Entre cafés y coca colas

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Mi vida es una murria sin el café. Hoy escribo a manera de alabanza a aquella sustancia que me llena de felicidad y pareceré loco al dedicarle líneas a ese líquido que para algunos resulta deletéreo, sin embargo, para mí es como el oxigeno. Hace tiempo empecé con esta adicción, luego me acostumbré y obsesioné cual diabético a los dulces. Todo empezó cuando tenía diez años. Era mi cumpleaños durante un tórrido verano. Pero eso es relevante. Algún familiar al que no recuerdo me regaló un Monopolio, el cual no tardé mucho en usar y experimentar de forma temprana el deseo por ganar terrenos imaginarios con fichitas con formas estúpidas y con dinero de cantidades inexistentes en mi país – me refiero al billete de 500 – pero durante esa jordana lúdica, en mi más iluso pensamiento, se me ocurrió por beber café, el cual era considerado solo para adultos. Aquel día recordé los mefistofélicos mitos que contaba mi mamá, entre ellos se rumoreaba el hecho de tener alucinaciones y cansancio. Tal fue mi inocencia que durante la partida aluciné largamente.

Aquella primera experiencia la entendí de forma abstrusa. Luego consumía café a las quinientas, es decir, casi nunca. Pero, ya me había gustado ese sabor amargo. Luego de dos años, podía consumir café mínimamente. Eran tiempos bellos. En mis años de secundaria conocí del café transportable: la coca cola. No dudé en beber mucho de aquel líquido glorioso, el cual significaba ser consumido al final de una contienda deportiva. Años más tarde, consumí del sobrecito rojo llamado KIRMA, cuyo gusto no me satisfacía. Mi vida era ir al colegio, regresar y dormir. Sin embargo, mi afición a la cafeína se torna durante los años más aciagos de mi vida: cuarto y quinto de secundaria. Mientras mi familia se atrofiaba el cerebro viendo a Magaly, yo mejoraba mi calidad de consumidor acérrimo a la coca cola. Cuando me enamoré por primera vez consumía una coca cola cada tres días, vivía en felicidad suprema, no me quejo. Cuando sufrí de desamor, el café fue un bienhechor en mi azul vida. Recuerdo que en mi primera decepción amorosa, aquel envase curvilíneo con una etiqueta y tapa roja me llevó a confundirme entre las lágrimas, fue entonces cuando la coca cola se convirtió en mi amasio. Llegué a la desesperación de combinar – como una suerte de barman – coca cola con Pisco. Mis días transcurrieron melancólicamente. Pero, durante las tareas de Literatura era infaltable un “café cargado” como lo llamaba mi madre. Consumí NESCAFÉ en todas las tareas que pude, en todos los lonches que estuve, en todos los compromisos a los que asistí, en todas las visitas que hice a mis familiares septentrionales.

Durante mi etapa de escolar, recuerdo que consumí tanto café como pude. Cada vez que se agotaba el café en mi casa o simplemente no lo hallaba en los apolillados cajones de mi hogar era razón suficiente para acudir a una pulpería con celeridad. Mi madre me miraba y hacía gesto de negación lentamente, aquello significaba que me estaba dañando. El mohín de mi madre era muy claro, me estaba volviendo un adicto a la cafeína. Poco o nada importaban las constantes taquicardias que empezaba a sentir, la coca cola llenaba una parte que muchos ignoraban, de hecho, hasta yo.

En el verano consumía cuanta coca cola había en el distrito. Cuando iba a la playa con un grupo de amigos miraflorinos bebíamos PEPSI, una marca de gaseosa a la que nunca he tenido nexo alguno, a no ser por una que otra borrachera. Ya que sentía insípida a la PEPSI, me compraba una botella de coca cola helada, aquella que me acompañó en extensos viajes o en buses incómodos.

Aquellos que me conocen, sin duda alguna, saben que siempre me verán con una coca cola o bebiendo un cafecito caliente en mi escritorio. De hecho, a la próxima chica que conozca, de seguro, la invitaré a un Café.

Recuerdo que en mi viajé de promoción logré conseguir el famoso café de Chanchamayo, deliciosa fragancia la que emanaba mi taza de NESCAFÉ color roja. Lástima. Mi efímera felicidad duró tres semanas. Después de mi deleite solo quise tener otro viaje de promoción para traer ese delicioso café de vuelta a mis manos, o mejor dicho, a mi paladar.

Durante Junio consumía hasta tres botellas de coca cola diarias, era como una manía irreparable que me ataba a la tristeza. Por aquel motivo escribía diariamente, para controlar aquel afán que no me tenía misericordia. Luego de escribir novelas, o tratar de hacerlo, incursioné en la lírica, siempre acompañado de un misterioso café. Llegué al punto de comprarme una lata de NESCAFÉ para mí solo, aquel que escondía de manera diligente debajo de mi cama. Cuando sentía que no tenía amigos, familia y solo a Brisa – mi mascota- bebía con angustia, tanto que llegué a tener escalofríos seguidos de náuseas. El café me hizo su eterno dependiente.

Mientras estaba en el CEPREPUC tomaba la basura de ALTOMAYO, un café que a duras penas podía pagar con una paupérrima propina diaria, puesto que costaba un sol. Llegué a alquilar mi crédito de celular tres veces, solo para consumir un A3, y hasta prestar una tarea y enseñar redacción por el módico precio de un nuevo sol. No creo que mi adicción haya sido negativa, gracias a ella logré conocer y hasta desconocer a las personas. Con un café en la lluvia me sentía dentro de una de esas películas francesas, sentado en una mesita con un lápiz 2B en mi mano, tratando de hacer mi tarea, bebiendo un café caliente cada media hora, invirtiendo mi dinero en un litro diario de cafeína.

El café, creo yo, lo inventaron para ver los instintos del hombre y convertirlo en un ser analítico, pero el análisis muchas veces es conducido por los nervios, las ansias, etc. Por eso los escritores toman café, fuman y beben, porque esto los vuelve más racionales de forma universal y no de forma matemática. Mi hipótesis es la siguiente: si un hombre gastase un día estudiando o trabajando, esto provocaría una necesidad, la de beber algo que lo reponga. Por tanto, necesita del café a su lado.

Mientras escribo esto, tomo café. Es mi sublime manera de pasar mis días. Por aquella razón invoco a todas las industrias cafetaleras a que pongan una máquina dispensadora en cada esquina de Lima. El limeño olvidaría sus problemas, aunque filosofaría sobre su existencia y bestialidad.

Solo hay un momento donde no consumo café; cuando amo. Amar y beber café son una mezcla negativa. Cuando tratas de amar no necesitas beber ni consumir nada. Es como el tabaco, lo consumes en algún paradero de Lima, Madrid o Francia, pero cuando amas, solo lo haces en un lugar. El amor es como el café, debes saber cuál te hace más feliz, cuál te quita el sueño, cuál será tu fiel compañero. En mi caso, el perro es el segundo mejor amigo del hombre; el primero es, de hecho, el café.

No sé cómo he hecho para escribir dos caras acerca del café, lo más increíble es que, escribiendo estas dos caritas, he tomado cinco tazas de café, y para, siquiera, pensar en escribir algo como esto, he consumido once vasos plásticos de café ALTOMAYO, una taza de café en la casa de mi mamá, tres coca colas y un Red Bull helado. Como es fácil de apreciar, mi vida se torna mohína si no tomo algo con cafeína; físicamente siento espasmos, falta de apetito y desmayos repentinos.

No existe recomendación que me haga cambiar. Así que, si sientes aprecio por mí, no me sermonees e invítame un café, sino ni te acerques. Bueno, dado que todo relato llega a su fin, éste se concluye aquí. Mientras parto a servirme una taza o dos o quizá hasta tres de café.

Cristhian Trinidad, Septiembre de 2009

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