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Mientras te espero

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Habíamos quedado en encontrarnos en el parque Kennedy a las cinco de la tarde. Hasta allí llegué media hora antes de la hora pactada con la vestimenta indicada para la situación: las viejas zapatillas converse color azul, un pantalón negro, un polo blanco y una casaca color verde pacay. Sería por la bohemia que adopté desde joven o quizá por el entorno miraflorino que elegí dicha vestimenta. Estuve sentado en una banca cerca a la iglesia fumando un cigarrillo mientras la esperaba. Pareciera que el parque Kennedy concentra a las parejas a una hora indicada, una hora cercana al atardecer en que los más clásicos se van al parque del amor con pequeñas paradas en un café y luego en Larcomar. Además, se logra percibir gran concurrencia de amigos (mayormente de distritos aledaños) que pasean con un Frapuccino en la mano.
Mientras se espera a alguien, uno suele observar todo a su alrededor o limitarse a ver el celular una y otra vez. Hice las dos cosas, pero le di más prioridad a la primera. Muchos artistas transitan el parque Kennedy, roqueritos con la guitarra en la espalda; pintores observadores de cada detalle que luego será parte del lienzo; y poetas en busca de su inspiración circunstancial, porque la inspiración solo se puede dar por circunstancias tan instantáneas como sublimes. Hay gente sin un rumbo definido que espera y verlos me desespera. Pienso: “Me gusta estar aquí”.
He abandonado el huerto insidioso y traicionero de mi cuarto para establecerme en este parque. Ella me llama y me dice que mejor la espere en el café de siempre. El Café-Café era nuestro refugio y allí están los rescoldos de nuestros primeros encuentros amicales que variaban entre mis consejos y sus bromas.
– Un vaso con agua, por favor. – le dije a la mesera – Y algunas servilletas, también.
– No se preocupe, en breve se lo traigo.
Siempre me ha pasado, cuando tengo ganas de escribir en un café, lo hago. Desde este punto se aprecia la diversidad de la vida, de la alegría, de la juventud. Enciendo el cigarrillo, tengo la mirada perdida y extraviada en los rostros de felicidad pasajera de los transeúntes.
– Su vaso con agua y las servilletas. ¿Desea algo más?
– No, muchas gracias.
Saco un lapicero de mi casaca. Pienso: “El amor nos hace ser pasajeramente inmortales”. Esto último, porque las parejas suelen prometer que se querrán siempre. ¿Por qué menciono esto? Porque anduve pensando buen rato en una persona, una de esas chicas que se suele querer mientras termina alguna estación o cuando se es inconsciente y aventurero de los tramos mezquinos del amor.
“Pareciera que el olvido de una chica es lo más memorable”
“Probablemente, tú leas esta servilleta y pienses que soy un loco del carajo”
“Escribo por pura necesidad de gastar tinta y, sobre todo, gastar los pensamientos que en mí dejaste”
“Sucede que cuando se conoce la felicidad lo más frustrante es darse cuenta que no dura mucho”
Bebí el vaso con agua y recosté mi rostro en mi mano derecha. El instinto de un escritor en un café miraflorino o parisino debe ser cerrar los ojos y esperar que el lapicero dance melancólicamente en las servilletas. Entonces, me di cuenta que gran parte de la vida nos la pasamos observando y muy poco usamos para escribir lo que vivimos, a excepción de quienes llevan un diario íntimo. He descubierto que la vida se basa en simplezas tan sublimes como gestos alegres, conversaciones interesantes, etc. Observé a niños que sujetaban globos mientras corrían, a parejas conversando, a amigos riéndose, cada uno adaptando la idea de felicidad a su vida. El tiempo es cómplice mediador en cada felicidad. ¿Cuál era mi felicidad? Quizá sea estar aquí y esperarla por minutos y saber que tendré una buena conversación con un buen café y así sabrán mejor los cigarrillos.
La esperaría unos minutos más. Esperaría su figura acercarse a este asiento y darme un beso en la mejía, decir que siente llegar tarde. Esperaría sus bromas y sus anécdotas. Esperaría sus consejos y ella esperaría los míos. Entonces, la espera iba tomando forma en mi mente.
“Lo que entiendo por amor es tan desconcertante como lo que entiendo por felicidad”
“Cada amigo representa alguna virtud o defecto nuestro que desconocemos o que nos gusta; por tanto, si un amigo se va, parte de nosotros también.
Mientras la espero, el sol se despide rozando el infinito mar. Entonces, veo que viene hacia mí.
– ¡Ya estoy aquí! – me dice.
– Lo sé. Una cosa…
– ¿Qué?
– Gracias por venir y, en realidad, por todo.
– ¿Otra vez volviste a fumar Pall Mall? – me dijo con una risa muy propia de ella.
Conversé con ella algunas horas. Nos despedimos y sentí la ligereza misteriosa de la felicidad. No la había besado ni mucho menos habíamos tenido un encuentro íntimo, pero pasar un tiempo con ella era la felicidad que esperaba. Entonces, comprendí esto de la felicidad y quizá del amor, porque, después de mucho, entendí que estos no se hallaban en el exceo de dinero o el placer de los cuerpos extasiados, sino en conversar y, sobre todo, oír a alguien. Caminé por aquel espacio donde venden pinturas en el parque Kennedy, encendí otro cigarrillo, y mi lánguido cuerpo se fue alejando lentamente hacia el malecón hasta perderse en el camino.
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Te quiero cuando no te veo- Parte I

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¿Nunca les ha pasado? Es decir, escuchar una canción en una fiesta o en una discoteca y recordarse de una ex o una persona a la que quieres. Eso me sucedió hace unos días cuando asistí a una reunión como cualquier invitado que va a beber un poco y, quién sabe, a encontrar a alguien. Llegué a eso de las siete, era un local donde reinaba la oscuridad y la música a alto volumen, las chicas bailaban con los chicos de shorts y zapatillas de skater. Caminé unos pasos y hallé a unos viejos amigos transportando el vaso con cerveza en forma circular. Me senté y observé esa imagen de diversión: chicas bailando y moviendo el cabello, entregándose al delirio de la música predilecta de nuestra época.
Estuve en silencio por mucho tiempo, tan solo consumía el alcohol como cualquier líquido. Más tarde, cuando todos empezaron a bailar y una chica me jaló al centro fui seducido por las notas que solo la salsa produce en las personas.
– ¿Cómo te llamas? – me dijo.
– Cristhian, ¿Cómo te llamas tú? – le dije.
– Miriam.
– Bailas bien. – le dije haciéndole un cumplido.
– Tú también.
– Se nota que sales seguido. – dije con una pequeña sonrisa.
– Ni tanto, luego que salí del colegio los tonos son ocasionales.
– Entonces, habrá que aprovechar esta noche.
– ¡Bonita cadena!- me dijo mirando mi cuello.
– Ah, gracias.
Conforme fue pasando la noche, esa chica de cabello castaño y mediana estatura se fue juntando a mí como si me conociera de años. En un momento sonó la canción Eres del Grupo Niche y bailábamos sutilmente en esa penumbra extraña hasta encontrar nuestros rostros cerca. No obstantes, esa canción me hizo acordar a la chica que me gustaba y mientras bailaba la pensaba misteriosamente como si estuviese bailando con ella. No sé bien si la oscuridad que predominaba o los vasos de cerveza que bebí me hicieron acercarme a ella como si intentase besarla, pero no podía, mi mente pensaba en una muchacha quizá estaría bailando con alguien o besando a alguien pero que aun así no podía sacarla de mi cabeza. En ese momento entendí lo que era el amor. Quería tanto a esa persona que sentía que aunque no esté con ella debía de mantenerme a distancia de otras chicas. Quizá porque es fácil decirle a una chica que la quieres cuando estás frente a ella, pero cuando sales olvidas ese pacto. Supe, entonces, que la quería Aprovechando el ritmo, me fui alejando lentamente y atiné a bailar a unos centímetros de distancia, y cuando acabó la pieza me dirigí a mi asiento. Consternado, quise beber y decirme a mí mismo que ya no debía de pensar en ella, que no era para mí. Sin embargo, entre la Cristal y el ron con Pepsi solo fui seducido más a su recuerdo, al recuerdo de una chica que no me daba bola, pero que en el fondo me gustaba. Los cigarrillos que dije dejar solo llegaban a mis labios para tratar de olvidar a esa chica que me había gustado desde hace meses y que ahora sabía que no podría conquistar, que quizá debería buscar a otra chica.
Una hora más tarde, sentía los efectos nocivos del ron y la cerveza, pero allí estaba yo, bebiendo como un desquiciado, derramando gotas de alcohol en mi pantalón por mi estado. Veía todo nublado y quería llamar a todas las chicas que en algún momento quise, quería tan solo escuchar la voz de cada una de ellas y luego cortar cobardemente como lo hice al no estar con ellas o al ser un idiota. Me conduje hacia el baño, me lavé el rostro y vi en mí un rostro marginado por la pena de un desamor, por los vasos de cerveza y por los recuerdos que esta produce.
Entre el reggaetón y la salsa, y un estado etílico como el mío, mi cuerpo solo lograba moverse de un lado a otro sin conciencia de los pasos de baile. Y así transcurrieron las horas hasta el momento en el que tuve que irme. Llegué a mi casa y mi cuerpo, débil por el exceso de alcohol, solo podía encender el computador y teclear estas líneas. Antes, entré al Facebook y observé algunas imágenes de ella y me puse a pensar lo raro que había sido todo, lo raro que puede ser enamorarse. Y, por esas coincidencias raras del destino, encontré a una amiga conectada a las tres de la mañana y conversamos mucho, hasta la hora en que dan los titulares. Le conté mi historia y ella solo logró decirme lo que otras personas me habían dicho antes: “Busca otra chica”. Quise comprender el consejo, pero mi obstinación me llevó a idear un plan raro: buscaría, a lo largo de la semana, a las chicas que me gustaron, hablar con ellas y averiguar cómo fue que me enamoré de ellas. ¿Por qué?, porque el amor logra ser pasajero y me he dado cuenta que mientras más ves a esa persona, más te gusta, pero a mí me pasaba que cuando no la veía la quería más.
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Lisa – Cuento

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Entre Lisa y yo existe una complicidad que solo los amantes suelen tener. A Lisa la conocí en la peor faceta de mi vida: la ruptura con Melanie. Esta última fue clara al decirme que no quería estar conmigo. La vida suele ser una mezcla frustrante de felicidades y tristezas, lo cual es comprensible desde mi punto de vista. Sin embargo, conocí a Lisa por parte de una amiga en la Universidad, solo llevábamos un curso juntos, pero ni siquiera allí nos encontrábamos, pues ella pasaba gran parte del día con su enamorado. Ignacio, su chico, la engañaba, pero Lisa, por más que sabía, prefería negarse a esa cruel realidad. Yo le decía que era muy tonta al estar con Ignacio, que al final ella terminaría mal, Lisa decía que ese era su problema, que no me metiese. De todos modos, yo presentía que ese idiota la haría sufrir, pero también sentía que Lisa era más idiota al no darse cuenta desde el principio.
Explicaré cómo me di cuenta que el chico la engañaba. Primero, porque yo supe por parte de su amiga que antes recibía constantes mensajes de Ignacio, pero ahora esas señales eran escazas, lo cual es un indicio sutil de que en un momento Lisa notaría su ausencia y lo terminaría. Segundo, antes la recogía al término de las clases, la abrazaba, pero ahora ni la recogía, y siempre le decía que no podía, que tenía trabajos que hacer. Tercero, Ignacio había conocido a una chica hace unos meses en una de sus clases, la chica era bonita y siempre andaba con él. Una tarde, Lisa entró a la única clase que llevamos juntos y se aisló al último asiento del salón, yo me le acerqué en el tiempo de descanso.
– ¿Te pasa algo? – le pregunté.
– Nada, solo necesito estar sola – me respondió.
– ¿Estás segura?
– ¿No entiendes? Necesito estar sola – alzó un poco la voz.
Al terminar la clase fui uno de los primeros en salir y ella una de las últimas. Cuando ella salió solo atiné a decirle que quería verla feliz, ella me miró con esos ojos de pena, de haber llorado algunos minutos en su soledad. Las mujeres no lloran por las puras, lloran por una decepción la mayoría de veces. Decidí acompañarla hasta que tome su carro, ella no hablaba mucho, quizá porque no quería contarme lo que le hizo Ignacio. Cuando llegamos al paradero, sentí que quería abrazarla y no porque me gustase, sino porque cuando alguien se siente triste un abrazo suele ser una tranquilidad temporal. Llegó su carro, me dio un beso en la mejía y subió, pero algo en mí me impulsaba a subir al bus. En efecto, subí y me senté a su costado. Ella vivía en Surco y yo en Jesús María, lo cual explica mi locura al acompañarla. Lisa me miró y me preguntó qué hacía allí, yo le dije que el carro estaba en mi ruta. Ella me dijo algo que probablemente no olvide nunca:” ¿Sabes? Lo gracioso del amor es que te aferras tanto a alguien y crees que esa persona es la única en el mundo hasta que te decepciona”. Yo la miraba e imaginaba a esa chica mandándole mensajes de texto a Ignacio, abrazándolo y diciéndole cuánto lo quería, pero también imaginaba a Ignacio besando a otra chica en los lugares más apartados de la Universidad.
Cuando llegamos al paradero cercano a su casa, ella sollozó un poco y me abrazó. Eran cerca de las 9 de la noche y, aunque no sabía qué hacía en esas calles desconocidas, me satisfacía sentir la tranquilidad de Lisa, sentía su rostro lloroso en mi rostro pálido. Ella me dijo: “Eres un loco por venir hasta aquí. Sé que no vives cerca”. Le dije que la vi mal y que por eso la acompañé, me lo agradeció y se despidió gentilmente.
Lisa era de esas chicas que oían baladas antes de dormir, una rutina muy mezquina. Yo ya no le tocaba el tema de su enamorado, pues ella prefería no hablar de ello. Inclusive, me contó lo último que le dijo.
– Lisa, podemos arreglar esto – le dijo Ignacio por teléfono.
– Deja de ser tan mierda conmigo – le dijo Lisa y luego le cortó.
Desde aquella vez, Lisa y yo hemos estado saliendo. Lo interesante era que aprendí mucho de las chicas con ella, ya que me explicó lo que debía y no debía hacer para malograr una relación. Yo le conté de Melanie, le dije que ella era una hippie que había conocido en un curso de verano, que nos enamoramos y vivimos la vida como dos artistas sin rumbo, y que fumábamos todo el día como unos adictos sin reparo. También le dije que terminamos porque ella conoció a un músico extravagante hacía tocadas en Barranco. Entonces, Lisa y yo habíamos logrado una compatibilidad extraña, cuando nos encontrábamos, fumábamos, caminábamos y hablábamos. Me gustaba ese mecanismo tan raro que ya era consecutivo durante finales de primavera, hasta que sucedió. Fue una tarde de noviembre en la que después de fumar, nos miramos como si llevásemos años de conocernos y lentamente nos acercamos, y sucedió. Luego del beso ella dijo que tenía que irse, pero lo extraño era que cada vez que sucedía, siempre se marchaba.
Por las tardes le enviaba mensajes de texto, pero ella no respondía, como si me esquivase. Una tarde me llamó para decirme que viajaría durante las vacaciones, que no la llamara. Durante las mañanas quería llamarla, pero sentía que no debía, aunque a veces ella me enviaba mensajes en media noche. Después de un tiempo regresó, pero con un chico llamado Mariano que era alto, blanquiñoso y atlético. Ese momento entendí que el amor era una cadena extraña, uno de esos sistemas que escasamente terminan bien. Lo entendí, porque Lisa me hizo entender que el amor no estaba en los besos ni en los mensajes de texto a media noche con frases ridículas, sino que yacía en el tiempo de estar con esa otra persona, lo cual nos pasó. De este modo, cada vez que nos vemos y hablamos y fumamos y nos besamos, aun sabiendo que ella sale con otra persona, nos sentimos bien, porque apreciábamos esos momentos en los que nos sentíamos tranquilos, muy tranquilos.
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