A continuación un importante comentario de Paul Krugman, economista y profesor de la Universidad de Princeton, aparecido en The New York Times el 30 de junio pasado.
Krugman hace crítica de la posición del Congreso de Estados Unidos de América, y de la frivolidad de algunos de sus representantes, frente a la necesidad de regular la actividad humana, especialmente industrial, que afecta el planeta produciendo calentamiento global.
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Por: Paul Krugman
El Congreso americano aprobó la ley Waxman-Markey sobre los cambios climáticos. En términos políticos, fue una conquista impresionante.
Pero 212 congresistas votaron en contra del proyecto. Muchos de esos votos en contra vinieron de congresistas que consideran la ley inconsistente, pero la gran mayoría rechazó la ley porque ellos rechazan el concepto de que se debe hacer algo con relación al efecto invernadero.
Asistiendo a los discursos del grupo que está en contra, no lograba evitar la sensación de estar presenciando un acto de traición: una traición contra el planeta.
Para tener una idea de la irresponsabilidad e inmoralidad de negar la existencia de los cambios climáticos, es necesario saber los resultados nada esperanzadores de las últimas investigaciones de evaluación del clima.
El hecho es que el planeta está cambiando más rápido de lo que los pesimistas esperaban: Las capas polares están desapareciendo y las zonas áridas están aumentando en un ritmo atemorizante. Y según los números revelados en estudios recientes, una catástrofe -un aumento de temperatura impensable- ya no se puede más considerar una simple posibilidad, sino el efecto más probable si seguimos actuando de la misma forma.
Los investigadores del MIT -el Instituto de Tecnología de Massachusetts- que preveían anteriormente un aumento de temperatura de menos de cuatro grados hasta el fin el siglo, creen que este aumento llegará a nueve grados. ¿Por qué? Los gases que causan el efecto invernadero están aumentando más rápido que lo esperado; algunos factores atenuantes, como la absorción del monóxido de carbono por los océanos, están respondiendo menos que lo esperado; y hay pruebas cada vez más fuertes que los cambios climáticos se autoperpetúan. Por ejemplo, el aumento de temperaturas causa el deshielo del Ártico, lo que emite más dióxido de carbono todavía en la atmósfera. Los aumentos de temperatura previstos por el MIT y otros institutos crearían efectos devastadores en nuestras vidas y en nuestra economía. Como fue apuntado en un informe del gobierno de los EE.UU., hasta el final de este siglo, New Hampshire podrá acabar con un clima parecido con el que hoy tiene Carolina del Norte, el estado de Illinois podrá acabar con el clima del Este de Texas y olas de calor extremadas pueden destruir el país anual o bianualmente, cosa que hasta ahora sólo suele suceder una vez en cada generación.
En otras palabras, estamos encarando un peligro real e inminente al nuestro estilo de vida e, incluso, para nuestra civilización. ¿Cómo puede alguien tener el coraje de cruzar los brazos?
Bueno, a veces incluso los analistas más especializados cometen errores. Y si esos formadores de opinión y políticos en contra discuerdan con base en trabajo y reflexiones arduos -si estudiaron el tema, consultaron especialistas y concluyeron que el consenso científico macizo está equivocado- deberían, por lo menos, argumentar que están actuando de forma responsable.
Pero quien asistió al debate el último viernes no vio ningún indicio de que aquellas personas pensaron bien sobre ese tema crucial, ni que ellas estuvieran intentando hacer lo correcto. Lo que se vio fueron personas que no se interesan por la verdad. Ellos no están felices con las implicaciones políticas y de regulación que el cambio climático impone, entonces optan por no creer en él y se apoyan en cualquier argumento, sin importar si es frágil, para sustentar su desacuerdo.
No hay dudas de que uno de los momentos más decisivos del debate fue cuando Paul Broun, representante del estado de Georgia, declaró que los cambios climáticos no pasan de una “farsa” que fue “perpetuada por la comunidad científica”. Incluso podríamos decir que esa declaración es una teoría más de conspiración, pero eso sería una ofensa a todos los que creen en teorías de conspiración. Al fin y al cabo, para creer que el calentamiento global es una farsa, es necesario creer también en la existencia de una hermandad de cientos de miles de científicos, tan poderosa al punto de lograr crear informes falsos de asuntos que van desde las temperaturas globales hasta el hielo marino del Ártico.
Asimismo, la declaración de Broun recibió aplausos de sus compañeros republicanos.
Con tanta falta de respeto por la ciencia seria, no me parece necesario decir que esos políticos que resisten son deshonestos en temas económicos. Además de rechazar la ciencia climática, los oponentes a la ley del clima presentaron interpretaciones fraudulentas sobre el efecto económico de la ley, que todos dicen ser considerablemente bajo.
Aún así, ¿es justo llamar la negación climática como traición? ¿No será todo eso la política normal?
La respuesta es sí, lo que deja hace el acto más imperdonable todavía.
¿Recuerdan cuando los oficiales de la administración Bush dijeron que el terrorismo era una “amenaza a la existencia” de los EE.UU.?, ¿una amenaza a la cual las reglas normales no se aplicaban? Aquello era una hipérbole, pero la amenaza del cambio climático a nuestra existencia es absolutamente real.
Y, así mismo, algunos políticos están eligiendo conscientemente ignorar la amenaza climática, poniendo las próximas generaciones en un serio peligro sólo porque forma parte de su juego político fingir que no hay nada con qué preocuparse. Si eso no es traición, no sé qué es.
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