Archivo por meses: abril 2010

Silencios Olvidados – Capítulo IV

[Visto: 534 veces]

IV

Sus manos recogían el fino olor a primavera que se aproximaba a la ventana. Aureliano la miraba delicadamente y trataba de envolverla en su juego de seducción visual. Venus hospedaba esas miradas cautas y misteriosas, las seguía como encontrando la salida a un laberinto. Aureliano leía un libro de García Márquez con una copa de vino en su mano izquierda. New York, New York deleitaba el oído de Aureliano, era la tercera vez que oía la misma canción. Venus se retiraba del marco de la ventana y se aproximaba al sofá para servirse una copa de vino. Nadie sabía qué hacer. El viento devoraba las palabras que se perdían a lo lejos. Las palabras…Un silencio amenazador y mezquino los consumió. Los gestos se rehusaron a presentarse.

La habitación de Venus mostraba los indicios de la melancolía, rescoldos de tristezas puras. Aureliano dejó su lectura y se sirvió un poco más de vino, mientras sentía la respiración taciturna de Venus. Un apresurado sonido ahuyentó la tranquilidad del cuarto. Venus abrió la puerta que se encontraba atorada.
– No es buen momento para Frank Sinatra. – dijo Dadou.
– Sinatra es nuestro silencio. – dijo Aureliano.
– Ni sentí la sinfonía. – dijo Venus.
Las sinfonías formaban parte de un silencio para Venus y Aureliano. Ellos manejaban sus instintos por medio de la palabra, medios sensibles a sus sensaciones perdidas. Aureliano extrajo el disco de Sinatra. La tarde exigía algunas muestras de rock alternativo. Dadou se recostó en el sofá y se sirvió una copa de vino. La habitación perdía vida con el paso lento del poniente. Los espacios amoblados se envolvían en la penumbra del penoso atardecer. Una cama de plaza y media, un armario decimonónico, una repisa con platos sucios, un caño que goteaba muestras leves de agua compartida entre diez departamentos de un solar del jirón Camaná, y toda la infelicidad que conlleva su inoportuna compañía.

Venus ponía el disco de The Rolling Stones para hacer feliz a Dadou. El sonido del rock merecía que se abriese otro vino. Y de nuevo se oía el toc-toc de la puerta. Dadou se dirigió a abrirla.

– ¡Condiscípulos! – exclamó Mariano.
– Marianito, el eximio intelectual de Barranco. – pronunció Aureliano.
– El mismo que viste y calza. – dijo Mariano con una sonrisa.

La música y el vino se vieron las caras para alegrar a los amigos de siempre, el cenáculo prohibido, el parnaso bohemio del centro de Lima. Mariano venía de sus clases de pintura en Bellas Artes. Usualmente, vestía una camisa manga larga a cuadros (de colores), unos blue jeans que se iban desgastando en la basta, un polo gris, unas zapatillas converse de color vino. Era un completo artista de los que se ven en la calle y se los confunde con un loco o un drogadicto.

Los viernes por la tarde se reunían en una casona en el Jirón Quilca. Aureliano, el escritor que iniciaba una vida literaria en San Marcos, que se dedicaba a las artes plásticas en su tiempo libre, un intelectual y cosmopolita que deslumbraba en las conversaciones con su sapiencia. Dadou, un músico que pertenecía a un grupo de rock llamado “Los rapsodas”, siempre dedicado a mejorar sus melodías. Mariano, un joven que estudiaba psicología en la Universidad Católica y pintura en Bellas Artes, siempre dándose un tiempo para estar con el grupo. Mariel, una actriz que se presenta en el Teatro peruano-británico cada vez que la convocan (que es cada dos meses), ama la literatura y la música, acostumbrada a andar con su cabello amarrado, sus lentes, una blusa colorida, unos blue jeans y unas sandalias. Giovacchino era un poeta miraflorino y un artista urbano, es decir, pintaba con aerosol algunos murales de Lima. Venus, una limeña que había estado en Francia y que regresó a Lima para sentirse inspirada y escribir una novela.

– ¿Cuándo es necesario sentirse feliz? – preguntaba Mariano.
– La felicidad es un asco. – interrumpía Venus.
– Asco es sentirse feliz sabiendo que es imposible serlo. – dijo Aureliano.
– No necesito ser feliz. Creí que el amor me daría esa felicidad ansiada, pero me di cuenta que es una patraña. – dijo Mariano.
– El amor no existe, lo que sentimos es felicidad. – decía Aureliano mientras se servía vino.
– Cuando me enamoré no me sentía feliz. Sentía tristeza cuando me peleaba, pero no se perdía el amor. Eso creo. – dijo Venus.
– El amor es el reposo de la felicidad. – dijo Dadou.
– No, la felicidad reposa en el tiempo, en los minutos vagabundos que envejecen y se pierden en la intensidad de lo recuerdos.- dijo Aureliano.
– Mientras más amamos, más tratamos de sentirnos felices y nos engañamos por éxtasis, sentimos la catarsis maquiavélica de las emociones. – dijo Mariano.
– Y pensar que lloramos en nuestra falsa felicidad cuando nos enamoramos, sufrimos por peleas y perdemos el corazón, perdemos lo que es una felicidad, pues podemos coleccionarlas. – dijo Venus.
– Existen felicidades piratas, alegrías erróneas que nos hacen sentir bien por segundos. – filosofó Dadou.
– ¡Odio esas felicidades!- exclamó Venus mientras tomaba lo que quedaba de vino, llevándose la botella a la boca.
– Todos las odiamos, es mejor odiarlas que acostumbrarse a ellas.- dijo Aureliano.
Sigue leyendo

Silencios Olvidados – Capítulo III

[Visto: 530 veces]

III


Las mujeres han sido hechas para ser amadas, no para ser comprendidas.

Oscar Wilde

¿Qué es el amor?, ¿cómo se puede amar? Si amando se quiere, cómo quiero amar. Amando y queriendo a la vez. Entonces amé todo en ti. Amé la sinfonía de tus palabras. Ame el regocijo de tus manos. Amé el edén de tus ojos. Amé el espacio en que cupimos. Amé el tiempo desolado que nos aprehendía y nos reducía a uno. Y, quizá, lo amé todo. Pero no sé si me amaste o si amaste mi tiempo. Tal vez amaste mi presencia intelectual, y amaste cada paso inhóspito que di. Amaste mi silencio inocente. Amaste mi inocencia. ¿Amaste o quisiste? Quisiste mi tristeza, y te volvías amante de mis lágrimas que fluían por mis labios. Quisiste mi tiempo y mi alma. Quisiste mi voz estremecida.

Y me preguntaba cuánto se puede amar a alguien. Me preguntaba si podría amarte en estos tiempos, estos tiempos de guerras invisibles y discriminantes. Y te imaginaba cuando no me amabas, cuando solías quererme. Mentías levemente al momento de intentar quererme, confundías el amar con el querer. Entonces, me amabas como quien ama una canción, como quien ama leer un libro de Benedetti y luego siente una paz interna, como quien ama el teatro, como quien ama cosas que le dan paz. Tal vez encontrabas el amor en los trazos delicados en el óleo, y me amabas como una de tus pinturas. Me amabas en los silencios olvidados y procurabas no decírmelo. Me amabas en tus nostalgias pasajeras que vagaban en canciones como Tu voz de Lucha Reyes. Y amabas mi bohemia rebelde y subversiva. Amabas mis recuerdos, mis recuerdos que tendrías presente por mucho. Amabas mi recuerdo en el pasillo de tu casa. Amabas mi sonrisa al final de la calle.

No sé si te sentías amada. No sé si te amé con locura. No sé qué esperabas de mí. Y perdimos el corazón, dejamos de sentir los labios extasiados. Perdimos el amor que nunca encontramos. Nos perdimos por un lapso ingrato y mercenario. Nos acostumbramos a ser quienes somos, a amarnos por largos momentos, a pintarnos las caras con la pintura. Amamos todo lo que no se podría amar. Amamos el vino mezclado con el jazz o con el rock. Amamos nuestras tardes poseídas por entes desganados por el tiempo. Amábamos lo que no amamos.

Sigue leyendo

Silencios Olvidados – Capítulo II

[Visto: 644 veces]

II

Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos,
No te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía,
Porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque
En lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me ames (cómo te gusta usar el verbo amar, con qué cursilería lo vas dejando caer sobre los platos y las sábanas y los autobuses)

Rayuela, Julio Cortázar.

Venus tomaba las decisiones a las que yo me negaba. Caminábamos por el parque Kennedy hacia las seis de la tarde. Paseábamos con los audífonos en los oídos. Ella miraba los cuadros que estaban puestos a la venta y deseaba regresarse a su casa de inmediato para pintar. Una reacción similar me sucedía a mí cuando me inspiraba mientras recorría los alrededores de Miraflores. Venus hacía los más prudente: tomaba fotos a lo que parecía digno de ser ilustrado. Entonces regresábamos al pequeño cuarto en el que ella vivía, ubicado en el Jr. Camaná, cerca a la plaza Francia. Debajo de su cuarto yacía un establecimiento de venta de libros antiguos en el que vendía Don Pascual. Este hombre de setenta años, abrigado con un chaleco y una bufanda y una suerte de boina en la cabeza, comercializaba el ingenio de Cervantes Saavedra, Homero, Faulkner, entre otros.

Venus esparcía papel periódico en todo su piso y cubría los pocos muebles que poseía con sábanas polvorientas. Sacaba unas temperas que mostraban indicios de usos anteriores. Cogía una botella de plástico de dos litros y la cortaba, de manera que quede la base en la cual pueda refregar sus pinceles. Yo miraba su genialidad al mover todo detalladamente. Ella encendía un cigarrillo y ponía su disco de The Cure, siempre con la misma canción: Friday I´m in love. Rociaba un poco de pintura verde en un pedazo de madera que ella usaba como una paleta. Su aliento se esparcía sobre la pintura, sobre la cartulina que perdía su pureza. El humo del cigarrillo degradaba inocentemente la obra de arte, le daba un toque a lo Venus.

Luego de dos horas, ella encendía la cocina y hervía agua. Yo reposaba en la escalera que pertenecía a su cuarto y que conducía a un almacén. Ella graficaba la distancia sublime entre lo real y lo ficticio, de tal manera que seducía a la vista, la inquietaba y la intrigaba. Después, tomábamos café en el balcón de su pequeño departamento. Observábamos a los transeúntes que, en su mayoría, eran roqueros que deambulan por las céntricas calles de Lima. Se nos antojaba caminar por el jirón y pasar un rato en la Taberna Queirolo. Conversábamos de irracionalidades, de temas que nadie en su sano juicio discutiría. Y yo siempre le ganaba en esos debates sin razón. Ella me decía que quería ser como yo, quería conocer tanto para ganarme en las conversaciones. Yo le decía que me gustaría pintar como ella, que tener su habilidad era mejor que conocer de todo, pues uno puede leer y aprender, en cambio la pintura es un don. Ella me miraba pasivamente y nos buscábamos en el laberinto de nuestros ojos. Tentábamos a los instintos, y nos besábamos.
Sigue leyendo

Silencios Olvidados – Capítulo I

[Visto: 1179 veces]

Publico capítulos de una novela inédita de mi autoría con un fín inteletual y de mucho agrado hacia el lector. Quizá no termine de publicar todos los capítulos por medio de este blog, pero sentiré que sirvió de mucho publicar los que pude. Espero que sea de su agrado.

Cristhian Trinidad

I

Y en ese instante sé lo que soy porque estoy exactamente sabiendo lo que no soy (eso que ignoraré luego astutamente)

Rayuela, Julio Cortázar.

Ella fumaba y me miraba con sus ojos cristalinos y meditabundos. El universo era aprehendido en el sublime placer de sus labios. Me miraba. Yo encendía un cigarrillo y viajaba a su universo. Ella me atrapaba con la perfección de sus lágrimas. Ella y su acento afrancesado, su seudo francés. Botaba el humo infiel e impuro. Miraba a las estrellas con tanta obsesión como si las deseara tener en la palma de la mano. Eran sus manos una paz infinita. Sus cabellos cual hilos aterciopelados de magia. Y derramaba anhelos mediante sus intensas miradas con las que perdía mi autarquía. Nos mirábamos y sentíamos los despojos de la sociedad llegar a nuestros ojos. Fumábamos por desprecio. Ella decía que moriría de cáncer, pero que no le importaría.

La llamábamos Venus, o quizá ella escogió ese sobrenombre para abandonar el nombre que se le fue otorgado desde niña. ¿Qué sería de ella?, ¿miraría la luna en estos momentos? Quizá estaría oyendo rock alternativo frente a alguna playa. Ha dejado los papeles entreverados en su cuarto junto con botellas vacías de coca cola. Ha dejado sus pensamientos en la sala de estar. Ha dejado un suspiro que va agonizando por los corredores del edificio donde habitaba. Sus lamentos se alojaron en la cocina y anduvieron militarizados por las alegrías. Encima de la mesa, un disco de The Cure y en la contratapa se hallaba una canción en circulada: Friday I´m in love.

Venus pintaba como una loca. Nosotros éramos tan concomitantes. Pintábamos con los colores facundos y con los mustios. Ella encendía su cigarrillo y se desordenaba el cabello, cogía el pincel y mezclaba los colores con la mayor precisión. Se vestía como una de esas artistas de la Católica. Pero ella era mejor artista que todas las que estudiaban allí. Pintaba mis sueños, sus deseos, el desiderátum de algún desconocido. Ella era Venus. La chica que se entregaba a los placeres del arte. Vestía una camisa (que más parecía de hombre), un pantalón artesanal y unas sandalias o unas converse color gris. Oh Venus, mezcla de arte y dulzura.

Yo te contaba mis aburridas historias del día, mientras tú sonreías y envejecías el cigarrillo de tu boca, y en tu otra mano yacía una botella de coca cola. Las palabras que pronunciabas mataban mis instintos inocentes. Y fui rehén de tus melancolías pasajeras, fui huésped de tu corazón aturdido. Tú me mirabas y decías que lo que pase ese día, no pasaría al día siguiente, filosofabas y me dabas un beso. Luego, encendías otro cigarrillo y lanzabas lágrimas mensajeras. Yo las acogí en mi hombro, mientras que el sol abandonaba su jornada. Me contemplabas con la sinceridad de un indulgente en la calle. Llorabas, pero eras feliz.

Me decías de todo. Canturreabas melodías en mi oído, sinfonías que alentaban a mi espíritu cansino. Cogías un lapicero y cantabas la canción que te acordabas en ese momento. Te sentabas con las piernas cruzadas y te alucinabas Madonna. Yo me mataba de risa. Te quitabas las sandalias y saltabas como si estuvieras en un concierto de Heavy Metal. Tu cabello castaño se movía a 360 grados. Luego, decías que el concierto había terminado y te tirabas al pasto, a mi lado. Los dos alucinábamos como orates y seducíamos a la frialdad del silencio, mientras reducíamos las charlas a los besos. Tus besos vagaron en mis recuerdos y se citaron con frecuencia en mis tardes. Tus besos. Magia en la mayor simpleza de un beso.

Dadou decía que era hermosa, que solo sus palabras podrían ser mejor que tu belleza. Creo que tenía mucha razón. No podría justificar el universo de sus palabras, allí donde las caricias gozaban la sinrazón. Fue en ese instante, un mínimo momento en el espacio de nuestras miradas.

Ella andaba con el cabello suelto, caminaba y agitaba sus sandalias en su rapidez. Sin embargo, nunca aceleraba, daba pasos lentos, como quien sabe que va a morir. Y me miraba infinitamente, alucinando que forjaríamos un futuro juntos. Decía que yo era un pintor frustrado y que nunca cumpliría mis sueños. Ok, ok. Quizá todos los cigarrillos que consumí dirían lo mismo. Y sí, me miraba y yo la miraba. Ella quería andar por el malecón y juntar todas las nubes, ella quería contar la arena. Me reía. Yo, nunca le creí.

Un día se fue y solo dejó una carta encima de la almohada. En la carta había rastros de pintura bordeándola. Traté de leerla en mi cama, mas no pude. Encendí el televisor y en las noticias estabas tú. Hablaban de una muchacha que andaba desaparecida. Me pregunté:” ¿Sería Venus?”.Quizá su mirada cariacontecida anda vagando por las calles de Barranco o por el malecón de Miraflores. Tu mirada viaja a través del tiempo y rebota en mis pupilas. ¿Estarías?, ¿estarías mañana?
Sigue leyendo