La situación financiera actual obliga a que tengamos que reproducir la editorial de la última edición de “The Economist”, que aborda el tema del desplome de la ‘burbuja financiera’, sus alcances y el futuro del sector financiero mundial.
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Instituciones financieras tienden a ser monumentos de acero y granito. Sin embargo, en el reciente y creciente remolino las más grandes se han quebrado como astillas. En diez cortos días hemos visto la nacionalización, quiebra o rescate de lo que alguna vez fue la compañía aseguradora más grande del mundo, con activos de US$1 billón [millón de millones], dos de los más grandes bancos mundiales de inversión, con activos entre ambos de US$1,5 billones, y los dos gigantes americanos del mercado de hipotecas, con activos por US$1,8 billones. El gobierno de la nación que lidera el capitalismo mundial ha sido arrastrado a la profunda vorágine de su industria más capitalista. Y se le ve totalmente abrumado.
La quiebra de Lehman Brothers y la rápida venta del Merrill Lynch al Bank of America fueron hechos suficientemente impactantes. Pero el rescate del American International Group (AIG) por parte del Gobierno a través de un préstamo de US$85 mil millones, a costosas tasas de interés, efectuado en la noche del 16 de setiembre, marcó un nuevo punto bajo en un año que ya era catastrófico. AIG es mayormente un asegurador confiable y bien manejado. Sin embargo, su división de productos financieros, que representa tan solo una pequeña fracción de sus ingresos, suscribió suficientes contratos derivados como para destruir la empresa y agitar el mundo. Esto ayuda a explicar uno de los misterios de los últimos años: ¿quién adquiría el riesgo que los bancos y los inversionistas colocaban? Ahora ya lo sabemos.
Sin embargo, el rescate de AIG ha hecho muy poco para desterrar el desnudo temor que tiene a los mercados al borde de un ataque de nervios. Escoja la medida: los tipos de interés pactados por bancos que se prestan entre sí, los costos adicionales por endeudamiento y por asegurar deudas corporativas, la huida a la seguridad que ofrecen los bonos del Tesoro, el oro, los saldos financieros, etc., todas ellas indican contagio. El 17 de setiembre HBOS, el mayor prestamista hipotecario del Reino Unido, cayó en los brazos de Lloyds TSB por tan solo US$22 mil millones, después de que sus acciones cayeran en el abismo que absorbió a Lehman y a AIG. Otros bancos, entre ellos el Morgan Stanley y el Washington Mutual parecían como si sufrirían el mismo destino. El Gobierno Ruso anunció que les prestaría a sus tres mayores bancos US$44 mil millones. Un fondo estadounidense del mercado mayorista de dinero, supuestamente el más seguro, se convirtió esta semana en el primero de ellos en reportar una pérdida desde 1994. Si los inversionistas huyen del mercado hacia el Tesoro, los bancos perderán financiamiento y el contagio afectará a otros fondos y empresas. Un hombre valiente vería una catarsis en toda esta miseria, pero un hombre sabio no sería tan apresurado.
LA HEMORRAGIA ATENUADA
Algunos sostienen que la Reserva Federal y el Tesoro, nacionalizando la economía más rápido de lo que uno puede pronunciar Hugo Chávez, debieron haber dejado que AIG cayera. En medio de este contagio eso habría sido imprudente. Sus contratos, de casi 450 mil millones de dólares en intercambio de deuda únicamente, sostienen la frágil salud de los bancos y fondos de inversión del mundo. Así, el colapso del brazo de seguros de AIG también golpearía a los inocentes ciudadanos asegurados. Durante el fin de semana la Reserva Federal y el Tesoro observaron cómo Lehman Brothers quebraba sin salvarlo. En principio, esa actitud fue admirable, ya que el capitalismo requiere que se pague por los errores cometidos. Pero AIG era más grande y la quiebra de Lehman había generado un torbellino que contribuyó a su caída. Con los mercados afectados, el pragmatismo primó sobre los principios, y pese a que esta decisión debilita su propia autoridad, la Reserva Federal y el Tesoro, con razón, decidieron que no podían decir no nuevamente.
¿Qué ocurrirá a continuación?, depende de tres preguntas. ¿Por qué la crisis ha entrado en un nuevo y destructivo sendero? ¿Cuán vulnerables son el sistema financiero y la economía global? ¿Y qué se puede hacer para poner las finanzas en orden? No es exagerado afirmar que para tener una idea de lo que está en juego, basta estudiar la década de 1930 [‘La gran depresión’].
Desprovista de toda su complejidad, la industria financiera está atrapada entre dos fuerzas brutalmente simples. Necesita capital, porque los activos, así como las viviendas y las promesas para pagar deudas, valen menos de lo que la mayoría de la gente piensa. Incluso, si algunos ganan con la caída en los precios de los activos, los prestamistas y los aseguradores tendrán que asumir las pérdidas, lo que los deja a ellos necesitando financiamiento. Las finanzas también tienen que encogerse. El ‘boom’ del crédito no solo infló los precios de los activos sino también infló las finanzas en sí mismas. La participación de la industria de servicios financieros en el total de utilidades corporativas en EE.UU. aumentó de 10%, a comienzos de los 80 a 40% en su pico el año pasado. Por un cálculo simple, las utilidades del sector en la última década sumaron US$ 1,2 billones más de lo que uno habría esperado.
Esta industria no será capaz de tener utilidades si es que no se reduce significativamente y será difícil de que gane dinero mientras se encoge. No es de extrañar, por tanto, que los inversionistas en ella sean escasos. Los pocos valientes, como los fondos soberanos [de los países], han invertido en bancos débiles y han perdido un dineral. Es mejor recoger lo rescatable del cadáver que asumir todos sus activos tóxicos, así como hizo el banco británico Barclays, que se retiró de la negociación para asumir Lehman, y regresó luego de que este quebrara para comprar sus operaciones en Norteamérica.
EL CENTRO SIN SOSTÉN
Por lo tanto, los gobiernos serán los únicos compradores en el entorno. De ser necesario, deberían crear un fondo especial para administrar y deshacerse de los activos problemáticos. Pero no hay que subestimar el costo de los rescates, aun de los que son necesarios. Nadie quiso comprar Lehman a menos que el Gobierno ofreciera el tipo de garantía que proporcionó a JPMorgan Chase para salvar a Bear Stearns. La nacionalización que por buenas razones desapareció a los accionistas de las dos hipotecarias Fannie y Freddie ha tornado mucho más arriesgado para otros inversionistas el poner capital fresco en bancos con problemas. La única recapitalización prudente en las actuales circunstancias es una compra total, preferentemente por un banco comercial respaldado por sus depósitos, los cuales están asegurados por el Gobierno, como hicieron Bank of America y Merrill Lynch, Lloyds y HBOS, y posiblemente, Wachovia con Morgan Stanley. Cuanto más grande es el banco, más difícil la operación. Pero cada rescate alienta a los inversionistas a ser imprudentes y no preocuparse por la solvencia de aquellos con los que negocia. Y por tanto, incentiva futuros excesos.
Pese a todo lo que cuesta el rescate de una institución, el costo para la economía de una quiebra puede algunas veces ser mayor. Si las finanzas se encogen, el crédito será succionado fuera de la economía y sin crédito las personas no pueden comprar casas, manejar empresas o invertir en su futuro. Hasta el momento la economía norteamericana se ha mantenido. La esperanza es que la caída del mercado inmobiliario está llegando a su fin y que países como China e India seguirán prosperando. Las recientes bajas en el precio del petróleo y de otras materias primas dan a los bancos centrales margen para reducir las tasas de interés, como China lo hizo esta semana.
Pero también hay un lado oscuro. El desempleo en EE.UU. aumentó a 6,1% en agosto y es probable que suba aun más. La producción industrial cayó un 1,1% el mes pasado, y la variación anual en las ventas al por menor es la más débil desde las secuelas de la recesión del 2001. La producción está cayendo en Japón, Alemania, España y Gran Bretaña, y es apenas positiva en otros países. Los precios de las casas en la mitad de los 20 países que componen el índice inmobiliario de “The Economist” también están cayendo. Las monedas, acciones y bonos de las economías emergentes han sido asimismo maltratados, ya que los inversionistas no creen más que estos logren desligarse de los problemas de los países ricos.
Salvo que los encargados de formular políticas económicas cometan errores imperdonables, como dejar que caigan instituciones con riesgo sistémico o mantener una política monetaria demasiado ajustada, no habría motivo para que la miseria de hoy se convierta en una nueva ‘gran depresión’. Una preocupación a largo plazo va a ser la inevitable tendencia a tratar de regular las finanzas modernas hasta someterlas totalmente. Aunque comprensible, este deseo es erróneo y peligroso, y el éxito colosal del comercio en los países emergentes nos demuestra todo lo que se podría perder con ello. Las finanzas son el cerebro de la economía. Pese a todos sus excesos, estas asignan los recursos en donde estos son más productivos, de una manera tremendamente más eficiente que cualquier planificador central.
La regulación es necesaria y hay que mejorarla para el sector financiero. Sin embargo, la regulación debe ser la correcta: poner fin a la fragmentación en el sistema de supervisión en EE.UU.; más transparencia; requerimientos flexibles de capital para compensar auges y caídas; supervisión de gigantes como AIG, que son demasiado grandes e interconectados para quebrar; contabilidad que valorice mejor los riesgos; mercados y cámaras de compensación para hacer más seguros y claros los instrumentos derivados.
Todo eso contaría como avance. Pero una ingenua fe en el poder de los reguladores crea una falsa y ruinosa seguridad. Los financistas saben más que los reguladores y tienen más peso que ellos cuando hay crecimiento. Los bancos pueden aprovechar los inevitables puntos ciegos de la regulación, como esconder activos fuera de sus balances o usar seguros como los que proporcionaba AIG, que les permitía aumentar sus ganancias reduciendo el capital requerido por el regulador. No es casualidad que ambos esquemas se encuentran en el corazón de la actual crisis.
Se trata de una semana negra. Aquellos de nosotros que apoyamos el capitalismo financiero estamos abiertos a la acusación de que el sistema, que tanto hemos defendido, simplemente ha servido para que algunos truhanes se hagan ricos. Sin embargo, el capitalismo financiero ayudó a producir un saludable crecimiento económico y baja inflación durante toda una generación. Se necesitaría de una brutal recesión para cancelar todos esos logros. No olvidemos eso en el debate que tenemos por delante.
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