LIBERTAD E INFORMALIDAD TRIBUTARIA

Estimados blogueros:

A continuación reporduzco nuestra opinión editorial de la Revista ANALISIS TRIBUTARIO del mes de marzo pasado, que aborda la siempre dificil relación entre “Libertad e informalidad tributaria”, en el marco del Bicentenario de la Constitución de Cadiz (más conocida como “la Pepa”). Aún tiene relevancia, dados los últimos sucesos en el país.

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Por: Luis Durán Rojo

Aunque en los tiempos actuales pueda no notarse su relevancia, el apego al cumplimiento de las normas jurídicas (el Derecho en sentido lato) es una característica esencial para la convivencia social, el desarrollo individual y la armonía pública.
La historia humana ha demostrado con creces que cuando los Estados han logrado que en los territorios bajo su soberanía prime el respeto y cumplimiento de la ley, los grupos humanos han tornado en sociedades pacíficas, integradas y con conciencia y esperanza de futuro. El proyecto de Estado Constitucional, afirmado en las últimas décadas del siglo XX, ha puesto sobre dichas bases la idea de que hay un conjunto de valores humanos que cimentan las normas y las potencian en el camino a permitir que cada individuo pueda tener el desarrollo de vida que desee en la medida que no dañe el de los demás.
En lo que a nuestra América Latina respecta, hace justo 200 años –cuando aún éramos colonia del Reino de España–, se realizó uno de los esfuerzos más importantes para racionalizar el poder y promover la legalidad. Se trata de la Constitución Española de 1812, preparada por las Cortes Generales de ese reino reunidas extraordinariamente en Cádiz (en medio de la invasión de los ejércitos napoleónicos), que la promulgaron el 19 de marzo de 1812. Esa Constitución, conocida popularmente como la Pepa (por la festividad de San José), fue la primera promulgada en España y una de las más liberales de su tiempo, que solo estuvo en vigor por dos años hasta el retorno de Fernando VII a España.
En el constitucionalismo latinoamericano hemos heredado muchos principios vitales que trajo esa Constitución, como por ejemplo, que (i) la soberanía es de la Nación, (ii) los poderes (hoy funciones) requieren estar separados en órganos interdependientes, (iii) el sufragio debe ser universal, (iv) la ciudadanía es un derecho humano, y (v) las libertades humanas se han de aplicar en el marco del Estado de Derecho y del cumplimiento de las normas jurídicas producidas por el Estado en el cumplimiento de los procesos establecidos por la Constitución.
Estos doscientos años han permitido madurar nuestras legislaciones y derechos nacionales, con muchos tropiezos ciertamente. Existen actualmente Constituciones que apuestan por el progreso humano, poseemos sistemas de fuentes jurídicas completos en nuestros Estados y sistemas racionalizados de solución de conflictos. Tenemos instituciones del Estado y mayor presencia de este en nuestros territorios, y por cierto gozamos de mayores libertades que las que hace 200 años hubiéramos imaginado.
Sin embargo, todavía nuestras sociedades parecen no acabar de entrar en procesos de composición adecuados. Del mismo modo, las normas jurídicas no se producen bien y/o no se cumplen adecuadamente. Aún la arbitrariedad campea por nuestros territorios. En buena cuenta, en América Latina, y en especial en el Perú, no hemos podido desarrollar esa cultura de legalidad a la que nos referíamos, bien sea por faltarnos el requisito de plena ciudadanía para todos los individuos que aquí habitamos, bien sea porque los órganos productores de normas (especialmente los Congresos Nacionales) no las elaboraron partiendo de la inspiración del bien común y pensando en su utilidad social, o bien porque los propios Estados nacionales han sido débiles en hacer cumplir sus normas dentro del territorio que controlan.
El resultado salta a la vista, en muchas partes de nuestros países el gobierno no lo ejerce el Estado sobre la base de la legalidad, sino grupos privados que incluso construyen una propia racionalidad normativa que sostiene y promueve sus intereses particulares en detrimento de los generales.
Aquí se puede hablar clara y llanamente de espacios de ilegalidad estatal, que por cierto incluye serios problemas de desgobierno social. Sin duda, nadie podrá argumentar a favor de esta situación, por el contrario, es obligación colectiva promover el retorno del control estatal sobre esos territorios.
Las recientes medidas legislativas y operativas del Gobierno Nacional para la lucha contra la minería ilegal podrían mostrar el camino que se debe seguir: claridad de objetivos constitucionales y colectivos, vocación del Estado en hacer cumplir las normas en el marco de la Constitución, liderazgo operativo de las instituciones estatales y compromiso colectivo en apoyar la causa de la recuperación de la legalidad.
Ahora bien, en otras áreas geográficas o incluso en ámbitos no territoriales sino sociales, el Estado formalmente promueve y vigila la legalidad, pero la población cumple la norma bajo ciertas especificaciones, o la incumple bajo otras. Este es el ámbito de la informalidad, esto es, el espacio en el que la ley se cumple siempre que no altere los intereses individuales de grupos poblacionales, que recrean reglas de cumplimientos hechas a su propia medida y que en muchos casos están en abierta contradicción con la legislación estatal.
Aquí la solución parece no estar clara. Un importante sector de la opinión pública entiende que hay informalidad porque la ley no responde a la realidad, de modo que aquella debe cambiar. La informalidad –se dice– se ataca simplificando y disminuyendo la radicalidad de las obligaciones ciudadanas en relación a lo público. Algo de estas fórmulas se han probado por aquí con las reformas de los años 90 (que en muchos casos aún superviven) en materia de régimen de transporte público, de urbanismo y construcción, de propiedad predial, de relaciones laborales, entre otros. Sin duda, no han sido experiencias exitosas y no han dado las ventajas y beneficios que se esperaban.
Otro sector ha entendido que lo importante es regular, establecer los alcances de cada actividad privada, de modo de cerrar brechas a cualquier abuso individual contra el conjunto social. No parece ser este tampoco el camino adecuado, puesto que cerrar el paso a la libertad humana nunca es un proyecto que pueda llegar a buen término.
En buena cuenta, de lo que se trata es de buscar el justo medio entre la regulación normativa y la libertad humana, lo que supone reconocer que nosotros los ciudadanos tenemos deberes de primer orden que cumplir que se cimentan y expanden en una gama de derechos que nos permiten hacer nuestros proyectos de vida.
Ese es el ideario también en nuestra materia tributaria. La Pepa, pese a ser una Constitución liberal, nos lo planteó claramente cuando en su artículo 8° estableció que “todo español” (“hombre libre nacido y avecindado en los dominios de las Españas” decía su artículo 5°), sin distinción alguna, está“… obligado a contribuir en proporción de sus haberes para los gastos del Estado”. En buena cuenta, todos tenemos el Deber de Contribuir al Financiamiento Estatal, el mismo que se halla enmarcado en una pléyade de derechos que el Estado –el legislador, el juzgador y especialmente el Administrador Tributario– están obligados a respetar y promover.
Por eso, quienes entendemos la dinámica tributaria, nos oponemos abiertamente a la evasión fiscal y a la informalidad tributaria. La existencia de ambos supone la derrota de la legalidad tributaria y, con ello, de nuestro proyecto constitucional y de nuestra convivencia colectiva.
La ilegalidad tributaria debe ser combatida con todos los instrumentos posibles, contando para ello con la colaboración de nosotros los contribuyentes y de terceros. El Estado debe hacer en esta materia todos los esfuerzos necesarios para racionalizar el régimen tributario y a su vez hacer cumplir la legalidad tributaria racionalizada, que sirva a la financiación estatal para el cumplimiento de los objetivos nacionales. Evidentemente, es bueno recordar que la legitimidad del régimen normativo no descansa solo en su ejecución en el marco constitucional sino en la efectividad del gasto social, esto es del cumplimiento de los fines que la financiación procura, y ahí aún hay muchísimo por andar.
La informalidad tributaria debe ser contrarrestada. Para ello, la autoridad estatal (por ejemplo la SUNAT) debe partir de una profunda convicción de su misión constitucional y, por eso mismo, del irrestricto cumplimiento de las libertades del ciudadano, para luego entender que la determinación del tributo justo es la prioridad de actuación para todos.
Sin duda, estamos comprometidos con esas perspectivas y parámetros. Sabemos que cada vez más en este país existen ciudadanos así como entidades públicas y privadas, entre ellas la vuestra amable lector, que también entienden en estos términos nuestra actividad tributaria.

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Acerca del autor

Luis Alberto Duran Rojo

Abogado por la PUCP. Profesor Asociado del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Director de ANALISIS TRIBUTARIO. Magister en Derecho con mención en Derecho Tributario por la PUCP. Candidato a Doctor en Derecho Tributario Europeo por la Universidad Castilla-La Mancha de España (UCLM). Con estudios de Maestria en Derecho Constitucional por la PUCP, de Postgrado en Derecho Tributario por la PUCP, UCLM y Universidad Austral de Argentina. Miembro de la Asociación Peruana de Derecho Constitucional, del Instituto Peruano de Investigación y Desarrollo Tributario (IPIDET) y la Asoción Fiscal Internacional (IFA).

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