El Comercio
Ante la probable desactivación de la Oficina Nacional Anticorrupción (ONA), el Gobierno y el Congreso deben hacer un esfuerzo por rescatar las funciones para las cuales fue concebida y trasladarlas a otro organismo público, mejor aún si es de rango constitucional.
Temas cruciales como identificar los casos- tipo de corrupción (en las unidades de gestión educativa, la coima en el tránsito, etc.) eran tareas propias de esta oficina. El desafío mayor es encontrar soluciones marco para problemas endémicos.
Lamentablemente, el proyecto no despegó y su titular, Carolina Lizárraga, terminó por renunciar al cargo. Pero, esto no debe ser motivo para olvidar sus objetivos iniciales.
A la Contraloría General de la República, el órgano superior del sistema nacional de control, le corresponde sobre todo una función a posteriori y no preventiva, la que lleva a cabo con dificultades y a veces con lentitud.
Por lo mismo, habría que pensar, para retomar las funciones de la ONA y los retos descritos, en una entidad que goza de prestigio y cuenta con un solvente equipo profesional como la Defensoría del Pueblo. Y, aunque se requieran algunos ajustes legales, en teoría estarían dentro de sus atribuciones constitucionales, pues combatir la corrupción es algo coherente con la misión defensorial de supervisar el cumplimiento de los deberes de la administración estatal y la prestación de los servicios públicos a la ciudadanía.