El domingo pasado (28.09.2008), en el Diario El Comercio de Lima, Luis Davelouis presentó un informe señalando las razones por las que el futuro de EE.UU. depende del rescate financiero que el día de anteayer el Congreso de la Unión no concreto, fundamentalmente por la posición arbitraria de los Republicanos. Todos estamos a la espera de lo que se resuelva en los próximos días, por ahora, va el citado informe.
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Por: Luis Davelouis Lengua
Al cierre de esta edición, aún no se definía el mecanismo mediante el cual el Gobierno de EE.UU. se haría con las malas deudas de todo el sistema financiero de ese país, a cambio de inyectarles liquidez y así evitar una reacción en cadena que, a decir de algunos, amenaza no solo a los bancos, sino a todo el sistema en sí. Pero, más importante todavía, no quedaba claro si el Congreso lograría aprobar alguna de las cuatro propuestas que se barajan antes de la medianoche de hoy, cuando entra en receso.
LOS INICIOS DE LA CRISIS
Algunos economistas, como los economistas Óscar Ugarteche y Pedro Pablo Kuczynski, advirtieron en su momento de las probables y nefastas consecuencias de la crisis hipotecaria en todo el sistema financiero y de créditos de EE.UU. (El Comercio, 23/1/08).
El problema empezó así: a medida que la demanda de viviendas se incrementaba los precios subían. La demanda crecía impulsada por la facilidad de obtener créditos en el sistema financiero lo que, ahora lo sabemos, implicó una flexibilización –en ocasiones extrema– de los requisitos y condiciones para obtenerlos.
Todo ello produjo una vorágine de precios al alza, tasas de interés a la baja y de demanda de viviendas y créditos tanto por parte de quienes buscaban comprar casa, así como de las constructoras que buscaban liquidez para construir más y seguir vendiendo. La espiral capitalista de generación de riqueza en su máxima expresión.
Al mismo tiempo, los bancos y otras instituciones dedicadas al otorgamiento de créditos hipotecarios vendían dichas hipotecas –las deudas– a bancos de inversión para, con la liquidez así obtenida, otorgar más créditos.
ANATOMÍA DEL DESASTRE
Como la demanda por créditos para vivienda continuaba creciendo con robustez, los bancos, al percatarse de lo fácil que resultaba vender dichas deudas encargándoselas a un tercero (banco de inversión), empezaron a relajar las condiciones de otorgamiento de crédito.
Recordemos que los bancos son intermediarios de liquidez: eso significa que reciben fondos por los que pagan una tasa de interés y entregan créditos por los que cobran una tasa mucho más alta. Es decir, a más créditos entregados a tasas más altas, más utilidades y, por supuesto, mayores bonos (premios de fin de año) para los funcionarios responsables.
Esa lógica llevó a que, en algún momento, se llegaran a otorgar créditos hipotecarios a personas que no podían acreditar ingresos, sin garantía colateral alguna y sin cuota inicial.
“Con los precios de las viviendas y la demanda al alza, a nadie le preocupaba que no pudieran pagar. Por último, no había ningún problema en liquidar la vivienda en cuestión”, explica un ejecutivo de bienes raíces de Massachusetts quien no quiso ser identificado.
Mientras el ciclo descrito continuaba al alza, los bancos de inversión “empaquetaban” estas hipotecas (un activo en términos de flujo de capital) con otros activos que luego vendían a través de los mercados de valores a los bancos, fondos de cobertura y fondos de pensiones de todo el mundo. Según la lógica de la desaparecida banca de inversión, se podía promediar el riesgo de las malas hipotecas con otros activos menos riesgosos.
“Era como vender siete gallinazos empaquetados y decir que eran lo mismo que un cóndor”, comentaba un reconocido economista del Instituto Peruano de Economía (IPE).
Pero aquí habían otros jugadores: las aseguradoras. Estas aseguraban a quienes compraban estos instrumentos contra la posibilidad (en aquel entonces todavía muy remota) del no pago de las obligaciones por alguna de las partes.
Y se puso peor. El mismo mecanismo servía para hipotecar varias veces el mismo inmueble. Por ejemplo, si uno obtenía un crédito por US$110.000 era porque ese era el valor de dicho activo. Pero con los precios de los inmuebles subiendo como la espuma, al año de haber obtenido el mencionado crédito el valor de la vivienda se había incrementado en 40%. Es decir, ahora su valor era de US$154.000. El propietario podía obtener un crédito hipotecario adicional por el valor restante: esto es, US$44.000 más. Lo terrible, fue que eso pasó varias veces: un departamento por el que se pagó inicialmente US$150.000 podía estar hipotecado dos o tres años después hasta por US$500.000. Ese dinero extra se convertía en consumo y las deudas extras eran empaquetadas y vendidas.
Si a eso se añade que los créditos se otorgaban a tasa variable –es decir, la tasa podía variar de acuerdo con las condiciones de la economía y a discreción de la institución otorgante, solo hacía falta un empujoncito para caer al precipicio. Luego de unos años de desenfreno, llegó el momento de pagar la cuenta.
EL EMPUJONCITO
Cuando las personas a quienes se les había dado crédito sin garantías y sin una adecuada calificación crediticia empezaron a dejar de pagar, la señal de alarma debió encenderse entonces. Pero no lo hizo, había muchísimo dinero en juego.
A medida que más y más personas dejaban de pagar, las aseguradoras (entre ellas la nacionalizada AIG) hacían frente a las deudas pero la percepción del riesgo respecto a estos papeles se incrementó al punto que los precios cayeron hasta casi pulverizarse. Así, sin poder vender más hipotecas, los bancos dejaron de prestar originando la caída de la demanda por viviendas y, con ello, de los precios.
De pronto, bancos, bancos de inversión, empresas hipotecarias, cajas de ahorro, fondos y aseguradoras se encontraron en poder de activos que no valían nada: las casas del final de la cadena habían perdido hasta las dos terceras partes de su valor. ¿Recuerda la casa de US$150.000 hipotecada por medio millón de dólares? El papel era eso, un incobrable de US$500.000 pues, con la caída, las condiciones de los préstamos se endurecieron y las tasas variables empezaron a subir hasta hacerse impagables. Una cuota mensual de US$950 que pagaba alguien con un sueldo de US$3.000, se convirtió en una de US$2.500. Impagable, incobrable.
Cientos de miles de personas perdieron sus casas y muchas otras sus empleos.
El ajuste de liquidez se convirtió en una crisis de confianza: nadie prestaba a nadie pues no existía la seguridad de poder pagar. Más allá de ello, los bancos retenían la poca liquidez que eran capaces de obtener. Por eso, las inyecciones de capital de la FED no se traducían en una flexibilización del crédito y en EE.UU. todo el mundo vive y la economía se sostiene del crédito.
La falta de liquidez llevó a la quiebra de bancos. Primero aquellos con más deudas: Bear Stearns. Luego seguirían los mayores acreedores que, sin liquidez, no podían ni cobrar, ni prestar: Fannie Mae y Freddie Mac. Seguiría, la misma semana, la aseguradora más grande del mundo que ya no podía afrontar los pagos por haber asegurado las hipotecas: AIG. Estos tres últimos fueron, en la práctica nacionalizados. Finalmente, caería otro banco de inversión, Lehman Brothers y uno de sus pares se vio forzado a venderse al Bank of America para no seguir la misma suerte. La semana que pasó, cayó la mayor caja de ahorro de EE.UU., Washington Mutual, que no pudo esperar al paquete de rescate propuesto por el Ejecutivo y que seguía en discusión en el Congreso de ese país mientras escribíamos estas líneas.
Dada la situación actual, según el secretario del Tesoro, Henry Paulson, esa es la única manera de evitar una catástrofe que convierta la crisis financiera en una crisis en la economía real.
¿EFECTOS EN EL PERÚ?
El Perú se verá afectado en el frente fiscal, el de exportación no tradicional y el de inversión extranjera.
La desaceleración mundial afectará los precios de las materias primas (menos demanda) y golpeará el precio de los metales industriales (zinc, cobre, plomo, aluminio) pero no necesariamente los de metales preciosos, como el oro. Así, que el Perú tenga una oferta exportadora diversa es una ventaja. Aun así, el sector minero contribuye con casi el 50% de los ingresos del fisco a través del Impuesto a la Renta. Hoy existe un fondo de estabilización que este año cerraría con un saldo de alrededor de US$3.000 millones. Ello, en opinión de algunos, es suficiente para afrontar dos años de bajos ingresos fiscales.
Por otro lado, la recesión mundial limitará y encarecerá los flujos de capitales, incluyendo –y principalmente– los de inversión pues nadie construye la segunda planta de su casa si el dinero no le alcanza para comprar cera. Ayudarían las políticas contracíclicas: ahorrar ahora todo lo que se pueda en el gasto corriente para que cuando ello suceda haya con qué reemplazarla hasta que las cosas se normalicen.
La menor demanda en EE.UU. también afectará nuestras exportaciones de textiles. Las personas dejan de comprarse ropa nueva, pero no dejan de comer. Ante estos dos últimos aspectos, lo único que se puede hacer, es invertir en competitividad a través de inversión pública en infraestructura. Y así matamos dos pájaros de un tiro: al incrementar la competitividad se reducen los costos, lo que se traduce en menores precios que, en un contexto como el actual, es muy importante para seguir en el mercado. Los menores costos también favorecen el flujo de inversión extranjera. Tras la crisis, crecerán los márgenes, las utilidades y los ingresos fiscales por impuestos.
PUNTO DE VISTA: Pensando el futuro económico (Óscar Ugarteche. Economista)
A aquellos quienes ven la crisis financiera de EE.UU. y piensan en la década de 1930, hay que decirles que no estamos en una coyuntura igual, ni es el año 30.
Entonces, el gobierno de ese país no nacionalizó dos bancos y una compañía de seguros en menos de una semana, ni desembolsó US$700.000 millones en un rescate financiero que será como los vistos en otras latitudes (acuérdese, México en 1995). El problema con esos rescates es que salvan a los accionistas de los bancos y no a la economía.
Lo que ocurre hoy en EE.UU. es similar a la crisis japonesa de 1990: una burbuja de bienes raíces acompañada por una burbuja en los mercados de acciones que revienta y se lleva a la banca hipotecaria con ella. Hay que recordar que Japón se quedó con US$600.000 millones en malos préstamos y que debió nacionalizar dos grandes bancos. Pero ello, ni generó una crisis mundial ni reactivó la economía japonesa, que permaneció aletargada durante una década; hasta que introdujo los cambios técnicos. Hay que aprender de la crisis japonesa para entender esto.
A diferencia de lo ocurrido en Japón, el segundo acto de esta crisis será una tasa de inflación de dos dígitos en EE.UU., fruto de la insólita inyección de liquidez del 2008. Eso limpiará la deuda de tarjetas de crédito en el 2009 y a eso seguirá, en el tercer acto, el alza de la tasa de interés para frenar la inflación. Esto ya en el 2010. Luego, vendrá el estancamiento largo.
Así es que, vayan los empresarios pensando sus mercados un poco mejor, y ojo con los créditos interbancarios en dólares.
Lo novedoso de esta situación es que la pulmonía estadounidense no pasará de un catarrito en América Latina. El mundo, ya no es lo que era antes.
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