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El recuerdo es este viaje

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I

Son las tres de la madrugada. Mi cuerpo yace frente al computador y relata los sucesos que posiblemente no contaría a alguien frente a frente. Aquí, el cigarrillo es un personaje principal y misterioso que transita por mis labios y luego se posa entre mis dedos mientras escribo en este teclado viejo. Recuerdo. Sí, recuerdo todo como si hubiese sido ayer. Recuerdo esa casa en la Av. San Felipe y todos sus habitantes. Recuerdo, también, cuando salía a correr con mi padre por el malecón los domingos y luego él llegaba a la casa, se bañaba, leía los titulares de El Comercio mientras bebía café.

Ha pasado media hora. El silencio que reina esta habitación es el prudente para escribir mis recuerdos o el recuerdo que tengo de los demás. La madrugada es un escenario sublime para estas evocaciones que yo creía olvidadas, pero es que tratar de olvidarlas es el gran inicio para recordarlas de nuevo. Intenté ser feliz un día como hoy y me saboteé. Porque los poetas mueren en este intento patibulario de creer ser felices, y allí encuentran su inmortalidad. Sin embargo, el humo del cigarrillo me transporta a esa casona de escaleras altas y enormes cuadros abigarrados del surrealismo. Conduzco la taza de café a mi boca mientras enlazo nostalgias agradables y sensaciones tan placenteras como el amor.

Los libros descansan azarosos en la repisa de madera que se ubica al lado de mi cama. Los pósters asignan sus miradas hacia el cigarrillo que se va despojando de su cuerpo que es fuente de inspiración. La música se esparce diligentemente por los rincones maculados de esta habitación mustia. Una copa de vino Rosé posa sutil en el escritorio y tras la transparencia del vidrio noto un rostro afligido por la madrugada: mi cara se ha dibujado en el envase de dicho elipsis de pensadores y siento vergüenza de beberlo sin un libro de Cortázar en la mano o sin Sinatra en el viejo tocadiscos de mi padre.

Esta habitación está muy sola. Las paredes azulinas se confunden con la iluminación tenue de la bombilla que lleva colgada varios meses. Saco otro cigarrillo de la cajetilla y voy delineándolo lentamente e imagino que ya lo he encendido y que el humo avanzará, con suerte, hacia Ribeyro o hacia Onetti y así les rendiría magno homenaje. Mientras tanto, me siento en ese colchón gris que ha sido cómplice melancólico de mis tristezas vagabundas. Entonces, la jornada va tomando la forma precisa para recordar a Rossi Carvallo. Ya su retrato se esconde en algún tomo de Historia Contemporánea, pero abandona las frías páginas de guerras cruentas para refugiarse en recintos más alegres como mis manos. No obstante, recordarla es la esencia de estas horas tardías y azules. Ipso facto, su fino rostro flota y se bosqueja en el humo pálido del cigarrillo.

Rossi Carvallo era de mediana estatura, cabello negro y aterciopelado, ojos pequeños, trigueña y bonita figura. Yo estudiaba Literatura en La Católica y, a menudo, escribía para que mis recuerdos sean un itinerario planeado para conocerme y reivindicarme con la sociedad que quizá no me ha adoptado como integrante del gremio consumista e inmoral que abunda en las avenidas de este país. Rossi abarcaba el indescifrable horario que mi corazón, que dicho de paso se iba deteriorando cada día con los litros de café que consumía, le ha asignado. Desde esta perspectiva, Rossi era, en gustos propios, mi libro favorito de Ribeyro, mi disco preferido de Oasis, mi Lucky Strike, mi taza de café a las 3 de la mañana, mi malecón de Barranco, mi imaginario mundo de un todo.

Esta madrugada va tornándose en contra mía, me busca con artimañas, con recuerdos que quise olvidar hace algunos años, pero que han vuelto a este habitad de ilusiones sin sentido. Rossi Carvallo es un presente muy extraño, puesto que simbólicamente representa mis pasados (digo mis pasados, porque decir que tengo un solo pasado sería una infamia de la realidad, yo tengo distintos pasados anotados en hojas y dejados a su libre albedrío en mi cabeza), también refleja un porvenir misterioso y cauteloso, como lo es el amor. No obstante, he decidido no afligirme mucho por esta noche, por esta velada literaria que se va perdiendo con el pasar de los minutos ingratos. Es cierto que el tiempo es mi instrumento autodestructivo más eficaz, pero también suelo aliarme cuando creo serle fiel.

Son las 6 de la mañana y mis sustancias psicotrópicas han cumplido su ciclo vital de la manera más satisfactoria: el café me hizo pensar, el cigarrillo me hizo recordar y el vino me hizo pensar lo recordado. Ya la luna pasa a dormitar para ser suplantada por un sol que se presenta con timidez. Este cuarto barranquino acoge las primeras iluminaciones naturales que ingresan por las rendijas de las ventanas. Tengo miedo. Miedo por el silencio que le sigue a esta madrugada.

Miro por la ventana y veo un horizonte planeado para mi deleite. Veo ese mar infinito que me remonta a los veranos en Cerro Azul con papá. Veo las nubes inmensas y todo me es indistinto. Regreso a mi cama con sigilo, me quito el polo y caigo rendido a ese trance tan placentero que es el acto de dormir.
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