Este post va dedicado a todos los monopomposos
que dilentantes van por el mundo,
con sus oscuros discursos que ni ellos mismo entienden,
asentando las testas en señal de benevolencia.

Desde que tuve uso de razón sexual, busqué rodearme siempre de hombres inteligentes, no como medio de compensación, sino como medio de contradicción hacia lo que era mi padre: él se rodeaba de mujeres, digamos guapas, a decir mío, ligeras de entrepierna caliente; y yo de chulos con cerebro, a decir de papá, buenos para nada. Para esa época el discurso que manejaban mis amigos inteligentes era música para mí, música que a veces no entendía bien, pero que igual me embriagaba en comparación con la sensación de rechazo que me causaban los ajos, cebollas y fútbol que escuchaba de papá. Pero ¿qué medida usaba yo para acusar a mis contemporáneos de inteligentes o no? Eran hombres de talento que, con la transnochada de sus lecturas y conversas, fungían de intelectuales, preocupados por su imagen exterior en cuanto a su C.I., de gafas, de cafés, de cigarros, de películas de cine club y miradas perdidas a lo lejos, y por supuesto de tener la última palabra.
Un día me dijo la niña del piercing en la lengua que yo siempre había tenido a mi lado hombres dizque cultos e inteligentes, como esas enciclopedias gordas en las que se encuentra respuesta para todo. Sí, pensé, adornos como dijes de mi pulsera. Y empezó el cruel análisis de cada uno de ellos, que lógicamente por la salud mental de los involucrados no haré acá. Todos eran inteligentes, hasta que leí lo de las inteligencias múltiples. A todos esos caballeros que se jactaban de su C.I., los jalaban en inteligencia emocional y mi padre era tan inteligente como ellos. Papá para lo mecánico, lo espacial y ellos para lo abstracto, lo lógico…
Decía mi viejo profesor, hombre inteligente, culto y gran amor de mi vida, que hablar en difícil le gustaba para dejar boquiabiertos a los burgueses. Que lo que decía se podía poner en tres patadas y estaba bien dicho y podía ser fácilmente comprendido; pero el gusto de ser oscuro, era solo para joder.
Cuando él, al final de su ponencia, dejaba a su auditorio sorprendido y batiendo las palmas fervorosamente, yo sonreía discreta, confidente, pues sabía de su secreta intención.
Con los años, ese remilgo ya no me cautivó. Entendí que había más en el universo que andar por mundo ostentando conocimiento, inteligencia, sapiencia, etcétera, pues si ese discurso en lugar de aclarar conceptos los oscurecía, lo que decía mi padre estaba bien dicho: !esos son buenos para nada!
Quiero decir algo acerca de la belleza. Y esto por el gusto de joder otra vez. No se suele hablar de la belleza masculina lo que es injusto, tanto buen elemento que hay por ahí y se le desacredita por su buen físico. Repito a papá: !El hombre es como el oso, mientras más feo más sabroso! Es gracioso, pero mi padre era considerado como un hombre guapo en su buena época, así que se desdecía. Dicen que la suerte de la fea la bonita la desea; mentira, yo digo que la suerte de la fea a la bonita no le importa. !Y se aplica también para los hombres! La belleza está en los ojos que la admiran.
P.D.: Yo no soy bonita, ni lo quiero ser. Las chicas bonitas no saben qué hacer.
Y las feas tampoco, diría la chica del piercing en la lengua.


Quiero recordar con mucho cariño a un buen amigo, Leopoldo, quien detestaba también a los monopomposos. Y gracias a que él era una celebridad, podría darse el lujo de burlarse de todos aquellos necios doctores que lo convocaban. Leopoldo les hacía cantar esta linda canción:

Saco mis manitas las pongo a danzar,
las abro y las cierro y las vuelvo a guardar (bis)

Por supuesto, los monopomposos no tenían más remedio que seguir a este ágil de mente.

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