Miguel Ángel Soto Palacios
Practicante del Área de Recursos Naturales de Rubio Leguía Normand. Alumno del Sétimo Ciclo de la Facultad de Derecho de la PUCP
“El Perú es un país minero y no agrario”, fueron las palabras del presidente Alan García durante la ceremonia de firma del Contrato de Transferencia del Proyecto Minero Las Bambas. Dichas expresiones tajantes describen una situación de tensión y eventual conflicto entres dos actividades económicas que, bajo mirada de muchos, son vistas como no compatibles.
Es así que el problema de los conflictos socio ambientales cobra mayor relevancia cuando enfrenta a una actividad ancestral y con gran valor cultural, como es la agricultura, con la actividad minera, que por su importancia económica es reconocida como de utilidad pública y actor importante e indiscutido de la bonanza que viene experimentando nuestro país en los últimos años, pero a la que también se le achaca la contaminación de las fuentes de agua producto de años de gestión a espaldas de estándares ambientales.
Y es que los referidos conflictos se encienden aún más no solo por las connotaciones sociales y políticas que lo rodean, sino por una consecuencia inevitable del calentamiento global como lo es el agotamiento del recurso hídrico y, además, por la poca conciencia de la necesidad de su aprovechamiento a nivel de cuenca hidrográfica.
Es por ello que vemos que en zonas donde la disponibilidad de agua de por sí ya es limitada para las tradicionales tareas agrícolas y pecuarias, como el sur del país, se suman actividades en las que se requiere uso intensivo de dicho recurso a efectos de desarrollar procesos productivos eficientes, como en el caso de la minería.
Entonces, tenemos que sobre el recurso hídrico convergen todo tipo de actividades que responden a finalidades distintas y, por ende, se enmarcan en políticas sectoriales diferentes. De ello se desprende el primer factor generador de conflictos, aún cuando la novísima normativa de aguas prevé la centralización de la administración y gestión del recurso en una sola autoridad, y que es la gran reticencia de las instituciones públicas por ceder sus cuotas de poder, lo cual genera escasa o nula coordinación en la gestión del agua.
Por tanto, en la competencia por el acceso y gestión del recurso hídrico encontramos que lo que está en juego es la disponibilidad y calidad del mismo. Es así que el derecho de uso de agua otorgado a un titular minero asusta no en función al derecho que ostenta, sino a su capacidad de disponer del recurso y la posibilidad de los otros usuarios de acceder a esta disponibilidad.
El temor a la capacidad de un titular minero de disponer de fuentes de agua, puede explicar que en muchos casos los propios campesinos prefieran, por ejemplo, la desalinización del agua, aunque esto no les traiga beneficios, antes que un reservorio que les podría asegurar disponibilidad más allá de la vida de la operación minera.
Por lo dicho, es evidente que la problemática del acceso a un recurso como el agua trasciende los aspectos meramente técnicos o jurídicos, invadiendo los ámbitos culturales, sociales y de políticas públicas; es decir, nos encontramos ante un tema complejo, que por ser así, debe ser abordado con sumo cuidado.
Un análisis más completo sobre este tema se encuentra publicado en la edición No. 35 de la Revista Derecho & Sociedad de la Facultad de Derecho de la PUCP