En: Derecho & Sociedad Nº16
Antonio Baylos
(Universidad de Castilla La Mancha )
SUMARIO: 1.-El sentido común de la globalización. 2.-Efectos de la globalización sobre la regulación jurídica de las relaciones de trabajo. 3.- ¿Emergen nuevas reglas?. La interdependencia de espacios regulativos. 4.- La dimensión internacional de los sindicatos y sus medios de acción. 5.- ¿Un proyecto alternativo en el espacio de la globalización?.
1.- El sentido común de la globalización..
No parece necesario insistir en lo que tan machaconamente se reitera sobre la realidad de un mundo global. Bajo cualquiera de los términos comúnmente empleados, globalización o mundialización, según la matriz sea anglosajona o francesa, se está haciendo referencia a la internacionalización a escala planetaria del sistema económico capitalista, barrida ya la excepción del bloque socialista despues de 1989. Sin embargo, la globalización no se reduce a un fenómeno de base estrictamente económica. Tiene una evidente multidimensionalidad que implica facetas sociales, culturales y políticas. La versión más extendida, no obstante, es la que se refiere “al dominio del mercado mundial que impregna todos los aspectos y lo transforma todo”, precisamente lo que para diferenciarlo del fenómeno mas complejo en su conjunto de la globalidad, se ha venido a denominar globalismo (Beck, 1998 : 163 ss.).
Empleando esta noción de globalización en su versión económica, y en lo que a un jurista del trabajo interesa, este fenómeno finisecular implica una relación entre los mecanismos de circulación del capital, los sistemas financieros y la mundialización de los mercados con la regulación de los sistemas productivos y las formas de organización del trabajo, que desemboca en una crisis de las tradicionales formas de regulación de las relaciones laborales. La globalización por un lado implica una drástica disminución del control por los Estados de la regulación nacional de la economía, y por otro, es un fenómeno que no puede limitarse desde las relaciones internacionales clásicas a través de tratados internacionales entre Estados (Lyon-Caen, 1994 : 102-103).
La globalización se ve acompañada además, en buena parte de los casos, de una profundización en la fractura en términos desiguales de riqueza y de acumulación frente a pobreza y miseria. Hay un nuevo tipo de desigualdad planteada en términos de exclusión, que no anula las viejas desigualdades, y que en algunos paises llega a la dualización social abruptamente representada. A nivel del planeta se distingue entre un Norte rico y un Sur pobre, pero tales nociones geográficas se repiten de Este a Oeste, y se reiteran dentro de muchos paises, donde su configuración concreta depende estrechamente del marco institucional de los mismos. La mundialización de la economía genera por tanto una distribución deforme de los recursos, una extrema diferenciación entre ricos y pobres, una era global apoyada sobre la desigualdad económica y social. La globalización tiene una naturaleza bifronte, pues si de una parte implica una homogeneización creciente apoyada en la convergencia en una “cultura global”, no supone por el contrario una armonización entre los paises y sus ciudadanos sobre la base de unos estándares de vida comunes, sino ante todo lo contrario: diferenciación extrema, fragmentación y segmentación sociales en los mismos .
La integración económica, financiera y comercial en el plano mundial lleva consigo la desregulación y re-regulación de las estructuras productivas, para que éstas puedan responder a un proceso global de competencia, siempre más exigente en términos de competitividad en los costes laborales (Psimmenos, 1997 :58). La internacionalización de los mercados de trabajo produce además flujos migratorios intensos, en los que se han apreciado, especialmente en los paises del tercer mundo, relaciones estrechas entre los mercados de trabajo locales sub-nacionales y los mercados de trabajo regionales supra-nacionales, con la consiguiente repercusión en la clásica unidad nación (estado) / mercado laboral (Thomas, 1995 :16-17)
.Todo esto es bien conocido. Mas aún, se sabe que este discurso tiene una vertiente explicativa de los procesos que se desenvuelven en la economía-mundo, pero que fundamentalmente son empleados como argumento definitivo para lograr la modificación del marco normativo de las relaciones laborales en un pais determinado. Normalmente se alega esta realidad para imponer políticas de “flexibilidad” en el ámbito de la regulación normativa del trabajo asalariado en cada pais. Esta determinación “interna” del discurso de la globalización como una realidad que exige la modificación del cuadro legal y de los valores que rigen las relaciones entre los actores sociales, como un proceso de “desvalorización competitiva” de las políticas sociales nacionales (Perulli, 1999 : XII) es posiblemente la vertiente más utilizada de las reflexiones sobre dicho fenómeno provinientes del ámbito laboral. En España tenemos un ejemplo claro en la reforma legislativa de 1994, que ligó directamente “la progresiva internacionalización de la economía” y la “competencia mundial de paises hasta ahora alejados del escenario económico” con la necesidad de extender y profundizar la “flexibilidad” en la gestión de la empresa (Aparicio, 1997 : 58-59). Pero se ha señalado también que las reformas legislativas impulsadas en los cuatro paises del Mercosur que comparten la “flexibilidad” laboral como paradigma, justifican ese “Derecho del Trabajo minimalista” en las exigencias de competitividad a escala global (Barreto, 1998 : 21 ss.), o, en el caso de la integración europea, las propuestas de recorte del gasto social, de mayor flexibilidad laboral y de reducción de los costes laborales, vienen justificadas por imperativos de la unidad monetaria y de recuperación de competitividad en los mercados internacionales (Aparicio, 1997 : 59; Lettieri, 1997 : 48 ss.).
Pero más allá de estos derroteros, en los que resulta claro el cambio de plano del análisis y un determinismo presunto entre el alegado panorama de la economía mundializada y la disminución de los estándares de vida de los trabajadores de un pais, lo que este fenómeno plantea, de modo general, es una evidente inversión en la relación establecida entre el derecho, la política y la economía de mercado en las democracias surgidas de la segunda post-guerra mundial. En éstas se procedía a una cierta conciliación entre la lógica de la explotación y del beneficio propia del sistema capitalista y la lógica democrática de la igualdad expresada en la nivelación social. Esta dialéctica se encerraba, en el compromiso constitucional que afectaba a los poderes públicos y que reconocía simultáneamente un principio de autorregulación social dirigido a la gradual remoción de las desigualdades materiales, aun manteniendo el sistema de libre empresa como base de la creación de riqueza y de acumulación (Baylos, 1999 : 22). Tal compromiso implicaba la primacía de la política sobre la economía, es decir, que el principio político-democrático orientaba la regulación del mercado y la obtención del beneficio. A ello se unía frecuentemente la intervención pública en la planificación económica y en los servicios y sectores productivos centrales en la vida económica nacional, que expresaban una lógica diferente a la que regía la acción de la libre empresa y los criterios de competitividad en el mercado (Baylos, 1994 : 142). La percepción en estos términos de la globalización tiene una relación directa con la configuración estructural de los sistemas jurídico-laborales y su modo de regular las relaciones laborales. A la descripción de los efectos mas señalados sobre los modelos de derecho del trabajo se dedica el epígrafe siguiente.
2.- Efectos de la globalización sobre la regulación jurídica de las relaciones laborales
Desde este punto de vista, la globalización se ha traducido, en primer lugar, en la despolitización de los procesos regulativos de las relaciones de trabajo, que se “escapan” del campo de actuación estatal y de la regulación que éste realiza, y evitan asimismo la emanación de normas procedentes de la autonomía colectiva. Hay una relación profundamente asimétrica entre la economía y la política, como lugares de producción de reglas, que se plantea continuamente como la “contradicción inmanente” del proceso de unificación europea (D’Antona, 1998 a) : 320). La empresa no es sólo el centro de referencia del sistema económico, sino que en este contexto globalizador se convierte en el lugar típico de producción de reglas sobre las relaciones de trabajo. Su autoridad se expresa en el carácter unilateral de las mismas, en un poder no intervenido estatalmente ni contratado colectivamente; liberado de las “coerciones” que imponen las garantías jurisdiccional o colectiva de un marco regulador de derechos mínimos de los trabajadores, que necesariamente se desenvuelven en el marco estatal que la globalización logra eludir. De esta forma, la conciliación de los imperativos del sistema económico con la gradual nivelación de las desigualdades sociales mediante un fuerte impulso redistributivo de la riqueza a través de la acción del Estado y de los sujetos sociales, no entra dentro de la actuación de las empresas trasnacionales ni de los centros financieros que rigen los procesos de la economía mundializada. El redimensionamiento de los sistemas de welfare es una de sus consecuencias (Perulli, 1999 : XV), con el coherente proceso de remercantilización de la satisfacción de las necesidades sociales. En este contexto obsesivamente ligado a planteamientos monetaristas (Lettieri, 1997 :50), en donde las ideas-fuerza son la eficiencia y la ganancia, se entroniza un principio de acumulación de la riqueza que no puede ser limitado por ninguna apreciación externa y que en consecuencia excluye el condicionamiento democrático que busca la progresiva disminución de las desigualdades sociales.
Esto repercute en una desnacionalizazión de los sistemas jurídico – laborales, es decir la pérdida de centralidad del espacio estatal (nacional) en la regulación de las relaciones de trabajo. Esta desnacionalización del Derecho del Trabajo (D’Antona, 1998 a): 319) está sugerida por los procesos de deslocalización mundial de la producción, y la movilidad de las industrias. Los procesos de regionalización, la construcción acelerada de instancias que unifiquen economías y mercados en un nivel supranacional, como la Unión Europea, implican tambien una pérdida de soberanía estatal y la correlativa limitación de los márgenes de maniobra que podían disponer los estados nacionales ante la imposición de “criterios de convergencia” sobre la base de la unión monetaria, que exigen la reducción del gasto social de aquellos. El afianzarse de la dimensión transnacional, lleva a constatar la progresiva pérdida de control por parte de los Estados de los mecanismos reguladores de la producción y de los flujos financieros, lo que en la práctica vanifica la legislación del trabajo, de base territorial, en donde se delimita el coste social y los mecanismos de tutela de las clases trabajadoras. Idéntica reflexión se produce respecto de las reglas colectivas originadas y concebidas para actuar dentro de las fronteras de cada Estado. En contraste con las tendencias históricas en todos los paises occidentales de comienzos del siglo XX relativas a la progresiva construcción de los sistemas jurídico-laborales, este fin de milenio procedería a la “deconstrucción” del derecho del trabajo de base nacional (Simitis, 1997 : 655; Perulli, 1999 : XVII), un “retorno a la prehistoria jurídica” en materia de relaciones laborales (Romagnoli, 1999 : 14).
En lógica coherencia con lo anterior, la globalización trae consigo la re-regulación de los sistemas productivos y de las relaciones de poder en la empresa que no se orientan hacia la participación o negociación de las decisiones sobre la organización y el control de tales procesos. Es por tanto una regulación de orientación autoritaria. En este sentido es en el que antes se hablaba de una versión interna, hacia cada uno de los ordenamientos jurídicos nacionales, de estos procesos fundamentalmente “externos”, y es importante resaltar que este es el sesgo mas comúnmente empleado por los “mensajeros de lo nuevo” en materia laboral . Se trata, en consecuencia, de proceder a un desmantelamiento de los sistemas de garantías principalmente a través de la reducción de las capacidades de acción de los sujetos colectivos, la debilitación de la norma imperativa estatal y la recuperación de amplios espacios normativos a la unilateralidad de las decisiones empresariales. Este tipo de diseño suele acompañarse de una especie de epifanía de la empresa como espacio regulativo autónomo (Baylos, 1994 :142) que puede “blindarse” frente a las reglas generales del ordenamiento jurídico-laboral, derogando en su aplicación concreta a la misma normas colectivas o estatales, y configurando un “estado de excepción” permanente respecto de la regulación colectiva del sector o rama de producción o de las normas de aplicación interprofesional, estatales o colectivas. Hay por tanto un fenómeno de desregulación que se acompaña de una reorientación del centro de imputación normativo por excelencia, la empresa, en donde se concentra el territorio relevante de la regulación, progresivamente “liberado” de las constricciones estatales y colectivas “externas” al fortalecido poder de organización y de dirección empresarial.
Este doble movimiento de escape del Estado y de extranormatividad en el plano mundial, y de reacomodo del esquema normativo laboral en un sentido desregulador y fortalecedor de la unilateralidad empresarial en el plano nacional / estatal es lo que caracteriza al fenómeno de la globalización en relación con la regulación jurídico-laboral. Es dudoso sin embargo que estos fenómenos sean la única realidad con relevancia para el Derecho del Trabajo. Por una parte, y como se analizará en el epígrafe siguiente, posiblemente emerja de la globalización un impulso, todavía incipiente, a generar reglas sobre el funcionamiento del mercado global. Por otra parte, tampoco hoy en día se ha evaporado la centralidad de la forma-Estado en la regulación del trabajo asalariado y la organización de la protección social. Su importancia se deduce indirectamente de las lecturas que hacen coincidir las necesidades de un mundo global con la demolición del sistema de garantías jurídico-laboral, precisamente en el marco territorial de los respectivos estados nacionales. No conviene olvidar, por tanto, que se está hablando, a la vez, de una realidad y de un proyecto, porque sólo comprendiendo esta dualidad se puede evitar la aceptación fatalista del globalismo como destino. Es decir, que sin negar la globalización como realidad necesariamente parcial, en lo que tiene de descripción de una parte de un fenómeno multidimensional y esencialmente complejo, hay que darse cuenta que es asimismo una construcción ideológica, una manera de regular cultural e ideológicamente las relaciones entre el capital y el trabajo en el marco de una economía mundializada. Un proyecto en fin, que querría engendrar un nuevo orden como sistema intrínsecamente no regulado y emancipado del control político-democrático (Perulli, 1999 : XVIII).
Algunos puntos de este diseño llaman la atención particularmente. Es muy frecuente que en la globalización como proyecto estratégico no se hable siquiera del sindicato como problema. Hay una insólita unanimidad en quienes enfocan estos asuntos desde la visión neoliberal predominante en ignorar la capacidad de influencia que en tal panorama puede desplegar el sujeto sindical, la iniciativa social que a su través se desenvuelve. Se habla del Estado y del ordenamiento jurídico-laboral, pero no del ordenamiento autónomo, de matriz colectiva, ni de los sujetos que lo generan. Y esta despreocupación sobre el sindicalismo, a quien ni siquiera se le augura un modesto entierro rodeado de sus deudos, está muy extendida, con independencia del contexto en el que se contemple el diseño globalizador; y en concreto respecto de los fenómenos de integración regional que suelen acompañar a los mismos y que configuran identidades y prácticas culturales sindicalmente muy ricas: Europa, Tratado de Libre Comercio, Mercosur. También en este sentido hay señales de la construcción de espacios autónomos de acción sindical en una dimensión transnacional, y la emanación de reglas y prácticas, de intensidad aún muy débil, en las nuevas identidades económico-políticas supranacionales, como se analizará más adelante.
El réquiem anunciado por la acción colectiva de carácter reivindicativo no debe aun cantarse, y parecen precipitarse quienes anuncian, con voz falsamente compungida, el fin del sindicalismo merced a la globalización. Cierto, pero a ello no puede responderse, imprudentemente, con la fe del carbonero en que todo se solucionará, a imagen del católico que, viendo el pecado instalarse por doquier, musita para sí que las fuerzas del infierno no prevalecerán contra la virtud. A fin de cuentas, en un tiempo, internacionalización no fué sinónimo de la defunción de la organización obrera, sino que supuso su partida de bautismo. El internacionalismo propició la conciencia de clase, la construcción de sujetos colectivos que representaban a los trabajadores de cada sector en su pais, y que actuaban en defensa de sus intereses. La modernidad de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), mas allá de la encrucijada de ideas proudhonianas, bakuninistas y marxistas , está en la elaboración de un programa mínimo y unitario, la coordinación de los procesos de lucha en cada pais, dirigiéndolos y dotándolos de sentido, y en la emanación de lo que hoy podríamos definir como un proyecto de regulación social basado en un principio democrático radical que buscaba la igualdad sustancial sobre la base de la expropiación de la propiedad de los medios de producción al antagonista de clase . Hoy, con ocasión de esta era global, posiblemente sería interesante una reflexión sobre la concepción internacionalista del movimiento obrero en sus orígenes, su proyecto globalizador, y su proyección esencialmente extraestatal (o antiestatal en una versión del mismo), en relación con la construcción de un sindicalismo muy ligado al fenómeno de la identidad nacional y política, que se expresa en la propia idea de Estado, así como las experiencias de convergencia de culturas sindicales en una prácticamente extendida estatalización o nacionalización de la acción sindical.
Por otra parte, es sabido que otras lecturas más sociológicas o antropológicas de la globalización han destacado cómo este fenómeno abre nuevas posibilidades para la acción reflexiva de grupos sociales que pueden interactuar más allá de las tradicionales barreras geográficas nacionales (Barañano, 1999). La globalización entonces supone nuevos riesgos, ligados a la expropiación potencial del control sobre parcelas de la vida o del trabajo, y simultáneamente, abre nuevas oportunidades, nuevas posibilidades de apropiación de éstas por los sujetos sociales. La realidad social contemporánea presentará rasgos de incertidumbre o de riesgo, sin que en consecuencia las visiones unilaterales que parten del determinismo económico puedan garantizar cuál sea la dirección en la que inexorablemente se habrán de desarrollar los acontecimientos sociales, el “unico camino” practicable.
3.- ¿Emergen nuevas reglas?. La interdependencia de espacios regulativos.
Esta cierta ambivalencia también se traslada al ámbito del Derecho del Trabajo, considerado en su conjunto. La economía transnacional del nuevo orden global ha trastocado elementos esenciales de la regulación jurídica de las relaciones laborales, ciertamente, pero a la vez ha generado un proceso de discusión muy intenso – y conflictivo (D’Antona, 1998 a) : 320) – sobre los valores que ésta realiza, y sobre los principios que la informan. Ello ha conducido, ante todo, a un cierto proceso de “recuperación” del gobierno político de la economía en el plano internacional, y a una “racionalización” de los proyectos organizativos de las empresas transnacionales que pasa por la asunción del mantenimiento de una “conducta” respetuosa de los valores de “civilización” que se deben imponer en un mundo global. Pero también al despliegue de una dimensión transnacional de los sindicatos y de sus medios de acción, y a una cierta interdependencia entre estos nuevos lugares de creación de reglas con los clásicos espacios nacionales sometidos a un principio de territorialidad estricto.
La primera aproximación a la necesidad de controlar las reglas de funcionamiento del mercado global (Romagnoli, 1999: 18), se centra, de una forma más o menos indeterminada, en una “intervención supranacional” (Aparicio, 1997: 64). Hay un cierto consenso, en efecto, en que debe producirse una intervención sobre el mercado por parte de instituciones públicas de orden internacional, aunque la forma de esta intervención no pueda ser la tradicional, sino otra más flexible, con mayor capacidad de adaptación a la nueva situación (Treu, 1999 : 194), quizá reformulando su vinculabilidad directa a través de instrumentos normativos no imperativos sino esencialmente orientativos , que generaran mas bien recomendaciones de conducta en unos casos, o compromisos de acción por parte de los Estados sin que sea necesario la adopción de obligaciones internacionales “clásicas”.
a) La garantía de estándares internacionales sociales: la Declaración de la OIT relativa de los Principios y Derechos Fundamentales en el trabajo de 1998.
Este puede ser el caso de una de las iniciativas “alternativas” de carácter internacional más conocidas, la Declaración relativa a los principios y derechos fundamentales en el trabajo que adoptó la 86ª Conferencia Internacional de la OIT en 1998. Se trata de promover la aplicación, en los 174 Estados miembros de la OIT los principios reconocidos como fundamentales en el conjunto de los Convenios de este organismo, lo que se ha definido como la determinación de unos estándares internacionales de respeto a derechos sociales considerados como mínimos (Aparicio, 1997 : 67), cifrados en los siguientes puntos: la libertad de asociación, la libertad sindical y el reconocimiento del derecho de negociación colectiva, la eliminación de todas las formas de trabajo forzoso u obligatorio, la abolición efectiva del trabajo infantil y la eliminación de la discriminación en materia de empleo y ocupación (Ozaki, 1999 : 77), que en definitiva se refieren a un número muy limitado de convenios fundamentales de esta Organización . Es lo que de forma muy gráfica el Director General de la OIT denomina trabajo decente.
El punto central de esta Declaración consiste en un reconocimiento de derechos por parte de todos los Estados miembros que les obliga a adoptar las medidas oportunas para preservar tales principios y derechos fundamentales, sin que para ello deban ratificar los Convenios de la OIT aludidos, y sin que, por tanto, se articule un sistema de quejas individuales al estilo del modelo del Comité de Libertad Sindical (Swepston, 1999 : 12). La Declaración ofrece sin embargo un procedimiento de seguimiento anual de estos compromisos, que habrá de desembocar en ciertas recomendaciones, fundamentalmente de contenido técnico, cara a hacer efectivos tales principios o derechos fundamentales. El método utilizado en este “seguimiento” se basa en las Memorias que cada Estado miembro debe presentar para su examen por el Consejo de Administración, previamente compiladas y resaltados los aspectos que puedan merecer una atención mas detallada por un grupo de expertos (Swepston, 1999: 13), lo que da pie a la elaboración de un llamado informe global sobre el estado de salud que gozan en el mundo cada una de estas categorías de principios y derechos fundamentales. El informe hace abstracción de la ratificación o no por parte de los Estados miembros de los Convenios OIT a que aquellos principios o derechos se refieren, puesto que la ratificación de un tratado internacional no implica que “haya problemas” sobre estos puntos en los paises que lo hayan ratificado y, de otra parte, la no ratificación por un Estado no supone necesariamente que en éste se conculquen necesariamente “los principios inherentes a los derechos previstos en ellos” (Ozaki, 1999: 77). El balance que anualmente realice la OIT de los cuatro grupos de derechos, discutido en la Conferencia Internacional de la misma como Informe del Director General, servirá para evaluar tanto la acción de los paises para ponerlos en práctica, como “los resultados de la acción de promoción y asistencia” de la OIT al respecto y fijar las prioridades de la cooperación internacional prestada por este organismo (Swepston, 1999: 13). Es sin embargo un método extremadamente light, “no es punitivo, ni está basado en nigún sistema de quejas” (Ozaki, 1999 : 78), aunque resulta innegable su voluntad de definir un núcleo mínimo de estándares sociales que deben ser garantizados internacionalmente más allá de la adopción de obligaciones por parte de los Estados mediante la firma e incorporación al ordenamiento interno de los contenidos de los tratados internacionales en esta materia.
b) Las “claúsulas sociales”: perspectivas multilateral y unilateral.
Como otro instrumento regulativo de carácter internacional coincidente en garantizar ciertos estándares mínimos de derechos sociales, la llamada claúsula social goza hoy de una intensa atención por parte de los analistas del mercado global, puesto que ademas es un mecanismo que pretende insertarse en la dinámica de las relaciones mercantiles de alcance internacional. Como es sabido, se trata de incluir en los acuerdos comerciales internacionales una cláusula por la cual los Estados contratantes se comprometen a tomar las medidas adecuadas para asegurar en su territorio nacional el respeto de ciertos derechos sociales reputados fundamentales. Se establece por tanto una conexión directa entre el comercio internacional y la garantía de unos estándares mínimos de trabajo, con el añadido de poder utilizar sanciones comerciales contra aquellos paises que desconozcan aquellos derechos.
También aquí la perspectiva comúnmente priorizada es la de las organizaciones internacionales que encuadran la actividad comercial mundial, el GATT y la OMC, pero los intentos de establecer en estas sedes la claúsula social se han visto condenados al fracaso. Pese a las declaraciones de importantes políticos, ni el GATT ni la OMC han incorporado a sus textos reguladores ninguna referencia al tema del respeto a los derechos sociales fundamentales (Perulli, 1999 : 77). A lo sumo, tanto en Singapur en 1996 como en Ginebra dos años después, la OMC se refiere al necesario “intercambio de informaciones” entre esta organización y la OIT con vistas a promover la aplicación de los estándares mínimos de trabajo, o a un “sistema de cooperación” entre ambas organizaciones que aun no existe en la realidad (Perulli, 1999 : 79). Las normas mínimas de que se trata deben, en el momento presente, referirse a los principios y derechos fundamentales en el trabajo de la Declaración OIT de 1998, lo que por otra parte excluye un elemento central de discusión sobre la incorporación de la claúsula social, la diferencia de niveles salariales en los distintos paises. El núcleo del debate, sin embargo, se centra en esta relación entre los estándares laborales mínimos como condición para el comercio global y los presupuestos institucionales que regulan la libertad de comercio mundial. Frente a posiciones que avalan esta relación como medida anti-dumping, construida como sanción a una práctica comercial desleal (Perulli, 1999 : 84 ss), otras voces entienden que esta forma de “proteccionismo” sobre el empleo constituye una “vaga y peligrosa noción” que pondría en peligro el desarrollo económico de los paises “en vía de desarrollo” y sus ventajas comparativas en el mercado basadas en los bajos costes laborales, sin perjuicio de “explorar” una base de derechos comunes sobre el trabajo, pero sin que se sancione su inobservancia (Thygesen, Kosai, Lawrence, 1996: 106).
Las nuevas experiencias que se están plasmando, como el Acuerdo del Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que por lo demás se inserta “en las reglas y disciplinas” de la OMC, según recoge la Declaración de la Ciudad de Québec de abril del 2001, no han considerado oportuno establecer una expresa previsión sobre la restricción del libre comercio en función del cumplimiento de los estándares internacionales laborales mínimos. Por el contrario han establecido, como se ha hecho eco profusamente la prensa, una llamada “cláusula democrática” según la cual “el mantenimiento y fortalecimiento del Estado de derecho y el respeto estricto al sistema democrático” son “una condición esencial” para formar parte del ALCA y recibir beneficios del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Parece así realizarse una cierta disociación entre las garantías democráticas y el respeto de los derechos sociales, plasmada en el tenor de este nuevo tipo de cláusula, por lo demás orientada desde el inicio a lograr la exclusión de Cuba, como es sabido.
Ante la inconcreción de estas perspectivas multilaterales, se han afirmado también otras iniciativas de imponer unilateralmente el mecanismo de la claúsula social desde un Estado que mantiene una posición dominante en el comercio mundial. Es el caso de los Estados Unidos de América, que a través de una legislación anti-dumping, condiciona el acceso al mercado norteamericano o el mantenimiento de beneficios comerciales mediante el llamado sistema de preferencias generalizadas al respeto en los paises de referencia de los derechos de los trabajadores “reconocidos internacionalmente” (Perulli, 1999 : 155 ss.). Estas medidas forman parte de una política comercial que busca incrementar la competitividad de la economía de los Estados Unidos a la vez que se lanza una seria amenaza de sancionar comercialmente, en especial con retorsiones a las importaciones, a aquellos paises que no respeten determinados derechos sociales que enuncia la propia legislación americana. Estos derechos “reconocidos internacionalmente”, como se dijo, se concretan en la libertad de sindicación, el derecho de negociación colectiva, la prohibición de cualquier forma de trabajo forzoso u obligatorio, el establecimiento de una edad mínima de ingreso al trabajo para los jóvenes y, en fin, el disfrute de aceptables condiciones de trabajo en relación al salario mínimo, la jornada de trabajo y la seguridad y salud laboral (Perulli, 1999: 156). Se ha destacado que la legislación norteamericana guarda una gran analogía con la lista de derechos reconocidos en la Declaración OIT de 1998, pero que evita cualquier referencia a la regulación de los mismos en los Convenios OIT, que los Estados Unidos no han ratificado salvo en lo relativo a la prohibición del trabajo forzoso.
Suele criticarse esta imposición unilateral de la claúsula social como excusa para proteger las propias posiciones en el mercado del Estado que la realiza (Lyon-Caen, 1995: 93), así como la posible aplicación de la misma de forma discriminatoria y arbitraria (Aparicio, 1997 : 71). La experiencia con la que se cuenta avala estos juicios negativos acerca de la discrecionalidad política con la que se ha gestionado esta claúsula social, mas cercana a razones de geoestrategia, intereses económicos del capital americano y argumentos de seguridad nacional. Baste recordar que no se sancionó al Chile de Pinochet, donde no se tuvo en cuenta la violación de derechos humanos, laborales y sindicales, ni a Guatemala entre 1988 y 1991, pese a las denuncias de asesinatos, arrestos y torturas a sindicalistas, ni, en fin, a Malasia ni a Corea del Sur, pese a las reiteradas peticiones documentadas del sindicato AFL-CIO sobre el desconocimiento en tales paises de derechos sindicales y laborales (Perulli, 1999 : 167-168). Hay por tanto una práctica discriminatoria en el empleo de esta claúsula social que se separa de lo que constituiría su función primigenia para convertirse en un instrumento de la política exterior de la Administración de los Estados Unidos contra las “naciones políticamente desfavorecidas” (Amato, 1990 : 105).
Otro ejemplo de unilateralidad en la imposición de claúsulas sociales lo suministra la Unión Europea, también en el esquema de las preferencias generalizadas, aunque ofrece unos rasgos originales en contraposición al supuesto norteamericano. Hay dos tipos de mecanismos. El primero prevé la revocación temporal de las exenciones fiscales que lleva consigo el sistema de preferencias generalizadas ante cualquier práctica de esclavitud o de trabajo forzoso en los paises que comercian con la Unión, para lo que se pone en práctica un procedimiento ante la Comisión europea, que, por lo demás, ha sido ya utilizado en los casos de Myamar (Birmania) y Pakistan (Perulli, 1999 : 172-174). El segundo resulta mas original, porque instaura un procedimiento para conceder preferencias comerciales suplementarias de casi un 20% a aquellos paises ya incluidos en el sistema de preferencias generalizadas que demuestren haber adoptado y aplicado efectivamente las disposiciones previstas en los Convenios de la OIT referidos a la libertad sindical y a la negociación colectiva y a la edad mínima de admisión al trabajo, con la explicación adicional de qué medidas en concreto se han utilizado para aplicar y controlar la efectividad de la legislación concerniente a los derechos sociales (Perulli, 1999: 175) . Parece por tanto que el sistema europeo está mas relacionado con la protección internacional de los derechos laborales definida por la OIT, y que en consecuencia pretende evitar una interpretación “selectiva” y discrecional del respeto de los derechos sociales en los paises de referencia.
c) Las experiencias de regionalización económica y política. Armonización y convergencia de reglas en el Derecho Comunitario.
Precisamente estas experiencias de regionalización económicas y políticas de grupos de naciones relativamente homogéneas cultural, social y económicamente, parecen ser el ámbito mas adecuado para reconstruir un espacio de regulación de las relaciones laborales que sea funcional a los impulsos de la globalización (Treu, 1999 : 206) . Es un lugar común afirmar que es necesaria una nueva instancia que gobierne los procesos de globalización en cuanto estos implican una desnacionalización de las políticas sociales y económicas (Aparicio,1997 : 63), y ésta se encuentra en la configuración de una entidad supranacional integrada por la cesión parcial de la soberanía estatal de aquellos Estados que la componen. Estas agregaciones regionales son funcionales a la dinámica de la globalización en el sentido de que se ha comprobado que los distintos modelos de desarrollo económico y productivo poseen fuertes raices, tanto sociales como institucionales, en el ámbito regional (Treu, 1999 : 206). En estas nuevas figuras políticas, junto a la integración económica y de mercados, que constituye su objetivo primero y principal, debe articularse una “dimensión social” sobre la base de la armonización de un suelo mínimo de derechos sociales que deben ser respetados en este espacio supranacional, de forma que en este espacio se pudiera reconstruir un cierto primado de la política sobre la economía y una sistematización de las relaciones sociales orientada a una gradual redistribución de la riqueza y a la nivelación de las diferencias de clase, como resulta del compromiso político fundante de las democracias nacionales en la segunda posguerra mundial.
Es también sabido, sin embargo, que en las experiencias que se conocen, como el Tratado de Libre Comercio o Mercosur, esta preocupación por la “dimensión social” de los acuerdos de unidad de mercado, ha sido puesta muy en segundo plano, sin que se tienda a generar un espacio normativo supranacional en materia social. La Unión Europea ofrece un panorama más matizado, aunque no puede parangonarse a la construcción de los sistemas jurídico-laborales nacionales. No se han constitucionalizado los derechos sociales , ni existe un Derecho del Trabajo europeo –ni una política de empleo comunitaria – tal como lo conocemos en las experiencias estatales que componen la Unión. Ello no es sino manifestación del desequilibrio existente entre derecho, política y economía en el sistema jurídico comunitario (D’Antona, 1996 :8), que debe leerse ante todo en clave política como una muestra significativa del déficit democrático de la Unión Europea. Este juicio sobre la insuficiencia de una regulación a nivel regional sobre las relaciones de trabajo y los derechos sociales en el proceso de integración europeo, debe mantenerse aún después de Amsterdam, pese al significativo cambio que se ha producido en el desarrollo de la política social comunitaria (Rodriguez-Piñero Royo, 1998 : 52-53), y a la introducción de la regla de la mayoría cualificada en una buena parte de materias sociales, junto con el reforzamiento de los poderes del Parlamento europeo y de la acción de los interlocutores sociales (Roccella, 1999) que el Tratado instaura.
Aunque obviamente no es éste el lugar para detenerse en la problemática que plantea la producción de un espacio normativo comunitario en materia social, lo que sí puede ser pertinente en el contexto del discurso sobre una de las experiencias de regionalización más desarrolladas, es el método con arreglo al cual se intenta la emanación de normas comunitarias sobre las relaciones de trabajo y de protección social. La fórmula primera, progresivamente depurada, era la de la armonización de los diversos sistemas jurídicos nacionales a través de instrumentos normativos propiamente comunitarios, como los Reglamentos y las Directivas, lo que se ha realizado sobre determinadas materias. Como se sabe, mientras que los Reglamentos comunitarios crean normas perfectas e inmediatamente aplicables en todos los Estados, las Directivas
generan obligaciones de adaptación – armonización – de los ordenamientos jurídicos nacionales normalmente sobre el respeto a las disposiciones comunitarias como normas mínimas, como un mínimo común denominador que sin embargo no impidiera un grado aceptable de diversidad entre los ordenamientos (D’Antona, 1996 : 35). Junto a ello, ha influido también de modo muy decisivo la armonización extensiva de los principios de Derecho del trabajo que ha realizado el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, a través de lo que se ha denominado una “función paralegislativa” , especialmente en materia de libre circulación de los trabajadores, igualdad de trato por razón de sexo, acciones positivas y discriminaciones indirectas (Roccella, 1999). Pero estos impulsos a la armonización no han conseguido generalizar “políticas comunes en materia laboral y de empleo” (Treu, 1999 : 197).
Junto a ello, y con una intensidad mucho menor, se habla de convergencia de políticas nacionales de tipo “horizontal” (Roccella, Treu, 1995 : 38), como la que se ha producido respecto de las políticas de empleo, que aparecen coordinadas a nivel comunitario y sobre las que se realizarán periódicas valoraciones sobre los resultados obtenidos, pero sin que se instituya una sanción jurídica ante la inobservancia de las orientaciones generales – guidelines – diseñadas como modelo de política de empleo “convergente”(Treu, 1999 : 197). Hay también una apertura a la posible incidencia de los actores sociales en la configuración de normas en este espacio regional europeo. Se trata fundamentalmente del reconocimiento de poderes colectivos en el origen de normas comunitarias en materia laboral a través del procedimiento previsto en el art. 139.2 del Tratado de Amsterdam, referido a la existencia de un Acuerdo Colectivo entre las partes sociales que sirve de base a la decisión comunitaria.
Con todas sus ambivalencias e insuficiencias, es evidente que en el espacio europeo existe un complejo normativo en materia laboral y social que recrea una dimensión regulativa que excede de los confines marcados por la soberanía estatal (Romagnoli, 1999 : 19). Un ordenamiento supraestatal que se encuentra por cierto en estrecha interdependencia con los sistemas jurídicos nacionales, en cuya interrelación se encuentra también una clave para descifrar el grado de cohesión social y de capacidad regulativa institucional sobre el mercado .
d) Los códigos de conducta de las empresas transnacionales.
Hasta el momento se ha analizado la presencia de nuevas reglas de origen supraestatal o determinadas por algunos Estados con incidencia sobre el mercado global. En este epígrafe, sin embargo, hay un cambio de escenario, puesto que se han de examinar ciertas reglas de conducta que las empresas multinacionales se comprometen voluntariamente a observar en materia de relaciones laborales. Estas obligaciones se definen como Códigos de Conducta, y se resumen en un conjunto de estándares justos de trabajo que tales empresas han de aplicar en sus operaciones o que deben exigir que cumplan sus contratistas o suministradores en aquellos paises donde actúan (Aparicio, 1997 : 70). Se diferencia entre códigos “externos” e “internos” en función de que las reglas de conducta hayan sido promovidas desde organismos internacionales para su asunción por las empresas transnacionales o que por el contrario tengan su origen en una autorregulación de las propias firmas (Perulli, 1999 : 264). Respecto de los códigos del primer tipo, que supondrían un intento de regulación externa de la acción de las empresas multinacionales, al carecer de un régimen de sanciones jurídicas o políticas por el incumplimiento de tal disciplina prevista, por basarse en la voluntaria aceptación del Código por las empresas, se limitan a la elaboración de informes de seguimiento de las actividades de dichas empresas, sin apenas ninguna virtualidad práctica . Por eso resultan más originales – y más conocidos – los códigos del segundo tipo, que implican una autorregulación libremente asumida por las empresas multinacionales.
Los códigos de conducta internos, también llamados códigos éticos, suponen la interiorización por la empresa o grupo de empresas transnacionales de la necesidad de mantener un conjunto de “estándares justos de trabajo” que puede coincidir con los estándares internacionales de la OIT, o incluir algunos elementos mas, fundamentalmente referidos a política ambiental. En su adopción ha podido jugar un papel relevante la necesidad de contrarrestar una potencial publicidad negativa para determinadas empresas (Aparicio, 1997: 70), como sucede emblemáticamente con las firmas dedicadas al vestido deportivo o, en paralelo a esta reacción ante informaciones negativas sobre la acción de las multinacionales en el tercer mundo, la idea de construir un “consumo ético” mundial, afianzado a través de una buena campaña mediática (Perulli, 1999: 300). Pero más allá de estos interesados orígenes, lo interesante es reparar en el carácter ético explícitamente declarado de las obligaciones que asumen las multinacionales en cuestión . En tanto que prácticas morales, tales reglas no son normas jurídicas, entran en la esfera de la autonomía de la conciencia individual de la persona, que en este caso es la empresa multinacional. Por eso un objetivo de la adopción de estos códigos es justamente el de que la empresa, normalmente una gigantesca sociedad por acciones, se muestre como una persona no sólo jurídica, sino moral en el sentido más tradicional del término, que es digna de confianza ya no sólo por los espléndidos resultados económicos para sus propietarios, sino por su actuación honesta, regida por valores éticos, que le permite ser aceptada y moralmente compartida por los consumidores de sus productos en todo el mundo, “nimbada” su imagen para ser percibida de manera positiva por el público en general . Esta significación implica también que las obligaciones a que éticamente se compromete la empresa, no son exigibles por ningún medio jurídico, ni pueden ser reconducidas a alguna institución de carácter público, sino que su cumplimiento se deja al libre arbitrio del sujeto moralmente responsable.
Los códigos de conducta son actos unilaterales normalmente no negociados con la representación de los trabajadores en la empresa, ni con los contratistas o suministradores de las filiales de la misma en los países anfitriones. Carecen por tanto de una referencia colectiva respecto de los representantes de los trabajadores o sindicatos de la propia multinacional, que no son incorporados a participar en las reglas que la empresa va a mantener en sus sedes deslocalizadas, pero es también una determinación unilateral respecto de los sujetos que dependen de la organización productiva de la empresa en los paises en los que la multinacional despliega su actividad. Aunque resulte obvio resaltarlo, es la empresa multinacional el lugar donde se originan las reglas conducentes a la aplicación, de forma voluntaria, de un mínimo de estándares sociales. La empresa es por tanto un espacio de regulación radicalmente autónomo, en primer lugar por el propio carácter autoreferencial de las reglas que concibe, pero también por su propia elaboración unilateral y por su objetivo último, que no es la tutela de los derechos de los trabajadores en la producción, sino su presentación en el mercado mundial como sujeto valorizado éticamente. Los códigos de conducta constituyen, en consecuencia, la expresión mas clara de una tendencia a la despolitización de las reglas sobre las relaciones de trabajo, y de la debilitación de su legitimidad y fundamento democrático.
Desde esta perspectiva, no tiene mucho interés recordar la escasa aceptación por las corporaciones occidentales de los códigos de conducta externos, como antes se ha señalado, ni insistir en la incoercibilidad del incumplimiento de tales obligaciones que se basan en la voluntariedad de las empresas. Se ha señalado que, paradójicamente, estos códigos de conducta han asumido valor jurídico al ser utilizados como defensa frente a posibles demandas por actos cometidos por alguno de los directivos de las empresas multinacionales, en el sentido de que si la conducta de éste es contraria al Código ético de la empresa, ésta intentará así exonerarse de responsabilidad (Aparicio, 1997 :70). La aplicación efectiva de los estándares mínimos de trabajo ha sido, en la experiencia práctica con que se cuenta, muy baja, entre otras cosas porque en muchas ocasiones las prescripciones del código no se aplican a todos los eslabones de la cadena de producción, ni se controla la aplicación de tales estándares por las empresas subcontratistas, ni, en fin, se prevén sanciones como la rescisión de la contrata ante violaciones espacialmente graves de aquellas disposiciones mínimas (Perulli, 1999 : 311). Parece claro que en la efectividad de estos estándares sociales influye decisivamente que no se informe sobre su contenido a las organizaciones sindicales del sector radicadas en el país o países en los que la multinacional asienta su producción, y que no se prevea un procedimiento de control de su aplicación independiente de los mandos y directivos de las empresas filiales (Perulli, 1999 : 338).
Todo ello no impide que se puedan entrever desarrollos de esta fórmula más perfeccionados, que, manteniendo las características básicas de la figura, la traslade, ante todo, al área de la autonomía colectiva, insertándola en un diseño de regulación de un sector del mercado global, más allá de la estricta centralidad de la empresa como espacio de creación de normas. En ese sentido, Perulli (1999: 339) ha propuesto la realización de un código de conducta general, en los típicos sectores mundializados, negociado con las organizaciones sindicales internacionales y basado en los principios fundamentales de la OIT. La posibilidad de introducir una variante de esta propuesta desde el ámbito europeo, como código de conducta de las empresas europeas transnacionales, tiene un importante precedente en el Acuerdo de 1997 entre los agentes sociales para el sector del textil y confección (Perulli, 1999 : 330 ss.). Es por supuesto un modelo a imitar, pero si se extendiera, resulta evidente que se plantearían sustanciales interrogantes sobre el nuevo tipo de normas generado, los mecanismos para hacerlas efectivas, el campo de aplicación de las mismas y la administración de los procesos que los compromisos pactados abren, entre otros.
4.- La dimensión internacional de los sindicatos y de sus medios de acción.
Como se sabe, el elemento central en la regulación de las relaciones laborales lo constituye un principio de autonomía colectiva que implica la existencia de sindicatos y asociaciones empresariales como sujetos del pluralismo social. Sin embargo estas formas sociales se han construido históricamente y se desarrollan fundamentalmente en el marco estatal. Por historia y cultura son además muy diferentes entre sí. Por ceñirnos al marco regional europeo, si se toman cinco grandes países de la Unión Europea – Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña y España – se podrá apreciar cinco modelos diferentes de organización sindical, de relaciones laborales, de estructura de la negociación colectiva, de eficacia de los convenios (Lettieri, 1997 : 56). La “asimetría” entre un espacio de poder supranacional y esta localización nacional del sindicalismo lleva aparejada un vaciado progresivo de la eficacia y función de la acción sindical. Por ello se habla de la necesidad de una “revolución cultural e institucional” en el sindicalismo europeo (Lettieri, 1998 : 17), que no sólo trabaje en la construcción de estructuras organizativas a nivel supranacional, sino que vaya integrando la dimensión europea en la estrategia cotidiana de los sindicatos nacionales.
Es en Europa donde quizá el sindicalismo ha comprendido antes esta situación, e intenta , aunque con evidente retraso, ganar esa “nueva frontera” en su actuación. Ante todo, mediante la utilización de la Confederación Europea de Sindicatos (CES) como el instrumento unitario de coordinación de las confederaciones nacionales, al que progresivamente se van incorporando la práctica totalidad de éstas, una vez diluidos los vetos ideológicos que impedían el ingreso de importantes centrales sindicales del sur de Europa: CC.OO. en España, CGTP-IN en Portugal, CGT en Francia. De ellas, sólo ésta última no ha entrado en la CES por el momento. Una condición no escrita para el correcto funcionamiento de estas nuevas estructuras organizativas de ámbito regional es que en su seno se refleje la pluralidad de corrientes que existen en el conjunto del sindicalismo europeo, fuertemente ideologizado, y que expresan la enorme diversidad cultural del mismo. Es obvio, sin embargo, que un puro organismo de coordinación de políticas nacionales no permite el despliegue necesario de la acción sindical en el plano supranacional. Por eso ha sido precisa una reforma de los estatutos de esta Confederación para permitir que la CES adopte decisiones por mayoría cualificada, lo que implica un fenómenos de “cesión de soberanía” por parte de las organizaciones sindicales nacionales en beneficio de la europea, lo que tiene una especial relevancia en orden a la negociación colectiva comunitaria (D’Antona, 1998 b): 113). La CES se configura pues como una verdadera persona jurídica que actúa como sujeto sindical autónomo en el ámbito comunitario, trascendiendo la suma de los mandatos de cada una de las organizaciones sindicales nacionales que la componen.
No sucede lo mismo, sin embargo, con el asociacionismo empresarial, mucho más atrasado en su configuración como sujetos comunitarios plenos. En una gran medida, además, estas asociaciones sufren, con la mundialización de la economía, un socavamiento en su capacidad de gobierno de las relaciones laborales, fundamentalmente ante la velocidad de los cambios de propiedad que se producen en las ventas y compras del capital de las acciones de empresas nacionales y la extensa penetración de multinacionales en importantes sectores económicos. Este fenómeno lleva consigo la debilitación de las asociaciones empresariales de sector y simultáneamente, una progresiva empresarialización del gobierno del mismo a través de las empresas transnacionales cuya dirección se sitúa siempre fuera de las fronteras del Estado de que se trate. Las dos patronales europeas, UNICE en el sector privado y CEEP en el público, se enfrentan, sobre todo la primera, a importantes problemas de legitimación interna y a dificultades de coordinar la diversidad de intereses sectoriales que se dan en su seno. Tanto es así que, a diferencia de la CES, no está claro en sus estatutos la existencia de un mandato de las asociaciones empresariales estatales a favor de las organizaciones europeas, lo que plantea un serio problema de carencia de interlocutor dotado de legitimidad a efectos de negociar “voluntariamente” convenios colectivos a nivel supranacional (D’Antona, 1998 b): 113). Naturalmente que esta descompensación entre la existencia de legitimación para actuar como ente representativo de los intereses empresariales ante los poderes públicos comunitarios y la carencia de representación para poder negociar con los sindicatos europeos a nivel sectorial, demuestra la diferente concepción estratégica que sobre el particular tienen las asociaciones empresariales (D’Antona, 1998 b):113) y que, dicho sea de paso, revela un atraso en la forma de concebir las relaciones laborales en marcos regionalizados y el fuerte peso que tienen las estructuras burocráticas nacionales de las respectivas organizaciones empresariales, que contrasta con el dinamismo que se aprecia a nivel empresarial.
a) El problema de la representatividad.
En una gran medida, pues, el problema del sujeto sindical en la era de la globalización se reconduce al de su legitimación, o, de forma mas precisa, al de la representatividad de estos sujetos. Con ello se quiere hacer referencia a la capacidad de agregar amplios consensos sociales en torno a su acción, más allá desde luego de la relación de representación voluntaria que media entre la organización sindical y los trabajadores afiliados a la misma. La representatividad tiene que plantearse en una doble dirección, “fuera” y “dentro” de las fronteras nacionales, porque hoy aprecen firmemente soldadas ambas dimensiones. El interrogante que se plantea es el de si es posible mantener una situación de pluralismo real en la expresión del interés de todos los trabajadores de los distintos territorios que componen el nuevo espacio integrado económica y monetariamente a nivel supranacional, y si la síntesis de ese interés global de los trabajadores la puede realizar convincentemente el sindicato, constituido como sujeto capaz de presentarse y de ser percibido como el portador de este interés colectivo, que puede por tanto actuar en su defensa con los medios a su alcance en ese nivel supranacional. Esta vertiente denominada “externa” de la representatividad implica un proceso de afirmación del sujeto sindical, que debería irse decantando en paralelo al proceso de integración política en curso y que previsiblemente se enfrenta a dificultades parecidas a aquél en cuanto a la identificación de los ciudadanos europeos con estas formas representativas.
También, como se ha señalado, la globalización económinca despliega consecuencias negativas en el interior de los ordenamientos jurídicos nacionales, en un movimiento que socava las bases del poder sindical en el interior de las fronteras de los respectivos Estados. Por eso se plantea en una versión “interna” el problema de la legitimación sindical que implica la reformulación de su propia implantación y la capacidad de representar intereses no homogéneos, diferenciados por tantos motivos. En este contexto un tema no menor es preguntarse sobre la clase de trabajo que la forma-sindicato tiende a representar en su conjunto y, más en concreto, el lugar que ocupa el trabajo autónomo, semi-dependiente, atípico, en los esquemas organizativos y de actuación de los sindicatos de cada pais. O, enunciada de otra forma la pregunta, cómo tratar sindicalmente las múltiples manifestaciones de la “huida” del trabajo asalariado hacia la tierra de nadie de la inexistencia de derechos colectivos y de la norma legal que garantiza estándares mínimos de vida. El debate europeo sobre la “redistribución” extensiva de los ámbitos de aplicación de la norma laboral tiende a evitar estos territorios sin derechos (D’Antona, 1998 a): 321-322; Supiot, 1999) , aunque plantee a su vez el interrogante sobre la posible construcción de un sujeto no sectorializado desde el trabajo asalariado, sino definido desde un momento previo que abarque el trabajo y el no trabajo. Este punto genera de nuevo la urgencia en la definición de la función representativa del sindicato de la ciudadanía social, trascendiendo su clásica posición de tutela de los trabajadores en cuanto tales.
Esta problemática de la representatividad sindical tiene además una importante anclaje institucional y jurídico-político, en la medida en que este fenómeno implica la determinación por el ordenamiento jurídico de los criterios de selección de interlocutores, delimitando las reglas a las que se debe adecuar la representatividad de los sindicatos en cada pais. Es perceptible también aquí un doble nivel en el que se desarrolla el discurso. De un lado, en las instancias supranacionales, donde sería oportuna una definición de la representatividad de los actores sociales basada en criterios de medición homogéneos a las distintas realidades nacionales. Estos criterios deberían permitir la actuación general de los sujetos colectivos en uso de su libertad, especialmente en lo referido a negociación colectiva y huelga en la dimensión supranacional, y con relevancia tambien en los distintos ordenamientos nacionales. Naturalmente que esta problemática sólo se plantea como paso posterior a la plena existencia del sindicato “supranacional” como sujeto colectivo dotado de plenas capacidades de actuación en dicho ámbito, articuladamente con la acción de los respectivos sindicatos nacionales en las diferentes realidades sociales marcadas por las fronteras estatales. En el estado actual de las cosas, tal objetivo no parece irrazonable ni inalcanzable. Tanto es así que se ha planteado de hecho en la Unión Europea, aunque sin encontrar una respuesta adecuada en lo que se podría llamar una “legislación promocional” por parte de la Comisión Europea , si bien el tema ha sido recogido con fuerza en la importante Sentencia del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 17 de junio de 1998 (Casas, 1998 : 1-14).
De otra parte, la organización estatal del pluralismo sindical a través de las reglas para seleccionar a los sujetos “representativos” es ya un problema antiguo que, como tal, debe reformularse de nuevo atendiendo a esos imperativos de adecuación del sujeto colectivo a la diversidad de intereses por representar. Los ordenamientos jurídicos nacionales deberían acoplar las reglas sobre el “reconocimiento” de la implantación mayoritaria de los sindicatos a una óptica no engañosa, que permitiera la expresión fiel de una realidad social y de los sujetos presentes en ella con una cierta densidad organizativa y de actuación. O, lo que es lo mismo, que las ficciones jurídicas sobre la representatividad sindical no oculten ni nieguen la pluralidad sindical, pero que tampoco acuerden la misma posición jurídica a los sujetos que mayoritariamente defienden los intereses de los trabajadores en su globalidad o, mas allá, que se presentan como portadores del interés del conjunto de la ciudadanía social.
b) Los derechos de información y consulta en las empresas y grupos de empresas transnacionales.
La importancia de la empresa como lugar típico de producción de reglas sobre las relaciones de trabajo se deduce claramente de aquellos fenómenos de transnacionalización que generan unos espacios económicos unitarios prescindiendo de la dimensión territorial nacional en torno a la empresa o, mas frecuentemente, a los grupos de empresa multinacionales. Los derechos de participación de los trabajadores se reconocen a traves de cada sistema jurídico nacional, por lo que ésta aparece fragmentada, sin que se pueda construir un mecanismo de representación de intereses frente a la unidad de decisión en que consiste la empresa transnacional mas allá de las diferentes localizaciones territoriales de ésta. El marco jurídico supranacional que suministra la regionalización europea ha sido también capaz de crear fórmulas de representación de intereses de los trabajadores adecuadas a la realidad multinacional de la empresa. Se trata de la muy conocida y comentada Directiva 94/45/CE de 22 de septiembre de 1994 que crea los Comités de Empresa Europeos , modificada por la Directiva 97/74/CE, de 15 de diciembre, por la que se amplía a Gran Bretaña, pero esta idea se prolonga en algunos proyectos normativos que parecen próximos a ser aprobados, como la propuesta de directiva sobre el Estatuto de la Sociedad Europea, y los modelos de participación de los trabajadores en la misma (Pilati, 1999: 72-75).
Hay que destacar que merced a esta normativa comunitaria se inserta en el espacio de la empresa transnacional una estructura representativa interna, un elemento de participación en la toma de decisiones que puede reducir la opacidad de las mismas, a través del reconocimiento de derechos de información y de consulta sobre las cuestiones “generales” de la empresa, es decir, relativos al ámbito transnacional en el que se fija la unidad de decisión y de control de la empresa. Los Comités de empresa Europeos desempeñan así una función “institucional”, en el sentido de que los derechos de los que se dotan tienden a ser el contrapeso de un poder empresarial que ignora las fronteras nacionales (Zoppoli, 1998 : 14). Esta estructura representativa tiende a evitar la dispersión de la iniciativa sindical, fragmentada en las distintas sedes de la empresa, acudiendo al “empresario unitario” que adopta una política económica y laboral para el conjunto de la empresa, y a reaccionar frente a previsibles intentos de enfrentar concurrentemente los intereses de las distintas filiales de la multinacional.
El propio proceso de creación del Comité de Empresa Europeo requiere entablar una negociación colectiva a nivel transnacional, sobre la estructura y funcionamiento del mismo, y previsiblemente los períodos de consulta que prevé la Directiva y, consecuentemente también las leyes que la trasponen en los ordenamientos jurídicos nacionales, podrán desembocar en verdaderos procesos de negociación, como enseña la experiencia. Aquí también hay un reto para los sujetos sindicales que impulsan este tipo de representación, tanto en lo que respecta a la coordinación con cada uno de los sindicatos que actúa en el resto de países en que la empresa transnacional tenga centros de trabajo, como en la incorporación a la acción sindical del sindicato en el Estado de que se trate, de esta visión global sobre la empresa transnacional que el trabajo en común le ha permitido tener conocimiento. Se ha señalado, a este respecto, la posibilidad de que estos derechos de información y consulta puedan acentuar una especie de “microcorporativismo” en la gran empresa multinacional, en el sentido de que la participación prevista ponga en marcha una lógica de cohesión circunscrita a la propia empresa, sin que en consecuencia se ponga en relación la acción sindical en el interior de la empresa con los objetivos sindicales generales, tanto en el país de referencia como en la defensa del conjunto de los trabajadores a nivel comunitario; la dialéctica, en fin, entre la cohesión interna de la empresa y la necesaria cohesión social externa a las dinámicas de la empresa transnacional (Zoppoli, 1998 :19). Pero de nuevo la atención al control de las decisiones de las multinacionales y su significado político, la valoración en general de la información recabada a través de los Comités de Empresa Europeos en razón del proyecto global que lleva en sí el sindicato, y no en función del “universo cerrado de la empresa”, serán los terrenos cotidianos donde se desenvuelvan las experiencias sindicales al respecto.
c) Negociación colectiva supranacional.
La incorporación a la acción sindical de la “nueva frontera” que supone la dimensión supranacional, repercute directamente sobre la forma de producción de reglas vinculantes sobre las relaciones laborales más tradicional de la acción sindical, la negociación colectiva. Hay que tener en cuenta que la negociación colectiva presenta un producto típico, el convenio colectivo, como resultado “normal” de dicha actividad, producto sobre el que existe una acabada teorización en la que se caracteriza la figura y se la integra en el ordenamiento jurídico (estatal), precisando su carácter de fuente del derecho y los efectos jurídicos que despliega. Esta “tipicidad” del instrumento regulativo por excelencia proviniente de la autonomía colectiva puede que no se reconozca en la nueva dimensión supranacional de la acción sindical. Es decir que en esta dimensión comienzan a aparecer nuevos productos reguladores de las relaciones laborales basados en el principio de autonomía colectiva, pero que carecen de la precisión taxonómica de los conceptos clásicos.
En la experiencia europea, la propia categoría de la negociación colectiva comunitaria se resiste a encajar dentro del molde que sugiere su denominación. La negociación colectiva tal como surgió en el Acuerdo de Política Social de Maastricht, incorporado ahora al tratado de Amsterdam, no debería en puridad recibir ese nombre, pues su eficacia se reconduce a la decisión del órgano comunitario y no a la autonomía de las partes firmantes, como requeriría cualquier convenio colectivo (Aparicio, 1996 :191). Definida como “un personaje que busca su propia identidad”, realmente se trata de una manifestación de concertación social (D’Antona, 1998 b : 106), que inserta un momento negocial en la iniciativa pública comunitaria y, más adelante, en la propia decisión política, llegando incluso a convalidar el déficit de legitimidad democrática que padece el sistema jurídico comunitario (Roccella, 1998 : 47 y 52).
Hay otras manifestaciones de la acción sindical que presentan una cierta viscosidad clasificatoria, puesto que representan un continuum entre derechos de consulta, fórmulas de participación y acuerdo colectivo, normalmente concebidas de modo abierto, como un procedimiento que se desarrolla en paralelo a los procesos determinantes de decisiones organizativas de la empresa, que vienen así participados a través de estos cauces de difícil precisión dogmática. Otras experiencias articulan el nivel transnacional y el nacional de manera muy flexible, sin que puedan parangonarse a fenómenos conocidos de estructuración o de encuadramiento de la negociación colectiva: se elaboran orientaciones generales – guidelines – en los órganos de representación de la empresa transnacional sobre determinados asuntos que constituyen a su vez el motor de la negociación colectiva en cada pais, a través de los actores sociales. Ya antes se ha mencionado la negociación, a nivel de sector comunitario de un Código de Conducta que las empresas transnacionales habrán de respetar en su actuación; aquí la autonomía colectiva genera como producto un compromiso cuyo sin embargo se deja a la autonomía organizativa de la empresa y a su actuación unilateral. A grandes rasgos se diría que en estas nuevas formas emergentes de regulación colectiva en el ámbito supranacional, predomina la informalidad como valor, a lo que sigue una marcada preferencia por la procedimentalización de la toma de decisiones como método, en una cierta articulación de niveles desde el comunitario al nacional. Por eso la clásica perspectiva del jurista que se preocupa de precisar la eficacia jurídica de estos nuevos procesos de formación de reglas se debe descomponer en dos tiempos. La discusión sobre la eficacia jurídica se recuperará en la forma de recepción de estas reglas que cada ordenamiento nacional dispone, al que posiblemente remiten gran parte de estos nuevos productos regulativos para que sean actuados “según los procedimientos y las prácticas propias de los interlocutores sociales y de los Estados miembros”, mientras que en el nivel supranacional la discusión se sitúa en el de verificar la eficacia real de estas nuevas fórmulas, es decir, en la perspectiva de debatir sobre la vigencia social de estos actos colectivos.
Siempre con el mismo objetivo de definir el marco supranacional de la acción sindical como un elemento añadido a su práctica cotidiana y a su cultura, se ha señalado (Daübler, 1998) la necesidad de coordinar políticas y estrategias de negociación sobre los contenidos de los convenios colectivos a nivel sectorial en cada uno de los paises que componen la Unión Europea. Se trataría de una especie de convergencia de políticas negociales, en paralelo a lo que se realiza a nivel comunitario con la coordinación y convergencia de las políticas estatales en materia de empleo. Incluso se han sugerido los contenidos sobre los que podría ser posible la homogeneización tendencial de las condiciones de trabajo en un determinado sector , a través de la negociación de los respectivos convenios de ámbito nacional en cada uno de los estados afectados, así como la necesidad de coordinar los tiempos de inicio y la duración de los procesos de negociación en los diferentes paises (Daübler, 1998).
5.- ¿Un proyecto alternativo en el espacio de la globalización?
El interrogante que encabeza este último epígrafe se contesta si se ha tenido la paciencia de leer en orden las páginas precedentes. Parece que desde el reducido ámbito del Derecho del trabajo, la emergencia de nuevas reglas y de una buena serie de problemas adyacentes no permiten hablar de un black-out de las experiencias de control público y colectivo de las reglas del mercado de trabajo. Lo que aquí se ha denominado “sentido común” de la globalización, en oposición a las realidades normativas y reglas jurídicas existentes, tiene mucho de los disaster scenarios (Thygesen, Kosai, Lawrence, 1996 : 105) a los que están acostumbrados los diseñadores de un nuevo mundo global a su medida. Porque si hay algo que puede resultar ya evidente es que el mundo global no es sólo un proyecto autoritario, y que hay un espacio por recuperar de forma alternativa en esta “era global”. Ello exige imponer otra lógica en la regulación global, basada en la recuperación de la igualdad y en la re-politización democrática de la economía-mundo. Desde la pérdida de influencia del Estado-Nación y de la soberanía estatal sobre la que hasta ahora se volcaban los esfuerzos de nivelación social, son precisas iniciativas dirigidas a la construcción de entidades supranacionales, espacios integrados económica y políticamente, y en el reconocimiento de la empresa transnacional como terreno regulativo. Hay que “normalizar” en estos terrenos la presencia de la acción sindical, reformulando las relaciones de poder en los mismos de forma no asimétrica, y estableciendo “contrapesos” en las mismas, aunque la forma de expresión de éstos tenga que ser diferente y cause cierta perplejidad al jurista, acostumbrado a las certezas de un sistema jurídico guiado por un principio estricto de territorialidad estatal.
Posiblemente el carácter alternativo vendrá dado sobre la base de la construcción de una “legalidad” democrática, mas allá y al lado de la regulación estatal clásica, en la que el poder social normativo de los sujetos colectivos, a través de diversas y por el momento atípicas formas de expresión, desempeñe un papel relevante. Es conveniente reparar sin embargo en que el espacio de la globalización incluye también el espacio estatal, estableciendo por consiguiente unas relaciones de interdependencia entre la emanación de reglas en estas dimensiones. La base de unos planteamientos alternativos podría reposar en el carácter “ciudadano” de los derechos sociales, y en especial de los derechos sindicales: una ciudadanía global que requiere la extensión de estos derechos a escala planetaria. Y