1. Un día de cortarse el pelo

Y decidí nunca más cortarme el pelo
Cuando vi a aquel hombre grande
Llorar como un niño en un rincón.

Uno de esos días infaustos, cuando después de diez años y diez días me dieron la última estocada, no sentí nada más que la liberación de un gran peso y me sentí ligera como un corcho. Olvidé nombres, momentos, pero sobre todo olvidé olores. Otros olores se superpusieron y gracias a mi mala memoria selectiva ya del pasado ni me acuerdo. Siempre ocurrió así, pero no era por estreches de corazón, era simplemente olvido oportuno y sano. Pero hay circunstancias que no olvido como la de ver a un hombre grande y triste llorar porque a una niña le habían cortado su larga y hermosa cabellera. Que de hermosa solo en el recuerdo de mi padre, pues de greñas y congojas estaba hecha. Mi madre, mujer práctica y moderna la hizo una sencilla melenita tipo garçon con flequillo y patillitas. De mi larga cola de caballo no quedaba ni el moño. Ese recuerdo triste me permitió llegar a la adolescencia con una cabellera que solo los muchachos admiraban pues siempre tenía una amiga que como mi madre me aconsejaba la modernidad y practicidad. Clásica y fiel al recuerdo de ese primer hombre que nunca fue mío pues fue de cualquiera menos mío, mantuve mi larga cabellera hasta…, siempre que no tuviera un mal momento. Un recuerdo que guardo en un cofre es el piropo de un amigo cuando más que desolada le dije coqueta que pensaba cortarme las puntas, ¡no! para él hasta mis horquillas eran hermosas. Y así fue larga y de un solo largo, larga hasta las corvas, según papá.
Antes de la última estocada, ya lo dije, recibí muchas puntillas y más puntillas, cada una dolía menos que la otra, y me fue haciendo quizá más indolente, más triste, más lejana; pero la primera sí que dolió, y dolió tanto que corté el cabello que tanto amó mi padre, hasta dejarlo refilado, como me dijo la peluquera. Imagino que lloré más por ese cabello cortado que por el hecho de su partida. Lloré tanto que un amigo, que me conocía como muy decidida en cuestiones de amor, no soportó ver mi congoja y me pidió que nunca más me corte el pelo.
Así, gracias al recuerdo de ese otrora muchacho delgado, al recuerdo de mi amigo y al recuerdo de una ancianita que me salvó la vida un aciago día, decidí no cortarme más el cabello por ira, soledad o miedo. Y el recuerdo de ese hombre grande y solo que lloraba por mí me acompaña siempre que paso por una peluquería.

2. De sombrero de ala ancha

Antes de que mi madre decida motu proprio trasquilar mi largo cabello, yo paseaba por las calles del Callao con un sombrerito de ala ancha. No era por cuestiones de moda ni monería de parte de mi mamá, era por salud y en eso ella era bastante dedicada. Mi cabello era delicado en ese entonces y requería cuidarme del sol; mi piel era delicada en ese entonces y no había más que usar un sombrerito de paja.
Gustaba mamá de ir al mercado central del Callao, justo al centro, en donde estaban unos chinos muy habladores y movedizos con sus sombreros de cocina y mandiles blancos, preparando lo que llamaban “Música”, que era pellejo de chancho frito. Lo vendían junto con camote y pan francés. Y a mamá le encantaba comer de eso los fines de semana. Me llevaba al mercado, con un vestidito de esos que se usaban en aquel entonces y que a una la hacían sentir más una muñeca que una niña, y por supuesto yo iba con mi sombrerito. A los señores chinos les encantaba verme y me decían “Qué bonita niñita con su somblelito”, y por supuesto a mi mamá le despachaban bien y con llapa.
Lamentablemente de ese recuerdo solo guardo la imagen, el sonido, el olor pero no el sabor. Mamá que era tan quisquillosa cuando se trataba de mi persona nunca me dejó probar nada de eso. Me lo perdí, pero no me perdí el piropo.

3. Una banca con sombrita

Mi madre nunca fue una piadosa mujer como mi abuela que iba a misas de difuntos, a misa los domingos y que cumplía estrictamente con todo lo estipulado por la iglesia. Mi abuela era circunspecta, no sonreía a nadie ni a mi abuelo que era tan simpático y tierno. Era una mujer de bandera, pero seria. Mamá en cambio, la más bella de la Núñez, a decir de mi galante abuelo, sonreía hasta al panadero (por supuesto, nunca a papá). Mamá era desordenada, caótica, muy dedicada a mí y a mi hermano, y así lo hacía ver pues ese era su orgullo, pero siempre iba con la agenda al revés.
Mamá detestaba las tareas domésticas y sobre todo atender a un hombre, desde que echó a papá para que yo no vea ejemplo de un hombre abusivo, ella solo atendía a sus hijos. La recuerdo bonita, muy arreglada y maquillada especialmente para una ocasión: la nota de una chica de una academia de cosmetología. Mi madre era la modelo y la habían puesto preciosa. Era viernes, las 7, y ya estaba la nota puesta. La más alta nota y la modelo más hermosa. Y mamá se acordó de que no había preparado la cena de mi hermano. Una de las chicas le dijo “Señora, la noche es joven”. Pero mamá salió desesperada como una cenicienta con hija hacia la cocina de su casa. Yo que había volteado la cara para ver a las chicas, vi sus caras tristes al ver como esa mujer se perdía de una buena noche.
Mamá nunca fue piadosa, pero tampoco hereje. Ella creía que dios la castigaba así que de cuando en cuando se acordaba y se persignaba por si acaso o iba ocasionalmente a misa. Pero yo veía su cara de aburrida. En ese entonces las iglesias estaban abiertas de día y los feligreses entraban para orar. Mamá entraba para descansar. Con su bolsa de mercado, la recuerdo, exhausta, y por supuesto siempre llevándome de la mano, sentada en la banca de la iglesia, disfrutando de la sombrita, pero con la mirada perdida, quizá perdida en el recuerdo de algún imposible amor, de esos que nunca pudieron ser.

Pongo un tango pues a mis padres les gustaba el tango, quizá eso algún día los unió. Yo me salvé de tener un nombre de tango, pero esa es otra historia…, y de tangos está mi niñez llena pues mamá me los cantaba. Después de haber escuchado esas canciones, cualquier otra me parece una canción de niños.

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