21/07/08: El problema de quién es quién en el TC

El Comercio, 21 de julio del 2008.

Por: Enrique Bernales Ballesteros. Jurista |

Ha costado mucho al país consolidar sus instituciones democráticas y lograr un sistema de control constitucional correcto en su diseño y funcionamiento. Podemos discutir las sentencias, coincidir con unas y discrepar de otras, pero lo importante es contar con el Tribunal Constitucional (TC), convertido en cabal protector de los derechos ciudadanos y de la constitucionalidad de las leyes.

Para construir un tribunal funcional se recorrió por caminos sinuosos y virtuales paralizaciones. En los años 80 el proceso de definición se quedó en la búsqueda y en la década del 90 fue peor, el fujimorato descabezó la jurisdicción constitucional para facilitar sus objetivos de concentración de poder. Superada la autocracia y desde la transición democrática, el tribunal se recompuso y consiguió ser una de las instituciones más eficientes y creíbles del país. Los mayores problemas surgieron del sistema de elección de sus integrantes, dado que es una elección política. El Parlamento, que es el órgano controlado en su función legislativa, determina quiénes van a ser sus controladores. Este sistema ha generado críticas porque se presta a elecciones de ‘cuoteo’ partidario que luego podría afectar la independencia del tribunal.

No obstante, una reforma en este extremo de la Constitución, no es posible ahora –en realidad, en ningún aspecto– dada la pobre actuación del Parlamento. Importa, por tanto, atender a las calidades éticas de los elegidos en el ejercicio de sus deberes y responsabilidades. Todo magistrado tiene vinculaciones e identidades específicas que, a veces, constituyen un aspecto importante de su opción de vida. Nadie tiene atribuciones para inmiscuirse en esos ámbitos. Es posible que identidades religiosas, familiares, deportivas, etc., sean vectores fundamentales de decisión en la vida cotidiana y está bien que sea así. No obstante, el magistrado constitucional tiene obligaciones éticas ineludibles. Un magistrado constitucional, por ejemplo, puede ser católico, pero su opción religiosa no prima sobre el deber de neutralidad e independencia que le impone la magistratura. Su única elección jurisdiccional es la que está señalada en el texto constitucional, aun si vulnera los intereses de su iglesia, club, el partido de sus simpatías o cualesquiera de sus otras identidades. Eso es independencia y sin ella no hay justicia constitucional.

Luego de los cambios en la presidencia del TC, la opinión pública espera una renovación del compromiso con la independencia institucional. Pero también corresponde a la institución pronunciarse sobre las causas de la renuncia de su anterior presidente. Para ganar credibilidad hay que afrontar la verdad, sin sesgos ni disimulo.

Tengo gran respeto por el enorme talento de César Landa y sé que es persona proba.

A su sucesor, lo conozco desde hace muchos años y soy testigo de su permanente y cada vez más rica vocación jurídica. Dejo, pues, constancia de su honorabilidad y de sus notables dotes académicas. Como reseñé en su libro “Derechos de la Persona. Dogmática Constitucional”, su inquietud por los derechos humanos es de antigua e inspiradora data. Proviene de los tiempos de la vida universitaria y de su contacto con la realidad social, la vocación política y la especialización continua. Esta dedicación aparece en sus trabajos de recopilación jurídica, análisis y sistematización constitucional. Es esa vocación constitucional la que, en momentos como los que hoy le convocan, debe prevalecer a cualquier otra consideración o lealtad. Un magistrado constitucional no debe más fidelidad que al texto de la Constitución. En teoría es así, pero las cualidades como los compromisos auténticos se forjan y se prueban en la batalla, en el quehacer cotidiano que nos exige decisiones.

Esperamos que el Tribunal Constitucional rebata las dudas y las supere. Que nos demuestre que la independencia cabal de su alta magistratura está muy por encima de cualquier afinidad.