Silencios Olvidados – Capítulo II

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II

Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos,
No te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía,
Porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque
En lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me ames (cómo te gusta usar el verbo amar, con qué cursilería lo vas dejando caer sobre los platos y las sábanas y los autobuses)

Rayuela, Julio Cortázar.

Venus tomaba las decisiones a las que yo me negaba. Caminábamos por el parque Kennedy hacia las seis de la tarde. Paseábamos con los audífonos en los oídos. Ella miraba los cuadros que estaban puestos a la venta y deseaba regresarse a su casa de inmediato para pintar. Una reacción similar me sucedía a mí cuando me inspiraba mientras recorría los alrededores de Miraflores. Venus hacía los más prudente: tomaba fotos a lo que parecía digno de ser ilustrado. Entonces regresábamos al pequeño cuarto en el que ella vivía, ubicado en el Jr. Camaná, cerca a la plaza Francia. Debajo de su cuarto yacía un establecimiento de venta de libros antiguos en el que vendía Don Pascual. Este hombre de setenta años, abrigado con un chaleco y una bufanda y una suerte de boina en la cabeza, comercializaba el ingenio de Cervantes Saavedra, Homero, Faulkner, entre otros.

Venus esparcía papel periódico en todo su piso y cubría los pocos muebles que poseía con sábanas polvorientas. Sacaba unas temperas que mostraban indicios de usos anteriores. Cogía una botella de plástico de dos litros y la cortaba, de manera que quede la base en la cual pueda refregar sus pinceles. Yo miraba su genialidad al mover todo detalladamente. Ella encendía un cigarrillo y ponía su disco de The Cure, siempre con la misma canción: Friday I´m in love. Rociaba un poco de pintura verde en un pedazo de madera que ella usaba como una paleta. Su aliento se esparcía sobre la pintura, sobre la cartulina que perdía su pureza. El humo del cigarrillo degradaba inocentemente la obra de arte, le daba un toque a lo Venus.

Luego de dos horas, ella encendía la cocina y hervía agua. Yo reposaba en la escalera que pertenecía a su cuarto y que conducía a un almacén. Ella graficaba la distancia sublime entre lo real y lo ficticio, de tal manera que seducía a la vista, la inquietaba y la intrigaba. Después, tomábamos café en el balcón de su pequeño departamento. Observábamos a los transeúntes que, en su mayoría, eran roqueros que deambulan por las céntricas calles de Lima. Se nos antojaba caminar por el jirón y pasar un rato en la Taberna Queirolo. Conversábamos de irracionalidades, de temas que nadie en su sano juicio discutiría. Y yo siempre le ganaba en esos debates sin razón. Ella me decía que quería ser como yo, quería conocer tanto para ganarme en las conversaciones. Yo le decía que me gustaría pintar como ella, que tener su habilidad era mejor que conocer de todo, pues uno puede leer y aprender, en cambio la pintura es un don. Ella me miraba pasivamente y nos buscábamos en el laberinto de nuestros ojos. Tentábamos a los instintos, y nos besábamos.

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