Estimados amigos:
Hace unos días Jaime Bayly ha escrito una columna en el Diario Perú 21 que me parece brillante, se llamó “Coraje y Lealtad”. Comparto lo que señala respecto a la necesidad humana de engrandecer el coraje y la lealtad. Lo publico en este blog en homenaje a mis amigos, los que me han demostrado coraje y lealtad.
—–
Por: Jaime Bayly
Con los años aprendes que las virtudes más elevadas, y tal vez por eso mismo infrecuentes, son el coraje y la lealtad.
Con los años comprendes que la inteligencia o la astucia es una virtud peligrosa de la que es preciso desconfiar. Por lo general, la gente inteligente y astuta no sabe ser leal y carece de coraje o cree ser prudente cuando, en realidad, es sólo cobarde, pusilánime, asustadiza…
No me interesa ya la gente inteligente, aun si posee una inteligencia superior, una mente brillante, si sé que esa persona me es desleal, que es pérfida porque no puede evitarlo, que no puedo confiar en ella porque me ha traicionado y, con toda probabilidad, volverá a hacerlo.
La gran virtud, la virtud por excelencia, la más noble y admirable de las virtudes humanas, es el coraje, si por coraje entendemos no la temeridad del idiota que ignora los riesgos que corre y decide correrlos sin advertirlos y cegado por su imbecilidad, sino el valor consciente y calculado del que, a sabiendas de los riesgos que enfrenta, no se deja intimidar por ellos y lo arriesga todo, aun la vida, por una causa noble, por una causa justa, por unos ideales.
No hay coraje, desde luego, en la fría ambición, en la ambición mezquina y egoísta. Sólo hay verdadero coraje cuando la empresa humana que se acomete está preñada de peligros no menores y es de una naturaleza noble y altruista. Sólo hay coraje cuando el que lo arriesga todo sabe que lo más probable es que lo pierda todo y, sin embargo, percibe la vida como una aventura que sólo tiene sentido si se la dota de una dimensión épica, de una textura poética no exenta de cierto arrojo torero.
Tengo para mí que la gloria personal sólo se alcanza cuando se posee coraje. La sabiduría, o cierta cuota de sabiduría o de comprensión de la naturaleza humana, es un triunfo reservado a los que, sintiendo miedo, se sobreponen al miedo y libran la batalla con menos miedo que coraje, o con tanto coraje que el miedo se nos olvida por un momento porque nos recuerda que es el lastre y el baldón que hunde y condena a los pusilánimes, a los mediocres, a los serviles y lambiscones, a esos sujetos que despreciamos y que jamás quisiéramos ser.
Siendo el coraje la gran virtud humana, aquella virtud que resulta indispensable para alcanzar el éxito cualquiera que sea la empresa que uno se proponga acometer (pues sólo triunfan los que son valientes en las buenas y en las malas, y son numerosos, incontables los que, siendo inteligentes e incluso muy inteligentes, se quedan a la mitad del camino por falta de garra, de firmeza, de determinación y espíritu combativo), no debemos menoscabar el magnífico valor de la lealtad, que es, en cierto modo, una forma de coraje, una forma no menor de coraje.
Todos hemos perdido amigos, y muchos de esos amigos eran inteligentes, brillantes, astutos, seguramente más inteligentes que muchos de nosotros, pero los hemos perdido porque tal o cual circunstancia adversa propició que esos amigos nos revelaran que no sabían ser leales, que no podían ser leales, que la lealtad era una noción que les resultaba ajena, extranjera. Desde luego, lamentamos haber perdido a esos amigos inteligentes y en ciertos casos brillantes, pero comprendemos que estaba escrito en el destino que esas amistades fuesen sólo pasajeras porque estaban envenenadas por el espíritu pérfido, felón, desleal que habitaba en aquellos amigos que nos traicionaron no porque nos quisieran menos, sino porque tal era su naturaleza, porque no sabían o no podían sernos leales, porque la lealtad es una virtud que resume o comprende una suma de no pocas cualidades: la humildad, la tolerancia, la grandeza de espíritu y el coraje para ser leales aun si el ejercicio de la lealtad nos pone en grave riesgo o nos resulta del todo inconveniente.
Sólo los sabios son en verdad humildes y sólo los leales son en verdad humildes y, en ambos casos, la humildad es entonces, y aunque no lo parezca, una forma asolapada del coraje, pues hay que tener coraje para entender que uno es bien poca cosa y siempre será más lo que se ignora que lo que se sabe y, también, hay que tener coraje para ser leal a sabiendas de que la lealtad es una forma de subordinarnos al amigo, de perdonarle sus defectos, sus miserias e imperfecciones, y de elegir un camino arduo, peligroso, al borde del despeñadero, sabiendo que es empinado y que, al recorrerlo, tal vez perderemos más de lo que ganaremos, pero que nos quedará, exhaustos al final, la sensación de grandeza o de gloria o la dimensión épica de que uno no vive para ganar siempre, sino para pelear por una causa noble (por ejemplo, la lealtad a un amigo) aun sabiendo que dicha pelea nos enredará en una maraña de problemas.
Digo todo esto porque con los años tiendo a desconfiar de los inteligentes y los taimados y los calculadores y los codiciosos; tiendo a desconfiar de los que convierten la vida en un negocio en el que todo debe someterse a un frío examen del costo y el beneficio; tiendo a desconfiar de los que sólo pelean las batallas que saben que con seguridad van a ganar y esquivan aquellas en las que reconocen que hay un alto riesgo de perder.
Digo todo esto porque con los años he aprendido a admirar a los nobles, a los valientes, a los soñadores, a los arrojados, a los altruistas, a los lunáticos, a los quijotescos, a los que pelean no las batallas que saben que van a ganar, sino las batallas que su sentido de la justicia les dicta que deben librar, no importa si en ellas se les va la vida, que nada es más glorioso que entregar la vida por una causa noble e incomprendida.
Digo todo esto porque los pocos amigos que me van quedando o los pocos amigos a los que ahora me aferro son aquellos que me han educado en el coraje y la lealtad, dos virtudes que sobrepasan largamente a todas las demás cualidades del espíritu y que algún día me gustaría que impregnasen los actos más importantes que animen lo que queda de mi existencia.
No sé si poseo todavía algo de coraje, no sé si he aprendido de mis buenos amigos el valor supremo de la lealtad, pero los que en las circunstancias más contrariadas me han demostrado coraje y lealtad, lealtad y coraje, son sin duda las personas que más admiro, las personas que necesito cerca de mí para aprender de ellas, de su sabiduría, de su grandeza de espíritu, y para, con suerte, aprehender de ellas un poco de coraje y otro de lealtad.
No guardo rencor a los traidores ni a los cobardes: tal es su naturaleza, tal su destino menor. Tal vez el coraje consiste también en comprender y perdonar a los cobardes y a los desleales, en mirarlos con la compasión que sólo poseen quienes son de verdad sabios; es decir, quienes son de verdad leales y valientes incluso con quienes no lo merecen.
Que el poco tiempo que me quede por vivir (siempre es minúsculo el tiempo que nos queda por vivir, si comprendemos la inmensidad de la historia que nos antecede, sólo que rara vez lo advertimos a tiempo) me permita demostrarles a mis hijas, las dos causas más nobles y justas de mi existencia, que las grandes pulsiones que animan las batallas que elijo librar o que me resigno a librar, aun sabiendo que las perderé o que perderé en ellas la vida, son el coraje y la lealtad, la lealtad y el coraje, dos maneras de entender la vida como una batalla que sabes de antemano que vas a perder, pero que, sin embargo, quieres pelear limpiamente, con arrojo, con dignidad, con el aplomo del torero que comprende que está en su destino morir en la arena y espera la muerte con la serena resignación del que reconoce que no por saber perdida la batalla no ha de pelearla con coraje y lealtad y con un cierto desplante torero que no es ajeno al miedo, pero que derrota al miedo o lo empequeñece porque lo que prevalece en aquel momento crucial es la certeza de que una vida vivida sin coraje es una vida ínfima, menor.
Que no me tiemblen las piernas cuando venga la bestia a cogerme, revolcarme y matarme. Y que sólo me acompañen los que me educaron en la lealtad y el coraje. Y que sean ellos los que me vean morir, y que sean ellos los que, con suerte, consigan reconocer que mi muerte es un testimonio tardío e insuficiente de coraje y lealtad hacia ellos, los que me quisieron en las buenas y en las malas, pero sobre todo en las malas, y los que pusieron el pecho cuando llovían las balas, y los que hubieran preferido dar la vida por mí, pero entendieron que era sólo justo que fuese yo quien la entregase por ellos.
Sólo aspiro a la modesta gloria humana de que un puñado de personas, y entre ellas, ciertamente, mis hijas y su madre, me recuerden como un hombre que en sus años finales aprendió, nunca es tarde, a demostrar algo de coraje y lealtad, y que sea así como más fielmente me recuerden: como un loco, como un soñador, como un demente que, sin embargo, aprendió a no ser un cobarde ni un traidor, y que supo demostrar que, cuando fue llamado a la batalla desigual, no careció de coraje ni fue extranjero a la lealtad.
Deja un comentario