EL DERECHO PENAL MÍNIMO

Trabajo aparecido en VV.AA., “Prevención y Teoría de la Pena”, Editorial Jurídica Conosur, Santiago, Chile, 1995, pp. 25-48

Luigi Ferrajoli
Universidad de Camerino

1. Doctrinas, teorías e ideologías de la pena

Muchos de los equívocos que influyen sobre las discusiones teóricas y filosóficas, en torno a la clásica pregunta de «¿por qué castigar?», dependen, según mi opinión, de la frecuente conclusión que se genera entre los diversos significados que a ella se atribuyen, entre los diversos problemas que ella refleja y entre los diversos niveles y universos de discursos a los cuales pertenecen las respuestas admitidas por aquella pregunta. Estos equívocos se manifiestan también en el debate entre «abolicionistas» y «justificadores» del derecho penal, lo cual da lugar a incomprensiones teóricas que a menudo son interpretadas como disentimientos ético-políticos. Lo que es más grave, además, es que ellas confieren a las doctrinas justificadoras de la pena unas funciones apologéticas y de apoyo al derecho penal existente, por lo cual las mismas doctrinas abolicionistas quedan supeditadas en el plano metodológico. De tal forma, semejantes equívocos resultan ser los responsables de ciertos proyectos y estrategias de una política criminal conservadora o utópicamente regresiva.La tarea preliminar del análisis filosófico es entonces la de aclarar los distintos estatutos epistemológicos de los problemas reflejados por la pregunta «¿por qué castigar?», como así mismo de sus diferentes soluciones. Para alcanzar estos fines me parece esencial realizar dos clases de distinciones. La primera -que, siendo banal, no siempre es tenida en cuenta- se relaciona con los posibles significados de la pregunta; la segunda -más importante y habitualmente olvidada- se refiere a los niveles de discurso desde los cuales se pueden ensayar las posibles respuestas.

La pregunta «¿por qué castigar?» puede ser entendida con dos sentidos distintos: a) el de porqué existe la pena, o bien porqué se castiga; b) el de porqué debe existir la pena, o bien por qué se debe castigar. En el primer sentido el problema del «porqué» de la pena es un problema científico, o bien empírico o de hecho, que admite respuestas de carácter historiográfico o sociológico formuladas en forma de proposiciones asertivas, verificables y falsificables pero de cualquier modo susceptibles de ser creídas como verdaderas o falsas. En el segundo sentido el problema es, en cambio, uno de naturaleza filosófica -más precisamente de filosofía moral o política- que admite respuestas de carácter ético-político expresadas bajo la forma de proposiciones normativas las que sin ser verdaderas ni falsas, son aceptables o inaceptables en cuanto axiológicamente válidas o inválidas. Para evitar confusiones será útil utilizar dos palabras distintas para designar estos significados del «porqué»: la palabra función para indicar los usos descriptivos y la palabra fin para indicar los usos normativos. Emplearé correlativamente dos palabras distintas para designar el diverso estatuto epistemológico de las respuestas admitidas por las clases de cuestiones: diré que son teorías explicativas o explicaciones las respuestas a las cuestiones históricas o sociológicas sobre la función (o las funciones) que de hecho cumplen el derecho penal y las penas, mientras son doctrinas axiológicas o de justificación las respuestas a las cuestiones ético-filosóficas sobre el fin (o los fines) que ellas deberían perseguir.
Un vicio metodológico que puede observarse en muchas de las respuestas a la pregunta «¿por qué castigar?», consiste en la confusión en la que caen aquéllas entre función y fin, o bien entre el ser y el deber ser de la pena, y en la consecuente asunción de las explicaciones como justificaciones o viceversa. Esta confusión es practicada antes que nada por quienes producen o sostienen las doctrinas filosóficas de la justificación, presentándolas como «teorías de la pena». Es de tal modo que ellos hablan, a propósito de las tesis sobre los fines de la pena, de «teorías absolutas» o «relativas», de «teorías retributivas» o «utilitarias», de «teorías de la prevención general» o «de la prevención especial» o similares, sugiriendo la idea que la pena posee un efecto (antes que un fin) retributivo o reparador, o que ella previene (antes de que deba prevenir) los delitos, o que reeduca (antes que debe reeducar) a los condenados, o que disuade (antes que deba disuadir) a la generalidad de los ciudadanos de cometer delitos. Mas en una confusión análoga caen también quienes producen o sostienen teorías sociológicas de la pena, presentándolas como doctrinas de justificación. Contrariamente a los primeros, estos últimos conciben como fines las funciones o los efectos de la pena o del derecho penal verificados empíricamente; es así que afirman que la pena debe ser aflictiva sobre la base de que lo es concretamente, o que debe estigmatizar o aislar o neutralizar a los condenados en cuanto de hecho cumple tales funciones.

Es esencial, en cambio, aclarar que las tesis axiológicas y los discursos filosóficos sobre el fin que justifica (o no justifica) la pena, y más en general el derecho penal, no constituyen «teorías» en el sentido empírico o asertivo que comúnmente se atribuye a esta expresión. Éstas son más bien doctrinas normativas -o más simplemente normas, o modelos normativos de valoración o justificación- formuladas o rechazadas con referencia a valores. Son, por el contrario, teorías descriptivas únicamente (y no «doctrinas») -en la medida en la cual resultan aserciones formuladas sobre la base de la observación de los hechos y con relación a que éstos sean verificables y falsificables- las explicaciones empíricas de la función de la pena puestas de manifiesto por la historiografía y por la sociología de las instituciones penales. Las doctrinas normativas del fin y las teorías explicativas de la función resultan además asimétricas entre ellas no sólo en el terreno semántico, a causa del distinto significado de «fin» y de «función», sino también en el plano pragmático, a consecuencia de las finalidades directivas de las primeras y descriptivas de las segundas.[1]

Propongo llamar «ideologías» ya sea a las doctrinas como a las teorías que incurren en las confusiones antes indicadas entre modelos de justificación y esquemas de explicación. Por «ideología» -según la definición estipulativa que he asumido en otra ocasión[2]- entiendo, efectivamente, toda tesis o conjunto de tesis que confunde entre «deber ser» y «ser» (o bien entre proposiciones normativas y proposiciones asertivas), contraviniendo así el principio meta-lógico conocido con el nombre de «ley de Hume», según el cual no se pueden derivar lógicamente conclusiones prescriptivas o morales de premisas descriptivas o fácticas, ni viceversa. Llamaré más precisamente ideologías naturalistas o realistas a las ideologías que asumen las explicaciones empíricas (también) como justificaciones axiológicas, incurriendo así en la «falacia naturalista» que origina la derivación del deber ser del ser; y denominaré ideologías normativistas o idealistas a las que asumen las justificaciones axiológicas (también) como explicaciones empíricas, incurriendo así, para decirlo de algún modo, en la «falacia normativista» que produce la derivación del ser del deber ser.

Diré, en consecuencia, que las doctrinas normativas del fin de la pena devienen ideologías (normativistas) siempre que son contrabandeadas como teorías, es decir, que asuman como descriptivos los que sólo son modelos o proyectos normativos. Mientras, las teorías descriptivas de la función de la pena devienen a su vez en ideologías (naturalistas) siempre que son contrabandeadas como doctrinas, o sea cuando asumen como descriptivos o justificadores aquellos que únicamente son esquemas explicativos. Tanto las doctrinas ideológicas del primer tipo como las teorías ideológicas del segundo son lógicamente falaces; esto ocurre porque ya substituyen el deber ser con el ser, deduciendo aserciones de prescripciones, o ya porque suplantan el ser con el deber ser, deduciendo prescripciones de aserciones. Unas y otras, además, cumplen una función de legitimación o desvaloración del derecho existente; las primeras porque acreditan como funciones de hecho las satisfacciones de los que únicamente son fines axiológica o normativamente perseguidos (por ejemplo, del hecho que a la pena se le asigna el fin de prevenir los delitos, las primeras teorías deducen el hecho de que concretamente se les previene); las segundas, porque acreditan como fines o modelos axiológicos para perseguir, aquellos que solamente son las funciones o los defectos de hecho realizados (por ejemplo, del hecho que la pena retribuye un mal con otro mal, estas teorías deducen que la pena debe retribuir un mal con otro mal). Una de las tareas del meta-análisis filosófico del derecho penal es la de identificar e impedir estos dos tipos de ideologías, manteniendo diferenciadas las doctrinas de la justificación de las teorías de la explicación, de suerte que ellas no se acrediten o desacrediten recíprocamente.

2. Doctrinas de la justificación y justificaciones. La justificación a posteriori y sus condiciones metaéticas

Las doctrinas normativas del fin y las teorías explicativas de la función son entre ellas asimétricas no sólo en el plano semántico y en el pragmático, sino también en el plano sintáctico. Con base en la ley de Hume, en efecto, una tesis prescriptiva no puede derivar de una tesis descriptiva, ni al contrario. De aquí resulta que mientras las teorías explicativas no pueden ser favorecidas ni, desmentidas con argumentos normativos extraídos de elecciones o juicios de valor -sino sólo partiendo de la observación y de la descripción de aquello que de hecho sucede- las doctrinas normativas tampoco pueden favorecerse ni confutarse con argumentos fácticas extraídos de la observación empírica, sino sólo teniendo en cuenta su conformidad o disconformidad con valores.

En un vicio ideológico simétrico a aquel que influyen muchas doctrinas de justificación de la pena incurren también muchas doctrinas abolicionistas. Éstas contestan el fundamento axiológico de las primeras con el argumento asertivo de que la pena no satisface en concreto los fines a ella atribuidos; por ejemplo, que no previene los delitos, o no reeduca a los condenados o incluso tiene una función criminógena opuesta a los fines indicados que la justifican. Semejantes críticas están en principio viciadas a su vez por una falacia naturalista, siendo imposible derivar así de argumentos asertivos tanto el rechazo como la aceptación de proposiciones prescriptivas. Hay un sólo caso en que dichas críticas son pertinentes y es cuando ellas argumentan tanto la no realización cuanto la imposibilidad de constatar empíricamente el fin indicado como justificante. Piénsese con tal objeto en las doctrinas que asignan a la pena el fin retributivo de reparar el delito realizado o bien el fin preventivo de impedir cualquier delito futuro; esto es, que le atribuyen fines ostensiblemente inalcanzables.[3] Pero en este caso no nos encontramos frente a doctrinas propiamente normativas, sino a ideologías viciadas por una falacia normativista; ello así, pues condición de sentido de cualquier norma es la posibilidad aleatoria de que ella sea observada (además de violada),[4] siempre que se confirme que el fin prescripto no puede ser materialmente realizado y, no obstante ello, se asuma la posible realización como criterio de justificación. Esto supone que la tesis de la posible realización, contradictoria con la tesis empírica de la irrealizabilidad, ha sido derivada de la norma violando la ley de Hume.

Más allá de este caso, las doctrinas de justificación del derecho penal no admiten su crítica sólo porque el fin por ellas indicado como justificador no resulte empíricamente satisfecho. La tesis de que tal fin no es realizado aunque sea realizable es una crítica que debe dirigirse al derecho penal y no a la doctrina normativa de justificación; es decir, debe dirigirse contra las prácticas punitivas -legislativas y judiciales- en cuanto éstas desatienden los fines que las justifican, pero no a sus modelos justificadores.[5] En resumen, dicha tesis se convierte en un argumento que no va contra la doctrina de justificación, sino contra la justificación misma. De tal manera, hemos llegado así a la segunda distinción a que he hecho alusión al comienzo, o sea a aquella que aparece entre los diversos niveles de discurso sobre los cuales se colocan los discursos sobre la justificación y los discursos de justificación o de no justificación de la pena.

Los discursos sobre la justificación (o doctrinas de justificación), son discursos orientados a la argumentación de criterios de aceptación de los medios penales en relación a los fines a ellos asignados. Los discursos de justificación (o justificaciones), están en cambio orientados a argumentar la adaptación de los medios penales en cuanto éstos son reconocidos como funcionales a los fines que se asumen como justificadores. Los primeros pertenecen a un nivel metalingüístico respecto a aquel al cual pertenecen los segundos. En este sentido, mientras las doctrinas de justificación tienen como objeto las justificaciones mismas, es decir, los fines justificadores del derecho penal y de las penas, son precisamente las justificaciones (y las no justificaciones) las que tienen por objeto el mismo derecho penal y las penas.

El defecto epistemológico del que adolecen habitualmente las justificaciones de la pena sugeridas por las doctrinas de justificación -y particularmente por las doctrinas utilitarias- consiste en la confusión que se genera entre los dos niveles de discurso que he diferenciado. A causa de esta confusión, las doctrinas normativas de justificación aparecen casi siempre presentadas directamente como justificaciones. Es de aquí que nacen las justificaciones apriorísticas; pero no de este o de aquel ordenamiento penal o de esta o de aquella institución concreta, sino del derecho penal o de la pena en cuanto tal, o mejor de la idea de derecho penal o de pena. En este caso la violación de la ley de Hume no se refiere a la doctrina de justificación, sino a la justificación misma. De la doctrina normativa, la cual destaca un fin preciso como criterio de justificación de la pena o del derecho penal en general, se deduce en efecto que las penas o los concretos ordenamientos penales satisfacen de hecho dicho fin y son por lo tanto justificados. El resultado es una falacia normativista, absolutamente idéntica a aquella de la substitución de los fines con las funciones, en la cual incurren las doctrinas ideológicas normativistas. Las justificaciones, en verdad, son provistas a posteriori, sobre la base de la correspondencia verificada entre los fines justificadores y las funciones efectivamente realizadas. Cuando una justificación es apriorística, es decir, prescinda de la observación de los hechos justificados, entonces ella se convierte en una ideología normativista o, si se quiere, idealista.

Llegados a este punto es posible estipular los requisitos metaéticos de un modelo de justificación de la pena, capaz de escapar a los distintos tipos de falacia -naturalista y normativista- que hasta ahora se han señalado y, en consecuencia, no caer así en una ideología de legitimación apriorística. Estos requisitos son de dos tipos.

El primero de estos tipos de requisitos se vincula con la valoración del fin penal justificador y de los medios penales para justificar. Con el objeto de impedir las autojustificaciones ideológicas del derecho penal y de las penas, viciadas por falacias naturalistas o normativistas, es necesario que el fin sea reconocido como un bien extrajurídico -es decir, externo al derecho- y que el medio sea reconocido como un mal -esto es, como un costo humano y social que precisamente por eso ha de justificarse-. Una doctrina de justificación de la pena consistente, supone, por ello, la aceptación del postulado jurídico-positivo de la separación del derecho de la moral, de modo tal que ni el delito ha de ser considerado como un mal en sí (quia prohibitum), ni la pena lo será como un bien o un valor en sí (quia peccatum). La justificación de las penas debe entonces suponer la de las prohibiciones penales, de forma que dicha justificación no puede ser ofrecida sin una preventiva fundación ético-política de los bienes materiales merecedores de protección penal.

El segundo de los tipos de requisitos aludidos atiende las relaciones entre los medios y los fines penales. Para que una doctrina de justificación no se convierta en una ideología de legitimación normativista, es necesario que los medios sean congruentes con los fines, de modo que las metas justificadoras del derecho penal puedan ser empíricamente alcanzadas con las penas y no lo sean sin las penas. Pero además, para que ella no sea utilizada directamente como justificación apriorística, es asimismo necesario que los fines sean homogéneos con los medios, de forma que el mal procurado por las penas sea confrontable con el bien perseguido como fin y, del mismo modo, se pueda justificar no sólo la necesidad sino también la naturaleza y la medida como mal o costo menor en relación con la fallida satisfacción del fin.

Un modelo de justificación que satisfaga estos dos tipos de requisitos está en condiciones de fundar no sólo justificaciones; podrá también instituir -según los casos- no justificaciones de las penas y de los sistemas penales. Él podrá entonces operar como modelo o doctrina de legitimación y, asimismo, de deslegitimación moral y política del derecho penal. Por lo demás, éste es el elemento que distingue una doctrina o modelo de justificación de una ideología de justificación; es decir, se prueba así su idoneidad no tanto para justificar apriorísticamente, sino para indicar las condiciones en presencia de las cuales el derecho penal está justificado y en ausencia de las cuales no puede estarlo. Con esto queda dicho que las justificaciones otorgadas con base en una doctrina de justificación de la pena deben consistir en justificaciones relativas y condicionadas, para no convertirse a su vez en operaciones de legitimación apriorística y, por lo tanto, ideológicas. De tal modo, aquéllas serán justificaciones a posteriori, parciales y contingentes, porque están orientadas a la realización del bien extrajurídico asumido como fin y a la graduación de los medios penales justificados respecto a dicho fin. Serán además perfectamente compatibles con las no justificaciones e hipótesis de reforma o de abolición -de la misma manera a posteriori y contingentes- del sistema penal valorado o de sus instituciones concretas.

Es comprensible que la no justificación particular de un sistema penal o de una pena, si no es suficiente para impugnar la doctrina de justificación en base a la cual se formula, no es tampoco suficiente para confirmar una doctrina abolicionista; equivale únicamente a un proyecto de abolición o de reforma del sistema o de la institución penal no justificada. Efectivamente, es necesario que los requisitos antes indicados como necesarios para un modelo de justificación deban ser considerados tanto insatisfechos como imposibles de satisfacer; de tal modo, una doctrina abolicionista podrá ser consistente y no convertirse en una ideología. Resumiendo, es necesario que con base en una tal doctrina ningún fin extra-penal sea compartido moralmente o comprendido como empíricamente realizable, o también que ningún medio penal sea considerado moralmente aceptable o empíricamente congruente y conmensurable con el fin.

3. Las ideologías justificadoras. Ambivalencia del utilitarismo penal: máxima felicidad posible o mínimo sufrimiento necesario

Si ahora analizamos -con la medida de nuestro esquema metaético y prescindiendo de las críticas directamente éticas[6]- las doctrinas de justificación de la pena elaboradas en la historia del pensamiento penal, debemos resaltar que ellas, por defecto de alguno de los requisitos epistemológicos más arriba indicados, han resultado ser doctrinas ideológicas o también se han prestado para acreditar justificaciones ideológicas.

Es evidente que tanto las doctrinas llamadas «absolutas» o «retribucionistas» como las doctrinas correccionales de la denominada «prevención especial positiva», acusan el defecto del primero de los dos tipos de requisitos aludidos. En ambos casos, en efecto, la pena (como también la prohibición) no está justificada por fines extrapunitivos, sino por el valor intrínseco asociado a su aplicación; en este sentido la pena se configura como un bien en sí y como un fin a sí misma en razón del valor intrínseco y no extrapenal que asimismo se atribuye a la prohibición. En la base de estas concepciones de la pena existe siempre una confusión entre derecho y moral. Esto se manifiesta en las doctrinas de derivación kantiana de la pena como «retribución ética», justificada como el valor moral del imperativo violado y del castigo consecuentemente aplicado; también se revela en las doctrinas de ascendencia hegeliana de la pena como «retribución jurídica», justificada por la necesidad de reintegrar con una violencia opuesta al delito el derecho violado, el cual, a su vez, es concebido como valor moral o «substancia ética».[7] Pero, asimismo, puede constatarse en las doctrinas correccionales de inspiración católica o positivista que también conciben el delito como enfermedad moral o natural y la pena como «medicina» del alma o «tratamiento» terapéutico. En todos los casos el medio punitivo resulta identificado con el fin, mientras la justificación de la pena, definiéndose como legitimación moral apriorística e incondicionada, se reduce a una petición de principios. Estas doctrinas eticistas son consecuentemente ideologías en los dos sentidos ya ilustrados. Las doctrinas retribucionistas son, precisamente, ideologías naturalistas, puesto que valoran el carácter retributivo de la pena, que es un hecho, substituyendo la motivación con la justificación[8] y así deducen el deber ser del ser. Al contrario, las doctrinas correccionales de la prevención especial son ideologías normativistas, dado que asignan a la pena un fin ético, asumiéndolo apriorísticamente como satisfecho no obstante que de hecho no se realice o quizá sea irrealizable; así es como estas doctrinas deducen el ser del deber ser.

Un discurso totalmente diferente debe hacerse, en cambio, respecto de las doctrinas utilitaristas de la prevención general. De modo diferente a las retribucionistas y a las correccionales, estas doctrinas tienen el mérito de disociar los medios penales, concebidos como males, de los fines extrapenales idóneos para justificarles. Esta disociación resulta ser una condición necesaria -aunque por sí sola insuficiente- para: a) consentir un equilibrio entre los costos representados por las penas y los daños que éstas tienen el fin de prevenir; b) impedir la autojustificación de los medios penales como consecuencia de la confusión entre derecho y moral; y c) hacer posible la justificación de las prohibiciones penales antes que de las penas, sobre la base de finalidades externas a la pena y al derecho penal.

El utilitarismo -precisamente porque excluye las penas inútiles no justificándolas con supuestas razones morales- es, en suma, el presupuesto de toda doctrina racional de justificación de la pena y también de los límites de la potestad punitiva del Estado. Éste es el motivo por el cual dicho utilitarismo ha resultado ser un elemento constante de la tradición penalista laica y liberal que se ha desarrollado por obra del pensamiento dominante en los siglos xvii y xviii, el cual echó las bases del Estado de derecho y del derecho penal moderno. Desde Grozio, Hobbes, Locke, Puffendorf y Thomasius hasta Montesquieu, Beccaria, Voltaire, Filangieri, Bentham y Pagano, todo el pensamiento penal reformador está de acuerdo en considerar que las aflicciones penales son precios necesarios para impedir daños mayores a los ciudadanos, y no constituyen homenajes gratuitos a la ética o a la religión o al sentimiento de venganza.

En cuanto necesario, el utilitarismo no es, sin embargo, un presupuesto de por sí suficiente para fundamentar, en el plan metaético, aquellos criterios de justificación idóneos no sólo para legitimar la pena, sino también para deslegitimarla, aun cuando ellos no resulten satisfechos. ¿En qué consisten, en efecto, las utilidades procuradas y/o los daños ocasionados por el derecho penal? ¿Quiénes son los sujetos a cuyas utilidades se hace referencia? De las respuestas a estas preguntas es que depende la posibilidad de adecuar a las utilidades identificadas como fin los costos representados por las penas y, en consecuencia, así poder establecer los límites y las condiciones en ausencia de los cuales la pena resultaría injustificada.

Según mi opinión, el utilitarismo penal es, en principio, una doctrina ambivalente. De él, lógicamente, se pueden extraer dos versiones, según el tipo de fin asignado a la pena y al derecho penal. Una primera versión es aquella que compara el fin con la máxima utilidad posible que pueda asegurarse a la mayoría de los no desviados. Una segunda versión es la que parangona el fin con el mínimo sufrimiento necesario a infligirse a la minoría de los desviados. La primera versión relaciona el fin (únicamente) con los intereses de seguridad social, diferentes de aquellos que pertenecen a los sujetos a quienes les es aplicada la pena, y hace entonces imposible la comparación entre costos y beneficios. La segunda relaciona en cambio el fin (también) con los intereses de los mismos destinatarios de la pena -quienes en ausencia de ésta podrían sufrir mayores males extra-penales- y permite entonces la comparación entre ellos y los medios penales adoptados. Además, mientras la primera versión no está en condiciones de exigir ningún límite ni garantía a la intervención punitiva del Estado, la segunda es una doctrina de los límites del derecho penal, del cual acepta su justificación, sólo si sus intervenciones se reducen al mínimo necesario. Resulta a todas luces evidente que si el fin es la máxima seguridad social alcanzable contra la repetición de futuros delitos, ella servirá para legitimar apriorísticamente los máximos medios. Así ocurre con las penas más severas, comprendida la pena de muerte; los procedimientos más antigarantistas, comprendidas la tortura y las medidas de policía más antiliberales e invadientes. Lógicamente entonces, el utilitarismo, entendido en este sentido, no garantiza en ningún modo contra el arbitrio potestativo. Al contrario, si el fin es el mínimo de sufrimiento necesario para la prevención de males futuros, estarán justificados únicamente los medios mínimos, es decir, el mínimo de las penas como también de las prohibiciones.

Haré otras precisiones sobre el modelo de justificación con base en esta segunda posible versión del utilitarismo penal. Resalto, entretanto, que toda la tradición penal utilitarista está casi íntegramente informada en la primera de las dos versiones del principio de utilidad antes diferenciadas. Existen, es verdad, en el pensamiento iluminista, algunos enunciados generales también de la primera versión. «Toute peine qui ne derive pas de la nécessité est tyrannique», escribe Montesquieu.[9] «Fu dunque la necessità», dice Beccaria; «che costrince gli uomini a cedere parte della propria libertà: egli è adunque certo che ciascuno non ne vuol mettere nel pubblico deposito che la minima porzion possibile, quella sola che basti ad indurre gli altri a difenderlo. L’aggregato di queste minimi porzioni possìbili forma il diritto di punire: tutto il più è abuso e non giustizia, è fatto, ma non già diritto».[10] También Bentham,[11] Romagnosi[12] y Carmignani[13] aluden repetidamente a la «necesidad» como criterio de justificación de la pena.[14] Estas indicaciones, valiosas pero embrionales, serán luego abandonadas por las doctrinas utilitaristas del xix, las cuales se orientaron según modelos correccionalistas e intimidacionistas de derecho penal máximo o ilimitado. Por otra parte, estas doctrinas fueron asimismo rebatidas por la misma concepción iluminista del principio de utilidad penal, identificado concordemente -por Beccaria[15] y Bentham[16]- con el criterio mayoritario y tendencialmente iliberal de la «máxima felicidad dividida entre el mayor número».

Coherentemente con este criterio -que refleja perfectamente la primera de las dos versiones del utilitarismo penal antes aludidas- toda las doctrinas utilitaristas han siempre atribuido a la pena el único fin de la prevención de los delitos futuros, protegiendo la mayoría no desviada, y no el de la prevención de los castigos arbitrarios o excesivos, tutelando la minoría de los desviados y de todos aquellos considerados en esta categoría. Ello ha llevado a justificar su calificación indiferenciada como doctrinas de la «defensa social» en sentido amplio.[17] Todas las finalidades que confusa o variadamente han sido indicadas por el utilitarismo penal clásico como justificaciones de la pena, se relacionan efectivamente con la prevención de los delitos; así ocurre con la neutralización o corrección de los delincuentes, con la disuasión de todas las personas para que no cometan delitos mediante el ejemplo de la pena o su amenaza legal, con la integración disciplinaria de unos y de otros por medio de la reafirmación de los valores jurídicos lesionados, etc.

La asimetría entre fines justificadores -que atañen a los no desviados y a los medios justificados-, los cuales lesionan el interés de los desviados, transforma por lo tanto en inconmensurables los medios presupuestados y los fines perseguidos y, a su vez, convierte en arbitraria la justificación de los primeros a través de los segundos. Es por esta razón que todas las doctrinas de la prevención de los delitos sirven para ser utilizadas como criterios de justificación ideológica, por defecto del segundo tipo de requisitos metaéticos antes establecidos. Es posible, además, agregar otras dos consideraciones. Tales justificaciones no requieren ser compartidas por quienes sufren las penas; en contraste, pueden ser calificadas con el principio de la universalidad de los juicios morales expresados por la primera ley kantiana de la moral,[18] como justificaciones a-morales. Además, contraviniendo la segunda ley kantiana de la moral, según la cual ninguna persona puede ser utilizada como un medio para fines que le son extraños,[19] aunque sean sociales y recomendables, las penas pueden ser también calificadas como justificaciones in-morales.[20]

4. Un utilitarismo penal reformado. El doble fin del derecho penal: la prevención de los delitos y la prevención de las penas informales

Los vicios ideológicos de las doctrinas de justificación y/o de las justificaciones corrientes, parecerían dar apoyo a los proyectos abolicionistas que desde muchos ángulos[21] han sido recientemente repropuestos. Ninguno de los fines indicados por dichas doctrinas parece, en efecto, por sí mismo suficiente como para justificar aquella violencia organizada y programada que es la pena, contra un ciudadano inerme. Como es natural, ésta sería una conclusión impropia, tanto lógica como teóricamente. Lógicamente impropia, porque la fallida satisfacción de fines justificadores e incluso su ausente identificación, no son razones suficientes -según la ley de Hume- para fundar doctrinas normativas, tales como lo son las abolicionistas. Teóricamente impropia, porque las doctrinas normativas de semejante género son a su vez valoradas sobre la base de las perspectivas que su actuación abriría.

Veremos más adelante que tales perspectivas no son para nada atrayentes. No obstante, al abolicionismo penal[22] deben reconocérsele dos méritos que no deben dejarse de lado. Puesto que en la prefiguración de la sociedad futura dichas perspectivas expresan una explícita confusión entre derecho y moral con consecuencias inevitablemente iliberales,[23] es en la crítica de la sociedad presente que ellas están por el contrario orientadas a separar -hasta su contraposición- las instancias éticas de justicia y el derecho positivo vigente. Esta contraposición se manifiesta, por un lado, en la deslegitimación de los ordenamientos existentes o de sus partes singulares; por otro lado, en la justificación de los delitos antes que de las penas respecto de los cuales éstas revelan sus causas sociales o psicológicas, o sus legítimas motivaciones políticas o la ilegitimidad moral de los intereses lesionados por tales delitos. El punto de vista abolicionista -precisamente por que se coloca de la parte de quien sufre el costo de las penas antes que del poder punitivo y es por lo tanto programáticamente externo a las instituciones penales vigentes- ha tenido entonces el mérito de favorecer la autonomía de la criminología crítica y de provocar asimismo las investigaciones sobre los orígenes culturales y sociales de la desviación como de la relatividad histórica y política de los intereses penalmente protegidos. Pero, por ello, también ha permitido -quizá más que cualquier otro- contrastar la latente legitimidad moral de la filosofía y de la ciencia penal oficiales.

Existe luego un segundo mérito -más pertinente para nuestro problema porque es de carácter eurístico y metodológico- que es necesario reconocer a las doctrinas abolicionistas. Deslegitimando el derecho penal desde una óptica programáticamente externa y denunciando la arbitrariedad, como también los costos y los sufrimientos que él acarrea, los abolicionistas vuelcan sobre los justificacionistas el peso de la justificación. Esta inversión del cargo de la prueba se agrega, por lo tanto, a los otros requisitos de nuestro modelo normativo de justificación de la pena. Las justificaciones adecuadas de aquel producto humano y artificial, que es el derecho penal, deben ofrecer unas réplicas convincentes a las hipótesis abolicionistas, demostrando no sólo que la suma global de los costos que él provoca es inferior a la de las ventajas procuradas, sino también que lo mismo puede decirse de sus penas, de sus prohibiciones y de sus técnicas de verificación. Y puesto que el punto de vista externo de los abolicionistas es el de los destinatarios de las penas, es también con referencia al primero que las justificaciones ofrecidas deberán ser satisfactorias y antes aun pertinentes.

Partiendo del punto de vista radicalmente externo de las doctrinas abolicionistas, intentaré aquí elaborar un modelo normativo de justificación de la pena que sea lógicamente consistente gracias a los requisitos metaéticos indicados en el párrafo 2 y al mismo tiempo capaz de replicar a la provocación abolicionista.

Ha sido visto en el parágrafo precedente que el límite común a todas las doctrinas utilitaristas es la asunción, como fin de la pena, de la sola prevención de «delitos similares»[24] respecto del delincuente y de los otros ciudadanos. Esta concepción del fin hace del moderno utilitarismo penal un utilitarismo dividido, que observa solamente la máxima utilidad de la mayoría y consecuentemente se expone a tentaciones de autolegitimación y a involuciones autoritarias hacia modelos de derecho penal máximo. Se comprende que un fin semejante no está en condiciones de dictar algún límite máximo, sino únicamente el límite mínimo por debajo del cual ese fin no es adecuadamente realizable y la sanción no es más una «pena» sino una «tasa». Lo que más cuenta además, en el plano metaético, es que los medios penales y los fines extrapenales resultan heterogéneos entre ellos y no comparables; atendiendo a sujetos diferentes, los males representados por los primeros no son, en efecto, comparables, ni éticamente justificables, con los bienes representados por los segundos.

Para obviar estos defectos y para fundamentar una adecuada doctrina de la justificación y también de los límites del derecho penal, es entonces necesario recurrir a un segundo parámetro utilitario: más allá del máximo bienestar posible para los no desviados, hay que alcanzar también el mínimo malestar necesario de los desviados. Este segundo parámetro señala un segundo fin justificador, cual es: el de la prevención, más que de los delitos, de otro tipo de mal, antitético al delito que habitualmente es olvidado tanto por las doctrinas justificacionistas como por las abolicionistas. Se alude aquí a la mayor reacción (informal, salvaje, espontánea, arbitraria, punitiva pero no penal) que en ausencia de penas manifestaría la parte ofendida o ciertas fuerzas sociales e institucionales con ella solidarias. Creo que evitar este otro mal, del cual sería víctima el delincuente, representa el fin primario del derecho penal. Entiendo decir con ello que la pena no sirve únicamente para prevenir los injustos delitos, sino también los injustos castigos; la pena no es amenazada e infligida ne peccetur, también lo es ne punietur; no tutela solamente la persona ofendida por el delito, del mismo modo protege al delincuente de las reacciones informales, públicas o privadas. En esta perspectiva la «pena mínima necesaria» de la cual hablaron los iluministas no es únicamente un medio, es ella misma un fin: el fin de la minimización de la reacción violenta contra el delito. Este fin, entonces, a diferencia del de la prevención de los delitos, es también idóneo para indicar -por su homogeneidad con el medio- el límite máximo de la pena por encima del cual no se justifica la substitución de las penas informales.

Una concepción semejante del fin de la pena no es extraña a la tradición iluminista, pero es dentro de ella donde se confunde con la teoría explicativa acerca del origen y de la función histórica de la pena. Según una idea ampliamente difundida y de clara derivación jusnaturalista pero también contractualista, la pena es primero el producto de la socialización y segundo el de la estatalización de la venganza privada, concebida a su vez como expresión del derecho natural «de defensa» que pertenece a cada hombre para su conservación en el estado de naturaleza.[25] Empero, es sobre esta idea que se ha basado a menudo la tesis de la continuidad histórica y teórica entre pena y venganza. Esta situación indica claramente un paralogismo, en el cual no sólo han caído muchos retribucionistas, sino también otros tantos utilitaristas -de Filangieri[26] a Romagnosi[27] y de Carrara[28] a Enrico Ferri[29]-, todos los cuales han concebido y justificado el derecho penal como derecho (no más natural sino positivo) de defensa a través del que se habría desarrollado y perfeccionado el derecho natural de defensa individual.

Esta tesis debe rechazarse. En efecto, el derecho penal no nace como negación de la venganza sino como desarrollo, no como continuidad sino como discontinuidad y en conflicto con ella; y se justifica no ya con el fin de asegurarla, sino con el de impedirla. Es verdad que la pena, históricamente, substituye a la venganza privada. Pero esta substitución no es ni explicable históricamente ni tanto menos justificable axiológicamente con el fin de mejor satisfacer el deseo de venganza; por el contrario, sólo se puede justificar con el fin de poner remedio y de prevenir las manifestaciones. En este sentido es posible decir que la historia del derecho penal y de la pena puede ser leída como la historia de una larga lucha contra la venganza. El primer paso de esta historia se da cuando la venganza fue regulada como derecho-deber privado, superando a la parte ofendida y a su grupo parental según los principios de la venganza de la sangre y la ley del talión. El segundo paso, mucho más decisivo, se marcó cuando se produjo una disociación entre el juez y la parte ofendida, de modo que la justicia privada -los duelos, los linchamientos, las ejecuciones sumarias, los ajustes de cuentas- fue no sólo dejada sin tutela sino también prohibida. El derecho penal nace precisamente en este momento, o sea cuando la relación bilateral parte ofendida/ofensor es substituida por una relación trilateral, que ve en tercera posición o como imparcial a una autoridad judicial. Es por esto que cada vez que un juez aparece animado por sentimientos de venganza, o parciales, o de defensa social, o bien el Estado deja un espacio a la justicia sumaria de los particulares, quiere decir que el derecho penal regresa a un estado salvaje, anterior al nacimiento de la civilización.

Esto no significa, naturalmente, que el fin de la prevención general de los delitos no constituya una finalidad esencial del derecho penal. Significa más bien que el derecho penal está dirigido a cumplir una doble función preventiva, una como otra negativa, o sea a la prevención de los delitos y a la prevención general de las penas privadas o arbitrarias o desproporcionadas. La primera función indica el límite mínimo, la segunda el límite máximo de las penas. De los dos fines, el segundo, a menudo abandonado, es sin embargo el más importante. Esto es así pues, mientras es indudable la idoneidad del derecho penal para satisfacer eficazmente al primero -no pudiéndose desconocer las complejas razones sociales, psicológicas y culturales, no ciertamente neutralizables con el único temor de las penas- es en cambio mucho más cierta su idoneidad, además que su necesidad, para satisfacer el segundo, aun cuando se haga con penas modestas y poco más que simbólicas.

5. El derecho penal mínimo como técnica de tutela de los derechos fundamentales. La ley penal como ley del más débil.

El fin general del derecho penal, tal como resulta de la doble finalidad preventiva recién ilustrada, consiste entonces en impedir la razón construida, o sea en la minimización de la violencia en la sociedad. Es razón construida el delito. Es razón construida la venganza. En ambos casos se verifica un conflicto violento resuelto por la fuerza; por la fuerza del delincuente en el primer caso, por la de la parte ofendida en el segundo. Mas la fuerza es en las dos situaciones casi arbitraria e incontrolada; pero no sólo, como es obvio, en la ofensa, sino también en la venganza, que por naturaleza es incierta, desproporcionada, no regulada, dirigida a veces contra el inocente. La ley penal está dirigida a minimizar esta doble violencia, previniendo mediante su parte punitiva la razón construida, expresada por la venganza o por otras posibles razones informales.

Es claro que, entendido de esta manera, el fin del derecho penal no puede reducirse a la mera defensa social de los intereses constituidos contra la amenaza representada por los delitos. Dicho fin supone más bien la protección del débil contra el más fuerte, tanto del débil ofendido o amenazado por el delito, como del débil ofendido o amenazado por las venganzas; contra el más fuerte, que en el delito es el delincuente y en la venganza es la parte ofendida o los sujetos con ella solidarios. Precisamente -monopolizando la fuerza, delimitando los presupuestos y las modalidades e impidiendo el ejercicio arbitrario por parte de los sujetos no autorizados- la prohibición y la amenaza de las penas protegen a los reos contra las venganzas u otras reacciones más severas. En ambos aspectos la ley penal se justifica en cuanto ley del más débil, orientada hacia la tutela de sus derechos contra las violencias arbitrarias del más fuerte. De este modo, los derechos fundamentales constituyen precisamente los parámetros que definen los ámbitos y los límites como bienes, los cuales no se justifica ofender ni con los delitos ni con las puniciones.

Yo creo que sólo concibiendo de esta manera el fin del derecho penal es posible formular una adecuada doctrina de justificación, como asimismo de los vínculos y de los límites -y por lo tanto de los criterios de deslegitimación- de la potestad punitiva del Estado. Un sistema penal -puede decirse- está justificado únicamente si la suma de las violencias -delitos, venganzas y puniciones arbitrarias- que él puede prevenir, es superior a la de las violencias constituidas por los delitos no prevenidos y por las penas para ellos conminadas. Naturalmente, un cálculo de este género es imposible. Se puede decir, no obstante, que la pena está justificada como mal menor -esto es, sólo si es menor, o sea menos aflictiva y menos arbitraria- respecto a otras reacciones no jurídicas y más en general, que el monopolio estatal de la potestad punitiva está tanto más justificado cuanto más bajos son los costos del derecho penal respecto a los costos de la anarquía punitiva.

Nuestro modelo normativo de justificación satisface por lo tanto todas las condiciones de adecuación ética y de consistencia lógica requeridas para el plano metaetico en el párrafo 2. En primer lugar, orientando el derecho penal hacia el único fin de la prevención general negativa -de las penas (informales) además que de los delitos-, se excluye la confusión del derecho penal con la moral que distingue las doctrinas retribucionistas y las correccionalistas; asimismo, entonces, se impide la autolegitimación moralista o, peor, naturalista. En segundo lugar, se responde así tanto a la pregunta «¿por qué prohibir?» como a la de «¿por qué castigar?», imponiendo a las prohibiciones y a las penas dos finalidades distintas y concurrentes que son, respectivamente, el máximo bienestar posible de los que no se desvían y el mínimo malestar necesario de los desviados, dentro del fin general de la limitación de los arbitrios y de la minimización de la violencia en la sociedad. Asignando al derecho penal el fin prioritario de minimizar las lesiones (o maximizar la tutela) a los derechos de los desviados, además del fin secundario de minimizar las lesiones (o maximizar la tutela) a los derechos de los no desviados, se evitan así las autojustificaciones apriorísticas de modelos de derecho penal máximo y se aceptan únicamente las justificaciones a posteriori de modelos de derecho penal mínimo. En tercer lugar, nuestro modelo reconoce que la pena, por su carácter aflictivo y coercitivo, es en todo caso un mal, al que no sirve encubrir con finalidades filantrópicas de tipo reeducativo o resocializante y de hecho, por último, siempre aflictivo. Siendo un mal, sin embargo, la pena es siempre justificable si (y sólo si) se reduce a un mal menor respecto a la venganza o a otras reacciones sociales, y si (y sólo si) el condenado obtiene el bien de substraerse -gracias a ella- a informales puniciones imprevisibles, incontroladas y desproporcionadas. Y esto, en cuarto lugar, es suficiente para que dicha justificación no entre en conflicto con el principio ético kantiano -que por cierto es también un criterio metaético de homogeneidad y de comparación entre medios y fines- según el cual ninguna persona puede ser tratada como un medio por un fin que no es el suyo. La pena, en efecto, como se ha dicho, está justificada no sólo ne peccetur, o sea en el interés de otros, sino también ne punietur, es decir, en el interés del reo de no sufrir abusos mayores.

Finalmente, nuestro modelo justificativo permite una réplica persuasoria -aunque siempre contingente, parcial y problemática- frente a las doctrinas normativas abolicionistas. Si estas doctrinas ponen de manifiesto los costos del derecho penal, el modelo de justificación aquí presentado revela los costos del mismo tipo pero más elevados que pueden generar -no sólo para la generalidad, sino también para los reos- la anarquía punitiva nacida de la ausencia de un derecho penal. Estos costos son de dos tipos y no necesariamente se excluyen entre ellos; ellos son el del libre abandono del sistema social al bellum omnium y a la reacción salvaje e incontrolada contra las ofensas, con un inevitable predominio del más fuerte, y el de la regulación disciplinaria de la sociedad, en condición de prevenir las ofensas y las reacciones a éstas con medios diversos y quizá más eficaces que las penas pero seguramente más costosos para la libertad de todos. Éstas son las alternativas abolicionistas que es oportuno analizar ahora para cumplir, con base en el esquema utilitarista aquí esbozado, con la obligación de la justificación de lo que he llamado «derecho penal mínimo» y precisar con mayor exactitud el sistema de garantías que lo define.

6. La prevención penal de cuatro alternativas abolicionistas. La minimización de la violencia y del poder

Distinguiré cada una de las dos alternativas abolicionistas arriba indicadas en dos tipos de alternativas, según que ellas se confíen a mecanismos de control espontáneos o bien institucionales. Presentaré, en consecuencia, como alternativa al derecho penal, cuatro posibles sistemas de control social, no todos necesariamente incompatibles entre ellos, pero todos obviamente carentes de cualquier garantía contra el abuso y el arbitrio. Estos sistemas son: a) los sistemas de control social-salvaje, los cuales se han manifestado históricamente en todos los ordenamientos punitivos arcaicos, cuando la reacción frente a la ofensa ha sido confiada a la venganza individual o parental antes que a la pena, en casos tales como la venganza de la sangre, la «faida» (venganza privada especialmente cruenta), el duelo, el «guidrigildo» (en el antiguo derecho germánico, el precio que el homicida de un hombre libre pagaba para evitar la venganza familiar) y similares, en todos los cuales se verificaba un amplio espacio para la ley del más fuerte; b) los sistemas de control estatal-salvaje, los cuales han sido históricamente utilizados, ya en ordenamientos primitivos de carácter despótico, ya en los modernos ordenamientos autoritarios, cuando la pena es aplicada sobre la base de procedimientos potestativos generados por el arbitrio o los intereses contingentes de quien la determina, sin garantías que tutelen al condenado; c) los sistemas de control social-disciplinarios, o autorregulados, también ellos característicos de comunidades primitivas pero más en general de todas las comunidades de fuerte índole ética e ideologizadas, sujetas a la acción de rígidos conformismos que operan bajo formas autocensurantes, como también bajo las presiones de ojos colectivos, policías morales, panoptismos sociales difundidos, linchamientos morales, ostracismos y demonizaciones públicas; y d) los sistemas de control estatal-disciplinarios que son un producto típicamente moderno y sobre todo un peligro en el futuro, los cuales se caracterizan por el desarrollo de las funciones preventivas de policía y de seguridad pública a través de técnicas de vigilancia total, tales como aquellas introducidas, además del espionaje sobre los ciudadanos por obra de potentes policías secretas, por los actuales sistemas informáticos de registro generalizado y de control audiovisivo.

Estos cuatro sistemas -sociedad salvaje, Estado salvaje, sociedad disciplinaria y Estado disciplinario- corresponden a otras tantas alternativas abolicionistas que potencialmente se presentan cada vez que entra en crisis el derecho penal; su fin justificante, aunque no sea el propio de tales sistemas, puede ser identificado precisamente en su prevención. El último de estos sistemas es el más alarmante, por su capacidad para convivir ocultamente también con las modernas democracias. Es muy posible eliminar o reducir al máximo los delitos mediante una limitación preventiva de la libertad de todos. Ello se obtiene con los tanques en las calles y con los policías a las espaldas de los ciudadanos pero también -más moderna y silenciosamente- con las radiosespías, las telecámaras en los lugares de vida y de trabajo, las interceptaciones telefónicas y todo el conjunto de técnicas informáticas y telemáticas de control a distancia que hacen hoy posible un Panópticon social mucho más capilar y penetrante del carcelario concebido por Bentham e idóneo para funciones no sólo de prevención de los delitos, sino también de gobierno político de la sociedad. Respecto a un sistema tan penetrante, que puede muy bien combinarse con medidas de prevención especial para quien es considerado peligroso, la defensa del derecho penal equivale a la defensa de la libertad física y contra la transgresión, en cuanto ésta es prohibida deónticamente y no ya imposibilitada materialmente. El derecho penal, en aparente paradoja, viene así a configurarse como una técnica de control que garantiza -con la libertad física de infringir la ley a costa de las penas- la libertad de todos. Es efectivamente evidente que la prohibición y la represión penal producen restricciones de la libertad, incomparablemente menores respecto de aquellas que serían necesarias, para el mismo fin, con la sola prevención policial, quizá completándose ésta por la prevención especial. Esto ocurre, ya porque la represión de los comportamientos prohibidos ataca únicamente la libertad de los delincuentes, mientras la prevención policial va contra la libertad de todos; ya porque la una interviene solamente ex post, en presencia de hechos predeterminados, mientras la otra interviene ex ante, en presencia del único peligro de delitos futuros que puede ser inducido de indicios indeterminados e indeterminables normativamente.

Mas el derecho penal no garantiza solamente la libertad física u objetiva de delinquir y de no delinquir. Él garantiza también la libertad moral o subjetiva que, en cambio, es impedida por la tercera alternativa abolicionista, la del control social-disciplinario, basado sobre la interiorización de la represión y sobre el temor de las censuras colectivas informales, antes que de las penas, las cuales pueden ser paralizadoras de las sanciones formales. «La sanción penal -escribe Filangieri- es aquella parte de la ley con la cual se ofrece al ciudadano la elección o el incumplimiento de un deber social o la pérdida de un derecho social»; es decir ,«un freno desagradable opuesto a la “pasión innata”» que «la sociedad no puede destruir»,[30] y no un medio de homologación de las conciencias y de destrucción o normalización disciplinaria de las pasiones y de los deseos. Al mismo tiempo, respecto a las invasiones de los controles sociales informales, la pena formalizada garantiza el respeto de la persona, protegiéndola contra pretensiones de socializarla coactivamente y de estigmas y censuras morales. Como tal, ella es una alternativa a las penas infamantes premodernas -la «gogna» (antigua pena que consistía en estrechar un collar de hierro al cuello de los condenados expuestos al ludibrio público), la exposición frente al público con un cartel aplicado al pecho o a la espalda y similares- dirigidas esencialmente a humillar al culpable provocando la reprobación social. Pero, asimismo, corresponde también por este aspecto a un momento iluminista que se inscribe en el proceso de laicización del derecho penal moderno. «Hay una categoría de penas -escribía Humboldt- que debería ser absolutamente abolida; hablo de la marca de infamia. El honor de un hombre, la estima que a su respeto pueden tener sus conciudadanos, no caen bajo la autoridad del Estado.»[31] «Terminada la pena -afirmó todavía más radicalmente Morelly en su Code de la Nature- estará prohibido a cada ciudadano hacer el mínimo reproche a la persona que la ha descontado o a sus parientes, de informar las personas que la ignoran y asimismo demostrar el mínimo desprecio por los culpables, en su presencia y ausencia, bajo pena de sufrir el mismo castigo.»[32]

Si con relación a las alternativas abolicionistas representadas como sistemas disciplinarios, las formas jurídicas de la prohibición y de la pena se justifican como técnicas de control que maximizan la libertad de todos, es con respecto a las alternativas representadas por los sistemas salvajes que ellas se justifican como técnicas, las cuales, compatiblemente con las libertades, maximizan la seguridad de la generalidad y antes todavía la de los delincuentes. El fin primario del derecho penal, se ha dicho, es el de impedir o prevenir las reacciones informales al delito. Este fin se articula a su vez en dos finalidades: la prevención general de la venganza privada, individual y colectiva, tal como se expresa en la venganza de la sangre, en la razón construida, en el linchamiento, en la represalia y similares; y la prevención general de la venganza pública que sería cumplida, en ausencia de derecho penal, por los poderes soberanos de tipo absoluto y despótico no regulados ni limitados por normas y por garantías. De estos dos sistemas punitivos, que he denominado «salvajes», el primero pertenece a una fase primordial de nuestra historia, aun cuando no debe descuidarse su reaparición en fenómenos modernos como las policías privadas, las escuadras de vigilantes, las justicias penales domésticas y, en general, la relativa anarquía y autonomía punitiva presente en las zonas sociales marginadas o periféricas también de los países evolucionados. El segundo, aunque correspondiendo a ordenamientos arcaicos de tipo prepenal, es virtualmente inherente a todo momento de crisis del derecho penal, a las que éste retrocede siempre que se debilitan los vínculos garantistas del poder punitivo y se amplían sus espacios de arbitrio.

Si se consideran las alternativas conformadas por estas cuatro formas de represión incontrolada y oculta, se hace evidente el fin justificante del derecho penal como sistema racional de minimización de la violencia y del arbitrio punitivo y de maximización de la libertad y de la seguridad de los ciudadanos. El abolicionismo penal -cualesquiera que sean los intentos libertarios y humanitarios que pueden animarlo- se configura, en consecuencia, como una utopía regresiva que presenta, sobre el presupuesto ilusorio de una sociedad buena o de un Estado bueno, modelos de hechos desregulados o autorregulados de vigilancia y/o punición, con relación a los cuales es el derecho penal -tal como ha sido fatigosamente concebido con su complejo sistema de garantías por el pensamiento jurídico iluminista- el que constituye, histórica y axiológicamente, una alternativa progresista.

7. Praxis abolicionista y utopía garantista

Lamentablemente, las cuatro perspectivas abolicionistas hasta ahora ilustradas son sólo en parte utopías. Su formulación hipotética no es en absoluto un ejercicio intelectual propuesto como argumento a contrario a fin de satisfacer la obligación de la justificación del derecho penal. Esos cuatro sistemas, no obstante que alternativos, conviven siempre en alguna medida con el derecho penal; lo hacen, en la medida, precisamente en la cual resulta insatisfecho y violado el conjunto de las garantías que definen y justifican la forma mínima de tutela de los derechos fundamentales, en la que decae el Estado de derecho cuando se convierte en Estado extra-legal o de policía. Abolicionismo y justificacionismo apriorísticos llegan a ser paradójica y equívocamente convergentes en razón de las hipotecas ideológicas que gravan a ambos. En tema de abolición de la pena y del derecho penal la realidad parece haber superado la utopía. Si observamos el funcionamiento efectivo del derecho penal italiano -y un no muy diferente discurso podría hacerse respecto de la mayor parte de los ordenamientos penales contemporáneos- es más bien la abolición de la pena y la justificación en su lugar de instrumentos de control extrapenales, los que representan el inquietante fenómeno que debemos denunciar y en lo posible contrastar.

La pena en sentido propio -esto es, como sanción legal post delictum y post Judicium- es siempre más, en Italia, una técnica punitiva obsoleta, en gran parte privada de técnicas más veloces e informales de control judicial y policial. Tres cuartos de nuestra población carcelaria, como es sabido, se encuentran detenidos a la espera de juicio. La prisión preventiva, y por otro lado el proceso, como instrumento espectacular de estigmatización pública, antes todavía que la condena, han ocupado ya el lugar de la pena como sanciones del delito o, más precisamente, de la sospecha de delito. De tal modo, la cárcel ha vuelto a ser, al menos prevalentemente, mucho más un lugar de tránsito y de custodia cautelar -como lo era en la edad premoderna- que no un lugar de pena.

Por otra parte -junto al subsistema penal ordinario y a su desordenado conjunto de garantías-, una ininterrumpida tradición policíaca que arranca en la Italia postunitaria, desarrollada por el fascismo y luego por la reciente legislación de emergencia, ha erigido progresivamente un subsistema punitivo especial, de carácter no penal pero substancialmente administrativo. Aludo aquí al amplio abanico de las sanciones extra-, ante- o ultra-delictum y extra-ante- o ultra-judicium representado por las medidas de seguridad, por las medidas de prevención y de orden público y, sobre todo, por las medidas cautelares de policía mediante las cuales se confían a órganos policiales unas funciones instructorias y unos poderes de limitación de la libertad personal. Contamos así con dos subsistemas penales y procesales, paralelos y autónomos, aunque se interfieren de forma diversa entre sí; el primero, en principio, aparece sometido -aunque siempre menos, de hecho- a las clásicas garantías del Estado de derecho, tales como la estrecha legalidad y la taxatividad de las hipótesis criminales, la inmediación de las penas con los delitos, la responsabilidad personal, el juicio contradictorio, la presunción de inocencia, la carga acusatoria de la prueba, la calidad de tercero del juez y su independencia bajo la ley. El segundo de esos subsistemas aparece explícitamente substraído a tales garantías e informado por meras razones de seguridad pública, aunque incide, de la misma manera que el primero, sobre la libertad de las personas.[33]

En semejantes condiciones, hablar de función de la pena -retributiva, reeducativa o preventiva- parece bastante irreal y académico a causa del defecto no de las funciones, sino, antes todavía, del medio que tales funciones deberían asegurar. Los sistemas punitivos modernos -gracias a sus contaminaciones policíacas y a las rupturas más o menos excepcionales de sus formas garantistas- se dirigen hacia una transformación en sistemas de control siempre más informales y siempre menos penales. De tal manera, el verdadero problema penal de nuestro tiempo es la crisis del derecho penal, o sea de ese conjunto de formas y garantías que le distinguen de otra forma de control social más o menos salvaje y disciplinario. Quizá lo que hoy es utopía no son las alternativas al derecho penal, sino el derecho penal mismo y sus garantías; la utopía no es el abolicionismo, lo es el garantismo, inevitablemente parcial e imperfecto.

Si todo esto es verdad, entonces el problema normativo de la justificación del derecho penal vuelve a adquirir hoy el sentido originario que tuvo en la edad del iluminismo, cuando fueron puestos en cuestión los ordenamientos despóticos del antiguo régimen. De tal manera, el asunto se identifica con el problema de las garantías penales y procesales, o sea, de las técnicas normativas más idóneas para minimizar la violencia punitiva y para maximizar la tutela de los derechos de todos los ciudadanos, tanto de los desviados como de los no desviados, todo lo cual constituye, precisamente, los fines -nunca perfectamente realizables, de hecho ampliamente irrealizados y sin embargo no del todo irrealizables- que por sí solos justifican el derecho penal.

8. Justificaciones condicionadas, condiciones de justificación y garantías. El garantismo como doctrina de deslegitimación

Existe entonces una correspondencia biunivoca entre justificación y garantismo penal. Un sistema penal está justificado si y únicamente se minimiza la violencia arbitraria en la sociedad. Este fin es alcanzado en la medida en la cual él satisfaga las garantías penales y procesales del derecho penal mínimo. Estas garantías, por lo tanto, pueden ser concebidas como otras tantas condiciones de justificación del derecho penal, en el sentido que sólo su realización es válida para satisfacer los fines justificantes.

Esto quiere decir, obviamente, que por semejantes fines no se justifican medios violentos o de cualquier forma opresores, alternativos al derecho penal mismo y a sus garantías. Pero también refleja, ciertamente, que el derecho penal no es el único medio, y ni siquiera el más importante, para prevenir los delitos y reducir la violencia arbitraria. Por el contrario, el progreso de un sistema político se mide por su capacidad de tolerar simplemente la desviación como un signo y producto de tensiones y de disfunciones sociales irresolutas como, asimismo, la de prevenir aquélla, sin medios punitivos o iliberales, removiendo sus causas materiales. Según esta perspectiva, es obviamente posible la abolición de aquella pena específica -tan gravemente aflictiva, como inútil y hasta criminógena- que constituye la reclusión carcelaria. De esta manera es francamente auspiciable, de forma general, la reducción cuantitativa del ámbito de intervención penal, hasta el límite de su tendencial supresión. Pero esta reducción del derecho penal se justifica únicamente si se vincula con la intervención punitiva en cuanto tal y no con su forma jurídica. Hasta cuando existan tratamientos punitivos y técnicas institucionales de prevención que vayan contra los derechos y las libertades de los ciudadanos, éstos deberán estar siempre asistidos con todas las garantías del Estado de derecho. Aun en una improbable sociedad perfecta del futuro, en la cual la delincuencia no existiese o de cualquier manera no se advirtiera la necesidad de reprimirla, el derecho penal, con su complejo sistema de garantías, debería siempre permanecer para aquel único caso que pudiera producirse de reacción institucional coactiva frente a un hecho delictivo.

A diferencia de las justificaciones utilitarias tradicionales, que sostienen todas modelos de derecho penal máximo, el esquema justificativo aquí elaborado sirve además para fundamentar solamente modelos de derecho penal mínimo. Lo dicho se justifica en el triple sentido de la máxima reducción cuantitativa de la intervención penal, de la más amplia extensión de sus vínculos y límites garantistas y de la rígida exclusión de otros métodos de intervención coercitiva. Esto depende de la aceptación como fin del derecho penal, no sólo de la máxima ventaja de los no desviados a través de su defensa contra los delitos, sino también del mínimo daño de los desviados por medio de su defensa frente a daños más graves. Este segundo parámetro corresponde a un aspecto del problema penal a menudo abandonado, cual es el del costo social de las penas y, más en general, de los medios de prevención de los delitos, que puede ser superior al mismo costo de las violencias que aquéllos tienen el fin de prevenir. La seguridad y la libertad de los ciudadanos no son en efecto amenazadas únicamente por los delitos, sino también, y habitualmente en mayor medida, por las penas excesivas y despóticas, por los arrestos y los procesos sumarios, por los controles de policía arbitrarios e invasores; en una palabra, por aquel conjunto de intervenciones que se definen con el noble nombre de «justicia penal» la que quizás, en la historia de la humanidad, ha costado más dolores e injusticias que el total de los delitos cometidos. Seguramente mayor que los daños producidos por todos los delitos castigados y prevenidos ha sido, en efecto, el daño causado por aquella suma de atrocidades y de infamias -torturas, suplicios, expoliaciones, masacres- que provocó la mayor parte de los ordenamientos punitivos premodemos, desde el antiguo Egipto a la Santa Inquisición, a la que muy difícilmente puede reconocérsele una función cualquiera de «defensa social».[34] Otro tanto debe decirse acerca de la justicia penal en los años obscuros del nazismo alemán y del stalinismo soviético, pero aun hoy de muchos regímenes militares y fascistas del tercer mundo. Pero también es en los ordenamientos desarrollados del primer y segundo mundo, comenzando por el nuestro, que el arbitrio judicial y policial, producido por la crisis contemporánea de las garantías penales y procesales, hacen incierto y problemático el balance de los costos y de los b

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Comentarios

  1. ff escribió:

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