Lisa – Cuento

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Entre Lisa y yo existe una complicidad que solo los amantes suelen tener. A Lisa la conocí en la peor faceta de mi vida: la ruptura con Melanie. Esta última fue clara al decirme que no quería estar conmigo. La vida suele ser una mezcla frustrante de felicidades y tristezas, lo cual es comprensible desde mi punto de vista. Sin embargo, conocí a Lisa por parte de una amiga en la Universidad, solo llevábamos un curso juntos, pero ni siquiera allí nos encontrábamos, pues ella pasaba gran parte del día con su enamorado. Ignacio, su chico, la engañaba, pero Lisa, por más que sabía, prefería negarse a esa cruel realidad. Yo le decía que era muy tonta al estar con Ignacio, que al final ella terminaría mal, Lisa decía que ese era su problema, que no me metiese. De todos modos, yo presentía que ese idiota la haría sufrir, pero también sentía que Lisa era más idiota al no darse cuenta desde el principio.
Explicaré cómo me di cuenta que el chico la engañaba. Primero, porque yo supe por parte de su amiga que antes recibía constantes mensajes de Ignacio, pero ahora esas señales eran escazas, lo cual es un indicio sutil de que en un momento Lisa notaría su ausencia y lo terminaría. Segundo, antes la recogía al término de las clases, la abrazaba, pero ahora ni la recogía, y siempre le decía que no podía, que tenía trabajos que hacer. Tercero, Ignacio había conocido a una chica hace unos meses en una de sus clases, la chica era bonita y siempre andaba con él. Una tarde, Lisa entró a la única clase que llevamos juntos y se aisló al último asiento del salón, yo me le acerqué en el tiempo de descanso.
– ¿Te pasa algo? – le pregunté.
– Nada, solo necesito estar sola – me respondió.
– ¿Estás segura?
– ¿No entiendes? Necesito estar sola – alzó un poco la voz.
Al terminar la clase fui uno de los primeros en salir y ella una de las últimas. Cuando ella salió solo atiné a decirle que quería verla feliz, ella me miró con esos ojos de pena, de haber llorado algunos minutos en su soledad. Las mujeres no lloran por las puras, lloran por una decepción la mayoría de veces. Decidí acompañarla hasta que tome su carro, ella no hablaba mucho, quizá porque no quería contarme lo que le hizo Ignacio. Cuando llegamos al paradero, sentí que quería abrazarla y no porque me gustase, sino porque cuando alguien se siente triste un abrazo suele ser una tranquilidad temporal. Llegó su carro, me dio un beso en la mejía y subió, pero algo en mí me impulsaba a subir al bus. En efecto, subí y me senté a su costado. Ella vivía en Surco y yo en Jesús María, lo cual explica mi locura al acompañarla. Lisa me miró y me preguntó qué hacía allí, yo le dije que el carro estaba en mi ruta. Ella me dijo algo que probablemente no olvide nunca:” ¿Sabes? Lo gracioso del amor es que te aferras tanto a alguien y crees que esa persona es la única en el mundo hasta que te decepciona”. Yo la miraba e imaginaba a esa chica mandándole mensajes de texto a Ignacio, abrazándolo y diciéndole cuánto lo quería, pero también imaginaba a Ignacio besando a otra chica en los lugares más apartados de la Universidad.
Cuando llegamos al paradero cercano a su casa, ella sollozó un poco y me abrazó. Eran cerca de las 9 de la noche y, aunque no sabía qué hacía en esas calles desconocidas, me satisfacía sentir la tranquilidad de Lisa, sentía su rostro lloroso en mi rostro pálido. Ella me dijo: “Eres un loco por venir hasta aquí. Sé que no vives cerca”. Le dije que la vi mal y que por eso la acompañé, me lo agradeció y se despidió gentilmente.
Lisa era de esas chicas que oían baladas antes de dormir, una rutina muy mezquina. Yo ya no le tocaba el tema de su enamorado, pues ella prefería no hablar de ello. Inclusive, me contó lo último que le dijo.
– Lisa, podemos arreglar esto – le dijo Ignacio por teléfono.
– Deja de ser tan mierda conmigo – le dijo Lisa y luego le cortó.
Desde aquella vez, Lisa y yo hemos estado saliendo. Lo interesante era que aprendí mucho de las chicas con ella, ya que me explicó lo que debía y no debía hacer para malograr una relación. Yo le conté de Melanie, le dije que ella era una hippie que había conocido en un curso de verano, que nos enamoramos y vivimos la vida como dos artistas sin rumbo, y que fumábamos todo el día como unos adictos sin reparo. También le dije que terminamos porque ella conoció a un músico extravagante hacía tocadas en Barranco. Entonces, Lisa y yo habíamos logrado una compatibilidad extraña, cuando nos encontrábamos, fumábamos, caminábamos y hablábamos. Me gustaba ese mecanismo tan raro que ya era consecutivo durante finales de primavera, hasta que sucedió. Fue una tarde de noviembre en la que después de fumar, nos miramos como si llevásemos años de conocernos y lentamente nos acercamos, y sucedió. Luego del beso ella dijo que tenía que irse, pero lo extraño era que cada vez que sucedía, siempre se marchaba.
Por las tardes le enviaba mensajes de texto, pero ella no respondía, como si me esquivase. Una tarde me llamó para decirme que viajaría durante las vacaciones, que no la llamara. Durante las mañanas quería llamarla, pero sentía que no debía, aunque a veces ella me enviaba mensajes en media noche. Después de un tiempo regresó, pero con un chico llamado Mariano que era alto, blanquiñoso y atlético. Ese momento entendí que el amor era una cadena extraña, uno de esos sistemas que escasamente terminan bien. Lo entendí, porque Lisa me hizo entender que el amor no estaba en los besos ni en los mensajes de texto a media noche con frases ridículas, sino que yacía en el tiempo de estar con esa otra persona, lo cual nos pasó. De este modo, cada vez que nos vemos y hablamos y fumamos y nos besamos, aun sabiendo que ella sale con otra persona, nos sentimos bien, porque apreciábamos esos momentos en los que nos sentíamos tranquilos, muy tranquilos.

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