Mario Castillo Freyre
Ricardo Vásquez Kunze
LA JUSTICIA COMO ATRACCIÓN TURÍSTICA.— SÍMBOLOS DE AYER Y SÍMBOLOS DE HOY.—INSATISFACCIÓN GENERAL DE SU ADMINISTRACIÓN OFICIAL.— ALGUNAS CIFRAS.— TODOS LOS GOBIERNOS CON SUS REFORMAS BAJO EL BRAZO.— LA RESPUESTA DEL PUEBLO A LAS REFORMAS OFICIALES: LOS LINCHAMIENTOS.— EL FRACASO TOTAL DE LAS REFORMAS OFICIALES.— POR QUÉ FRACASAN Y FRACASARÁN LAS REFORMAS OFICIALES.— EL INFORME DEL DOCTOR PÁSARA.— MÁS CIFRAS.— LA EDUCACIÓN JURÍDICA EN EL FONDO DEL PROBLEMA.— LA MEDIOCRIDAD ENQUISTADA EN EL PALACIO DE JUSTICIA.— LA REFORMA JUDICIAL DE LAS CALLES: LA VENDETTA Y EL ARBITRAJE.— CONDENA DE LA VENDETTA Y APOLOGÍA DEL ARBITRAJE.—
Frente a los cien balcones de uno de los hoteles todavía más importantes de Lima, el Sheraton, separado por la inmensa explanada del Paseo de los Héroes Navales donde cada cinco años los principales candidatos a la Presidencia del Perú cierran sus campañas proselitistas rasgándose las vestiduras por una justicia que los peruanos esperan inútilmente, está el Palacio de Justicia. No se alza, no se yergue, no emerge. Simplemente está.
Antes, hace muchísimos años, cuando la simbología todavía era un elemento fundamental del ejercicio del poder y los magnates sabían de su hechizo sobre los simples del mundo, las sombras neoclásicas de esta hermosa construcción de cemento dominaban la tenebrosa prisión del Panóptico, en el mismo sitio donde hoy hállase el hotel de cinco estrellas.
A través de los barrotes, durante cada segundo, cada minuto y cada hora de su forzoso encierro, los desdichados sólo podían ver aquél palacio de donde salieron la última vez que fueron libres, como para hacerles recordar siempre el lugar donde la sociedad condena a aquellos que la afrentan con sus crímenes y trapacerías. El que delinque pasa pues de un palacio a una mazmorra. Ese era el mensaje del símbolo. Tenía entonces todavía gran poder sobre la imaginación del pueblo, de ricos y pobres por igual, ese hermoso palacio guardado por fieros leones. Hoy el palacio sigue allí pero la prisión no. Hoy «está» para la curiosidad turística de los amigos de ultramar que, desde el hotel, entre piscosour, whisky y martinis, contemplan ya no un poder, el poder de la judicatura, sino las patéticas ruinas de acaso la función más importante del Estado: la de administrar justicia. Porque, en efecto, como si los símbolos quisieran recordarnos que todavía tienen mucho que decir, hay jueces, hay fiscales y abogados solazándose aún en los pasillos del palacio, pero no hay cárcel a dos pasos, ni a tres, ni a cuatro, sino la calle donde se pasean impunemente los delincuentes.
No hay pues más justicia en el palacio sino que, por el contrario, reina allí la más profunda injusticia, la que condena a cientos de miles de peruanos inocentes, ellos sí, a diligencias interminables, a juicios casi infinitos, a toda una vida de litigio con la ignorancia, estupidez, malicia y venalidad de la inmensa mayoría de aquellos que constitucionalmente están llamados a representar al pueblo a la hora de hacer cumplir las leyes y determinar quién tiene derecho y quién no en un conflicto.
Severa, o en el mejor de los casos exagerada, podría parecer nuestra apreciación para cualquiera que no hubiese tenido la trágica experiencia de un rendez-vous con las cortes de justicia del Perú. Sin embargo, no somos sino parte de la estadística, de aquella que en Lima desaprueba con un aplastante 77.1% la gestión del Poder Judicial, de aquella que en el Perú desconfía de él con un inapelable 96% y que, en consecuencia, como no podía ser de otra manera ante semejante estado de cosas, somos parte también de aquella que, con la atronadora voz del 94% de opinantes, clama por su total reforma.
Pero mientras algunos peruanos siguen esperando ilusamente que la enésima «reforma judicial» que cada gobierno trae bajo el brazo funcione –Velasco hizo la suya, Belaunde, García Pérez, Fujimori y hasta Toledo las propias–, en las calles, la inmensa mayoría del pueblo, cansado de esperar en vano algo que saben nunca llegará por las vías oficiales de ejecutivos y parlamentos tan desprestigiados como el propio Poder Judicial al que intentan reformar, ha iniciado su propia reforma de la justicia, o más bien dos reformas, terrible la una y civilizada la otra, pero, en cualquiera de ambos casos, sin duda más efectiva que aquella atracción turística que el Estado peruano expone hoy frente al Sheraton.
En efecto. Es porque la justicia no puede esperar ya ni un solo segundo que ésta llamó, en la versión más brutal de la reforma judicial propuesta por el pueblo, la penal, a la puerta de Harold L. Ch. y Juan Manuel G. O., dos hampones que, impunes por gracia de la justicia oficial, robaban sin temor alguno a las gentes de bien de su propio barrio, San Benito, en uno de los distritos más pobres de Lima, Carabayllo.
Era el último fin de semana de noviembre de 2004 cuando al grito de «justicia popular», una masa humana, harta de los latrocinios y totalmente segura de dónde había que hallar a los autores de sus desdichas, abrió a patadas la puerta de la casa de los susodichos, apoderándose de ellos que aterrados sólo atinaban a pedir piedad. Extraídos de su guarida a cachetadas, puñetes y palazos, los jóvenes, pues apenas contaban con 21 y 22 años, aprendieron en cuerpo y alma el profundo significado de aquello de que la justicia emana del pueblo. Sabían pues por qué los venían a buscar.
Inmediatamente empezó la procesión justiciera con los acusados arrastrados por las polvorientas calles de San Benito, con breves estaciones en las puertas de las casas de sus víctimas reales o supuestas –todo lo robado alguna vez por allí parecía ser obra ese fatídico día de Harold L. Ch. y Juan Manuel G. O.– que pedían a grito pelado la pena más severa: la muerte. A los acusados seguíanles las pruebas de sus crímenes, pues el pueblo exhibía en triunfo varios electrodomésticos –un radio viejo, algunos televisores destartalados, celulares, videograbadoras y cámaras fotográficas– encontrados en la casucha de los rateros.
Ensangrentados y totalmente desnudos luego de ser expuestos ante la vindicta pública, los pocos huesos que quedaban sanos de los escarmentados jóvenes llegaron a un descampado donde un letrero anunciaba el lugar de la justicia tanto tiempo esperada: «Ampliación II Cruz del Norte». Había llegado la hora del «proceso». Instalóse pues de inmediato el tribunal del pueblo. Cuatrocientos hombres y mujeres humildes tomaban parte en este «mega juicio» sin precedentes para ellos donde, estaban seguros, los cacos pagarían por fin sus innumerables delitos.
Como acusador principal se alzó –eso le pareció a todos lo más justo– un poblador de iniciales JMC en cuya casa se había producido el último robo. En fiscal se erigió otro vecino, VQI, de 41 años, cuya fogosidad en la sindicación de los crímenes de los «procesados» fue de popular beneplácito. Finalmente fue elegida juez la adusta matrona DRDO, una morena dirigente comunal respetada por todos los vecinos de la zona. El pueblo decidió que los hampones se defendieran solos.
Se inició el «juicio». Para Harold L. Ch. y Juan Manuel G. O. no hubo banquillo de los acusados. Un poste sujetó sus desvencijados cuerpos casi estrangulados por potentes y celosas sogas. Entonces la «juez» exigió una confesión apoyada en sus exhortos por el «fiscal». Como los acusados sólo emitían débiles murmullos, acaso por lo hinchado de sus bocas ya sin dientes a fuerza de inmisericordes palazos, doña DRDO, togada con un delantal manchado de grasa de pollo y una cachucha negra de lunares blancos que hacía de birrete, ordenó un castigo que refrescara sus memorias y le soltara las lenguas.
Fueron rapados y luego la saña los cubrió de la cabeza a los pies. Ante sus alaridos y sus invocaciones a la piedad estalló el enardecimiento general. Cuando el kerosene bañó sus cuerpos los acusados supieron que ya no era hora de pedir piedad sino de confesar. Y lo hicieron. «Soy ratero, confieso, pero no me maten, por favor» se dice que dijo Harold L. Ch. Y a confesión de parte relevo de prueba. VQI, el «fiscal», pidió entonces la pena de muerte bajo el argumento de que se habían recuperado las cosas robadas en la casa de los «procesados» y ambos habían confesado sus crímenes. Entonces, ante la algarabía general, doña DRDO impartió justicia con un mohín de solemnidad pero apurada para llegar a tiempo a cocinar en su comedor popular. Sentenció entonces la «juez»: «Los que roban a los pobres deben irse cuanto antes al infierno. Merecen morir».
Entonces, cuando el fósforo de la justicia estaba ya prendido para ejecutar la condena de los malhechores expedida en un tiempo récord –entre la «captura» y la «sentencia» no había pasado más de una hora– Dios quiso darles a esos pobres infelices una última oportunidad. Todavía no había llegado para ellos la hora del juicio final. Irrumpió la policía en el patíbulo, alertada sin duda por algún vecino que se guardó bien su compasión en el anonimato. Y a fuerza de balazos al aire y un aluvión de bombas lacrimógenas, la fuerza de la ley logró abrirse paso hasta las piltrafas humanas todavía con vida en que estaban convertidos Harold L. Ch. y Juan Manuel G. O., para rescatarlos de la justicia del pueblo y ponerlos en manos de la oficial, la de la hermosa vista que tienen los balcones del Sheraton. «Han tenido ustedes más suerte que el pobre diablo de este último jueves» –se trata del jueves 18 de noviembre de 2004–, les dijo en la comisaría el jefe de la Dirección de Operaciones Especiales que los había rescatado. «A ese no pudimos salvarlo».
Tampoco parece que tiene visos de salvación la justicia oficial, por lo menos, desde las alturas del poder afincado en la Plaza de Armas, la Plaza Bolívar o el Paseo de los Héroes Navales. Ninguna reforma judicial que ha venido de allí ha tenido éxito en los últimos cuarenta años y por lo tanto parece muy poco probable, después de tantísimos ensayos fallidos, que lo tendrá. Porque lo sucedido en San Benito no es una excepción lamentable. Empieza a ser una regla de justicia, de una nueva justicia, de una justicia reformada desde el llano y por la cual sus autores, en este caso los sectores más humildes y desamparados de la sociedad, están dispuestos a apostar para satisfacer esa necesidad elemental que el Estado peruano no está en condiciones de dar.
Porque no por nada se han producido en el Perú desde enero de 2004 hasta noviembre del mismo año, 1,993 linchamientos contra hombres y mujeres acusados por delitos que parecen ajenos al interés de la justicia oficial, 965 de los cuales en la misma ciudad de Lima. Y dieciocho personas han muerto en ese período, «condenados» a la pena capital –que no existe constitucionalmente en el Perú salvo en caso de traición a la patria mediando una guerra exterior–, entre ellas autoridades estatales cuya víctima más famosa fue el alcalde de la ciudad de Ilave, en Puno, ajusticiado por «corrupto» y quemado vivo ante las cámaras de televisión el 26 de abril de 2004, para pasmo del mundo pero no del Perú.
Porque lo terrible de esta versión penal de «reforma popular» de la justicia está en la aceptación que ella tiene para muchos peruanos. En efecto, las estadísticas son nuevamente contundentes. Para el 64% de limeños es absolutamente justificable la administración de justicia por mano propia en tanto las autoridades no sean capaces de castigar con el máximo rigor a los delincuentes. Sólo el 35% consideró que la población no tiene derecho a hacer justicia con sus propias manos. Las razones de tan alto porcentaje de aprobación de los linchamientos, esto es, de una justicia paralela y totalmente opuesta a los parámetros de la justicia oficial, fueron la falta de autoridades honestas en un 45% y la falta de autoridades capaces con 39% de las opiniones. En síntesis, la horrenda radiografía de una justicia oficial en estado terminal.
Las causas de esta crisis indiscutida de la justicia oficial peruana son muy complejas. Todas las estadísticas expuestas hasta aquí, así como uno de los tantos casos descarnados que hemos relatado, sólo nos muestran hasta donde ha llegado el problema, pero nada nos dicen sobre el porqué el pueblo se ha visto obligado a tomar la reforma judicial en sus propias manos ante el fracaso reiterado e inapelable de las reformas de Estado. En otras palabras: ¿Por qué han fracasado las reformas oficiales y por qué tienen todos los visos de seguir fracasando?
Una respuesta bastante plausible del fenómeno del descalabro de la administración de justicia en el Perú lo proporciona un esclarecedor estudio encargado por el Ministerio de Justicia al reconocido investigador social y abogado, doctor Luis Pásara, que, en agosto de 2004 hizo público el impacto que sobre la administración de justicia tiene la enseñanza del Derecho en el Perú. La tesis de Pásara es muy simple. La crisis de la justicia peruana es ab origine, esto es, tiene su origen en la formación académica y profesional de quienes están llamados a ejercerla: los abogados.
En efecto, casi nadie quiere recordar que un sistema judicial oficial opera exclusivamente con abogados. Son abogados los jueces de primera instancia, de las Cortes Superiores y de la Corte Suprema. Son abogados los fiscales del Ministerio Público. Y son abogados los que patrocinan litigios en los pasadizos del Palacio de Justicia. Y estos abogados no nacen sino se hacen en alguna universidad pública o privada.
Sobre estos abogados que en el renovado argot del Derecho se suele conocer hoy como «operadores de justicia», el informe del doctor Pásara establece que «La deficiente calidad del abogado ha contribuido a profundizar el problema de la administración de justicia, puesto que hay un desempeño deficiente en todos los actores: abogados, fiscales y jueces». Es más. Que «Los abogados mismos han contribuido de manera sistemática a deteriorar la imagen de la justicia, como cobertura de su práctica profesional pobre» […] y que, por lo tanto, debido a que «Gran parte de las deficiencias dependen del pésimo servicio del abogado, sin un cambio de los abogados, cualquier intento de reforma no puede funcionar».
Así las cosas, puede entenderse perfectamente por qué resultan estériles todas aquellas reformas judiciales que pretenden abordar el problema de la crisis de la administración de justicia en el Perú incidiendo en pequeños o grandes cambios constitucionales al Poder Judicial; o recomponiendo cada cierto tiempo, manu militari, las salas de la Corte Suprema y las Cortes Superiores expectorando a jueces y fiscales que más tarde regresarán amparados en sendos fallos del Tribunal Constitucional de turno; o abriendo de par en par las puertas de la magistratura a quien fuere para paliar una oferta de justicia cuya demanda ha sobrepasado todos los límites imaginados; o apostando por el incremento de las remuneraciones para mejorar la honestidad, calidad y productividad de los servidores judiciales, jueces y fiscales incluidos; o, finalmente, creyendo ilusamente que con más ambientes, computadoras e internet la administración de justicia por fin marchará sobre rieles. Todo esto se ha hecho ya y nada ha funcionado.
La verdad es que todas estas reformas oficiales no pueden ni podrán funcionar porque el Estado no ha atacado el problema de fondo de la administración de justicia, a saber, el problema de la educación jurídica de los abogados. Porque si hay abogados incapaces de un cabal conocimiento del caso a su cargo, si hay abogados ajenos a toda solidez de un razonamiento jurídico medio, si hay abogados nulos para redactar con claridad y precisión cualquier elemental recurso, si hay abogados ignorantes de la sabiduría jurídica que todo profesional del Derecho competente debería tener, y si hay abogados excéntricos al sentido común y a la ética, hay, en lamentable consecuencia también, jueces y fiscales investidos con todas estas carencias a la hora de administrar justicia.
Y lo más triste de este asunto es que ha sido el Estado el gran responsable de la debacle de la educación universitaria nacional (pública y sobre todo privada) y, por ende, de la formación profesional y académica de varias carreras de estudios superiores, entre éstas y especialmente, la de Derecho. Es decir: mientras el Estado «reformaba» el edificio de la justicia en las alturas del penthouse, dinamitaba todos sus cimientos barriendo con la calidad de la enseñanza universitaria del Derecho. Esa es nuestra conclusión a la luz del prolijo informe del doctor Pásara.
En efecto, durante la última década del siglo XX, bajo el largo gobierno del presidente Alberto Fujimori y, en nuestro criterio, atendiendo a razones meramente demagógicas, el Estado propició la proliferación de universidades en todo el Perú, con el fin, se argüía, de permitir mejores oportunidades de vida a través de la educación universitaria a quienes en los lugares más remotos de la Patria no tenían ninguna. Sin duda se ganaron muchos votos con esta plétora de nuevas universidades que generaban ilusas expectativas, pero se terminó de aniquilar el ya desde hace mucho tiempo vetusto edificio de la educación superior en el Perú.
Así, «Según el Informe sobre educación superior en Perú, preparado por UNESCO en 2003, entre 1990 y 2000 se establecieron 24 nuevas universidades, de las cuales 18 eran privadas; el total de nuevas universidades surgidas en esa década constituyó un tercio de las 72 existentes hasta la fecha, según información estadística proporcionada por la ANR. En el informe de la UNESCO, se sostiene que el periodo se caracteriza ‘por el crecimiento de la educación superior universitaria privada, como consecuencia de la creación del Consejo Nacional de Universidades (sic), encargada (sic) de otorgar autorización de funcionamiento provisional de universidades, a solicitud de personas jurídicas’». Lo cierto es que el nivel académico de la gran mayoría de estas nuevas «universidades» es, y no es novedad para nadie, por decir lo menos, deplorable.
Pero a esto vino a sumarse el desastre total cuando a partir de julio de 2001, en las postrimerías del Gobierno Transitorio del presidente Valentín Paniagua, las «universidades» pudieron constituir «filiales» fuera del ámbito departamental de su creación. El lector ya se podrá imaginar la calidad académica de estas «filiales». Dice el informe del doctor Pásara que «Según información de la ANR, hasta mayo de 2004 se había autorizado el funcionamiento de nueve filiales universitarias en las que funcionaba la carrera en derecho. Sin embargo, se constató que, cuando menos, en el país existía un total de 28 filiales que ofrecían la carrera de derecho». […] «Las filiales no estaban bajo la dirección de un abogado en diez de los 16 casos sobre los que se obtuvo información. Muchas funcionan en casas, colegios o en locales comerciales manifiestamente inapropiados para el funcionamiento de una universidad» […] «Y en las entrevistas con los profesores se constató un nivel sensiblemente más bajo que en las universidades sede, que en algunos casos implicó ciertas dificultades de expresión. Pese a todo, algunos de los alumnos entrevistados consideraban que la existencia de filiales en su localidad es el único medio de superación mediante la obtención de un título cualquiera».
Y, retomando el hilo conductor de la crisis terminal de la administración de justicia en el Perú, de estas universidades impresentables de hoy y de las muchas nada recomendables de ayer salen –salvo excepciones que tienen aquí realmente el carácter de preciosismo– aquellos que litigarán, acusarán en nombre del Estado y dictarán sentencia en el majestuoso edificio de los leones y las columnatas romanas del Paseo de los Héroes Navales.
Porque, la verdad sea aquí dicha sin medias tintas, muy pocos abogados exitosos egresados de aquellas universidades que el medio jurídico –esto es, los propios abogados en ejercicio, independientemente de la función que ejercen– considera de primer nivel, está en la carrera judicial o piensa estarlo. Ni como jueces o vocales, ni como fiscales titulares o provisionales del Ministerio Público, ni como miembros del Consejo Nacional de la Magistratura. Por el contrario, del sector profesional cuya formación académica es considerada sumamente deficiente y que se estima entre 80 y 90% de los abogados en ejercicio, «se está reclutando, salvo excepciones, a quienes ingresan actualmente como magistrados al Poder Judicial y al Ministerio Público, como canal de ascenso». Y como para graficar grotescamente todas estas aseveraciones en carne y hueso, en un caso de la mayor importancia, el de los jueces, el informe del doctor Pásara da cuenta de una anécdota que no por tal deja de ser quizás más reveladora que cualquier cifra, la de un alumno de una universidad privada del sur que dijo: «‘No me gusta el derecho pero mis padres quieren que lo estudie’ y, luego, indicó imaginar su trabajo profesional como juez, una vez graduado».
A la luz de estos hechos nuestra hipótesis es entonces la siguiente: se está produciendo en el Perú una reforma de la justicia que emerge de las calles. Tiene ésta por característica esencial prescindir para todos los efectos de los cuadros de la administración de justicia estatal marcada por el sino de la mediocridad profesional y académica y la absoluta incompetencia, cuyo símbolo son los Palacios de Justicia. En lo que podríamos llamar la «reforma penal» de la justicia «antioficial» y cuyos promotores son los sectores más pobres de la sociedad como lo hemos adelantado en las líneas precedentes, esta reforma no sólo prescinde de los servicios del establishment judicial donde han ido a parar la mayoría de los actores más devaluados de la profesión de abogado, sino también y por razones estrictas de poder adquisitivo, de los profesionales del Derecho signados por la minoría de la excelencia. En suma, han prescindido de todos los «operadores jurídicos» y se han arrogado ellos mismos esa función. Los pobres, pues, en el ámbito penal de esa reforma de la justicia «antioficial», se han convertido en jueces, fiscales y abogados. Este es el terrible panorama de la justicia por mano propia.
Existe empero otro sector social diametralmente opuesto al de los arenales de Lima y a la punta de algún cerro que, sin embargo, con la misma lógica de los pobres, también ha prescindido de los servicios que ofrece el Estado en materia de justicia. Los ricos –por usar un término maniqueo pero bastante ilustrativo–, al menos en materia civil o comercial, tampoco quieren pisar nunca más ningún palacio donde les ofrezcan «justicia». Ellos también han iniciado su «reforma». La diferencia con la de los pobres –descontada la materia justiciable– es que la de este sector social afortunado no ha expectorado a todo el sistema de «operadores de justicia», sino tan sólo al de la administración oficial que, en buena cuenta, representa a la mayoría de los profesionales del Derecho en el Perú. Es entonces de la minoría egresada de las mejores universidades y las más prestigiosas Facultades de Derecho del país que, de un tiempo a esta parte, quienes pueden pagar sus servicios, están reclutando a sus propios jueces privados para resolver sus pendencias.
En efecto, en esta versión civil de la «reforma antioficial» de la justicia, es mediante un contrato que las partes involucradas en un conflicto de intereses nombran a quienes a su criterio son los letrados más idóneos para resolver su caso. Es mediante un contrato también que les imponen a sus jueces las reglas del juego. Es mediante un contrato que les señalan el plazo máximo para fallar, esto es, el resultado de la justicia del que dependerán, también por contrato, sus honorarios. Todo lo contrario pues de lo que los abogados conocemos por administración de justicia oficial donde ni los litigantes eligen a sus jueces, ni tienen ningún poder sobre la estructura del proceso, ni pueden pagar por resultados, por lo que la justicia espera siempre las calendas griegas.
El arbitraje es esta otra reforma de la administración de justicia salida de la calle que, aunque privada, no es por mano propia. Por eso tiene el futuro que la vendetta no tiene. Porque la vendetta es intolerable en una sociedad civilizada y debe ser combatida por ésta para no desaparecer en la hoguera de la barbarie. El arbitraje, por el contrario, representa lo más acabado de la civilización porque la sociedad, de la que las grandes mayorías son la columna vertebral, consciente de su madurez, se aviene a resolver sus conflictos directamente sin alejarse del Derecho, pero prescindiendo de forzosos intermediarios oficiales cuya actuación, ya lo hemos visto, nos aleja cada vez más de aquel precioso bien que es para todo ser humano la justicia. Porque el arbitraje, que quede bien claro, no es sólo un sueño de ricos. Puede y debe ser una realidad para los pobres, pues los vientos históricos soplan cada vez más a su favor y nada hay que impida su difusión y aceptación popular como mecanismo de solución de conflictos.
Es pues el sueño de los justos que, contra toda leyenda, está aquí nomás, a la vuelta de la esquina.