va una importante reflexión de Joseph E. Stiglitz (profesor de Economía en la Universidad de Columbia y ganador del Premio Nobel en 2001) aparecida en el Diario EL ESPECTADOR de Colombia el 9 de enero pasado.
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Por Joseph E. Stiglitz
Por supuesto, estuvo bien el que pudieran ponerse de acuerdo en que sería terrible arriesgarnos a la devastación que podría ocasionar el aumento de las temperaturas globales de más de dos grados Celsius. Al menos, prestaron algo de atención a las crecientes evidencias científicas. Y se reafirmaron ciertos principios establecidos en la Convención Marco de Río de Janeiro de 1992, incluidas “las responsabilidades comunes pero diferenciadas, y las capacidades respectivas”. También lo fue el acuerdo de los países desarrollados de “proporcionar recursos financieros, tecnología y desarrollo de capacidades adecuados, predecibles y sostenibles…” a los países en desarrollo.
El fracaso de Copenhague no fue la falta de un acuerdo legalmente vinculante: el verdadero fracaso fue que no hubo acuerdo sobre cómo lograr la enorme tarea de salvar el planeta, ni acerca de las reducciones de emisiones de carbono, ni sobre cómo compartir la carga o ayudar a los países en desarrollo. Incluso el compromiso de destinar 30 mil millones de dólares para el período 2010-2012 para la adaptación y la mitigación empalidece ante los cientos de miles de millones facilitados a los bancos en los rescates financieros de 2008-2009. Si podemos permitirnos esas sumas para salvar los bancos, bien podemos permitirnos algo más para salvar el planeta.
Las consecuencias del fracaso ya se pueden ver: el precio de los derechos de emisiones en el Sistema de Intercambio de Emisiones de la Unión Europea ha caído, lo que significa que las firmas tendrán menos incentivos para reducir las emisiones ahora, así como para poner en práctica innovaciones que las reduzcan en el futuro. Las empresas que querían hacer lo correcto, destinar el dinero a reducir sus emisiones, ahora sienten inquietud por que hacerlo las pondría en desventaja ante la competencia, ya que otros seguirán emitiendo sin limitaciones. Las empresas europeas seguirán estando en una desventaja competitiva con respecto a las estadounidenses, para las que las emisiones no suponen costo alguno.
Tras el fracaso de Copenhague hay algunos problemas profundos. El enfoque adoptado en Kyoto asignó derechos de emisión, que son un recurso valioso. Si las emisiones se restringieran de manera adecuada, el valor de los derechos de emisión sería de un par de billones de dólares al año, por lo que no es de sorprender que haya peleas sobre quién debería recibirlos.
Claramente, la idea de que quienes emitieron más en el pasado deberían recibir más derechos de emisión para el futuro es inaceptable. La asignación “mínimamente” justa para los países en desarrollo exige derechos de emisión equivalentes per cápita. La mayoría de los principios éticos sugeriría que, si uno está distribuyendo lo que equivale a “dinero” por el mundo, debería dar más (per cápita) a los pobres.
De manera que, además, la mayoría de los principios éticos sugeriría que quienes han contaminado en el pasado —especialmente después de que el problema se reconoció en 1992— deberían tener menos derecho a contaminar en el futuro. Sin embargo, una asignación así transferiría implícitamente cientos de miles de millones de dólares de los ricos a los pobres. Considerando las dificultades de reunir incluso 10 mil millones al año —para no hablar de los 200 mil millones al año que se necesitan para mitigación y adaptación— es un poco iluso esperar un acuerdo en torno a esas cifras.
Tal vez sea el momento de intentar otro enfoque: un compromiso por parte de cada país de elevar el precio de las emisiones (a través de un impuesto al carbono o límites para las emisiones) a un nivel acordado de, digamos, 80 dólares por tonelada. Los países podrían usar los ingresos como una alternativa a otros impuestos, ya que tiene mucho más sentido aplicar impuestos a las cosas malas que a las buenas. Los países desarrollados podrían usar parte de los ingresos generados para cumplir sus obligaciones de ayudar a los países en desarrollo en términos de adaptación y de compensarlos por mantener bosques, que representan un bien público global debido a que “secuestran” carbono.
Hemos visto que la buena voluntad, por sí sola, sólo pude llevarnos hasta cierto punto. Ahora debemos hacer confluir las buenas intenciones con los intereses propios, especialmente porque los líderes de algunos países (en particular los Estados Unidos) parecen temerosos de la competencia de los mercados emergentes incluso sin la ventaja que pudieran recibir por no tener que pagar por las emisiones de carbono. Un sistema de impuestos fronterizos —que se aplicarían a las importaciones de países en donde las firmas no tienen que pagar de manera adecuada por las emisiones de carbono— nivelaría el campo de juego y brindaría incentivos económicos y políticos para que los países adoptasen impuestos sobre el carbono o límites a las emisiones. Eso, a su vez, daría incentivos económicos para que las empresas redujeran sus emisiones.
El tiempo corre. Mientras el mundo vacila, los gases de invernadero se acumulan en la atmósfera, y se reducen las probabilidades de que se cumpla siquiera el objetivo acordado de limitar el calentamiento global a dos grados Celsius. Hemos dado más de una justa oportunidad al enfoque de Kyoto, basado en derechos de emisiones. Si consideramos los problemas fundamentales que existen tras el fracaso de Copenhague, no debería resultarnos sorpresivo. Como mínimo, vale la pena darle a la alternativa una oportunidad.
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