Estimados amigos:
Una buena reflexión de Gonzalo Zegarra, Director de Semana Económica de Lima sobre el aborto. Sinceramente, comparto mucho de lo que dice…
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Por: Gonzalo Zegarra Mulanovich
No, no pienso invocar ni a Dios ni a la Iglesia. Voy a invocar tan sólo la razón. La Iglesia ordena a su grey (sin ánimo de ofender, deberían repensar el término, pues literalmente significa un conjunto de borregos). Yo aspiro a convencer a ciudadanos libres y pensantes. Enfatizo la primera persona porque escribo a título personalísimo. Aunque mi trabajo es establecer la línea editorial de Semana Económica (SE), me abstengo de hacerlo en esta ocasión en parte porque SE no necesita tener una línea editorial sobre este asunto –es una revista de negocios– y en parte porque estoy seguro de no representar en estas líneas el consenso ni del equipo periodístico a mi cargo ni de mis directivos (sencillamente porque tal consenso no existe, cada uno piensa distinto y respeto profundamente esas opiniones). Pero no puedo evitar emprender el intento de ayudar a reconducir este debate tan intenso como apasionado hacia los fueros de los conceptos y la lógica, y alejarlo de los sentimientos y sobre todo de la fe.
Porque esta no es una cuestión de fe, sino de consecuencia. Los defensores de liberalizar el aborto han sido muy efectistas y (efectivos) al pintar la penalización como una posición cavernaria por anticuada, e irracional por cucufata o confesional. En contraposición, el libreabortismo aparecería como moderno y racional. Pero no lo es.
El aborto es pre-moderno
El aborto no tiene nada de moderno. Se practica desde siempre. La tolerancia con el aborto también existe desde siempre. En Occidente, está conceptualizada –y nada menos que en términos teológicos– por lo menos desde el siglo XIII, cuando Santo Tomás de Aquino sostuvo que el alma se adquiere a 40 días de la concepción y por tanto abortar antes no es homicidio. Esa argumentación escolática (“la calidad humana se adquiere en algún momento entre la concepción y el nacimiento”) es evidentemente medieval y por tanto premoderna, pero tiene eco en ciertas facciones del abortismo actual, como veremos más adelante. Y además tiene consecuencias prácticas, pues fundamenta la opción de aquellos países que permiten el aborto irrestricto antes de los tres meses de gestación. El más destacado de esos países es Estados Unidos. La sentencia en el caso Roe versus Wade, piedra angular e ícono del abortismo norteamericano, de hecho se sustenta en afirmar que desde siempre las leyes estadounidenses y anglosajonas han tolerado el aborto (en los estadios incipientes del embarazo); por tanto, en un sistema jurídico basado en precedentes el aborto no podría devenir a posteriori en inconstitucional. Así, pues, no es verdad que el libreabortismo sea un triunfo (reciente) de la modernidad o de la evolución del pensamiento. El argumento de Roe vs. Wade es que hay que seguir permitiendo el aborto porque siempre fue tolerado, y así elude por todos los medios afrontar el dilema ético-jurídico y ético-político (no religioso) que la sociedad democrática, laica y liberal de hoy ciertamente enfrenta: desde cuándo la vida humana merece protección del Estado y por qué. Una decisión tan trascendente merecería estar sustentada en una argumentación lógica mejor lograda. Pero no se puede, porque la única forma de racionalizar el aborto es afirmar (lo que supone, tarde o temprano, demostrar) que lo que se aniquila con el aborto no es humano. Y eso es imposible, como veremos más adelante.
El abortismo no es racional
Ahora bien, la situación legal en EEUU (con su minimalismo constitucional) es del todo distinta a la de, por ejemplo, el Perú. La carta de los padres fundadores norteamericanos no alude ni directa ni indirectamente a la protección del nasciturus. La Constitución peruana, en cambio, es inequívoca: “El concebido es sujeto de derecho en todo cuanto le favorece” (Artículo 2 inciso 1). Tal afirmación normativa implica que el concebido tiene derechos pero no obligaciones, y esa regla no tiene propósito ni función más importante que proteger al concebido del aborto. ¿De qué otra manera se podría favorecer más al feto que evitando que sea abortado? ¿Cómo podría ser favorecido el concebido –que es lo que manda la Constitución– si su vida mereciera menor protección que la de cualquier otro sujeto de derecho? Peor aun, ¿cómo podría ser cumplido este mandato constitucional si aceptamos que la ley subordine la vida del concebido al bienestar de la madre?
En efecto, el abortismo plantea con gran habilidad que estamos ante un conflicto de derechos. Pero omite precisar que son derechos de jerarquía distinta. Salvo en el aborto terapéutico (ya –correctamente– despenalizado y cada día científicamente más improbable) no estamos ante la fórmula clásica de la legítima defensa: “mato para (sobre)vivir”, sino ante su versión desnaturalizada: “mato para vivir mejor” (o menos mal). No se prefiere una vida sobre otra. Se prefiere cierta calidad de vida sobre la vida misma.
Desde luego que los defensores inteligentes del aborto (como la Corte Suprema de EEUU en Roe vs. Wade) evitan deliberadamente la discusión sobre la vida. “No hay que llevar el debate a ese campo” sentencian al tiempo que invocan desgarradores testimonios y desesperanzadoras cifras estadísticas. Pero, racionalmente, es ahí donde se debe librar la discusión. Es ese (y no otro) el dilema secular moderno de las sociedades democráticas.
Y es que no se puede ser consecuente (o sea, racional) y decir –como lo dice la Constitución peruana– que la vida humana es un valor supremo, pero sólo si ya salió del útero. No se puede sostener racionalmente que la humanidad (en el sentido de calidad humana o pertenencia a la especie) se adquiere con el nacimiento o con cualquier otro accidente (en el sentido de contingencia que le ocurre a un sujeto). Ni el tamaño ni el tiempo del concebido son constitutivos de humanidad (como creía Santo Tomás). Se es humano no por salir del útero ni por medir tanto o pesar cuanto. Tampoco por tener cierta apariencia, o tener brazos o piernas o cerebro siquiera (los animales también tienen cerebro). No hay un soplo de vida en algún momento entre la concepción y el nacimiento que nos vuelva humanos. La humanidad no es accidental, sino esencial. Científica y racionalmente no existe duda de cuándo se configura esa esencia. No hay duda de que antes de la concepción hay un espermatozoide con una carga genética y un óvulo con otra. Son elementos separados y distintos. Cuando se fusionan dan lugar a un nuevo y distintivo ADN humano, una unidad química programada para convertirse en un sujeto igual a cualquiera de nosotros. No se le tiene que agregar nada exógeno para ello. Sólo tiene que transcurrir el tiempo y producirse el espontáneo desarrollo de su potencia ya contenida. O sea, todo lo que ocurre después –crecer, formarse, etc.– no es esencia, sino accidente. Y la humanidad no puede racionalmente residir en una característica accidental. Eso no es fe. Es razonamiento puro.
Y eso es todo lo que la ciencia puede decir; y ya lo dijo. La ciencia no puede decir si el aborto es aceptable o no. Esa es una decisión moral (no necesariamente religiosa) y política. La moral (pública) y la política son racionales (aunque no necesariamente científicas). Es racional la posición ética que respeta colectivamente la continuidad esencial de la vida humana. Pero nos han hecho creer que no lo es. Nos han convencido de que sostener que la concepción marca el inicio de la vida es ceder al pensamiento mágico y entregarse a una creencia esotérica. Discrepo. Para mí, lo esotérico es creer que por arte de magia se adquiere la humanidad (o la dignidad humana) a los tres meses desde la concepción (no se sabe por efecto de qué sustancia o actividad metafísica). También me parece irracional creer que la mutación de ciertas células (para convertirse en tejido cerebral o lo que sea) es constitutivo de humanidad, y por tanto desencadena el derecho del concebido a la protección del Estado. No hay nada científico ni racional en eso. La humanidad no puede situarse más que en el origen y la esencia. La persona no deviene humana. Se constituye como tal desde el inicio.
Si esto es así, está claro que no soy libre de decidir si aborto, porque al hacerlo estoy afectando una vida equivalente a la mía. Y no puede bastar con invocar agnosticismo o ateísmo para librarme de esa verdad, como no puedo librarme de la ilegalidad de un homicidio invocando que no creo en el quinto mandamiento. O que no creo en la humanidad de los judíos.
Al margen de lo que diga la religión, la sociedad laica tiene que decidir desde cuándo protege la vida. No puede tapar el sol con un dedo y dejar de manera facilista que cada uno decida por su cuenta y riesgo si aborta o no. Tal cosa sería aceptable si el aborto no supusiera la eliminación de un tercero. De un igual. Y es que el concebido, como hemos visto, es un igual. Sólo que no parece.
Competencia de sentimentalismos
¿Por qué protegemos legalmente a los materialmente desprotegidos frente a un eventual crimen? Porque nos ponemos en su situación. Porque queremos que, estando nosotros en esa situación, se nos proteja. Es la consecuencia y expresión de la igualdad ante la ley. Respetamos en general los derechos del otro como garantía de que se respetarán también los nuestros. Para eso el otro tiene que ser visto como un igual, tiene que haber una razonable expectativa de que el atropello al otro haga más probable el atropello propio. Si no hay diferencia cualitativa que justifique la expectativa de un trato diferenciado, respetar y defender el derecho del otro es defender el derecho propio.
Pero si hay una desigualdad estructural que hace razonable la diferencia, el atropello al otro no nos pone en riesgo. Eso es lo que pasa entre la persona humana y el concebido. Mientras más improbable es estar en la situación de la víctima, menos la protegemos.
En el caso del aborto es sencillamente imposible que estemos en la posición del abortado. No hay testimonio posible de un abortado que desate nuestra emotividad e identificación. Nadie (ningún nacido) corre el riesgo de que lo aborten. Por eso el concebido no es considerado un otro ni un igual, como lo es, en mayor o menor medida, la víctima de cualquier otro delito. Como lo es, por cierto, la propia madre abortante. Sufrimos su testimonio, su vergüenza, su desgracia y nos podemos poner más fácilmente en su situación que, por ejemplo, en la del feto. Todo este razonamiento no pretende ni remotamente minimizar el drama de la madre. Todo aborto es una tragedia, y muy intensamente para la madre. Pero no hay que olvidar que es una tragedia con dos víctimas. Hay que reconocer esta realidad, porque el debate público tal como está planteado suele concentrarse en una sola de ellas (o la madre o el feto, excluyentemente). El problema es que la vida del concebido no deseado constituye la infelicidad de la madre. Y si aceptamos esa vida, tenemos que aceptar aquella infelicidad. Y no queremos, porque tal infelicidad nos resulta más cercana, por ser más fácilmente perceptible, que la aniquilación del feto. El abortado es más fácil de esconder, o ignorar, que la madre-víctima.
Por eso es que no hay quien defienda al concebido en concreto en ningún caso. Sus defensores son ideológicos, genéricos, abstractos. Racionalmente, la sociedad que aspira a ser justa tendría que hacer el esfuerzo de imaginarse su situación. John Rawls, el filósofo más influyente del Occidente moderno (reciente), sostiene que cualquier teoría de la justicia tiene que ser planteada bajo un “velo de ignorancia” sobre la futura situación de quien la plantea en ese sistema. O sea, que cualquier regla social debe ser pensada como si uno pudiera caer en la situación de mayor desventaja posible en relación con la aplicación de esa regla. Yo creo que eso se debe aplicar al aborto. Hay que diseñar las reglas jurídicas como si uno pudiera ser abortado. También como si uno pudiera ser abortante (incluso violado, etc.). Pero en todos los casos eso supone que entre ser infelices y morir, preferiremos vivir infelices. Al menos como regla general. Lo contrario (preferir morir que ser infeliz) es excepcional.
The Economist acaba de reportar sobre un informe que evidencia que la legalización del aborto tiende a reducir la cantidad de abortos efectivamente practicados. Katherine McKinnon, feminista norteamericana radical y gran defensora del aborto sostiene que en un mundo ideal el aborto sería libre e infrecuente (porque habría información y libertad para que las mujeres eviten los embarazos no deseados). En un mundo ideal, diría yo, no habría aborto. Pero estamos lejos de ese ideal por muchas razones, y una de ellas –muy importante– es la falta de libertad sexual de las mujeres. Por eso no puedo simpatizar con la posición clerical en materia de procreación.
Me consuela, sin embargo, saber que la tecnología nos irá acercando poco a poco al mundo ideal. Y algún día, acaso no muy lejano, los úteros artificiales harán innecesario el aborto. Entre tanto, muchas mujeres seguirán abortando, cada una bajo su drama particular. Tal vez nos enteremos de esos dramas o tal vez los ignoremos. Pero con seguridad ignoraremos el drama del abortado. A pesar de eso, nos seguiremos sintiendo modernos y racionales.
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