarrado, sus lentes, una blusa colorida, unos blue jeans y unas sandalias. Giovacchino era un poeta miraflorino y un artista urbano, es decir, pintaba con aerosol algunos murales de Lima. Venus, una limeña que había estado en Francia y que regresó a Lima para sentirse inspirada y escribir una novela.

– ¿Cuándo es necesario sentirse feliz? – preguntaba Mariano.
– La felicidad es un asco. – interrumpía Venus.
– Asco es sentirse feliz sabiendo que es imposible serlo. – dijo Aureliano.
– No necesito ser feliz. Creí que el amor me daría esa felicidad ansiada, pero me di cuenta que es una patraña. – dijo Mariano.
– El amor no existe, lo que sentimos es felicidad. – decía Aureliano mientras se servía vino.
– Cuando me enamoré no me sentía feliz. Sentía tristeza cuando me peleaba, pero no se perdía el amor. Eso creo. – dijo Venus.
– El amor es el reposo de la felicidad. – dijo Dadou.
– No, la felicidad reposa en el tiempo, en los minutos vagabundos que envejecen y se pierden en la intensidad de lo recuerdos.- dijo Aureliano.
– Mientras más amamos, más tratamos de sentirnos felices y nos engañamos por éxtasis, sentimos la catarsis maquiavélica de las emociones. – dijo Mariano.
– Y pensar que lloramos en nuestra falsa felicidad cuando nos enamoramos, sufrimos por peleas y perdemos el corazón, perdemos lo que es una felicidad, pues podemos coleccionarlas. – dijo Venus.
– Existen felicidades piratas, alegrías erróneas que nos hacen sentir bien por segundos. – filosofó Dadou.
– ¡Odio esas felicidades!- exclamó Venus mientras tomaba lo que quedaba de vino, llevándose la botella a la boca.
– Todos las odiamos, es mejor odiarlas que acostumbrarse a ellas.- dijo Aureliano.

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