María José Fariñas Dulce
Profesora Titular de Filosofía y Sociología del Derecho
Universidad Carlos III de Madrid (España)
INTRODUCCIÓN.
El filósofo italiano Norberto Bobbio ha calificado el periodo de la Ilustración europea como “el Tiempo de los Derechos” , sin embargo hemos de añadir, que “este tiempo se escribió en masculino”, ya que las mujeres fueron quedando excluidas del inicial proyecto ilustrado , en base a la existencia de una supuesta desigualdad natural y ontológica entre hombres y mujeres, que ya fue anunciada también –desde el punto de vista educativo- por Rousseau en su obra El Emilio. Dicha supuesta desigualdad natural se fue materializando además en desigualdad social, económica, política y jurídica. De esta manera, la mujer y sus derechos fueron quedando excluidos del ámbito público de la negociación democrática y fueron relegados, sin embargo, al ámbito privado, familiar y doméstico. Los valores y las virtudes de la feminidad sólo podían tener desarrollo en el ámbito doméstico y privado. A su vez, el código de justicia de la modernidad resumido en el concepto de los Derechos Humanos se fue consolidando como una especie de “lujo politizado” en manos de una única clase social, la burguesía de los propietarios libres, de una única raza, la blanca, de una cultura, la occidental, y de un único género, los hombres.
A partir de este momento, comienza todo un largo y costoso proceso histórico de luchas sociales a favor de la reivindicación feminista; primero, por alcanzar la igualdad social, política, jurídica y económica entre hombres y mujeres; y, en un segundo momento, por el reconocimiento de las diferencias e identidades del género femenino, en cuanto grupo social diferenciado, en aras de conseguir una igualdad no sexista desde la reafirmación de las diferencias.
1.- CUESTIONES DE GÉNERO: IGUALDAD Y DIFERENCIA.
No existe una definición unívoca del concepto género. Se suele atribuir a este concepto un origen simbólico en una famosa frase de Simone de Beauvoir, cuando en 1949, en su libro titulado El segundo sexo, afirmaba que “una mujer no nace, sino que se hace”. A partir de las aportaciones de esta autora, los círculos feministas anglosajones, así como las antropólogas sociales, comenzaron a utilizar el concepto de género en torno a los años setenta del pasado siglo, para referirse a la construcción sociocultural de los comportamientos, actitudes, valores y sentimientos de los hombres y las mujeres, respectivamente. Dicha construcción sociocultural, a su vez, ha ido derivando en un proceso histórico de prácticas y relaciones sociales de dominación y poder, que se manifiesta en diferentes ámbitos, tales como, el estatal, el jurídico, el familiar, el laboral –con sus específicas divisiones del trabajo masculino y el femenino-, el educativo y el de los medios de comunicación e información . Además, esta construcción sociocultural de las diferentes características de género no fue neutral, sino selectiva, y en base a ella se fue estructurando, privilegiando y justificando una superioridad jerárquica de los rasgos masculinos sobre los femeninos, basada en relaciones sociales de poder y, especialmente, en relaciones de desigualdad y de dominación entre los sexos. En base a ello, se justificó también la construcción socio-histórica del género femenino como algo inferior y objeto, por lo tanto, de exclusión social y política.
El término género sirvió, por lo tanto, para identificar las diferencias, construidas social y culturalmente, entre lo femenino y lo masculino . Por ello, la doctrina feminista ha intentado, siempre, clarificar los conceptos de sexo y género; “entendiendo por sexo las características anatómicas de los cuerpos, incluida la genitalidad, así como las características morfológicas del aparato reproductor y aspectos tales como diferencias hormonales y cromosómicas”. Por su parte, el término género se reservó para “designar la elaboración cultural de lo femenino y lo masculino” , esto es, los estereotipos sociales de los géneros. Además, con esta distinción entre los dos términos se fue ampliando y legitimando la construcción de argumentos a favor de la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres .
Por otra parte, nuestras actuales sociedades democráticas no reflejan suficientemente en sus estructuras normativas los cambios, que las vidas de las mujeres han ido experimentado en el último siglo; hasta tal punto esto es así, que todavía sigue siendo necesaria la reivindicación de una igualdad de representación en las instancias decisorias de las instituciones públicas o de una igualdad redistributiva desde un punto de vista social y económico entre hombres y mujeres o una igualdad de remuneraciones…, así como un reconocimiento de las diferencias de género en el ámbito de la vida pública.
Por otra parte, la mayoría de las teorías de la justicia desarrolladas en el último siglo (por ejemplo, la de Rawls, la de Nozick, la de Habermas, y la de muchos autores de la teoría comunitarista) ignoran muchos de los problemas relevantes para las mujeres, a pesar de que las teorías feministas están llamando la atención, desde hace tiempo, sobre situaciones como la discriminación sexual, la desigualdad salarial, el acoso sexual, el aborto, el permiso de maternidad, la maternidad subrogada, la propia maternidad como causa de discriminación laboral, el abuso infantil femenino, la violencia doméstica, la violencia estructural contra la mujer o la ya clásica división sexual de trabajo… “Las elaboraciones teóricas de los años setenta y posteriores se comportan como si la sociedad, para la cual articulan su teoría, fuese una sociedad en la que el género de las personas es irrelevante” . Es decir, todas estas teorías están construidas sobre la reificación de una ficción, a saber: como si hombres y mujeres fuesen iguales en poder e independencia. Lo cierto es, que esto está muy lejos de la realidad cotidiana, porque las diferencias y desigualdades entre los géneros son claramente relevantes en nuestras sociedades, a lo cual se une la vinculación con la concepción tradicional de la familia y de la vida doméstica, que sigue estructurada en torno a los roles atribuidos tradicionalmente a los hombres y a las mujeres, según los cuales éstas son las que asumen el cuidado del hogar, la crianza de los hijos y el cuidado de las personas mayores, mientras los hombres se ocupan del trabajo fuera de la casa.
Ahora bien, si la reivindicación de la igualdad entre hombres y mujeres sigue siendo necesaria, así como las reivindicaciones de redistribución socioeconómica, sin embargo el final del siglo XX y los comienzos del XXI se están caracterizando por una reivindicación del reconocimiento político y jurídico de la diferencia y de las identidades particulares. La diferencia se constituye como una nueva categoría política y social. Así, “las reivindicaciones del reconocimiento de la diferencia estimulan la lucha de grupos que se movilizan bajo la bandera de la nacionalidad, la etnicidad, la raza, el género, la sexualidad”, la identidad cultural o religiosa; hasta tal punto, que se puede afirmar, que “la identidad de grupo reemplaza el interés de clase como motivo principal de movilización política” . La igualdad, como valor básico de la modernidad, y la diferencia, como valor básico de la post modernidad, aparecen en esta nueva etapa como los principios en base a los cuales se puede llegar a una articulación postmoderna y plural de las políticas de igualdad y de identidad.
Sin embargo, igualdad y diferencia son conceptos que no deben contraponerse de manera excluyente, sino que deben entenderse como elementos complementarios desde el punto de vista político y jurídico, ya que es perfectamente compatible la reivindicación de la igualdad con la reivindicación del reconocimiento de la diferencia. Cuando reclamamos “igualdad” desde un punto de vista jurídico y político, estamos exigiendo, que las diferencias fácticas de cualquier tipo, que confluyen en nuestros rasgos antropológicos y sociales (diferencias de raza, de religión, de género, de cultura, de condiciones sociales y económicas…) no puedan ser utilizadas para interiorizarnos, ni para justificar, por tanto, situaciones de discriminación y, en definitiva, situaciones de dominación, marginación o exclusión; es decir, tenemos derecho a ser iguales siempre que las diferencias son utilizadas para discriminarnos. Por el contrario, cuando reclamamos “diferencia” estamos exigiendo, que aquellas diferencias fácticas, que son las que nos identifican como seres humanos pertenecientes a diversos contextos de copertenencia, no puedan ser desnaturalizadas o descaracterizadas a causa de la implementación de políticas de igualdad formal y de homogeneización; es decir, tenemos derecho a ser diferentes siempre que la implementación el principio de la igualdad formal descaracteriza y atenta contra nuestra identidad. Es decir, igualdad y diferencia son las dos caras de una misma moneda.
Se podría afirmar, que “la igualdad entre los seres humanos puede o, incluso, debe admitir diferencias personales entre ellos –puesto que éstas son las que los identifican como tales y en base a las cuales pueden expresar necesidades específicas-, pero, sin embargo, no puede admitir desigualdades o diferencias sociales, políticas y económicas entre ellos, porque éstas son las que los discriminan socialmente . Por ello, el reconocimiento de la diferencia se ha de vincular siempre al de la identidad, ya que no se trata de otorgar las mismas reivindicaciones a cualquier grupo de personas, que se puedan definir por una serie de atributos compartidos, sino que es necesario, además, que dicho grupo se pueda definir por un sentido de identidad y de pertenencia a esa identidad.
Por lo que respecta a la reivindicación del reconocimiento político y jurídico de las diferencias de género, es necesario advertir, que la consideración de las mujeres como un grupo socialmente diferenciado plantea problemas difíciles de solucionar, tanto desde el punto de vista de la elaboración de teorías de la diferencia dentro de las propias doctrinas feministas, como desde el punto de vista de su implementación política y jurídica.
En principio, está claro, que la discriminación de las mujeres se deriva de su pertenencia a un colectivo con una identidad específica –opuesta a la de los varones-, esto es, el colectivo de mujeres. Pero no debemos olvidar tampoco, que, cuando desde la reivindicación política se argumenta sobre la dificultad de atender a las mujeres en tanto que colectivo, es necesario tener en cuenta que, en casi todos los otros grupos diferenciados –minusválidos, ancianos, niños, inmigrantes, minorías étnicas, minorías culturales o religiosas, …-, las mujeres son más o menos la mitad de sus componentes. Y si las personas pertenecientes a estos grupos se encuentran en una situación social de inferioridad o de discriminación, cuando hablamos de las mujeres debemos bajar un nivel más en el grado de la inferioridad o de la discriminación. Por ejemplo, las mujeres musulmanas emigrantes en países europeos pertenecen a varios colectivos susceptibles de discriminación en los países receptores de la emigración, es decir, estarían discriminadas como emigrantes, como pertenecientes a una minoría religioso-cultural y, además, como mujeres.
Otro problema añadido lo encontramos en lo que la teoría feminista ha denominado la “diferencia dentro de la diferencia” . Algunas autoras del denominado “feminismo de la diferencia” opinan que no se puede hablar del colectivo de mujeres como un grupo social homogéneo y, por tanto, como una minoría (entendida en el sentido técnico del término y no en el numérico) o grupo diferenciado. Según ellas, las teorías feministas clásicas elaboraban una reivindicación de igualdad general y de derechos universales para todas las mujeres, pero en la práctica dichos derechos beneficiaban únicamente a un tipo de mujeres, a saber: a las mujeres heterosexuales, blancas y de clase media de los países occidentales. Por lo tanto, la promesa de la universalidad de la igualdad entre hombres y mujeres dejaba de lado, por ejemplo, a las mujeres lesbianas, las mujeres negras, las mujeres pertenecientes a culturas no occidentales, como las mujeres musulmanas, o las pertenecientes a minorías étnicas o las mujeres emigrantes, que plantean cada una de ellas una problemática específica y, por tanto, no generalizable a todo el colectivo de mujeres. Esto rompe, pues, cualquier pretensión de homogeneidad en los colectivos de mujeres y en su pretensión de ser considerados como grupos sociales diferenciados.
2.- LAS DIFERENCIAS DE GÉNERO EN EL CONTEXTO DE LA GLOBALIZACIÓN.
Además de los problemas señalados, no debemos olvidar otro elemento conflictivo mas, a saber: los actuales procesos y contextos de la globalización neoliberal de la economía y de los mercados tienen consecuencias bastante negativas para las mujeres, tanto las de los países del Norte Global, como las de los países del Sur Global, aumentando la pobreza y ampliando las desigualdades sociales y laborales; hasta tal punto que se habla, incluso, de la “feminización de la pobreza”, para hacer referencia al fenómeno del empobrecimiento progresivo de las mujeres en los contextos de la globalización . Especialmente, si tenemos en cuenta, que tras el término globalización existe toda una “construcción ideológica y política”, realizada por las doctrinas del neoliberalismo económico, herederas de Milton Friedman, que –como señala Alain Touraine- son las auténticas creadoras de la actual globalización. Es decir, cuando hablamos de globalización debemos tener en cuenta, que “se trata de una construcción ideológica y no de la descripción de un nuevo entorno económico. (Porque) constatar el aumento de los intercambios mundiales, el papel de las nuevas tecnologías y la multipolarización del sistema de producción es una cosa; (pero) decir que la economía escapa y debe escapar a los controles políticos es otra muy distinta”. Se sustituye en este caso una descripción exacta por una serie de interpretaciones erróneas , a la vez que política e ideológicamente interesadas, donde la reproducción de las estructuras patriarcales de dominación social y económica se hacen cada vez más evidentes.
En el marco de esta “construcción ideológica” y del proyecto político conservador, que le acompaña, aparecen como triunfantes los denominados “derechos del mercado y en el mercado” , es decir, los derechos cuya titularidad recae en el “individuo” en abstracto y en las demás personas jurídicas (ficción jurídica), como las grandes empresas y corporaciones transnacionales. Por el contrario, aparecen como perdedores los denominados derechos del ser humano situado y contextualizado en diferentes estructuras comunitarias y en diversos contextos vitales y, también, con diferentes tipos de necesidades básicas, tales como, vivienda, alimentación, salud, educación, cultura, asistencia social, identidad cultural, la identidad sexual….Los “derechos del mercado”, es decir, los derechos de la sociedad capitalista, son únicamente aquellos que garantizan la libertad , la seguridad y la propiedad privada, siguiendo, así, con las propuestas liberales iniciadas ya por John Locke. Además, estos derechos aparecen en la ideología neoliberal de la globalización como los únicos derechos humanos dotados de validez universal, a la vez que como fundamento de su propia legitimación formal. Cualquier otro tipo de derecho, que pudiera suponer una interferencia o distorsión, de carácter distributivo, progresivo, solidario o igualitario, en la estructura utilitarista y acumulacionista del Mercado de capitales, por ejemplo, los derechos económicos, sociales, culturales y de desarrollo, sencillamente son deslegitimados como tales. Esta argumentación legitima la eliminación de ese tipo de derechos, mediante la estrategia de las “políticas de ajustes estructurales” y de las privatizaciones de los servicios sociales de ciudadanía, en cuanto maniobras en busca de la eficacia económica y política de los Estados.
Por ello, los procesos de la globalización neoliberal de la economía y los mercados, junto con sus mecanismos de desregulación jurídica, no tienen un efecto neutral, sino que repercuten negativamente sobre los niveles de protección de los denominados derechos sociales, económicos y culturales y de los derechos colectivos en general, perjudicando, por tanto, a los estratos sociales mas desprotegidos de la población mundial; y poniendo en peligro conceptos tales como el de igualdad de oportunidades o el de la solidaridad intergrupal e intergeneracional, que fueron negociados democráticamente durante años en las estructuras políticas de la modernidad.
La consolidación de la “construcción ideológica” de la globalización neoliberal representaría el triunfo definitivo de lo económico sobre lo político y lo social, la reducción final de lo político a las leyes del mercado. Consecuentemente, los estructuras estatales tiende a hacerse cada ver menos intervensionistas, más privatistas y mercantilistas, y sus políticas sociales tienden a ser minimalistas, asistenciales o casi “políticas de pobres”; las cuales –no nos engañemos- nunca permiten que éstos dejen de serlo, es decir, nunca permiten la emancipación de las clases sociales desposeídas y, por tanto, nunca convertirían a los habitantes pobres y excluidos en sujetos consumidores e incluidos en el “mercado global”.
En todo este contexto de globalización y, especialmente, de políticas de ajustes estructurales y de privatizaciones de servicios sociales, la situación de las mujeres se ve doblemente perjudicada. En primer lugar, por la desprotección social y la pérdida general de derechos que acarrean para todos –hombres y mujeres- dichas políticas, especialmente, en el ámbito de las salud, de la vivienda, de la educación, de la cultura, de la seguridad social, de las pensiones o de la asistencia social; y, en segundo lugar, porque –como consecuencia de la forma y las características en que se han ido incorporando las mujeres al mercado laboral- encontramos un amplio porcentaje de mujeres trabajando en sectores públicos de salud, de educación, de asistencia social, etc… . De tal manera que, cuando los Estados deciden volverse “eficaces” y, por tanto, privatizar sectores públicos de prestaciones sociales, debemos tener en cuenta, que muchas mujeres al igual que muchos hombres pierden acceso a ciertos servicios sociales, hasta entonces prestados por el Estado (en cuanto obligaciones públicas asumidas por las burocracias estatales) y ahora transferidos al Mercado (y convertidos, por tanto, en negocio privado); pero también debemos recordar, que en estos casos, son muchas las mujeres que pierden su puesto de trabajo o lo conservan, pero en condiciones mas desventajosas e inseguras. Consecuentemente, “este tipo de políticas van en detrimento de la mujer en términos tanto de su necesidad de provisiones y asistencia social, como en términos de sus oportunidades de trabajo dentro de estos sectores” .
Además, todavía existe un problema añadido, particularmente para las mujeres más pobres del planeta, a saber, el afán por conseguir una “eficacia” técnico productiva ha impuesto una economía con gastos de empleo mínimos y con una distribución desigual de ingresos y recursos, lo cual significa, en la práctica, una progresiva e importante reducción en los salarios. En el caso de las mujeres y, especialmente, las pertenecientes a sectores sociales mas empobrecidos y con menor grado de formación, normalmente tienen que trabajar más horas para conseguir la misma cantidad de dinero que conseguían hace unos años, dando lugar a lo que ya se denomina como “trabajadoras pobres”, esto es, trabajadoras activas, pero con condiciones laborales y saláriales que les sitúa prácticamente en los umbrales de la pobreza. Los mecanismos de flexibilidad productiva y de desregulación jurídica impuestos por la ideología neoliberal de la globalización están produciendo en los últimos años un descenso creciente en las remuneraciones económicas y en las garantías sociales de los/as trabajadores/as, así como un importante número de destrucciones de puestos de trabajo en los países denominados centrales.
A su vez, todo este proceso está provocando, que los denominados países periféricos y semi periféricos se vean coaccionados a modificar sus legislaciones laborales y tributarias, haciéndolas menos proteccionistas hasta el punto de competir entre ellos mismos, para conseguir el mejor tipo de inversión extranjera en sus territorios; o que esos mismos países se vean obligados a poner en marcha políticas de privatizaciones masivas; o, incluso, a permitir medidas de deforestación o a transigir con verdaderos ataques y desastres ecológicos y medioambientales irreparables en sus territorios, para conseguir la implantación productiva de empresas transnacionales en los mismos y permitir, además, que el capital circule libremente, sin controles políticos .
En todo este contexto descrito, las mujeres y, en muchos casos, las niñas siguen estando en la situación mas precaria y desventajosa de lo que ya se denomina como la “nueva división internacional del trabajo”. Puesto que, si bien es cierto, que los países del tercer mundo se están convirtiendo en viveros de mano de obra barata y, en ocasiones, casi infrahumana, donde los trabajadores cobran por horas efectivamente trabajadas (trabajo a destajo) y sin ningún tipo de derecho inherente a su trabajo; también lo es, que son las mujeres más pobres de dichos países pobres, las que representan los recursos de mano de obra más baratos y explotados del planeta. Las mujeres trabajadoras de los países del Sur Global están marcadas todavía por situaciones de pobreza, explotación, violencia, marginación y abusos de todo tipo; y no siempre el término Sur Global tiene un significado únicamente geográfico, es decir, que situaciones como las descritas las encontramos también en muchos sectores marginados de los países del denominado Norte Global. Podríamos decir, que reivindicaciones tales como el acceso al empleo en igualdad de oportunidades, la no discriminación, la igualdad salarial, la protección a la maternidad, las medidas de discriminación positiva o la conciliación de la vida familiar y profesional, difícilmente pueden tener validez para las trabajadoras del denominado Sur Global, por cuanto se encuentran socialmente situadas en un estado anterior al de la lucha por los derechos y más próximo, por lo tanto, a un estado previo al de la primera revolución industrial, que al de comienzos del siglo XXI.
Finalmente, deberíamos preguntarnos por las alternativas existentes, o que pudieran existir, a este contexto neoliberal de la globalización. La ideología neoliberal de la globalización ha presentado a ésta como la única vía posible en el mundo actual. Ahora bien, esto no es nada más que una interpretación errónea de la realidad, como decía Alain Tourain, y, por lo tanto, no deberíamos aceptar acríticamente la falta de alternativas. Se debería trabajar, para conseguir un nuevo modelo económico, que, en vez de provocar pobreza, desigualdad y relaciones de dominación entre países, géneros y culturas, genere redistribución de riqueza y acceso participativo a los recursos. Y, a la vez, se deberían evitar los importantes costes sociales, que los programas de ajuste estructural y de privatizaciones masivas están provocando , especialmente en los países económicamente más débiles. Se deberían llevar a cabo políticas alternativas de desarrollo, que prestaran más atención a los problemas medioambientales, a los ataques a la biodiversidad, a las relaciones de género y a la gestión de los recursos locales, y menos a la explotación mercantilista de la naturaleza, las mujeres y los recursos ecológicos de los países del Sur Global. Hagamos realidad el lema de los últimos foros sociales: un muevo mundo es posible.