El 3 de octubre de 1968 se produjo un golpe militar que cambió la historia del país, pero no de la manera que sus autores previeron. A continuación los comentarios al respecto de Luis Pásara aparecido el 05.10.2008 en el Diario Peru21 de Lima.
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Por: Luis Pásara
Probablemente, aún carecemos de la distancia necesaria para evaluar ecuánimemente la etapa que se abrió cuatro décadas atrás. Siendo el Perú un país de memoria frágil y precaria, acerca de Velasco –líder de ese insólito paso dado por las fuerzas armadas– y su gobierno parece prevalecer hoy la imagen construida por quienes, de una manera u otra, fueron afectados por las reformas introducidas y tienen ahora poder suficiente en los medios de comunicación. Los jóvenes, desinformados por los medios y por un sistema educativo que no cumple su papel, apenas saben qué ocurrió.
No es que sea difícil entenderlo. Desde fines de los años veinte del siglo pasado, en el Perú existía una presión para acabar con un viejo orden social, manejado por lo que se llamaba “las cuarenta familias”. Carlos Malpica las inventarió en un libro exitoso: Los dueños del Perú. Poco después de proclamada la independencia, propietarios de haciendas y minas fundaron un ‘orden’ que sucedió al de la corona española, controlado por los menos e impuesto a los más.
El Apra intentó cambiarlo pero el viejo orden terminó cambiando al Apra. Otros esfuerzos reformistas –como Acción Popular y la Democracia Cristiana– fueron quedando en el camino. Las guerrillas surgieron en los años sesenta como una alternativa desesperada que contó con inspiración y patrocinio cubanos. Al combatirlas y derrotarlas, algunos militares creyeron captar un mensaje: el Perú tenía que cambiar para evitar la violencia.
Ese fue el proyecto del general Juan Velasco Alvarado y su mérito consiste en haber tenido el coraje de intentarlo. En un país donde los reformismos de los partidos políticos e incluso los radicalismos violentos se han apagado atraídos por el disfrute de una migaja del poder, Velasco persistió en su empeño.
Se equivocó, sin embargo, en muchos aspectos. Se creyó que bastaba con la audacia de un grupo de militares para cambiar el país en contra de cualquier opinión. Se ignoró que el control estatal de la economía nacional era insuficiente frente a determinaciones de un funcionamiento económico mundial, que se encaminaba ya a lo que conocemos hoy como globalización. Se consideró que los cambios más audaces –como la propiedad social, por ejemplo– podían ser implantados poniendo al país en una suerte de aislamiento respecto al resto del mundo.
Un problema clave residía en el propio núcleo de la ‘revolución militar’. Lo que la impulsaba –el liderazgo de una fuerza armada que imponía los cambios a la sociedad– era al mismo tiempo su debilidad: el carácter autoritario, antidemocrático de todo el proceso. Fue lo que los analistas estadounidenses llamaron “la revolución desde arriba”. La ciudadanía fue convocada como espectadora o como beneficiaria, no como participante.
Entre los propios beneficiarios surgieron opositores. La nueva izquierda combatió el proceso de reformas como lo hacía la derecha afectada por ellas. Quienes se suponía ‘aliados’ en la búsqueda del cambio –y no habían sido escuchados por la conducción militar– formularon exigencias y condiciones que no estaban previstas. La nueva izquierda creció y se multiplicó en un clima de oposición al gobierno militar.
Velasco terminó como los murciélagos en esa fábula que cuenta la guerra sempiterna entre ratones y aves. Creyendo que podía ser visto como pariente cercano tanto por unos como por otros, concluyó siendo enfrentado por ambos. Derechas e izquierdas declinaron la forzada conciliación de intereses que les proponía el liderazgo militar y coincidieron en acabar con ese proceso de cambios. Ciertamente, la derecha fue quien ganó con el golpe de timón dado por Morales Bermúdez al reemplazar a Velasco en 1975 y enrumbar hacia el ‘retorno del poder a los civiles’.
Esos siete años cambiaron al país. El Perú no se convirtió en el país integrado con el que soñaron los militares golpistas de 1968, ni la riqueza se repartió más equitativamente como pretendían algunas de las reformas. Pero la vieja oligarquía fue liquidada, al expropiársele su base de poder económico, y el ciudadano de a pie adquirió una conciencia de derechos que no tenía. “Con Velasco, los cholos se envalentonaron”, decía ilustrativamente una tía. La jerarquía social basada en el color de la piel resultó irremediablemente resquebrajada.
No creo que el Perú post-Velasco sea mejor. Es distinto. El velasquismo fracasó en todas sus grandes reformas, algunas de las cuales se desplomaron antes de que tuvieran que ser desmontadas. El enorme Estado empresario fue atrapado por la ineficacia burocrática. La reforma agraria desmenuzó el latifundio y desembocó en una redistribución de la tierra, no a favor del campesino como pretendía sino de un nuevo sector social que hoy es exportador. La propiedad social quedó olvidada como se olvida un sueño.
La revolución de Velasco –probablemente como otras revoluciones– tenía más claro aquello que buscaba destruir que el diseño social sustitutorio que debía construir. En 1973, el precio del petróleo se cuadruplicó entre octubre y diciembre. La revolución velasquista se quedó sin oxígeno. Peor aún, su liderazgo no entendió la magnitud del cambio económico internacional que estaba en curso. Creyó que el problema podía ser controlado dentro de las fronteras.
Entretanto, los militares se habían dividido internamente a raíz de las reformas impuestas. La Marina era un foco de conspiración contra el gobierno. Morales Bermúdez negoció entonces una salida con los actores políticos y económicos de siempre. Velasco fue derrocado en agosto de 1975 y volvió a su casa. Murió en diciembre de 1977 y fue enterrado con una manifestación gigantesca.
La experiencia demostró que el país no podía ser transformado por la vía autoritaria. El fracaso también probó que el paquete de reformas –nacionalizadoras, estatizantes y redistribuidoras– que habían sido plataforma contestataria desde el surgimiento del aprismo y el comunismo estaba fuera de época. El capitalismo, cuyos resultados sociales se buscaba evitar, había pasado a una etapa distinta, en la que tenía más recursos y era menos controlable.
Siguió un periodo de violencia, tal como habían imaginado los militares golpistas. Que costó miles de muertos y del cual el país no sacó nada; ni siquiera una interpretación mayoritariamente aceptada acerca de por qué ocurrió. Luego el Perú se ha instalado en lo que es hoy, sin que se sepa si existe la posibilidad de volver a soñar en que algún día pueda ser distinto y mejor, como pretendió audazmente ese golpe militar hace 40 años.
1 Comentario
Es muy informativo y muy interesante creo yo