05/12/08: El derecho a cuidar y ser cuidado: la coparentalidad o tenencia compartida

Es una tendencia, en estos días, que los padres, rompiendo con los esquemas tradicionales, deciden asumir un papel de equidad en el cuidado de sus hijos. El “Día de los Padres” para ellos y sus hijos no es una vez al año porque, en una custodia compartida, se trata de muchos días por todo el año. La coparentalidad, más conocida como tenencia o custodia compartida, está siendo reclamada con más frecuencia por padres más interesados en ocupar espacios tradicionalmente adjudicados y reservados a las madres.

Se comprueba que ha aumentado la cantidad de padres que tienen mayor interés en envolverse, en dedicarle más tiempo a sus hijos, pero que todavía prevalecen en las instancias judiciales que la custodia se otorga a sólo uno de los progenitores, mayormente a las madres.

Es más, en caso de una separación entre los padres la coparentalidad debería ser el estado ideal, pero en la práctica es muy difícil que papá y mamá lleguen a ponerse de acuerdo sobre todos los asuntos relativos a la crianza.

Cuando se logra, los acuerdos van desde que los hijos pasen unos días a la semana con la madre y los otros con el padre hasta compartir los períodos de vacaciones por igual, los gastos de escuela, ropa y actividades recreativas, evitando los limitados períodos de visitas en fines de semana alternados. Sin embargo, en nuestros tribunales especializados se sostiene que tales acuerdos son perjudiciales a los intereses de los hijos.

Hay padres y madres bien responsables. Eso no tiene que ver con género. Se está frente a la democratización en las relaciones sociales, la estructura (de la familia) se está moviendo más hacia una relación de androginia en la que se borran las diferencias entre la masculinidad y la femineidad. Estos cambios son el resultado de unos procesos paulatinos que comenzaron cuando la mujer comenzó a integrarse con fuerza en el mundo del trabajo, obligando a los hombres a aceptar que ellos también tienen las responsabilidades de la crianza de los hijos.

En nuestro sistema jurídico, el concepto de tenencia se define como la custodia física de un menor, mientras que la patria potestad se refiere al poder del padre o la madre para tomar las decisiones importantes en la vida de un hijo o una hija.

Cuando el padre y la madre conviven la patria potestad es compartida, pero cuando hay separación el tribunal tiene que hacer una determinación sobre a quién otorga la tenencia. Sin embargo, es tiempo de que el estado de derecho se ajuste a los nuevos modelos, de lo contrario se perpetúan unos roles basados en la desigualdad. Eso es lo que ha ocurrido con la dación de la Ley 29269.

Algún día, las personas con cierta curiosidad sociológica o histórica se preguntarán como ha sido posible que, durante decenios, las sociedad más avanzadas hayan llegado a admitir que la separación de padre e hijo tras el divorcio -es decir, la semiorfandad artificial del niño- pueda resultar beneficiosa para el desarrollo del menor.

Una abrumadora cantidad de estudios han coincidido en que los niños que mantienen un contacto regular con ambos progenitores tras el divorcio muestran mejores niveles de adaptación social y rendimiento académico que los niños criados en hogares monoparentales, y han puesto de manifiesto las imborrables y negativas huellas de la ausencia del padre durante la infancia y la adolescencia. En cambio, los estudios sobre niños en situaciones de convivencia alterna con ambos padres no han permitido constatar trastornos significativos asociados al cambio de domicilio.

Es evidente que el interés superior del niño, piedra angular en cualquier régimen de divorcio o tenencia, requiere el contacto frecuente y continuo del niño con ambos padres tras la separación de éstos. No es honesto afirmar que el interés superior del niño resulte bien servido por un régimen de divorcio, concebido como un cuadrilátero de boxeo en el que, durante los años más delicados de su vida, el menor es testigo de un pugilato sin tregua entre sus padres. Recuérdese que en la Convención sobre los Derechos del Niño se postula que: “Los Estados Partes respetarán el derecho del niño que esté separado de uno o de ambos padres a mantener relaciones personales y contacto directo con ambos padres de modo regular, salvo si ello es contrario al interés superior del niño” (artículo 9, numeral 3).

En el momento en que una pareja con hijos se separa, caben dos posibilidades:

a) Reconocer a uno de los padres más derechos que al otro y, con ello, crear las condiciones para toda clase de abusos y hostilidades (como en el caso de nuestro vigente régimen de separación y divorcio); o.

b) Reconocer exactamente los mismos derechos a ambos padres, lo que automáticamente restará interés a cualquier planteamiento contencioso.

En el segundo supuesto, ninguna de las partes tendrá motivos especiales para entablar costosos y traumáticos procesos judiciales, la tenencia perderá todo el valor que actualmente tiene como arma de máxima eficacia frente al ex cónyuge, los hijos dejarán de ser hipotéticos rehenes en manos del progenitor custodio y los términos de la separación se basarán exclusivamente en el bienestar del menor.

En definitiva, tanto la negativa experiencia de nuestra legislación sobre divorcio como los estudios realizados en diversos países, demuestran que el interés del niño es incompatible con el actual sistema de tenencia exclusiva y requiere cambios legales profundos, como ocurre con la Ley 29269, que dejen paso a nuevas fórmulas de compartición de la responsabilidad parental.

En realidad, ningún detractor de la coparentalidad o tenencia compartida ha conseguido demostrar que, para el niño, sea perjudicial vivir con ambos padres. Hasta ahora, el más frecuente -y casi único- argumento esgrimido a favor de la tenencia materna exclusiva ha sido la necesidad de estabilidad, es decir, el deseo de evitar al niño los supuestos trastornos resultantes del cambio periódico de domicilio. Para una sociedad en la que los niños, ya desde los primeros meses de su vida, reparten su tiempo entre la guardería y el hogar, es una pobre argumentación esa supuesta inestabilidad que conllevaría el desplazamiento entre los hogares materno y paterno. Pero sobre todo, no se ha tenido en cuenta el hecho evidente de que lo importante para el niño no es la estabilidad material, sino la estabilidad emocional y la sensación de seguridad que le proporciona el contacto asiduo como ambos padres.

Los defensores de este falso argumento a favor de la estabilidad suelen olvidar también que, en los casos de custodia monoparental o exclusiva, son frecuentes los cambios injustificados de residencia por parte del progenitor custodio, a veces con un fin meramente punitivo del otro progenitor, que apartan al niño de su entorno, su colegio y su comunidad y reducen drásticamente o imposibilitan el contacto con el progenitor no custodio. Ese tipo de cambios realmente desestabilizadores no tendrán cabida en un régimen de tenencia compartida, ya que ninguno de los padres tendrá la “propiedad” del niño ni el derecho a llevarlo de un lado para otro a su antojo, sin el consentimiento previo del otro progenitor y la ratificación del juez. Antes bien, prevalecerá el arraigo y el interés del niño, y los cambios de residencia de los padres y sus desplazamientos para ejercer su deber y su derecho de convivencia con el menor correrán por cuenta del progenitor que se desplace y no deberán repercutir en la estabilidad del niño.

Curiosamente, uno de los efectos formales más perceptibles que tendrá la instauración de la denominada “tenencia compartida” será la desaparición de la propia expresión como fórmula para designar el régimen que se establezca, tanto por las connotaciones negativas ya asociados a la palabra “tenencia” como su impropiedad para designar una modalidad en la que ningún progenitor será, en principio, “custodio” de sus hijos.

En la nueva legislación francesa sobre divorcio no ha habido cabida para el antiguo término “custodia” (garde), que carecería de significado en una situación en que se prevén para ambos padres los mismos derechos y responsabilidades que tenían antes de la separación. Simplemente, se reconoce a ambos padres la “autoridad parental” (autorité parentale) y el derecho y el deber de ejercer la “coparentalidad” (coparentalité). Por su parte, las legislaciones anglosajonas más progresistas, aunque suelen mantener, a causa de las peculiaridades de la terminología jurídica inglesa, la expresión “custodia conjunta” (joint custody), han ido introduciendo cada vez con mayor frecuencia expresiones que podrían traducirse por “coparentalidad” (shared parenting) o “función parental” (parenting).

Lo significativo del fenómeno es que, a diferencia de tantos términos que surgen en sustitución de palabras desprestigiadas para designar de modo distinto a la misma realidad, esta nueva terminología ha nacido para diferenciar una realidad nueva que se abre paso de modo imparable en los países más avanzados. Hemos llegado al momento histórico en que es preciso romper el viejo molde de la tenencia exclusiva o monoparental y sustituirlo por mecanismos más aptos para dar respuesta a las necesidades de las familias separadas y atender al interés superior del niño.

La coparentalidad es un derecho común a todos los niños, con independencia de que sus padres vivan juntos o estén divorciados.

El ejercicio de la coparentalidad tras la separación resulta más eficaz cuando los padres han llegado a un acuerdo mutuo. Por eso, todas las legislaciones que podrían servirnos como modelo para establecer un régimen de divorcio acorde con el interés del niño insisten en la conveniencia de que los padres que se separan presenten al juez un “plan de coparentalidad” o “plan de responsabilidad parental”, establecido de mutuo acuerdo. A diferencia de nuestros actuales “convenios reguladores”, que con frecuencia son claudicaciones encubiertas de una de las partes para evitar males mayores, los “planes de coparentalidad” han de tener como punto de partida la igualdad de derechos y obligaciones de ambos padres.

Es evidente que, una vez establecida esa igualdad de derechos y obligaciones, los cónyuges tendrán menos interés en adoptar planteamientos contenciosos y alimentar las discrepancias, ya que nada tendrán que ganar con ello. No obstante, en prevención de la inevitable litigiosidad de las separaciones, las legislaciones más avanzadas prevén la mediación, incluso impuesta obligatoriamente por los tribunales en caso de desacuerdo entre los cónyuges. En último término, si tampoco la intervención del mediador consigue poner de acuerdo a las partes, el juez suele dictar sentencia según su mejor entender. Por ejemplo, en el caso de la legislación francesa, está previsto como criterio general que el juez establezca, como fórmula provisional de custodia ante el desacuerdo irreconciliable de los padres, la alternancia semanal del niño en la convivencia con ambos.

Asimismo, en diversas legislaciones de los Estados Unidos se prevé, como presunción inicial en materia de custodia, la residencia física del niño con ambos progenitores (“custodia física conjunta”), con un reparto de los tiempos de convivencia equitativo hasta donde sea posible y nunca inferior al 35 por ciento para el progenitor que conviva menos tiempo con el niño. Es decir, si la presunción inicial es la custodia física conjunta, pierden su razón de ser los enfoques contenciosos para lograr la custodia exclusiva de los niños y, con ella, el control de la situación posterior al divorcio y las ventajas económicas resultantes.

Ahora bien, una vez suprimidos los alicientes para entablar un divorcio contencioso, nada impide que las dos partes lleguen a cualquier tipo de acuerdo sobre el contacto con los hijos y el reparto del tiempo de convivencia con ellos. En general, el juez considerará que el acuerdo pactado por los padres será el que más convenga al bienestar de los hijos, salvo casos excepcionales. En casi todas las legislaciones consultadas, se considera como fórmula más idónea la “custodia física conjunta” y el reparto más igualitario posible de los tiempos de convivencia, pero ello no obsta para que los padres establezcan su propio “plan de coparentalidad” en función de su situación respectiva y de lo que consideren mejor para los hijos.

Por consiguiente, el otro de los mitos que hay que desterrar es la creencia en que la coparentalidad (o tenencia compartida) significa necesariamente un reparto al 50 por ciento de los periodos de convivencia del niño con cada uno de los padres. Más bien, convendrá interpretar la coparentalidad como un reparto al 50 por ciento de los derechos y obligaciones de ambos padres.

En principio, la formula de coparentalidad más idónea es la que permite al niño un mayor disfrute de la presencia y los cuidados de ambos padres, y ése deberá ser el criterio judicial que, en último término, prevaleciese en caso de desacuerdo entre los padres. Pero es evidente que cada situación familiar es distinta y que los padres están en mejores condiciones que nadie para establecer el régimen de custodia que consideren más conveniente para sus hijos en función de sus respectivas circunstancias personales. Al juez corresponderá, en último término, ratificar o no el acuerdo establecido por los padres según lo considere o no idóneo para el bienestar del niño.

Uno de los tópicos más generalizados, y sin embargo, desmentido por múltiples estudios e investigaciones, es lo que podríamos denominar “principio de la corta edad” (tender years doctrine), que preconiza la irremplazabilidad de la madre en el cuidado de los niños en los años más tiernos de la infancia (en general, de 0 a 7 años), considerando superflua o secundaria la figura paterna. En cambio, el peculiar sentido del tiempo de los niños pequeños hacen necesarios los contactos más cortos, pero más frecuentes con cada uno de sus progenitores. Los niños de más corta edad tienen menos desarrollada la memoria a largo plazo, por lo que el contacto frecuente con cada uno de los padres es importante para prevenir retrocesos en las relaciones. El contacto asiduo es particularmente importante durante los primeros años de la vida para reforzar la relación con ambos padres, por lo que el régimen de convivencia exigirá intercambios más frecuentes. Con el paso de los años, la alternancia de los periodos de convivencia puede adoptar un ritmo más espaciado.

Otro factor que debería tenerse en cuenta es la distancia geográfica. Cuando los padres viven cerca uno del otro y a poca distancia del colegio, cualquier modalidad de coparentalidad es, en principio, viable. Cuando uno de los padres fija su residencia en un lugar distante, el reparto del tiempo de convivencia deberá ajustarse en consecuencia , con periodos de alternancia más largos y cambios menos frecuentes, básicamente adaptados al calendario escolar y a los periodos vacacionales.

Las obligaciones laborales de los padres condicionarán también la distribución de los periodos de convivencia. Por ejemplo, si el trabajo de uno de los padres exige viajes frecuentes entre semana u horarios nocturnos, sus periodos de convivencia con el hijo deberá orientarse básicamente hacia los fines de semana, puentes y vacaciones.

Un modelo orientativo de la alternancia de esos períodos de convivencia con cada uno de los padres, flexible y adaptable a las circunstancias de cada caso, podría ser el siguiente, propuesto por la institución estadounidense Children’s Rights Council (Consejo de los Derechos del Niño) :

Edad Frecuencia del contacto con ambos padres
Menos de 1 año Una parte de cada día (mañana o tarde)
De 1 a 2 años Días alternos
De 2 a 5 años No más de dos días seguidos sin ver a cada uno de los padres
De 5 a 9 años Alternancia semanal, con medio día (mañana o tarde) de convivencia con el progenitor no conviviente durante esa semana
Más de 9 años Alternancia semanal

Aunque son muy diversas las modalidades de alternancia en la convivencia con cada uno de los padres, conviene siempre tener presente que el ritmo e alternancia deberá ser más frecuente cuanto menor sea la edad del niño. En general, a falta de un acuerdo distinto entre los padres, podemos considerar que la alternancia semanal prevista en la ley francesa es la fórmula más idónea de convivencia, siempre que se intensifiquen los contactos del progenitor no conviviente en proporción inversa a la edad del niño.

Uno de los elementos fundamentales de las legislaciones favorables a la custodia compartida o “tenencia física conjunta” es la función mediadora en los casos de desacuerdo entre los padres. Cualquier enfoque del divorcio que tenga como objetivo la reducción de la litigiosidad conduce invariablemente a fórmulas de conciliación extrajudicial previa, en las que el mediador desempeña una función difícilmente compatible con el protocolo de los tribunales.

De ese modo se consiguen dos resultados: por una parte, lograr sentencias “pactadas” de antemano por los padres y, por lo tanto, satisfactorias para ambas partes, y por otra, reducir el número de divorcios contenciosos y acortar los procedimientos, con la consiguiente descongestión de los tribunales, que estarán en mejores condiciones de estudiar con detenimiento los casos verdaderamente difíciles.

En Suecia, por ejemplo, existe un servicio municipal gratuito (los comités de bienestar social) que funciona como órgano de “primer instancia” y mediación al que han de acudir los padres en desacuerdo para preparar sus planes de coparentalidad y demás documentos, que después serán ratificados en los tribunales. A su vez, en los casos en que los padres están de acuerdo y presentan su plan de coparentalidad directamente al tribunal, el juez cursa una petición al Consejo de Bienestar Social para asegurarse de que no existen objeciones a la solicitud de los padres. En Francia, la ley prevé que, en caso de desacuerdo de los padres, el juez podrá obligar a éstos a acudir a un mediador y, si el desacuerdo persiste, establecerá como medida provisional la alternancia semanal. En las legislaciones estadounidenses está asimismo presente la obligatoriedad de la mediación en los casos de desacuerdo.

En definitiva, tras varias décadas en que han prevalecido unos regímenes de divorcio caracterizados por su alta litigiosidad y por crear una dinámica de “parte ganadora / parte perdedora”, las legislaciones más progresistas del mundo apuestan por la conciliación y el desarme de los contendientes, recurriendo para ello, en primer lugar, a la desincentivación del divorcio contencioso mediante el reconocimiento de los mismos derechos y obligaciones a las partes y, si las divergencias persisten, a la mediación familiar.

Con frecuencia, los propugnadores de la tenencia exclusiva materna alegan que los grupos de padres reivindican la coparentalidad con el único fin de sustraerse al pago de pensiones, aunque el argumento es perfectamente reversible y valdría también para afirmar que las madres solicitan la custodia exclusiva para quedarse con la vivienda y las pensiones. En cambio, el interés del niño no se aviene con ninguno de esos argumentos, sino más bien con el de un trato judicial equitativo y digno para ambos padres.

Para que el régimen de coparentalidad funcione y, sobre todo, para lograr el mayor número posible de acuerdos previos de ambos padres, es preciso desterrar de antemano toda posibilidad de beneficio económico de uno de los ex cónyuges a costa del otro en relación con el cuidado de los hijos, y dejar fuera del marco de coparentalidad cualquier litigio o reinvidicación económica de otro tipo. Muy sucintamente, los planes de coparentalidad o, en su defecto, las sentencias judiciales, deberían prever los siguientes aspectos básicos:

a) Pagos directos de los gastos del niño por cada uno de los padres, con las debidas compensaciones en el caso de los pagos unitarios (colegio, seguro médico, etc.).

b) En caso de desigual reparto del tiempo de convivencia, compensación a favor del progenitor que esté más tiempo a cargo del niño.

c) Posibilidad de establecer compensaciones a favor del progenitor que deba ceder el uso de la vivienda u otros bienes comunes en caso de que se opte por esa solución.

d) En caso de diferencias notables de ingresos entre los padres y, en consecuencia, de desequilibrio razonable en las aportaciones de cada padre al mantenimiento del niño, tales aportaciones deberán consistir, en la medida de lo posible, en pagos directos de los gastos del niño, a fin de reducir la litigiosidad y evitar todo posible lucro de una de las partes a costa de la otra.

e) Igualmente, y por los mismos motivos, deberá procederse en caso de que, por mutuo acuerdo de los padres, falta de recursos de uno de ellos, compensaciones por uso de vivienda o cualquier otra causa, sólo uno de los padres corra con los gastos del niño.

Un aspecto que, hasta ahora, no se ha tenido suficientemente en cuenta es el hecho de que los regímenes de coparentalidad favorecen un aumento del nivel de vida de los niños. La residencia alterna permite a ambos padres atender directamente las necesidades económicas de sus hijos, sin posibilidad de contrapartidas ni lucros de una parte a costa de la otra. El resultado de esa autonomía es un mayor interés de cada progenitor en mejorar su situación económica y la de sus hijos, con lo que el conjunto de los ingresos de ambos padres aumenta. Lo contrario ocurre en las situaciones de custodia exclusiva, donde el progenitor no custodio siente el desembolso porcentual de su sueldo en concepto de pensión alimenticia como un factor de constante desincentivación económica y profesional, al tiempo que la percepción directa de dicha pensión y el interés por mantenerla ejercen sobre el progenitor custodio un efecto similar de desincentivación laboral y profesional.

Por último, destacaremos que la coparentalidad favorece la colaboración entres los padres incluso en el ámbito económico. La igualdad de derechos y responsabilidades plasmada en los acuerdos o planes de coparentalidad reduce la litigiosidad y no deja cabida para los esquemas de parte ganadora / parte perdedora, lo que facilita también la colaboración económica entre los padres. Por ejemplo, un estudio de la Oficina del Censo de los Estados Unidos, realizado en una época (1991) en que la custodia física conjunta apenas empezaba a cobrar auge en unos pocos estados, permitió constatar que el pago de pensiones alimenticias se cumplía en el 90.2% de los casos cuando la custodia era conjunta, descendía al 79.1% cuando existía régimen de visitas, y apenas llegaba al 44.5% en los casos en que al progenitor no custodio se le impedían el contacto con sus hijos.

Es preciso señalar que las modalidades posibles de custodia compartida son ilimitadas, ya que las circunstancias de los interesados pueden prestarse a todo tipo de combinaciones. Y es indispensable insistir en que la mejor fórmula de tenencia compartida será, en principio, la que adopten los padres por mutuo acuerdo.

Factores como el horario laboral de los padres, la distancia geográfica entre sus domicilios, sus recursos económicos, el número de hijos y su horario escolar, etc. serán decisivos para optar por una u otra fórmula de custodia compartida. E incluso esa fórmula no tiene por qué ser definitiva, ya que las circunstancias mencionadas pueden cambiar.

En definitiva, los sistemas de tenencia compartida tienen que ser todo lo elástico que requiera el interés de los hijos y las circunstancias de los padres.

No obstante, como mera hipótesis de trabajo, proponemos algunas modalidades de tenencia compartida que hay han demostrado su viabilidad en los países y contextos en que se han aplicado. Algunas requerirán mayores niveles de colaboración entre los padres que otras, pero cualquiera de ellas conducirá, en circunstancias similares, a resultados preferibles a los de tenencia exclusiva.

Estas serían algunas de esas posibles modalidades de tenencia compartida:

a) La fórmula que los padres establezcan de mutuo acuerdo en función de su situación personal y la del niño y que, salvo casos excepcionales, el juez considerará como más idónea. Por ejemplo, y a reserva del pacto económico que los padres establezcan entre ellos, el niño puede pernoctar con el progenitor que reciba el usufructo de la vivienda familiar y pasar las tardes, desde la salida del colegio hasta después de cenar, con el otro, etc.

b) Modalidades de alternancia con un ritmo inferior al semanal, o incluso diario, en caso de niños de muy corta edad. O de tres días y medio con cada progenitor, según la edad del niño.

c) Alternancia semanal. En principio, la fórmula más sencilla para niños mayores de cinco años. Es la fórmula considerada más idónea por la nueva legislación francesa.

d) Alternancia quincenal. El niño convive quince días seguidos con cada uno de sus padres y pasa con el otro los fines de semana completos y una o dos tardes entre semana.

e) Alternancia mensual. El niño convive un mes con cada uno de sus padres y pasa con el otro los fines de semana completos y una o dos tardes entre semana.

f) Los niños pasan con uno de los padres los días lectivos y con el otro los no lectivos y periodos vacacionales. El reparto resultante sería, aproximadamente, del 50% para cada progenitor, pero habría que intercalar periodos de convivencia para el “progenitor de días lectivos” durante las vacaciones de verano (por ejemplo, una semana al mes). Aunque esta fórmula se aleja del espíritu de la tenencia compartida, es una posible solución para los casos en que los domicilios de los padres estén muy distantes entre sí.

g) Alternancia de los padres. Los niños permanecen siempre en el domicilio familiar y son los padres quienes rotan en la utilización de ese domicilio. Sin duda, esta modalidad requiere un gran espíritu de colaboración por parte de ambos padres, pero puede tener innegables ventajas económicas, sobre todo cuando la prole es numerosa y la residencia alterna con ambos padres requiere el mantenimiento de dos domicilios suficientemente grandes.

Recuérdese que la coparentalidad es un derecho común de todos los niños, con independencia de que sus padres vivan juntos o estén separados o divorciados.

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03/11/08: LA EVIDENCIA BIOLÓGICA Y LA PRESUNCIÓN DE PATERNIDAD MATRIMONIAL: EL RECONOCIMIENTO EXTRAMATRIMONIAL DEL HIJO DE MUJER CASADA (5)

4. La filiación extramatrimonial del hijo de mujer casada, la presunción de paternidad matrimonial y el derecho del niño a la identidad filiatoria.

En general, en la investigación de la filiación por naturaleza están llamados a coexistir dos intereses forzosamente contrapuestos. Normalmente el interés del hijo dirigido a conocer su verdadera filiación, su origen biológico, en definitiva. Y el interés del presunto progenitor, casi siempre opuesto a ello, pues de haber sido favorable habría accedido al reconocimiento. Unas veces por su sólo interés personal, otras veces en aras de proteger su “paz familiar”.

La investigación de la filiación tiene como fin el establecimiento de una adecuación entre la verdad biológica y la relación jurídica de filiación y con ello, la superación del formalismo que históricamente ha rodeado esta cuestión. La idea clásica reside en la bondad intrínseca de la legitimación, por cualquier medio, dadas las enormes discriminaciones legales y sociales existentes contra los hijos habidos fuera del matrimonio. Una vez que el sistema responde a la unidad de todas las filiaciones, por efecto del principio de igualdad, y que se decanta a favor de técnicas más avanzadas en la investigación de filiación, el interés del hijo se localiza en el establecimiento de la verdad biológica, aun cuando el éxito de una acción en este sentido pueda modificar con profundidad una realidad sociológica anterior. Del establecimiento de la verdad biológica se deriva la relación de filiación y el contenido inherente a la misma (derecho a los apellidos, derecho a alimentos y derechos sucesorios).

De aquí, pues, la investigación de la filiación se presenta como una cuestión prioritaria del hijo en aras del interés en conocer a sus padres.

Se advierte que en materia de filiación hay un conflicto de derechos con pretensiones distintas. Se trata, por tanto, de dilucidar y perfilar los límites de éstos. Para ello, se debe recurrir al test de razonabilidad y proporcionalidad a fin realizar una adecuada ponderación de bienes. “La llamada ponderación de bienes es el método para determinar, en abstracto o en concreto, cómo, cuándo y en qué medida debe ceder el derecho fundamental que entra en colisión con otro o con un bien” .

Debe tenerse presente que el criterio de la ponderación de bienes es una consecuencia del convencimiento de que los derechos y libertades no son absolutos. “No sólo que el ejercicio aislado de cada uno de ellos tiene unos límites claros, sino que, como sucede siempre, suelen entrar habitualmente en conflicto. El ejercicio de uno implica la lesión de un derecho o una libertad fundamental de otra persona. Entonces, he ahí la cuestión: ¿cómo dilucidar cuál de los dos es un ejercicio realmente válido? El conflicto entraría en una vía de solución cuando sea posible justificar la preferencia de uno de los bienes jurídicos en disputa, una vez que se han ponderado las circunstancias concurrentes de cada caso. No hay una “preferencia incondicionada” que derive directamente de la Constitución, sino un mandato a los jueces para que valoren todos los aspectos y datos, sean o no fácticos, de cada recurso, sin proporcionarles puntos de referencia constitucionales” .

Para resolver el conflicto de derechos en materia de filiación, no puede dejar de considerarse que parece obvio que por efecto de la Convención sobre los Derechos del Niño el derecho a conocer a los padres nace limitado pues del propio tenor literal se desprende únicamente que su ejercicio procede “en la medida de lo posible” (artículo 7, numeral 1). Es decir que el legislador podría regular los casos y requisitos. No puede el legislador evitar o prohibir la investigación de la filiación, pero sí puede limitarla, máxime si se admite que sobre un proceso de esta naturaleza planean derechos fundamentales de la persona contra la que se dirige la acción, como son el derecho a la intimidad personal o, incluso, el derecho a la integridad física de la persona a quien se le imputa el hijo.

De donde se deduce una aparente subordinación del derecho a conocer el propio origen biológico frente a las normas constitucionales que acogen derechos fundamentales.

Sin embargo y como se destacó, la frase “en la medida de lo posible” antepuesta al derecho del niño a conocer a los padres está referida a las dificultades que pueden presentarse en la realidad, como el desconocimiento de la identidad de los progenitores; lo que, de hecho, imposibilita el ejercicio del derecho a la verdad biológica. De acuerdo a ello, debe entenderse que el derecho a conocer a los padres le confiere a cualquier persona la posibilidad de poder desvelar el misterio de su origen, siempre y sin cortapisa alguna, salvo las derivadas, lógicamente, del propio funcionamiento o de la propia dinámica procedimental del medio jurídico empleado.

Interesa ahora analizar la posible determinación de la filiación extramatrimonial del hijo de mujer casada. Ello acontece cuando el progenitor biológico del hijo de mujer casada no es el marido y, consecuentemente, el hijo mantiene una “posesión constante de estado” que puede o no coincidir con tal verdad biológica.

Resulta evidente que la controversia sobre la paternidad matrimonial o extramatrimonial de un hijo de mujer casada, exige buscar una solución que pondere razonable y adecuadamente la presunción de paternidad matrimonial (principio favor legitimitatis) y la evidencia biológica de la paternidad extramatrimonial (principio favor veritatis), en la que se refleje como consideración primordial el interés superior del hijo (principio favor filii). Precisamente, la solución debe justificarse en el test de razonabilidad y proporcionalidad.

El Tribunal Constitucional ha expuesto que “por virtud del principio de razonabilidad, se exige que la medida restrictiva se justifique en la necesidad de preservar, proteger o promover un fin constitucionalmente valioso. Es la protección de fines constitucionalmente relevantes la que, en efecto, justifica una intervención estatal en el seno de los derechos fundamentales. Desde esta perspectiva, la restricción de un derecho fundamental satisface el principio de razonabilidad cada vez que ésta persiga garantizar un fin legítimo y, además, de rango constitucional” .

En el marco actual del sistema constitucional de filiación, el fin constitucionalmente relevante que se persigue es la coincidencia entre el vínculo biológico y el emplazamiento jurídico que se sustenta en ello. Por ello y en atención a la protección y promoción de la identidad filiatoria, se justifica restringir la presunción de paternidad matrimonial (principio favor legitimitatis) para ponderar preferentemente el conocimiento del origen biológico del hijo (principio favor veritatis) y, de esta manera, determinar la filiación extramatrimonial del hijo de mujer casada.

De otro lado, el presupuesto para la aplicación del principio de proporcionalidad es la presencia de dos principios constitucionales en conflicto y una decisión que afecta alguno de estos principios o bienes constitucionales; de tal manera que la aplicación del principio de proporcionalidad debe suministrar elementos para determinar si la intervención en uno de los principios o derechos en cuestión, es proporcional al grado de satisfacción que se obtiene a favor del principio o valor favorecido con la intervención o restricción.

Para ello, el principio de proporcionalidad exige, a su vez, que la medida limitativa satisfaga los subprincipios de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto.

El Tribunal Constitucional ha señalado que el subprincipio de idoneidad “comporta que toda injerencia en los derechos fundamentales debe ser idónea para fomentar un objetivo constitucionalmente legítimo, es decir, que exista una relación de medio a fin entre la medida limitativa y el objetivo constitucionalmente legítimo que se persigue alcanzar con aquél” . Vale decir, supone determinar si la restricción resulta pertinente o adecuada al fin propuesto.

En el supuesto bajo análisis, la restricción sugerida resulta adecuada al fin propuesto. En efecto y siendo que, en el actual sistema constitucional de filiación, el fin constitucionalmente relevante que se persigue es la coincidencia entre el vínculo biológico y el emplazamiento jurídico que se sustenta en ello, resulta idóneo restringir la presunción de paternidad matrimonial (principio favor legitimitatis) para ponderar preferentemente el conocimiento del origen biológico del hijo (principio favor veritatis) y, de esta manera, determinar la filiación extramatrimonial del hijo de mujer casada.

De otra parte, el Tribunal Constitucional ha precisado que el subprincipio de necesidad “consiste en analizar la medida restrictiva desde la perspectiva de la necesidad; esto es verificar si existen medios alternativos al optado. Se trata del análisis de relación medio-medio, esto es, de una comparación entre medios: el medio elegido por quien está interviniendo en la esfera de un derecho fundamental y el o los hipotéticos medios que hubiera podido optar para alcanzar el mismo fin” .

Igualmente, la limitación propuesta resulta ser necesaria por cuanto una regulación en la que se prepondere la presunción de paternidad matrimonial (principio favor legitimitatis) no logra proteger tan eficazmente el conocimiento del origen biológico (principio favor veritatis) para la determinación de la filiación extramatrimonial del hijo de mujer casada. No hay, pues, otro modo para determinar el conocimiento del origen biológico en esos casos.

Por otro lado, el Tribunal Constitucional ha indicado que, de acuerdo con el subprincipio de proporcionalidad en sentido estricto, “para que una injerencia en los derechos fundamentales sea legítima, el grado de realización del objetivo de ésta debe ser, por lo menos, equivalente o proporcional al grado de afectación del derecho fundamental, comparándose dos intensidades o grados: el de la realización del fin de la medida examinada y el de la afectación del derecho fundamental” .

Para que la limitación propuesta a la presunción de paternidad matrimonial (principio favor legitimitatis) sea proporcional a la mayor ponderación del conocimiento del origen biológico (principio favor veritatis), aquella no debe modificar una realidad sociológica anterior. Ello es así, por cuanto el concepto de identidad filiatoria no se resume en la pura referencia a su presupuesto biológico, pues éste no es suficiente para definir, por sí mismo, la proyección dinámica de la identidad filiatoria. Por tanto, cuando el progenitor biológico del hijo de mujer casada no es el marido debe apreciarse si el hijo mantiene una “posesión constante de estado” con aquél. Sólo si ello es así, debe hacerse lugar a la investigación del nexo biológico.

Esta solución encuentra su confirmación en la consideración primordial al interés superior del niño (principio pro filii) que su protección superlativa mediante la comprobación de la optimización o priorización de los derechos de la infancia, por tener mayor importancia en el orden de prelaciones y jerarquías de la Constitución.

En ese sentido y por la finalidad protectora, se postula la preferencia de la proyección dinámica de la identidad filiatoria cuando el progenitor biológico del hijo de mujer casada no es el marido y el hijo mantiene una “posesión constante de estado” que coincide con tal verdad biológica.

La admisión en nuestro ordenamiento jurídico del derecho del niño a su identidad filiatoria exige reconocer que tal derecho está conformado, de un lado, por el dato biológico, la procreación del hijo, y, del otro, por el arraigo de vínculos paterno-filiales asumidos y recíprocamente aceptados por padres e hijos en el contexto de las relaciones familiares. Siendo así, es el interés superior del niño el criterio que va a determinar, si ello optimiza los derechos fundamentales de la infancia, cuando el presupuesto biológico no debe prevalecer en contra de una identidad filiatoria que no se corresponde o puede no corresponderse con aquél .

El expreso reconocimiento de este derecho determina que se esté frente a un principio rector de todo un sistema jurídico de filiación dotado de plena eficacia. Con él, hay que olvidar la diversificación de filiaciones en función del matrimonio o no de los padres, los diferentes derechos atribuidos a los nacidos en razón del tipo de filiación asignada, la imposibilidad en muchos casos de entablar un pleito con objeto de llegar a tener conocimiento de los verdaderos progenitores .. Hay que abrirse a un nuevo orden donde no sólo se produce una variación sustancial y sintomática en la terminología al uso, sino todo un cambio radical en la conceptuación de la filiación no surgida de matrimonio, y donde, por encima de toda la disciplina jurídica de la filiación: cada persona, cada ser humano ostentará la filiación que realmente le corresponda por naturaleza, con plena independencia de que sus padres se encuentren o no unidos entre sí por vínculo matrimonial .

Cabe recordar que, en la aplicación de la Convención sobre los Derechos del Niño debe preferirse una interpretación a favor del interés superior del menor, por ser éste el objeto y fin específico del tratado.

Como ya se explicó, este principio de interpretación es también conocido como el criterio de la primacía de la norma más favorable a las personas protegidas (interpretación pro homine) expresamente en los tratados de derechos humanos. En ese sentido, la interpretación más adecuada de una norma de la Convención será aquella realizada al momento en que la interpretación se lleve a cabo, teniendo en cuenta el objeto y fin del tratado. En última instancia, toda interpretación debe sustentarse en la dignidad de la persona humana como fuente de toda protección y como valor supremo a partir del cual se desarrolla el reconocimiento y ejercicio de los derechos humanos. Leer más »

24/10/08: Un paréntesis a propósito de la Ley 29269 que incorpora la tenencia compartida como una alternativa para la conservación de la relación parental por el hijo<

Tras una ruptura, ¿cómo puede un hijo continuar siendo educado por sus dos progenitores? ¿Cómo se puede seguir ejerciendo la patria potestad, una vez que se ha acabado el amor de la pareja?

La tenencia compartida es una de las respuestas posibles a estas preguntas tan complejas. Pero no es ni la única ni la mejor. Más bien es la solución menos mala para que se respete el derecho del hijo a crecer cerca de sus progenitores. Por ello, escoger la tenencia compartida significa reconocer que los progenitores tienen obligaciones comunes en lo que respecta a la crianza y desarrollo del hijo. Es, además, una buena forma de recordar a los padres negligentes y a los padres excluidos (y a sus ex compañeros) cuáles son sus responsabilidades. Esto implica, por tanto, que cada uno de los progenitores tendrá que dejar al otro el lugar que le corresponde ante su hijo.

¿Es una apuesta arriesgada la tenencia compartida? Quizá. En cualquier caso, lo que sí implica es una voluntad de salirse del esquema habitual de la post-ruptura, en el que el padre, con demasiada frecuencia, se convierte en un personaje secundario y la madre, en cambio, se hace cargo de la mayor parte de la vida cotidiana del hijo. La tenencia compartida rompe con esta dinámica, ya que pone a los dos progenitores en situación de paridad. Pero, como ocurre con todas las soluciones pioneras, todo o casi todo está todavía por inventarse. A cada familia corresponde, pues, encontrar su ritmo y sus puntos de referencia, para que el hijo se críe y se desarrolle cerca de sus dos progenitores. Y es que, después de todo, el fracaso de la pareja no tiene por qué obstaculizar el triunfo de la parentalidad. Y contar con la buena voluntad de los padres, ¿no es acaso lo mejor que le puede pasar a un hijo?

De otro lado, ¿en qué beneficia a los progenitores? Pues la tenencia compartida permite que cada uno ejerza de padre a tiempo parcial, pero de adulto a tiempo completo. Esto es, seguirán ejerciendo de padres, sin descuidar la vida personal de cada uno; conllevando frecuentemente transparencia en esto último. Por eso, antes de decidirse por la tenencia compartida, se debe analizar los motivos últimos por los que se desea esta opción: ¿Es un proyecto común? ¿Es una solución para seguir viendo con regularidad a la ex pareja? ¿O es un deseo de contrariarla?

Por ello, si no se ha logrado dar vuelta a la página, lo recomendable es la tenencia monoparental. Esto evidencia que la tenencia compartida sólo es viable entre padres que se lleven bien, que mantienen canales de comunicación adecuados. Pero, como esta afirmación entraña un peligro, un punto a favor del padre beligerante, ya que puede declarar ante el juez: “Yo no mantengo ningún tipo de comunicación con mi ex pareja”, con el fin de echarla por tierra, es que la tenencia monoparental corresponde reconocerla ahora como una recompensa al padre “conciliador”, al que facilita los contactos entre el hijo y su ex pareja. De esta manera, se promueve la conservación del principio de que ambos padres tienen obligaciones comunes en lo que respecta a la crianza y el desarrollo del hijo.

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LEY Nº 29269

EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA
POR CUANTO:
El Congreso de la República
Ha dado la Ley siguiente:
EL CONGRESO DE LA REPÚBLICA;
Ha dado la Ley siguiente:

LEY QUE MODIFICA LOS ARTÍCULOS 81º Y 84º DEL CÓDIGO DE LOS NIÑOS Y ADOLESCENTES INCORPORANDO LA TENENCIA COMPARTIDA

Artículo 1º.- Modificación del artículo 81º del Código de los Niños y Adolescentes
Modifícase el artículo 81º del Código de los Niños y Adolescentes, el cual queda redactado de la siguiente manera:
“Artículo 81º.- Tenencia
Cuando los padres estén separados de hecho, la tenencia de los niños, niñas o adolescentes se determina de común acuerdo entre ellos y tomando en cuenta el parecer del niño, niña o adolescente. De no existir acuerdo o si este resulta perjudicial para los hijos, la tenencia la resolverá el juez especializado dictando las medidas necesarias para su cumplimiento, pudiendo disponer la tenencia compartida, salvaguardando en todo momento el interés superior del niño, niña o adolescente.”

Artículo 2º.- Modificación del artículo 84º del Código de los Niños y Adolescentes
Modifícase el artículo 84º del Código de los Niños y Adolescentes, el cual queda redactado de la siguiente manera:
“Artículo 84º.- Facultad del juez
En caso de no existir acuerdo sobre la tenencia, en cualquiera de sus modalidades, el juez resolverá teniendo en cuenta lo siguiente:
a) El hijo deberá permanecer con el progenitor con quien convivió mayor tiempo, siempre que le sea favorable;
b) El hijo menor de tres (3) años permanecerá con la madre; y
c) Para el que no obtenga la tenencia o custodia del niño, niña o adolescente debe señalarse un régimen de visitas.
En cualquiera de los supuestos, el juez priorizará el otorgamiento de la tenencia o custodia a quien mejor garantice el derecho del niño, niña o adolescente a mantener contacto con el otro progenitor.”

Comunícase al señor Presidente de la República para su promulgación.
En Lima, a los cuatro días del mes de octubre de dos mil ocho.
JAVIER VELÁSQUEZ QUESQUÉN
Presidente del Congreso de la República
ÁLVARO GUTIÉRREZ CUEVA
Segundo Vicepresidente del Congreso
de la República

AL SEÑOR PRESIDENTE CONSTITUCIONAL DE
LA REPÚBLICA

POR TANTO:
Mando se publique y cumpla.
Dado en la Casa de Gobierno, en Lima, a los dieciséis días del mes de octubre del año dos mil ocho.
ALAN GARCÍA PÉREZ
Presidente Constitucional de la República
YEHUDE SIMON MUNARO
Presidente del Consejo de Ministros

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21/10/08: LA EVIDENCIA BIOLÓGICA Y LA PRESUNCIÓN DE PATERNIDAD MATRIMONIAL. EL RECONOCIMIENTO EXTRAMATRIMONIAL DEL HIJO DE MUJER CASADA (4)

3. El derecho del niño a preservar la identidad en las relaciones familiares, en el sistema internacional de protección de los Derechos del Niño.

El derecho del niño a conocer a preservar la identidad en sus relaciones familiares aparece expresamente reconocido en el artículo 8 de la Convención sobre los Derechos del Niño.

El ser humano, según la ciencia, se desarrolla en un proceso continuo, ininterrumpido, abierto en el tiempo. Este proceso se inicia en el instante de la fecundación de un óvulo por un espermatozoide. Estamos frente al momento de la concepción, que es el del surgimiento de un nuevo ser. “La identidad del nuevo ser humano está dada desde el momento en que los veintitrés cromosomas del padre se unen a igual número de cromosomas procedentes de la madre. El embrión así formado ya no es ni un óvulo ni un espermatozoide. Se trata de un “nuevo” ser genéticamente diferente a sus progenitores” .

De los aportes de la ciencia, sucintamente expuestos, se deduce que, desde la concepción, el ser humano tiene una determinada identidad, innata, que irá luego desarrollando y enriqueciendo a través de toda su vida, pasando por la infancia, la adolescencia, la juventud y la edad adulta, hasta la muerte. A la identidad estática, que se hace patente desde el momento inicial de la vida se sumarán luego, en el transcurso del discurrir vital, otros elementos complementarios de la misma. “A los lineamientos genéticamente adquiridos se añadirán dinámicamente, otros elementos que irán modelando una cierta original personalidad” .

Uno de esos elementos dinámicos es el referido a las relaciones familiares, las que se instituyen inmediatamente conocidos quienes son los padres. En consecuencia, la protección jurídica del derecho a la identidad personal, en su calidad de derecho humano esencial debe ser integral, para comprender los múltiples y complejos aspectos de la personalidad de un ser humano.

Siendo así, la identidad en las relaciones familiares reconoce un principio importante: la identidad del niño no consiste únicamente en saber quiénes son sus padres. Conocer a sus hermanos, abuelos y otros parientes puede ser tan importante, o incluso más, para el sentido de identidad.

De otro lado, “preservar” en el artículo 8 de la Convención sobre los Derechos del Niño implica tanto la no injerencia en la identidad como la conservación de los documentos relativos a la genealogía y al registro del nacimiento y de aquellos detalles sobre los primeros años del niño que no se puede esperar que recuerde.

Por eso, como una faceta del derecho de todo ser humano a conocer su propia historia, se destaca el derecho a saber quienes fueron sus padres y, como consecuencia, a ser criado por ellos y que se establezcan todos los lazos parentales.

Para garantizar todo ello, debe promoverse la determinación de la filiación a partir del principio de igualdad en la responsabilidad paterna, nazcan los hijos dentro o fuera del matrimonio; considerando que, desde el momento en que el hijo es engendrado, nace una filiación biológica y el correspondiente derecho a que en el momento oportuno sea revelada tal filiación biológica, de modo de poder ostentar una filiación jurídica .

Pero, una vez establecida la filiación, surgen las relaciones de cuidado y crianza que corresponde a los padres y, además, las relaciones familiares con los parientes de cada uno de ellos. Siendo así, el derecho a preservar la identidad en las relaciones familiares alude directamente al concepto de “posesión constante de estado de hijo”.

En general, la posesión de estado es el goce de hecho de determinado estado de familia. En ese sentido, la posesión de estado de filiación se presenta cuando alguien se dice hijo de quienes lo tratan públicamente como tal y afirman, a su vez, ser los padres.

En estos casos se dice que hay posesión de estado, aun cuando no existe -obviamente- un estado de familia. Su probanza, permite presumir que quienes en los hechos se han conducido públicamente como si estuviesen emplazados en el estado de filial, reconocen a través de esa conducta la existencia de los presupuestos sustanciales del estado de familia a que se refiere .

Precisamente, la faceta dinámica de la identidad filiatoria asigna a la posesión de estado el valor que tiene el reconocimiento expreso. Ello es así, desde que la posesión de estado denota fehacientemente el estado aparente de familia que se ostenta respecto del presunto padre o presunta madre: se trata de hechos reveladores del estado aparente de familia que se afirma a través de la invocación de la posesión de estado. Por ejemplo, como acostumbrar a presentar o nombrar al persona como su hijo, interesarse permanentemente en su salud, asistencia y formación, vigilar sus estudios, asumir públicamente las responsabilidades que pesan sobre los padres, etc. La posesión de estado difícilmente será el resultado de uno o algunos hechos aislados, o producto de circunstancias equívocas desvirtuables por otros hechos que niegan la apariencia paterno-filial.

Cabe precisar que la posesión de estado, no mencionada entre las formas de reconocimiento, no deja de ser un modo de reconocer al hijo, a través de la conducta inequívoca y constante que trasciende en aceptación voluntaria del estado aparente que configura el tractatus. Desde luego que no es el reconocimiento resultante de un acto jurídico familiar que en forma expresa y por escrito tiene por fin inmediato afirmar paternidad o maternidad, sino que su entidad se infiere aprehendiendo los hechos voluntarios en el tiempo. Esos hechos, conductas recíprocas entre quien trata a alguien como su hijo públicamente y es a su vez tratado como padre o madre, no tienen seguramente una voluntariedad explícita destinada a producir los efectos del reconocimiento que resulta de declaraciones expresas que, en tal sentido, se pueden hacer en un instrumento público o en un testamento. Pero se le otorga el mismo valor si, por su persistencia, ostensibilidad y reiteración llevan a la convicción del juez de que constituyeron un comportamiento consciente -por ende voluntario-, revelador de un vínculo paterno o materno filial real.

Debe ahora recordarse las relaciones entre los derechos del niño a conocer a los padres y a preservar la identidad de sus relaciones familiares como componentes de la identidad filiatoria. Así y desde el punto de vista estático, la identidad filiatoria está constituida por el dato biológico: la procreación del hijo (artículo 7 de la Convención); mientras que, desde el punto de vista dinámico, la identidad filiatoria presupone el arraigo de vínculos paterno-filiales asumidos y recíprocamente aceptados por padres e hijos en el contexto de las relaciones familiares (artículo 8 de la Convención).

Resulta claro, por tanto, que la identidad filiatoria estática, conocimiento de quiénes son los padres, por lo general coincide con la identidad filiatoria dinámica, la “posesión constante de estado de hijo” con los padres ya conocidos; vale decir, que las calidades de progenitores y padres recaen en las mismas personas que procrearon al hijo. Ello es así, desde que en la filiación por naturaleza se jerarquiza el vínculo biológico .

Sin embargo, hay supuestos reconocidos en los que ello no ocurre. Tal el caso de la filiación adoptiva como la derivada de la reproducción humana asistida con elemento heterólogo. En estos supuestos, el emplazamiento filial no concuerda con la verdad biológica; por el contrario, en el primero se privilegia vínculo social, mientras que en el segundo la voluntad procreacional. En estos supuestos, progenitor y padre no coinciden. Por ende, se puede advertir que “la biología no es la única verdad que prima en la identidad filiatoria, sino que ésta se combina con la cultura, lo social, psicológico. Aquí es donde se conjugan las facetas estática y dinámica que integran la identidad de una persona. Y es en este contexto donde se divide el concepto y significado de padre, contrario al de progenitor biológico” .

De ello, se concluye que el concepto de identidad filiatoria como pura referencia a su presupuesto biológico no es suficiente para definir, por sí mismo, la proyección dinámica de la identidad filiatoria; por lo que no es necesariamente correlato del dato puramente biológico determinado por la procreación.

Precisamente, ello también acontece cuando el progenitor biológico del hijo de mujer casada no es el marido y, consecuentemente, el hijo mantiene una “posesión constante de estado” que puede o no coincidir con tal verdad biológica. A ello, nos avocaremos seguidamente.
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09/10/08: LA EVIDENCIA BIOLÓGICA Y LA PRESUNCIÓN DE PATERNIDAD MATRIMONIAL. EL RECONOCIMIENTO EXTRAMATRIMONIAL DEL HIJO DE MUJER CASADA (3)

2. El derecho del niño, en la medida de lo posible, a conocer a sus padres, en el sistema internacional de protección de los Derechos del Niño.

El derecho del niño a conocer a sus padres aparece expresamente reconocido en el artículo 7 de la Convención sobre los Derechos del Niño.

El sustrato y fundamento histórico de este derecho ha de encontrarse en el largo recorrido que comienza con el individualismo para culminar con la recepción de los ideales ilustrados en el Derecho positivo. Dentro de ese contexto, los siglos XVIII y XIX se caracterizaron con relación a la investigación de la filiación por su desconocimiento y reconocimiento restringido, mientras que el siglo XX se destacó por la incesante búsqueda de mecanismos legales y científicos tendentes a garantizarla de un modo eficaz .

De ello, se deduce que han sido las ideas ilustradas sobre la dignidad, la libertad y la igualdad las que lo han ido justificando. De este modo el fundamento moral del derecho a la identidad filiatoria se puede encontrar en la idea de dignidad.

Siendo así, el derecho a conocer a los padres supone ante todo la protección del individuo frente a acciones contrarias a su dignidad. Por tanto, en síntesis, es posible afirmar que el interés directamente protegido en este derecho se concreta en un interés o derecho de todas las personas a su identidad biológica, como expresión directa de la dignidad humana, frente a los potenciales abusos del Estado y de los particulares.

En el marco internacional, la Convención sobre los Derechos del Niño cristaliza el reconocimiento del derecho a conocer a los padres. En el más reducido ámbito regional americano, ello puede considerarse comprendido en el artículo 19 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos . Por su parte, también es reconocido y protegido en la Constitución de 1993, como vinculado al derecho a la identidad a que se refiere el artículo 2.1.

No obstante, ninguno de los textos mencionados proporcionan un concepto de lo que haya de entenderse por conocimiento de la filiación ni establecen los criterios necesarios para proceder a definir su contenido esencial. A pesar de ello, es evidente que los mismos no declaran como fundamental un derecho vacío de contenido; al contrario, éste deberá tener un contenido mínimo, susceptible y necesitado de protección.

En ese sentido, el derecho a conocer a los padres se centra en la determinación jurídica del vínculo filial que tiene su origen en la procreación humana, esto es, el establecimiento de la paternidad y de la maternidad. A partir del mismo, cada persona, cada ser humano ostentará la filiación que realmente le corresponda por naturaleza, con plena independencia de que sus padres se encuentren o no unidos entre sí por vínculo matrimonial. Cada sujeto podrá figurar como hijo de quien verdaderamente lo sea, esto es, de quien biológicamente lo sea, puesto que dispondrá de unos medios que el Derecho pondrá a su alcance -y que son fundamentalmente las acciones de filiación- para rectificar la situación que vive si no está conforme con ella, es decir, para dejar de estar unido con quien no tiene lazo carnal alguno, o para comenzar a estarlo si legalmente tal unión no consta.

En cuanto a su naturaleza, el derecho a conocer a los padres no sólo es un derecho subjetivo de defensa, sino que es también, por una parte, un derecho que lleva consigo obligaciones positivas a cargo del Estado, y, por otra, un derecho que implica ciertas exigencias institucionales o procedimentales .

De los argumentos doctrinales se desprende que los derechos fundamentales, en su vertiente subjetiva, están pensados también para las relaciones entre particulares y por tanto son oponibles frente a terceros. En esta misma línea se manifiesta el Tribunal Constitucional español al aceptar desde un primer momento la validez de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares, aunque -en ese sistema- sólo quepa recurso de amparo ante un acto de violación o desconocimiento por parte de un poder público .

Como conclusión lógica de lo anterior, se deriva que el derecho a conocer a los padres ha de protegerse, en primer lugar, frente a las posibles disposiciones legales que lo hagan ineficaz por desconocer su contenido esencial, y, en segundo momento, es necesario brindarle una protección positivizada, -civil, administrativa o penal-, que garantice este derecho no sólo frente a los eventuales ataques que provengan del poder público, sino también frente a los provenientes de los particulares.

En cambio, desde la perspectiva objetiva el derecho a conocer a los padres viene a constituir un criterio hermenéutico preferente a tener en cuenta en todo el proceso de creación o aplicación del Derecho. Resulta vinculante para el legislador tanto en su contenido esencial como en la creación, interpretación y aplicación del resto de las normas del ordenamiento jurídico.

Además, también implica que el derecho a conocer a los padres, al igual que cualquier otro derecho fundamental, sólo podrá ser desarrollado mediante ley que en todo caso no afecte su contenido esencial. De ello se desprende que las limitaciones que el legislador pueda imponer al ejercicio de este derecho están a su vez limitadas desde un punto de vista formal y material.

En cuanto a su delimitación conceptual, en los intentos de concretar el derecho a conocer a los padres, pueden distinguirse al menos dos corrientes: de una parte aquélla que, partiendo de una interpretación restrictiva del término, identifica al conocimiento del origen biológico con el sistema restringido de investigación de la filiación. De otra parte, una segunda vía de interpretación, que podría denominarse amplia, en la que se intenta establecer un contenido autónomo del conocimiento del origen biológico cercano a la idea de dignidad y dentro de un sistema abierto de investigación de la filiación.

La primera concepción, parte del texto positivizado del derecho para estimar que su protección igual se puede lograr dentro de un sistema restrictivo de la investigación de la filiación, desde que en el texto del artículo 7, primer párrafo, de la Convención sobre los Derechos del Niño se afirma que el mismo se ejercita “en la medida de lo posible”. De esta manera, se brindaría la debida protección constitucional a este derecho.

Este modo de entender el contenido del derecho a conocer a los padres, restringido exclusivamente a los supuestos autorizados para iniciar la investigación de la filiación, de aparente lógica, si bien resulta del texto de la norma, lleva a un concepto exclusivamente basado en presunciones y, en consecuencia, excesivamente restrictivo respecto del término utilizado.

En todo caso, si se tiene en cuenta que tal tesis se enmarca en una apreciación textual, las principales objeciones que se pueden hacer a este planteamiento radican en el propio método de interpretación utilizado, basado en un criterio exclusivamente literal, y en el trasvase de procedimientos interpretativos propios del Derecho civil al ámbito constitucional. Será necesario, por tanto, comprobar si la Convención sobre los Derechos del Niño, la Constitución y la propia teoría de los derechos fundamentales permiten en última instancia esta interpretación del término “en la medida de lo posible”.

Toda interpretación jurídica requiere que los términos sean interpretados según las palabras empleadas en el texto . Sin embargo, en esta concepción se sustituye el significado literal de los términos por la pretendida finalidad buscada con la inclusión de la norma. Así, y aun reconociendo la complejidad del término identidad biológica y su conexión con el principio de dignidad de la persona y de sus derechos inviolables, se entiende que, tanto por la propia finalidad del precepto como por la específica acogida que estos derechos encuentran en otros artículos, es necesario darle a la expresión “en la medida de lo posible” una proyección más limitada. Con ello debe tenerse presente que, una vez superada la tradicional distinción entre interpretación de la letra de la ley e interpretación de la voluntad del legislador , el jurista ha de deducir el significado de la norma de la propia actividad interpretativa en ningún caso a priori.

Sólo en aquellos supuestos en los que, una vez concluido el proceso interpretativo, exista una clara y manifiesta contradicción entre la finalidad de la norma y el propio sentido gramatical de los términos, será posible proceder a restringir o ampliar dicho significado.

De acuerdo con ello y respecto a la interpretación del término “en la medida de lo posible” no parece, sin embargo, que se dé la aludida contradicción: las propias discusiones acerca de su expreso reconocimiento evidencian que mediante la introducción de este término se pretendía proteger algo más que la identidad biológica del individuo. Junto a ello, una interpretación contextual del término, sustentada en la cercanía entre el reconocimiento del derecho a conocer a los padres, refleja su íntima relación con el principio de dignidad y con los aspectos esenciales de la persona. Se puede afirmar, por tanto, que el reconocimiento del derecho a conocer a los padres implica promover su ejercicio dentro de un sistema de libre investigación de la filiación.

Por otra parte, la utilización de criterios restrictivos en la interpretación del significado y contenido de un derecho fundamental, vulnera claramente el principio in dubio pro libertate que requiere, en caso de duda, la opción por una interpretación amplia de los derechos fundamentales. Además, la situación de supremacía de la Constitución frente al resto del ordenamiento jurídico, impide que sus términos puedan ser interpretados de acuerdo con la función que cumplen en normas inferiores, como la del Derecho civil. El método a seguir es el inverso: en primer lugar habrá que delimitar, de acuerdo a los criterios hermenéuticos propios del Derecho constitucional, el concepto y contenido de un derecho fundamental; en segundo lugar, ya en el ámbito del Derecho civil, se procederá en su caso a una restricción del contenido del derecho, acorde con los principios de interpretación propios de esta rama del ordenamiento jurídico.

Además, cabe destacar la concreta relación entre el derecho a conocer a los padres y la dignidad de la persona. Si bien es cierto que en todos y cada uno de los derechos fundamentales se manifiesta un núcleo de existencia humana derivado de la idea de dignidad, existen determinados derechos fundamentales en los que la misma se hace más patente, entre los que se encuentra sin duda el derecho a la verdad biológica .

Al igual que ocurre con el derecho al honor, también procedente de la idea de dignidad pero dotado de un ámbito y contenido propio, se protegen aspectos derivados de la dignidad personal, pero no este valor en sí mismo considerado. La dignidad es un concepto mucho más amplio que puede y suele aplicarse como adjetivo a plurales facetas de la existencia humana. En este sentido, la identidad biológica se la concibe como una sustantivación de la dignidad, porque aquella va referida a la existencia humana.

Sin embargo, ello no quiere decir que el derecho a conocer a los padres carezca de un ámbito y contenido propio. Debe, por tanto, descartarse la posible equiparación entre la dignidad y la identidad biológica. El reconocimiento de la estrecha relación entre ambas -derivada de su conexión con la persona en sí misma considerada-, permite efectuar la delimitación del derecho a la verdad biológica desde la perspectiva de la mencionada relación.

Así, si bien la dignidad se configura como un valor, superior a todos los demás, pero en definitiva un valor que como cualquier otro requiere de una base material, ésta es proporcionada por los derechos inherentes a la persona, con los que se protegen de forma positiva los distintos aspectos de la dignidad.

De este modo, los derechos inherentes a la persona vendrían a conformar el aspecto estático de la dignidad personal, al delimitar las esferas de acción que el individuo ha de hacer propias dotándolas de un contenido concreto.

Entre estos derechos inherentes ocupa un lugar relevante el derecho a conocer a los padres, que de este modo viene a proporcionar la base material de uno de los aspectos derivados de la dignidad de la persona: la identidad biológica. El referente material mediato del derecho a la identidad biológica vendría a su vez conformado por las necesidades esenciales que se encuentran en la propia existencia del individuo, como elementos básicos para su realización y sin las que no es posible su completo desarrollo como persona.

En este sentido, el derecho a conocer a los padres exige, para su cabal ejercicio, un sistema de libre investigación de la filiación. De acuerdo con ello, identificar la frase “en la medida de lo posible” con una concepción restringida para la investigación de la filiación, resulta contraria a la dignidad humana.

Por lo mismo, las acciones de filiación, como manifestaciones concretas del derecho del niño a conocer a sus padres, participan del mismo carácter imprescriptible e irrenunciable de este derecho; el cual, para su cabal ejercicio, exige abandonar el sistema de causales determinadas para ejercitar tales acciones. Ello es así, desde que se comprueba que la realidad social imperante ha desbordado la previsión legislativa, en aquellos países en los que rige tal sistema; provocando situaciones discriminatorias, por cuanto sólo pueden ejercer tales pretensiones quienes se encuentren incursos en alguna de las causas legales. Para suprimir tales circunstancias indeseables, el sistema de causales indeterminadas rige justamente para que todo supuesto de hecho demostrable fundamente el reclamar o impugnar la filiación matrimonial y no matrimonial.

Siendo así, el cabal ejercicio del derecho del niño a conocer a sus padres supone que la determinación de la relación jurídica generada por la procreación, no debe presuponer un emplazamiento familiar referido a la existencia o inexistencia de matrimonio entre los progenitores; esto es, el estado filial deberá encontrar como referencia, sólo la realidad biológica. No obstante, la frase “en la medida de lo posible” antepuesta al derecho del niño a conocer a los padres advierte las dificultades que pueden presentarse en la realidad, como el desconocimiento de la identidad de los progenitores o el no contar con elementos probatorios que generen convicción; lo que, de hecho, imposibilita el ejercicio del derecho . De acuerdo a ello, debe entenderse que el derecho a conocer a los padres le confiere a cualquier persona la posibilidad de poder desvelar el misterio de su origen, siempre y sin cortapisa alguna, salvo las derivadas, lógicamente, del propio funcionamiento o de la propia dinámica procedimental del medio jurídico empleado. Ello se presente como un límite intrínseco a este derecho.

Como se observa, el derecho a conocer a los padres constituye un derecho fundamental de la infancia, que se sustenta en el reconocimiento de que el niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, debe crecer en el seno de su familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión. Siendo un derecho humano vinculado directamente con el niño, se confirma su carácter intuito personae, resultando, como se ha expuesto, irrenunciable e imprescriptible.

Sin embargo, cabe subrayar dos puntos adicionales. En primer lugar, el artículo 7 no hace referencia al “interés superior del niño”. La expresión “en la medida de lo posible” parece contener una limitación más estricta y menos subjetiva que la del “interés superior”. Ello podría implicar que el niño tiene derecho a saber quiénes son sus padres si ello es posible, incluso si se considera que va en contra de su interés. Pero la naturaleza holística de la Convención sugiere que al niño que pudiera resultar claramente perjudicado por conocer la identidad de sus padres no se le debería facilitar dicha información. Esta interpretación se ve respaldada por el hecho que la expresión “en la medida de lo posible” también se extiende al derecho del niño a ser cuidado por sus padres, y nadie puede argumentar que en ese contexto la expresión no tiene en cuenta el “interés superior del niño”. Pero es evidente que al niño sólo se le puede negar el derecho a saber quiénes son sus padres en su interés superior, cuando las circunstancias que motivan dicha negativa son las más extremas e inequívocas.

En segundo lugar, los artículos 5 (evolución de facultades del niño) y 12 (respeto a las opiniones del niño) de la Convención sobre los Derechos del Niño sugieren que la determinación de lo que es, o no es, el interés superior del niño, en cuanto al conocimiento de sus orígenes, es un problema que pueda plantearse en diferentes etapas de su vida. El interés superior de un niño de seis años en relación con este asunto puede ser muy distinto al interés superior de uno de dieciséis. Estos aspectos deben ser tomados en cuenta al momento de reclamar o impugnar el vínculo paterno filial con el propósito de sentar el conocimiento de quien es el padre o la madre.

Resulta necesario, por último, referir que el derecho a la identidad de origen tiene dos facetas. Una referida a la determinación de la filiación: el derecho a conocer a los padres. Otra vinculada con el mero conocimiento del origen biológico sin determinar el vínculo paterno-filial. Ello se aprecia en los casos del adoptado y del nacido mediante técnicas de fertilización humana asistida .
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29/09/08: LA EVIDENCIA BIOLÓGICA Y LA PRESUNCIÓN DE PATERNIDAD MATRIMONIAL: EL RECONOCIMIENTO EXTRAMATRIMONIAL DEL HIJO DE MUJER CASADA (2)

1. La solución legal en el Código Civil de 1984 y el sistema constitucional de filiación en la Constitución de 1993 y en la Convención sobre los Derechos del Niño.

El artículo 396 del Código Civil de 1984 establece que “el hijo de mujer casada no puede ser reconocido sino después de que el marido impugne la paternidad y obtenga sentencia favorable”.

De esta disposición se concluye que, en el supuesto de surgir una controversia sobre la paternidad matrimonial o extramatrimonial de un hijo de mujer casada, el actual ordenamiento civil pondera preferentemente la subsistencia de la presunción de paternidad matrimonial a pesar de la evidencia biológica de la paternidad extramatrimonial.

La doctrina nacional ha expuesto los fundamentos de esta solución, que los resumimos de la siguiente manera: a) la acción de impugnación de la paternidad matrimonial corresponde sólo al marido, en consecuencia, su inactividad procesal implica la aceptación de tal paternidad que viene impuesta por la ley; b) la presunción de que las personas casadas cumplen sus deberes conyugales y, por tanto, se supone que el embarazo de una mujer casada es obra de su marido; y, c) el matrimonio es la única fuente de la que surge la familia y requiere protección, por lo que la defensa de la tranquilidad de los hogares requiere de ciertas prohibiciones específicas recogidas por el ordenamiento legal .

Pero, tales fundamentos reposan en última instancia en el sistema constitucional de filiación que el legislador del Código Civil de 1984 tuvo presente al momento de diseñar tal régimen legal.

En general, debe apreciarse que todo régimen legal de filiación resulta del juego de los principios favor veritatis, favor legitimitatis y favor filii, todos los cuales están previstos en el sistema constitucional de filiación que se trate; de tal manera que en cada ordenamiento jurídico se organiza un esquema normativo poniendo en juego las reglas y criterios derivados de la coexistencia de aquellos principios. Un análisis de conjunto de las normas del régimen legal puede permitir conocer el criterio o el principio rector que, del sistema constitucional de un determinado país, se ponderó preferentemente.

Así, el régimen de filiación anterior al Código Civil de 1984 se sustentó en los principios del favor legitimitatis y de jerarquía de filiaciones. De la revisión de las disposiciones de los Códigos Civiles de 1852 y de 1936, se concluye que el principio favor legitimitatis importó extender la protección dispensada a la familia matrimonial a favor de los hijos concebidos o nacidos dentro del matrimonio. Por ello, el vínculo filial no siempre podía o debía coincidir con la evidencia biológica, siendo suficiente, a veces, con una determinación meramente formal. De otro lado, por el principio de jerarquía de filiaciones se admitió la existencia de diversas clases de filiación con clara discriminación de la ilegítima en orden a los efectos personales y patrimoniales.

Con el Código Civil de 1984 tal situación sólo varió en cuanto al principio de jerarquía de filiaciones. Éste fue sustituido por el principio de igualdad de categorías de filiación en virtud del cual se reconocen idénticos derechos y oportunidades a todos los hijos de un mismo progenitor, hayan nacido dentro o fuera del matrimonio, estuvieran o no sus padres casados entre sí y pudieran o no el uno casarse con el otro.

¿Cuál fue el sistema constitucional de filiación que el legislador del Código Civil de 1984 tuvo presente al momento de diseñar este régimen legal? La respuesta la encontramos de la revisión de las disposiciones de la Constitución de 1979. En esta Carta Magna, el sistema constitucional de filiación se infería de las previsiones siguientes:

Artículo 2:
“Toda persona tiene derecho
2. A la igualdad ante la ley, sin discriminación alguna por razón de sexo, raza, religión, opinión e idioma.
5. Al honor y la buena reputación, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen”.

Artículo 5:
“El Estado protege el matrimonio y la familia como sociedad natural e institución fundamental de la Nación”.

Artículo 6:
“El Estado ampara la paternidad responsable.
Es deber y derecho de los padres alimentar, educar y dar seguridad a sus hijos, así como los hijos tienen el deber de respetar y asistir a sus padres.
Todos los hijos tienen iguales derechos. Está prohibida toda mención sobre el estado civil de los padres y la naturaleza de la filiación de los hijos en los registros civiles y en cualquier documento de identidad”.

De estas disposiciones se aprecia que el sistema constitucional de filiación respondió a la concepción de familia de la Constitución de 1979: la familia matrimonial (artículo 4). Ello importó, para el legislador del Código Civil de 1984, ponderar preferentemente el principio favor legitimitatis: extensión de la protección dispensada al matrimonio a favor de los hijos que nacen dentro de él. Por ello, el vínculo filial no siempre podía o debía coincidir con la verdad biológica, siendo suficiente, a veces, con una determinación meramente formal.

Por cierto, que esto no se contradice con el principio de igualdad de derechos de los hijos (principio de igualdad de categorías de filiación), pues éste se refiere a los efectos jurídicos derivados de la filiación ya determinada, ya establecida (artículo 6).

Por otro lado, el sistema constitucional de filiación de la Constitución de 1979 privilegió la intimidad de los progenitores antes que el derecho de los hijos a conocer a sus padres (artículo 2.5). Ello era así, por cuanto en esa Constitución no se reconoció a la identidad como un derecho fundamental. Además, bajo el influjo del principio de amparo de la paternidad responsable (artículo 6), que no suponía acciones positivas del Estado, no se consideró la existencia de un interés público en la determinación de la paternidad y maternidad; entendiéndose, por el contrario, que en el establecimiento de la filiación sólo concurren intereses privados.

Vale decir que, bajo el influjo del sistema constitucional de filiación de la Constitución de 1979, en el régimen legal Código Civil de 1984 se otorgó protección preferente a la reproducción protagonizada por las parejas estables institucionalizadas por el matrimonio y, por lo mismo, los hijos producidos fuera del matrimonio recibieron un tratamiento jurídico manifiestamente discriminatorio para efectos de determinar su filiación.

Pero, no encontrándose vigente la Constitución de 1979, ¿cuál es el sistema constitucional de filiación de la actual Constitución de 1993? ¿Existen diferencias sustanciales entre ambas? El sistema constitucional de filiación de la Constitución de 1993 se deduce de las previsiones siguientes:

Artículo 2:
“Toda persona tiene derecho
1. A la vida, a su identidad, a su integridad moral, psíquica y física y a su libre desarrollo y bienestar.
2. A la igualdad ante la ley. Nadie debe ser discriminado por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión y condición económica o de cualquier otra índole.
7. Al honor y a la buena reputación, a la intimidad personal y familiar así como a la voz y a la imagen propias”.

Artículo 4:
“La comunidad y el Estado protegen especialmente al niño, al adolescente…También protegen a la familia y promueven el matrimonio”.

Artículo 6:
“La política nacional de población tiene como objetivo difundir y promover la paternidad y maternidad responsables”. Reconoce el derecho de las familias y de las personas a decidir. En tal sentido, el Estado asegura los programas de educación y la información adecuados y el acceso a los medios, que no afecten la vida o la salud.
Es deber y derecho de los padres alimentar, educar y dar seguridad a sus hijos, así como los hijos tienen el deber de respetar y asistir a sus padres.
Todos los hijos tienen iguales derechos y deberes. Está prohibida toda mención sobre el estado civil de los padres y la naturaleza de la filiación de los hijos en los registros civiles y en cualquier documento de identidad”.

De estas disposiciones se advierte que el sistema constitucional de filiación responde a la concepción de familia de la Constitución de 1993: la familia es una sola, sin importar su origen que puede ser matrimonial o extramatrimonial (artículos 4 y 5). Ello importa, ahora, relativizar el principio favor legitimitatis: La promoción dispensada al matrimonio ya no impide la investigación de la paternidad o maternidad a fin que el vínculo filial tienda a coincidir con la verdad biológica (principio favor veritatis); pues no es suficiente una determinación meramente formal.

De otro lado y al reconocer expresamente a la identidad como un derecho fundamental a la par que a la intimidad, el sistema constitucional de filiación exige encontrar soluciones ponderadas al conflicto entre la intimidad de los progenitores y el derecho de los hijos a conocer a sus padres (artículo 2, incisos 1 y 7). Por cierto que, en las soluciones que se adopten para resolver el anotado conflicto, debe reflejarse como una consideración primordial el principio de protección especial de los niños y adolescentes o principio favor filii (artículo 4).

Ello también es así, por el principio de promoción de la paternidad y maternidad responsables (artículo 6) que impone al Estado la obligación de adoptar acciones positivas a fina de afianzar el vínculo filial y destaca la existencia de un interés público, además del interés de los particulares, en esta materia.

Vale decir que, considerando el sistema constitucional de filiación de la Constitución de 1993, ahora se requiere de un nuevo régimen legal que se sustente en los principios del favor veritatis, de igualdad de filiaciones y favor filii. Esta nueva regulación sobre filiación debe buscar favorecer el descubrimiento de la verdad biológica (favor veritatis) para hacer efectivo el deber de los padres de prestar asistencia de todo orden a sus hijos, sin más restricciones que las que se centran en la protección de los intereses del menor (favor filii).

Complementariamente, no se puede omitir mencionar que, entre los tratados internacionales de derechos humanos aprobados y ratificados por el Perú con posterioridad a la Constitución de 1979, se encuentra la Convención sobre los Derechos del Niño que forma parte del derecho nacional desde 1990; cuyas disposiciones vinculadas con el sistema constitucional de filiación son las siguientes:

Artículo 3
“1. En todas las medidas concernientes a los niños que tomen las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño.

Artículo 7
“1. El niño será inscripto inmediatamente después de su nacimiento y tendrá derecho desde que nace a un nombre, a adquirir una nacionalidad y, en la medida de lo posible, a conocer a sus padres y a ser cuidado por ellos.
2. Los Estados Partes velarán por la aplicación de estos derechos de conformidad con su legislación nacional y las obligaciones que hayan contraído en virtud de los instrumentos internacionales pertinentes en esta esfera, sobre todo cuando el niño resultara de otro modo apátrida”.

Artículo 8
“1. Los Estados Partes se comprometen a respetar el derecho del niño a preservar su identidad, incluidos la nacionalidad, el nombre y las relaciones familiares de conformidad con la ley sin injerencias ilícitas.
2. Cuando un niño sea privado ilegalmente de algunos de los elementos de su identidad o de todos ellos, los Estados Partes deberán prestar la asistencia y protección apropiadas con miras a restablecer rápidamente su identidad”.

De estas disposiciones se comprueba que, en la Convención sobre los Derechos del Niños y en directa alusión al sistema constitucional de filiación, toda persona, en cuanto hijo, tiene derecho a investigar libremente y con la mayor amplitud de pruebas quiénes son o fueron sus padres biológicos; a su vez, una vez determinada la paternidad o la maternidad, toda persona tiene derecho a preservar la identidad de sus relaciones familiares. Es expreso el reconocimiento al derecho a la identidad filiatoria.

Estos derechos del niño a conocer a los padres y a preservar la identidad de sus relaciones familiares constituyen las dos facetas de la identidad filiatoria. Así y desde el punto de vista estático, la identidad filiatoria está constituida por el dato biológico: la procreación del hijo (artículo 7 de la Convención); mientras que, desde el punto de vista dinámico, la identidad filiatoria presupone el arraigo de vínculos paterno-filiales asumidos y recíprocamente aceptados por padres e hijos en el contexto de las relaciones familiares (artículo 8 de la Convención).

De ello, se concluye que el concepto de identidad filiatoria como pura referencia a su presupuesto biológico no es suficiente para definir, por sí mismo, la proyección dinámica de la identidad filiatoria; por lo que no es necesariamente correlato del dato puramente biológico determinado por la procreación.

Por cierto que, será el interés superior del niño (artículo 3 de la Convención) el criterio que va a determinar, si ello optimiza los derechos fundamentales de la infancia, cuando el presupuesto biológico no debe prevalecer en contra de una identidad filiatoria que no se corresponde o puede no corresponderse con aquél.

Descrito el actual marco del sistema constitucional de filiación, resulta evidente que, ahora la controversia sobre la paternidad matrimonial o extramatrimonial de un hijo de mujer casada, exige buscar una solución que pondere razonable y adecuadamente la presunción de paternidad matrimonial (principio favor legitimitatis) y la evidencia biológica de la paternidad extramatrimonial (principio favor veritatis), en la que se refleje como consideración primordial el interés superior del hijo (principio favor filii).

Por cierto que, los argumentos expuestos por la Doctrina Nacional como sustento de la previsión del artículo 396 del Código Civil se ven ya superados . En primer lugar, es innegable que el niño tiene un legítimo interés moral en conocer quiénes son sus padres, por estarle ello referido directamente por la Convención sobre los Derechos del Niño y, toda vez que el ordenamiento jurídico no excluye expresamente la posibilidad de que otras personas con legítimo interés puedan intentar la acción de impugnación de la paternidad matrimonial, resulta claro que tal pretensión puede ser ejercitada por el mismo hijo, sin que ello implique un actuar contrario a ley. En segundo lugar, tampoco obsta la presunción de cumplimiento de los deberes conyugales por parte de las personas casadas, pues ella mantiene su vigencia mientras no se demuestre lo contrario. Precisamente, la probanza del nexo biológico evidenciaría el cumplimiento o no del deber de fidelidad material. Por último, el mandato constitucional de protección de la familia ordena atender no sólo a la que nace de un matrimonio sino también a la que surge de otras convivencias no matrimoniales; siendo así, el argumento de la tranquilidad de los hogares no puede establecerse sobre las bases que se alejen de la defensa y promoción de los derechos humanos. Lo contrario lleva consigo el germen de la discordia, de la alteración de la paz social. Las actuales valoraciones jurídicas le privan de su fuerza de convicción a tales argumentos y exigen afianzar el derecho de toda persona a conocer y preservar su identidad filiatoria, con prescindencia de las circunstancias fácticas en las que se desarrolló el acto procreativo, por la consideración primordial del interés superior del niño.
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26/09/08: LA EVIDENCIA BIOLÓGICA Y LA PRESUNCIÓN DE PATERNIDAD MATRIMONIAL. EL RECONOCIMIENTO EXTRAMATRIMONIAL DEL HIJO DE MUJER CASADA (1)

Introducción

Hace algunas décadas la definición de “padres” era bastante sencilla. Estaban los padres “biológicos”, a veces denominados padres “naturales”, y los padres “psicológicos” o “encargados del cuidado del niño” que eran, por ejemplo, los [padres] que habían adoptado o criado al niño, que le habían brindado la atención necesaria durante su infancia.

Sin embargo, hoy es razonable considerar que, respecto del derecho del niño a conocer a sus padres, la definición de “padres” incluye a los padres genéticos (lo cual es importante para el niño, aunque sólo sea por razones médicas) y a los padres de nacimiento, es decir la madre que da a luz y el padre que reclama la paternidad por la relación que tiene con la madre en el momento del nacimiento (o cualquiera que sea la definición social de padre en la cultura de la que se trate -ya que estas definiciones sociales son importantes para la identidad del niño). Asimismo, lógicamente, debe incluirse una tercera categoría, la de los padres psicológicos del niño, los que han cuidado de él durante períodos significativos de su infancia y su niñez, y que de igual forma están íntimamente ligados a la identidad del niño.

Todo ello es producto de la Convención sobre los Derechos del Niño, tratado internacional de derechos humanos que refleja una nueva perspectiva en torno a la infancia: considerar al niño como individuo y miembro de una familia y una comunidad, con derechos y responsabilidades adaptados a la etapa de su desarrollo. A partir de ello, propugna un sistema de protección integral de la niñez.

Sin embargo, de la revisión de las disposiciones del Código Civil e, inclusive, del Código de los Niños y Adolescentes, se comprueba la existencia de normas que se sustentan en el sistema de la situación irregular, modelo de protección de la infancia superado por la Convención sobre los Derechos del Niño. El caso del Código de los Niños y Adolescentes es especialmente preocupante, sobre todo por tratarse de la norma de desarrollo legislativo nacional de los postulados del citado instrumento internacional. En él se comprueba, de una parte, el desarrollo de los derechos del niño en función del interés de sus padres y demás encargados de su cuidado; y, se aprecian, por otro lado, la existencia de reglas que autorizan una mayor penetración de los órganos jurisdiccionales en la vida familiar usándose como a una supuesta “protección” de los derechos del niño. Esto advierte la poca consideración que el legislador tiene de los conceptos y alcances de los principios rectores que informan el sistema de protección integral de la infancia definido en la Convención sobre los Derechos del Niño.

Respecto de los derechos del niño a conocer a sus padres y a preservar la identidad en sus relaciones familiares, resulta lamentable comprobar su falta de regulación en el Código de los Niños y Adolescentes; conservándose aún, en el Código Civil de 1984, un régimen legal de filiación por naturaleza formulado antes de la vigencia de la Convención sobre los Derechos del Niño y de la Constitución de 1993. Es más, la aludida desconsideración, por parte del legislador, de los principios rectores que informan el sistema de protección integral de la infancia definido en la Convención sobre los Derechos del Niño se presenta, ahora, como una incomprensión por desconocimiento del contenido y alcances de los derechos del niño a conocer a sus padres y a preservar la identidad en sus relaciones familiares. Ello se ve reflejado en las últimas disposiciones legislativas que han modificado el régimen legal de filiación, en las que se conservan aún normas que obstaculizan que el ser humano sea tenido legalmente como hijo de quien biológicamente lo es, dentro de un sistema restrictivo de investigación de la filiación.

Tal es el caso de la Ley 28457 que estableció un procedimiento especial ante los Juzgados de Paz Letrados para la pretensión de reclamación de la paternidad extramatrimonial sólo cuando se invoca el inciso 6 del artículo 402 del Código Civil, referido a la acreditación del vínculo parental entre el presunto padre y el hijo a través de la prueba de ADN u otras pruebas genéticas o científicas con igual o mayor grado de certeza; precisando que, tal regulación, “no es aplicable respecto del hijo de mujer casada cuyo marido no hubiese negado la paternidad”.

Pero, tal previsión legislativa ¿es acorde con el derecho a la identidad por naturaleza? Para tal efecto, resulta necesario precisar previamente el marco del sistema constitucional de filiación en la Constitución de 1993 y el contenido y alcances de los derechos del niño a conocer a los padres y a preservar su identidad en sus relaciones familiares en el marco del sistema internacional de derechos humanos definido en la Convención sobre los Derechos del Niño.

Se parte de la premisa siguiente: que el derecho a conocer a los padres tiene como fin el establecimiento de una adecuación entre la verdad biológica y la relación jurídica de filiación y con ello, la superación del formalismo que históricamente ha rodeado esta cuestión. La idea clásica reside en la bondad intrínseca de la legitimación, por cualquier medio, dadas las enormes discriminaciones legales y sociales existentes contra los hijos habidos fuera del matrimonio. Una vez que el sistema responde a la unidad de todas las filiaciones, por efecto del principio de igualdad, y que se decanta a favor de técnicas científicas más avanzadas en la investigación de filiación, el interés del hijo parece localizarse en el establecimiento de la verdad biológica; pero cuidando de que el éxito de una acción en este sentido no modifique una realidad sociológica anterior. Del establecimiento de la verdad biológica se deriva la relación de filiación y el contenido inherente a la misma. Siendo así, la investigación de la filiación se presenta como una cuestión prioritaria del hijo en aras del interés en conocer a sus padres.
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24/07/08: Infancia y adolescencia: de objeto de tutela a sujeto de derecho con capacidad progresiva para ejercer derechos fundamentales

Introducción

Se debe partir por delimitar una afirmación que con tanta frecuencia como poco fundamento suele acompañar a los alegatos a favor de los derechos del niño. Según esta afirmación, el niño venía siendo considerado por el ordenamiento jurídico no como un sujeto, sino como un objeto. Una semejante afirmación constituye un eficaz punto de partida para defender los derechos del niño si no fuese porque sencillamente no es exacta.

Hasta la Codificación civil era corriente distinguir una cierta evolución desde la infancia hasta la edad adulta, pasando por la pubertad y la juventud, con distintos efectos jurídicos. Fue la Codificación civil, con su método racionalista, la que sustituyó aquel esquema gradual por un más simple: mayor edad y menor edad. La mayor edad es equivalente a plena capacidad jurídica y de obrar; la menor edad es, con alguna excepción puntual para algún acto jurídico determinado, una incapacidad general de obrar. Así, se explica que “la doctrina moderna, sin embargo, muy influida por las ideas de la Escuela del Derecho Natural racionalista, que consideró la capacidad de obrar como un equivalente jurídico de la plena capacidad natural para entender y para querer, ha considerado la menor edad de la persona como una situación que determina una total y absoluta incapacidad natural para entender y para querer…” . Pero mayor y menor son sujetos de derechos, son personas naturales desde el momento del nacimiento, y esto desautoriza la pretensión de que el niño era jurídicamente tratado como un objeto.

El problema es otro. La concepción del hombre subyacente al individualismo liberal racionalista es la concepción de un hombre abstracto cuya dignidad moral deriva de la autonomía de la voluntad. Y ese hombre autónomo abstracto sólo se concreta adecuadamente en el cabeza de familia, esto es en el varón-propietario-adulto. Las contradicciones pragmáticas de esta concepción -que se encuentran patentes incluso en Kant- dejan fuera del modelo de sujeto moral a las mujeres, a los trabajadores y a los niños. Por eso, la historia de los Derechos Humanos en los dos últimos siglos es, en gran medida, la historia de la extensión del sujeto: de los derechos de los trabajadores, de los derechos de la mujer y de los derechos de los niños. Sin embargo, el Derecho liberal reconocía la personalidad del niño y, por ello, su capacidad para ser titular de derechos. Lo que ocurre es que al Derecho liberal le interesaba no tanto al niño en cuanto niño, sino el propietario (varón y adulto) en cuanto niño. “El Derecho liberal se preocupa por reconocer que el propietario es necesariamente, en una fase de su vida, niño” . Por eso la Codificación civil protege principalmente al niño como titular de unos derechos de propiedad que puede ostentar aunque no pueda ejercer por sí mismo. Mientras el Derecho Privado reconoce al menor de edad como sujeto de derecho, aunque con una general incapacidad de obrar, el Derecho Público, por su parte, no reconoce al niño como ciudadano porque la participación supone un ejercicio de la libertad y el menor de edad carece de la madurez suficiente como para acceder a su disfrute.

En efecto, la minoría de edad era considerada una situación personal en la que no se reconocía la libertad ni como independencia ni como participación. La minoría de edad es una situación de dependencia, de sumisión, a aquellos a quienes se atribuyen “oficios protectores”. Y esta ausencia de independencia no estaba compensada por una participación: el menor carecía de participación en la toma de decisiones tanto en la vida familiar como en la vida social. El carácter tuitivo que asumía la familia y, supletoriamente, el Estado configuraban al menor como una persona dependiente y heterónoma. Entre las diversas contradicciones implícitas en esta situación quizá sea la más llamativa la de la edad penal: el menor de edad era considerado incapaz de participar mediante su voto en la configuración de cuál fuera la ideología que conformase la mayoría legislativa, la cual decidirá los mínimos morales a imponer penalmente, pero era considerado capaz de asumir el grado de culpabilidad que la ley penal supone para ser imputable.

De otro lado y puesto que la igualdad formal sólo exige tratar igual a lo que es igual y desigualmente a lo que es desigual, nadie ha puesto en duda que entre los niños y los adultos existen diferencias relevantes por lo que la minoría de edad supone una generalmente admitida diferenciación por razón de edad hasta el punto de que cuando en el artículo 2.2 de la Constitución señala expresamente las causas prohibidas de discriminación, como el origen, la raza, el sexo, la religión, la opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal, no menciona la edad y a nadie se le ha ocurrido decir que la edad –que obviamente es una circunstancia o condición personal, si bien es cierto que subsanable por el paso del tiempo- sea un criterio ilegítimo de discriminación.

La desigualdad material, por su parte, venía siendo para los niños una desigualdad derivada de su pertenencia a una familia. La incardinación del niño en la familia era una forma de privatizar su status, de modo que la desigualdad social de los niños, tanto en las oportunidades como en los resultados, no aparecía como un problema específico sino como la mera consecuencia de una condición natural .

Algunos –no pocos- menores sufren una tercera forma de desigualdad que rompe el modelo de la privatización familiar para convertirse en drama y, consecuentemente, en problema público. El niño se hace así presente públicamente cuando a la desigualdad por edad y por familia se une una tercera desigualdad en relación, ahora, con los demás menores “normales”; esto es, cuando está en abandono. Sólo la triplicada desigualdad del menor abandonado era el objeto de una respuesta pública. Había dos modalidades de respuesta: la adopción y la protección pública. La adopción había sido rescatada por los revolucionarios franceses como una institución filantrópica en la que el objeto de esta “filia” era precisamente el adulto: la adopción estaba concebida en beneficio del adoptante, es decir destinada principalmente a resolver el problema de los padres sin hijos. En defecto de familia natural y adoptiva, entonces el Estado intervenía para proteger al menor abandonado o, para decirlo, más exactamente, para proteger a la sociedad frente al menor abandonado. Porque, sin negar la voluntad altruista que a muchos de sus iniciadores pudo mover, lo cierto es que la intervención pública –bajo el modelo correccionalista que se impuso- estaba dominada por el deseo de prevenir la desviación que el abandono podía provocar. El menor abandonado estaba considerado como un delincuente potencial, lo que permite comprender que la protección de los menores abandonados y la reforma de los menores desviados nacieran y se desarrollaran conjuntamente. Para el ordenamiento liberal el menor es objeto de una única mirada pública tanto si es delincuente como si está abandonado y, por ello, en riesgo de ser delincuente.

Por último, el mayor defecto de este sistema paternalista, que inspiró la legislación de protección y reforma, es la falta de seguridad jurídica para el menor de edad. “La delincuencia, en el pensamiento correccionalista, es una causa limitadora de la capacidad real, y por lo tanto, de la capacidad jurídica de los individuos, igual que sucede con la edad, la prodigalidad, la enfermedad mental, etc.; causa que, mientras no desaparezca, mantiene al sujeto de que se trate en posición de inferioridad y necesitado, al mismo tiempo, de un género de protección tutelar (tratamiento penal) acomodado a su situación anómala y de desamparo” . La protección tutelar que se debe al menor abandonado es, pues, de la misma naturaleza que la protección tutelar (tratamiento) que se debe al delincuente. Las consecuencias de esta concepción es una negación de la seguridad jurídica tanto del menor abandonado como del menor delincuente. Si las medidas no son penas, sino instrumentos de carácter educativo y cautelar, las medidas son buenas por naturaleza y por ello lógicamente indeterminadas en su duración, el procedimiento para imponerlas no requiere de las garantías y discusiones propias del procedimiento penal, ni consecuentemente de jueces profesionales, fiscales, abogados, etc.

Esta fue la configuración del niño como un ser humano titular de personalidad jurídica patrimonial pero carente de capacidad para obrar y, en consecuencia, no titular de derechos fundamentales: ajeno al disfrute de la libertad; ajeno a la igualdad formal por que está naturalmente discriminado por razón de edad y ajeno a la igualdad material por que su status está privatizado en la familia; ajeno finalmente –cuando sale de la familia y es objeto de la atención pública- a la seguridad jurídica porque la benévola acción del Estado es de carácter tuitivo y no represor y no requiere, por ello, de las estrictas garantías del castigo penal. Esta configuración jurídica se ha mantenido estable durante décadas.

Pero ha sido la última década del siglo pasado la que ha venido a romper esta situación para llevarnos a una permanente reforma. El hecho más relevante es, sin duda, la aprobación por las Naciones Unidas, en 1989, de la Convención sobre los Derechos del Niño que encuentra su antecedente en la Declaración de los Derechos del Niño aprobada en 1959, y en la Declaración de Ginebra, aprobada en 1924. Frente a las dos anteriores, la Convención de 1989 aporta dos grandes novedades. En primer lugar no es ya un texto meramente declarativo de principios genéricos (la Declaración de Ginebra enunciaba cinco, y la Declaración de 1959 incluía diez) sino un instrumento jurídico vinculante. En segundo lugar, la concepción exclusivamente tuitiva, es sustituida por una nueva y distinta concepción que afirma que el niño es sujeto de derechos tanto en el ámbito de la libertad, como en el ámbito de la igualdad y la seguridad jurídica. El niño es, para la Convención de 1989, un sujeto en desarrollo, pero un sujeto de derechos, y no sólo de derechos pasivos, es decir derechos a recibir prestaciones de los adultos, sino también de derechos activos como la libertad de conciencia, pensamiento y religión, la libertad de expresión e información, la libertad de asociación y reunión o el derecho de participación.

La Convención de los Derechos del Niño es ahora parte de nuestro ordenamiento jurídico tanto como norma directamente vinculante, al haber sido ratificada por el Perú, como por formar parte de los principios constitucionales en virtud de la remisión explícita que la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución realiza. La Convención supone una concepción radicalmente nueva que es resultado, al mismo tiempo, de la evolución de las ideas sobre los niños (particularmente sobre el carácter evolutivo de su desarrollo) y de la evolución de nuestras ideas sobre los derechos humanos que ha superado la concepción liberal originaria. Expresado en pocas palabras cabe decir que la Convención de 1989 termina con aquella concepción del niño como propietario-no-ciudadano para afirmar una concepción del niño como ciudadano-en-desarrollo.

Por lo que se viene exponiendo, el viejo paradigma está representado por la idea de que el menor debe ser objeto de tutela. En cambio, el nuevo paradigma promueve el concepto de sujeto de derechos: el niño deja de ser sujeto pasivo de derechos para convertirse en sujeto activo de derechos.

En el viejo régimen se trata de satisfacer “necesidades”; en el nuevo régimen esas necesidades se transforman en “derechos”. Antes el menor tenía necesidades de alimentación, educación, salud; ahora tiene derecho a la alimentación, salud y educación.

La doctrina de la protección integral no se dirige a un determinado segmento de la población infantil y adolescente sino a todos los niños y adolescentes sin excepción alguna. Mientras que la doctrina de la situación irregular sólo se preocupa por la protección –para los carenciados y abandonados- y la vigilancia –para los inadaptados e infractores-, la doctrina de la protección integral apunta a asegurar a asegurar todos los derechos para todos los niños, sin excepción alguna .

Se trata de un cambio estructural que es necesario conocer y que obliga a reformular por completo, no solo el sentido legislativo de la infancia y adolescencia, sino también las actitudes de que quienes participan de la promoción y defensa de los derechos de los niños, niñas y adolescentes. La promoción de los derechos de los niños, niñas y adolescentes exige un gran rigor histórico y jurídico como fundamento de cara a la acción .

1.1 Tratamiento socio-jurídico de la infancia.

Como se ha expuesto, aunque hoy parezca evidente distinguir a los niños, niñas y adolescentes como una categoría distinta a la de los adultos; ello históricamente no ha sido así.

La categoría infancia resulta de un proceso de construcción estrechamente vinculado con la evolución de las concepciones económicas, sociales y culturales en el tiempo y que, luego, merecerá un tratamiento “jurídico” diferenciado, para finalmente constituirse en la categoría jurídica que conocemos.

Philippe Ariès en su obra “El niño y la vida familiar en el antiguo régimen”, a propósito de sus reflexiones acerca de la presencia de los infantes en la historia del arte, explica parte de dicho proceso, revelando la ignorancia social de esta categoría hasta el siglo XVII, siendo progresiva su inserción desde varias perspectivas. “La infancia no era más que un pasaje sin importancia, que no era necesario grabar en la memoria; había tantos de estos seres cuya supervivencia era tan problemática … El sentimiento que ha persistido muy arraigado durante largo tiempo era el que se engendraban muchos niños para conservar sólo algunos”

No existía, ningún vínculo sentimental hacia ellos. Sólo estaban allí para cumplir su misión: formar parte de la sociedad, como uno más entre todos. En realidad no existía diferencia entre niños y adultos, y esto queda demostrado claramente en las pinturas que representaban a las familias, donde el hijo menor tenía las características de un hombre mayor pero en dimensión reducida.

Colocaban al niño en una suerte de limbo, donde el primer paso a la vida se daba cuando se desprendía del brazo de la nodriza y pasaba a ser uno más de la sociedad. Antes de ello no existían porque ni siquiera tenían el derecho de ser queridos y recordados antes de pasar a formar parte del Estado. Nadie pensaba que este niño contenía ya toda su persona de hombre, como creemos corrientemente hoy día.

Es a comienzos del siglo XVII en que las pinturas de los niños se vuelven una novedad y representan al niño solo y por sí mismo, volviéndose el personaje principal de las obras, no más el niño visto en compañía de sus padres o como algo en la lejanía sin mayor importancia. Es entonces que los pintores de la época, tratan de estampar en sus lienzos el aspecto fugaz y hermoso de la infancia.

Aparece así una “nueva sensibilidad que otorga a esos seres frágiles y amenazados una particularidad que se ignoraba antes de reconocérsele: parece como si la conciencia común no descubriese hasta ese momento que el alma del niño también era inmortal. Ciertamente, la importancia dada a la personalidad del niño está relacionada con una cristianización más profunda de las costumbres” .

La figura infantil era representada por la traviesa figura del putto en la edad media y en el Renacimiento el putti, niños desnudos, retratados en cuadros como parte de un adorno o como ángeles. Sin embargo, no obstante ello, no era la representación viva de un infante, por lo que no se puede decir que la niñez ya estaba enmarcada en las pinturas; todo lo contrario, eran simples manifestaciones imaginarias.

El niño, entonces empieza a ser reconocido como tal. Este descubrimiento propiamente de la infancia se propala en los primeros albores del siglo XVIII, “descubrimiento de la niñez, de su cuerpo, de sus modales y de su farfulla”.

Nos recuerda el autor citado que “la vida colectiva en la antigüedad arrastraba en una misma oleada las edades y las condiciones sin dejar a nadie un momento de soledad ni intimidad. En esas existencias demasiado densas, demasiado colectivas, no quedaba espacio para un sector privado. La familia cumplía una función: la transmisión de la vida, de los bienes y de los apellidos, pero apenas penetraba en la sensibilidad” .

En las clases populares, durante la Edad Media y a principios de la Era Moderna, los niños vivían mezclados con los adultos y compartían con éstos trabajos y juegos cotidianos. La civilización medieval no se preocupaba por la educación del niño, pues éste desde su destete a los siete años, pasaba a ser el compañero natural del adulto.

A principios de la Edad Moderna, un gran acontecimiento hizo que cambiaran todas estas formas de vida, la reaparición por el interés a la educación, ahora no sólo les preocupaba engendrar niños, se interesaban porque éstos tuvieran una formación para la vida, “la familia y la escuela, retiraron al niño de la sociedad de los adultos. La escuela encerró a una infancia antaño libre en un régimen disciplinario cada vez más estricto…” .

Durante muchos siglos en las sociedades convergían todas las personas pobres o ricas, infantes o adultos en un mismo espacio, sin otorgarle a cada uno de ellos un espacio propio. Llegó un momento que ello no podía seguir funcionando, ocasionándose entonces una secesión de las masas, es allí que nace una nueva sociedad que “… garantizaba a cada género de vida un espacio reservado donde todos estaban de acuerdo en respetar las características dominantes, que se proponían como modelo convencional” .

La educación entonces también fue seleccionada en pública y privada, abandonando los hijos de los ricos, las escuelas donde antaño concurrían mezclados con los del pueblo.

Jacques Donzelot, por otro lado hace un examen de la conservación de los hijos, y concluye que “todos critican las costumbres educativas de su siglo con tres blancos privilegiados: los hospicios, la crianza de los niños con nodrizas domésticas, la educación ‘artificial’ de los niños ricos. Con su encadenamiento circular, estas tres técnicas engendraban tanto el empobrecimiento de la nación como la decadencia de la elite”

Reprochaban a la administración de los hospicios, las espantosas tasas de mortalidad de los menores que recogen, aduciendo que el 90% de ellos mueren antes de ser útiles para el Estado, toda vez que éstos podrían servir fielmente para los fines de éste, en tanto que no tenían ninguna obligación familiar, nada que perder, señalando que incluso la muerte podría ser formidable a tales seres que nada unía a la vida. Tal parece que los niños criados en dichos hospicios debían ser seres sin alma y de propiedad del Estado sólo por el hecho de que los criaba.

A raíz de que la economía y la sociedad del Estado antes del siglo XVIII, no estaba organizada, la familia era una de las más afectadas porque la madre, quien debía amamantar al niño, tenía que contratar los servicios de las denominadas nodrizas a fin de que estas suplieran su rol de madre así como de crianza, fue tal la demanda de estas mujeres que pronto se volvió un negocio. “Celebramos el siglo XVIII por su revalorización de las tareas educativas, decimos que la imagen de la infancia ha cambiado. Sin duda, pero lo que se implanta en esa época es una reorganización de los comportamientos educativos en torno a dos polos bien distintos y con dos estrategias bien diferentes. El primero orientado hacia la difusión de la medicina doméstica, es decir un conjunto de conocimientos y de técnicas que deben permitir a las clases burguesas sustraer a sus hijos de la influencia negativa de los domésticos, poner a éstos bajo la vigilancia de los padres. El segundo podría reagruparse bajo la etiqueta de “economía social”, todas las formas de dirección de la vida de los pobres en vista a disminuir el costo social de su reproducción, a obtener un número deseable de trabajadores con un mínimo de gasto público, en resumen, lo que se ha convenido en llamar la filantropía” .

La unión entre medicina y familia va a repercutir profundamente en la vida familiar, pues generó “aislamiento de la familia contra las influencias negativas del antiguo medio educativo, contra los métodos y los prejuicios de los domésticos, contra todos los efectos de las promiscuidades sociales; el establecimiento de una alianza privilegiada con la madre,…; la utilización de la familia por el médico contra las antiguas estructuras de enseñanza…”

Es propio señalar que antes de esta época, la medicina no se había interesado en la salud de los niños y las mujeres; esto era labor propia de la medicina popular. Ello llevó pues, a que la mortandad de los niños y madres fuera creciente. Gracias entonces a la medicina, la mujer obtiene un status ante la sociedad: la de madre, educadora y auxiliar del médico, esto conlleva a que aparezcan otras inquietudes como el de la crianza del infante en espacios más abiertos ante la atenta vigilancia de los padres hacia ellos. La higiene y la crianza, entre otros, ya no eran exclusividad del doméstico; la madre era la que tomaba las riendas.

A este nivel nos encontramos con una categoría social que reconocía una población menor diferenciada, que discriminaba entre un sector beneficiado o marginado de servicios sociales básicos, como la educación.

A finales del siglo XIX, las políticas tutelares invaden la práctica estatal y la regulación jurídica de su control. En este contexto, la administración de justicia a través de los tribunales de menores, se convertirá en una herramienta de control de la categoría social menor.

En el plano jurídico, los niños durante muchos siglos no fueron considerados bajo un tratamiento legal aparte o distinto del derecho de los mayores. Desde los remotos orígenes del derecho y hasta los inicios del siglo XIX, desde el punto de vista punitivo, no se distinguió si los delitos eran cometidos por niños, adolescentes o adultos; todos eran recogidos por el ámbito del derecho penal y sancionados con las penas establecidas en las normas y codificaciones existentes. “En términos generales se fijaba la edad de los nueve años como límite de la inimputabilidad absoluta, adoptándose para los mayores de esa edad, los criterios del discernimiento para decidir la aplicación de las sanciones correspondientes. A lo sumo, los códigos penales de la época reducían las penas en un tercio cuando los autores de delitos tenían edades inferiores a los dieciocho años” . Las penas siempre eran privaciones de libertad y, en cuanto al lugar de cumplimiento, adultos y niños eran recluidos indiscriminadamente en los mismos centros penitenciarios. Surgió entonces, a fines del siglo XIX, una orientación novedosa que se opuso a la historia, al considerar que el derecho represivo penal debía reservarse para los adultos, mientras que los menores que incurrieran en delitos debían recibir una consideración jurídica distinta. De manera pues, que se podría identificar una primera etapa en el proceso evolutivo del tratamiento jurídico penal del menor de edad, que se extiende desde los orígenes mismos del derecho penal represivo, hasta 1899.

Se inician entonces movimientos reformadores impregnados de ideas protectoras, frente a la situación deplorable de reclusión que sufrían los menores, presentándose también corrientes humanitarias derivadas de los acontecimientos bélicos de la época que pretendían liberar a los niños del sistema penal, como una toma de conciencia de las colectividades organizadas hacia una categoría social que, hasta entonces, había sido objeto de abandono y maltrato. Se comenzó a hablar de un nuevo derecho desde una óptica protectora del menor, derecho especial que partiendo del derecho común general (civil y penal) se adaptase a las necesidades del menor de edad. La consecuencia que trajo este movimiento protector fue el que surgieran jurisdicciones especiales para atender los asuntos de los menores, así como legislaciones, también especiales, que contemplaran un tratamiento reeducativo individual para los que infringieran la ley, descartándose el carácter punitivo del derecho penal imperante hasta entonces .

Dentro de ese contexto, se marcaría una segunda etapa en la evolución de las prácticas socio-penales de protección al menor de edad, con la creación en 1899 del primer tribunal tutelar en Chicago, Estados Unidos, para juzgar a menores autores de hechos delictivos y asegurarles un tratamiento diferenciado y específico. Se planteó la importancia de que los funcionarios que atendieran esta jurisdicción fueran también especiales.

Indudablemente que los sucesos ocurridos en la Primera Guerra Mundial con la secuela de hogares destruidos y niños desamparados, despertaron en la conciencia de lo hombres sentimientos humanitarios que, conducidos por las bondades que aparentemente tenía el concepto de peligrosidad, llevaron a considerar que la atención requerida por los menores, no sólo se extendía a los que cometieran delitos, sino que el ámbito protector debía abarcar a todos los abandonados, en situación de riesgo o con derechos elementales vulnerados. La protección, dentro de estas ideas, inspirada en una función tutelar, debía conocer de todos los menores en eventual situación de riesgo.

La infancia como objeto de estudio comenzó a ser materia de pronunciamientos por parte de la comunidad internacional. En 1923 se proclamó la Declaración de Derechos del Niño de la Sociedad de Naciones, en Ginebra. En 1959 se aprueba la Declaración de los Derechos del Niño por parte de las Naciones Unidas. Surgen organismos internacionales para la ayuda y protección de la infancia, como el Instituto Interamericano del Niño (INN) en 1927; el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) en 1946; la Unión Internacional de Protección de la Infancia (UIPI) fundada en 1946. Estos organismos se preocuparon en celebrar periódicamente encuentros internacionales de expertos en la materia, a los fines de divulgar las nuevas ideas protectoras; además, se publicaron sus deliberaciones de manera de ir consolidando toda una doctrina jurídica-protectora-tutelar.

Al mismo tiempo el movimiento legislativo no se hizo esperar. Los países de América Latina comenzaron a promulgar leyes especiales de menores, inspiradas en los principios de la doctrina de la situación irregular.

1.2 La doctrina de la situación irregular.

Como se ha señalado, a finales del siglo XIX surgieron movimientos reformistas dirigidos a sacar al menor del Derecho Penal de los adultos, al considerar que debía rescatarse del ambiente de represión y castigo al que estaba sometido. La influencia de otras ciencias que estaban impregnadas de las corrientes positivistas de la época, convergieron en las ideas sobre la conveniencia de humanizar el tratamiento jurídico y estructural del menor de edad que había infringido la ley penal.

“El enfoque positivista inundó el mundo de las ideas científicas y humanísticas a fines del siglo XIX con las teoría patológicas de la criminalidad, que explicaban el fenómeno criminal basado en características biológicas o psicológicas que diferenciaban a los sujetos criminales de los individuos normales. Para esta concepción, el desviado o el delincuente es un individuo distinto que debe ser observado en forma clínica. Las causas de la delincuencia se buscaban desde enfoques biológicos, psicológicos y sociales. La pena bajo esta concepción es la respuesta del Estado como un medio de defensa social” .

Los movimientos humanitarios que surgieron en este contexto cultural proclamaban y exigían la protección y reeducación del niño, corriente que tuvo clara influencia en los instrumentos internacionales de entonces, y en el surgimiento de doctrinas asociadas a las ideas del control social de ciertos sujetos que, por razones de su naturaleza o condiciones de vida, debían ser controlados por el Estado debido a su peligrosidad social. Dentro de este razonamiento, se desarrolla un sistema de justificación del tratamiento jurídico conjunto, que incluía tanto a las infracciones a la ley penal con otras derivadas del riesgo social, o la amenaza o violación de derechos de los niños. “La defensa de la sociedad requería la tutela y la protección-control de la infancia y, en este sentido, las carencias básicas (salud, educación y vivienda), en vez de tornarse como privación de derechos, se tornaban como factores de una futura desviación y como causa de la delincuencia” .

Nace entonces la concepción de la doctrina de la situación irregular, que genera todo un movimiento legislativo que se extiende rápidamente en el mapa latinoamericano, con la característica común en todas las leyes, de asimilar jurídicamente al infractor de la ley penal con el niño víctima de la negligencia familiar o el descuido social. El componente humanitario estaba presente a través de un sentimiento benevolente expresado en el optimismo frente a la posibilidad de lograr una redención mediante la intervención médica, educativa y religiosa. Expresado en otra forma, la intervención debía ocurrir al darse los primeros síntomas que fatalmente determinarían a que esos niños o jóvenes llegarán a la delincuencia.

Para la doctrina de la situación irregular el mecanismo que desarrolla el Estado para atender el problema de los menores en situación irregular, es la intervención directa a través de sus órganos administrativos y judiciales.

Las características esenciales de la doctrina de la situación irregular son:

a) Carácter enunciativo de las categorías definidas como menores en situación irregular.- La definición de las categorías que conforman la situación irregular, a saber: comportamiento antisocial, abandono, situación de peligro y menores deficientes, revela el carácter enunciativo de las conductas que se encuentran allí encuadradas.

En efecto, el Instituto Interamericano del Niño en su vocabulario multilingüe define la situación irregular como “aquella en que se encuentra un menor tanto cuando ha incurrido en hecho antisocial, como cuando se encuentra en estado de peligro, abandono material o moralmente o padece un déficit físico o mental. Dícese también de los menores que no reciben el tratamiento, la educación y los cuidados que corresponden a sus individualidades” .

Como puede apreciarse, el concepto tiene un amplio contenido, abarcando las situaciones siguientes:

· Los menores de edad que han incurrido en un hecho antisocial.
· Los menores de edad cuando se encuentren en estado de peligro.
· Los menores abandonados materialmente.
· Los menores abandonados moralmente.
· Los menores deficientes físicos.
· Los menores deficientes mentales.

En todas estas circunstancias se autoriza la intervención protectora-controladora del Estado a través de sus órganos administrativos y judiciales.

El carácter enunciativo de las categorías definidas como menores en situación irregular permitía al intérprete contemplar en ellas, situaciones similares a las indicadas aun cuando no estén específicamente previstas en las normas legales. Las categorías abiertas finales permiten cualquier intervención de un menor por parte del brazo protector del Estado y en nombre de su interés. En el caso de la situación de abandono es la ausencia de una familia propia que le asegure sus necesidades básicas, en la situación de peligro es el adoptar conductas que, si bien no son delito, revelan una tendencia a delinquir y, en la categoría de menores infractores no se trata solamente de la violación de normas penales, sino que abarca también violaciones a normas administrativas o de orden social. Asimismo, se contempla la intervención judicial en los casos de los menores deficientes físicos y mentales.

b) Los menores son objeto de tutela por parte del Estado.- De acuerdo a los postulados de la doctrina de la situación irregular, el sujeto menor de edad es un ser diferente al adulto al ser una persona en desarrollo que no alcanza a comprender las consecuencias de sus actos, vive en continuo riesgo y, por ello, necesita tratamiento adecuado para estimular la parte de su psiquis que puede aprovecharse, con el fin de proporcionarle el nivel de adaptación que el estadio de su minusvalía le permita.

Dentro de esta consideración del menor de edad, forzosamente, ese ser humano requiere de protección, es objeto de tutela, tiene que se amparado por una legislación y debe ser atendido por los órganos del Estado encargados de su protección. Las recomendaciones de los Congresos Panamericanos del Niño siempre han insistido que el menor de 18 años quede excluido de la legislación penal común, tal recomendación está fundada en el principio que, antes de esa edad no se tiene el modo de pensar ni la conducta del adulta y que, por el contrario, las medidas de asistencia, protección y reeducación en esta etapa de la vida pueden ser muy beneficiosas par el menor.

El Estado asume entonces el compromiso de protegerlo en determinados aspectos, entre otros, que sea alimentado, asistido y defendido en su salud, que no sea explotado en su trabajo, que reciba una educación integral, que sea amparado por leyes y tribunales especiales, que no se le prive de libertad sin cumplirse las formalidades legales.

c) Amplias facultades discrecionales del juez de menores.- La figura del juez en esta doctrina tutelar aparece como protectora, su función ha sido calificada como la de un buen padre de familia, atribuyéndose a ambos la facultad de no equivocarse. Su ámbito de intervención se extiende a niveles preventivos, investigativos y decisorios dentro de un marco de gran discrecionalidad. El juez tutelar dispone de un poder absoluto para detectar y trata a los menores a fin de evitar problemas mayores.

Esta característica de disponer de una competencia ilimitada, se encuentra profundamente enraizada en la doctrina de la situación irregular, al constituir la fórmula para ejecutar la función tuitiva-protectora que ella predica.

En la legislación se aprecia tales potestades discrecionales del juez, al permitirle que en su ámbito de actuación no tenga directrices de obligatorio cumplimiento, sino que expresiones, tales como “a su prudente criterio podrá”, “si lo considera conveniente”, “que crea pertinente”, etc., sean los criterios que inspire su actuación tutelar.

d) Los menores son inimputables y carentes de responsabilidad penal.- Se considera que la inimputabilidad es la característica que marca definitivamente la separación entre el derecho penal y el derecho de menores en situación irregular. Al no ser imputable no comete delito, por lo tanto no es delincuente; al no ser delincuente no se le pueden aplicar penas sino medidas reeducativas.

La situación irregular de inimputabilidad abarca a todos los seres humanos desde cero hasta el cumplimiento de los 18 años de edad, sin que exista ninguna consideración jurídica distinta en esa etapa; siendo, por lo tanto, homogéneamente irresponsables.

Dadas las especiales características del sujeto activo del acto antisocial, no se está frente a un delincuente porque no se dan respecto de él los elementos de la doctrina del Derecho Penal exige para la definición jurídico material del delito, es decir, que se trate de un acto humano, típico, antijurídico, imputable, culpable y punible. Los actos cometidos por los menores que implican la violación de una ley penal no son imputables ni culpables, ya que los mismos no tienen plena conciencia de las consecuencias de su obrar y no poseen capacidad de derecho; tampoco son culpables por tratarse de seres en desarrollo que no alcanzan a comprender el sentido y proyección de sus actos. Al faltar estos elementos conceptuales del delito, de imputabilidad y culpabilidad, no puede denominarse delito al acto antisocial y en consecuencia tampoco le es aplicable el calificativo de delincuente a su autor.

e) El tratamiento reeducativo se manifiesta a través de medidas vinculadas a la personalidad individual de cada menor.- La medida reeducativa en la doctrina de la situación irregular se define como el medio que el Estado dispone para transformar en un ser socialmente útil al menor de 18 años que se encuentra en situación irregular, lo cual no constituye en sí un daño; aún cuando implique la privación de bienes jurídicos, por cuanto su carácter tutelar, se encamina necesariamente a hacer posible que el menor de edad se convierta en un ciudadano útil, a sí mismo y a la sociedad.

Se parte de la convicción de que el acto cometido por el menor sólo interesa en la medida de que constituye una manifestación de su peligrosidad, y que por lo tanto es necesario una medida de protección, de asistencia, educación o reeducación. Las legislaciones inspiradas en esta doctrina establecen, en consecuencia, tratamientos individualizados, seleccionándose la medida de tratamiento más adecuada a cada menor para conseguir su rehabilitación, teniendo en cuenta la personalidad del mismo y los problemas específicos que presenta.

Al responder al tratamiento aplicable a la problemática personal de cada menor, indudablemente que no puede haber uniformidad de medidas ante comportamientos iguales, se justifica plenamente que menores involucrados en un mismo hecho, por ejemplo, reciban cada uno de ellos, un tratamiento distinto. Para los partidarios de la doctrina de la situación irregular, la medida reeducativa concebida en estos términos, carece de significado retributivo, por cuanto no está en función de la gravedad de la conducta o del hecho cometido, sino que está exclusiva y directamente relacionada con la personalidad evolutiva del menor.

La manera de establecer el tratamiento que requiere cada menor es a través de la observación del menor en medio abierto o cerrado, valiéndose del auxilio de ciencias como la psicología, psiquiatría, pediatría, sociología, genética, ciencias de la educación, etc., a los fines de conocer la personalidad del menor, los factores familiares y sociales que lo rodean y la naturaleza del acto cometido, así como sus circunstancias. De manera que esta observación clínica se impone como una etapa previa al tratamiento reeducativo.

La duración de las medidas reeducativas es indeterminada. Al ser concebidas las medidas como tratamientos individualizados de acuerdo a la problemática de cada menor, necesariamente la duración de ese tratamiento no se puede fijar en el momento en el cual se impone, sino que dependerá de la evolución o mejoría obtenida. Expresado de otra manera, las medidas no tienen lapso de duración por cuanto al tratarse de personalidades en evolución, el parámetro para su duración lo establecerá la conducta del menor durante el tratamiento.

f) Ausencia de garantías procesales en el procedimiento de los menores en situación irregular.- Uno de los aspectos que mejor caracteriza a la doctrina de la situación irregular es la función jurisdiccional, la cual es concebida como de carácter inquisitivo. Se considera que este principio impregna todo el proceso, los poderes discrecionales del juez son como un poder absoluto que otorga el Estado con la finalidad de proteger al menor quien es el objeto de la investigación judicial. Durante el procedimiento no existen intereses contrapuestos, el Juez tiene como norte un solo interés: la protección tutelar del menor, en consecuencia no está vinculado a los acuerdos no a las argumentaciones de las partes. De esta clara concepción jurisdiccional se desprenden diversas características en este singular proceso.

No se admiten las instituciones procesales de la acusación y de la defensa, es decir, existe una especie de concentración de ambas en la figura del Juez. Ello es justificado con la argumentación de que se trata de tribunales desprovistos de carácter represivo, donde sí se justifica el duelo entre acusación y defensa, mientras que en estos tribunales especialísimos se impone un esfuerzo convergente para buscar la mejor solución para el menor. En un proceso eminentemente tutelar la acusación y la defensa son figuras procesales extrañas e innecesarias: si al menor no se le va a sancionar penalmente, el acusador público no tiene razón de estar, a su vez no es necesaria la presencia del defensor porque la medida que va a aplicar el juez es, esencialmente protectora. El juez, por así decirlo, es su propio defensor. Se establece una figura complementaria a la labor tuitiva que está representada por el Ministerio Público, a quien le corresponde velar esencialmente por la recta aplicación de justicia de menores.

Las actuaciones en el proceso tutelar de menores son rigurosamente confidenciales con el ánimo de proteger al menor, considerándose esa reserva como una garantía esencial para la resocialización del menor y para evitar estigmatizaciones en su vida futura. Esta no publicidad se extiende a todas las fases del proceso y el juez determina, conforme a su criterio, quienes tienen acceso a las actuaciones.

El juez no tiene directrices para la valoración de las pruebas. Su amplio poder discrecional le permite valorar las pruebas de acuerdo al interés del menor y su función protectora, lo que es igual a arbitrariedad.

Las decisiones dictadas por los jueces tutelares son apelables en un solo efecto, es decir, son de aplicación inmediata. Al no imponerse penas al menor sino medidas reeducativas, cuya aplicación debe comenzar de inmediato, el efecto suspensivo que produce la interrupción de la aplicación de la medida reeducativa, resulta perjudicial para el proceso de recuperación social.

Las sentencias carecen de la formalidad propia de la jurisdicción ordinaria. Aun cuando las sentencias deben ser motivadas, el poder discrecional del juez le permite salirse de los esquemas rigurosos de la legalidad adjetiva, así como las recomendaciones de los especialistas que observaron al menor, no tienen carácter vinculante para él. En la decisión lo que debe prevalecer es el interés del menor prescindiendo de todo formalismo procesal.

En resumen, son el paradigma de la doctrina de la situación irregular las ideas del niño-delincuente-abandonado como objeto de control social y de los jueces de menores como herramientas de política de estado de control respecto de los potenciales infractores del orden. “En pocas palabra, esta doctrina no significa otra cosa que legitimar una potencial acción judicial indiscriminada sobre niños y adolescentes en situación de dificultad” . Es que la doctrina de la situación irregular, de compasión-represión, legitimaba la disponibilidad estatal absoluta de sujetos vulnerables, que precisamente por serlo, son definidos en situación irregular.

En el marco de esta doctrina la figura del Juez es la más alejada de la función jurisdiccional, cuyo rol por esencia radica en dirimir imparcialmente conflictos mediante la sujeción estricta a la ley, independencia que caracteriza a su función. El Juez de menores, equiparado a la figura del buen padre de familia con amplísima discrecionalidad, goza de poder absoluto respecto al tema tutelar que se confunde normalmente con el ámbito penal.

1.3 La doctrina de la protección integral.

Actualmente se asiste a una suerte de revolución teórica-conceptual que ha conducido a visualizar al niño, niña y adolescente como sujeto de derechos. La Convención sobre los Derechos del Niño aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989, ha constituido, sin duda alguna, el instrumento jurídico más completo y acabado de la nueva concepción de la infancia y adolescencia.

Aparece un nuevo paradigma que obliga a repensar profundamente el sentido de las legislaciones para la infancia y adolescencia, como instrumentos realmente eficaces de defensa y promoción de los Derechos Humanos de todos los niños y adolescentes, y no solamente de la categoría residual “menores” como ha sido concebida la protección bajo el esquema de la doctrina de la situación irregular . Este nuevo paradigma se conoce como la Doctrina de la Protección Integral.

La doctrina de la protección integral se constituye de un conjunto de instrumentos jurídicos internacionales, cuyo antecedente es la Declaración de los Derechos del Niño de 1959. Los instrumentos básicos de esta doctrina son:

1. La Convención sobre los Derechos del Niño, del 20 de noviembre de 1989.
2. Las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la Administración de la Justicia de Menores (Reglas de Beijing del 29 de noviembre de 1985).
3. Las Reglas de las Naciones Unidas para la protección de menores privados de libertad y Directrices para la prevención de la delincuencia juvenil (Reglas de Riyadh del 14 de diciembre de 1990).

Cabe destacar que la Convención sobre los Derechos del Niño, que constituye un documento jurídico con fuerza vinculante para los Estados partes, en su párrafo noveno del Preámbulo, refiere la importancia de otros textos internacionales previos, entre ellos, las Reglas de Beijing, realzando así su valor jurídico, sobre todo a los efectos de la interpretación de disposiciones conexas de la Convención .

La importancia de la Convención es trascendental, ya que ella constituye la reafirmación y consolidación de los derechos del niño, es decir, se sientan las bases de la edificación de los derechos humanos de la infancia y adolescencia, desapareciendo cualquier duda sobre el “ser objeto del derecho a una protección especial” como ha sido concebido por la doctrina anterior. Definitivamente irrumpe como sujeto de todos los derechos reconocidos por la normativa internacional para todos los ciudadanos, y además, tiene los derechos propios a su especial condición de ser humano en desarrollo. Es que, como se ha indicado, el punto central de la doctrina de la protección integral es el reconocimiento de todos los niños, niñas y adolescentes, sin discriminación alguna, como sujetos de plenos derechos, cuyo respeto el Estado debe garantizar. De la consideración del menor como objeto de compasión-represión y de tutela por parte del Estado, a la consideración de la infancia y adolescencia como sujeto de plenos derechos , así como la previsión de los canales idóneos para exigirlos, es lo que caracteriza el tránsito de una doctrina a otra .

Un aspecto central en este proceso es el cambio del término menor por el de niño, que responde no sólo a una opción terminológica, sino a una concepción distinta: el cambio de un ser desprovisto de derechos y de facultades de decisión, por un ser humano, sujeto de derecho, capaz de ejercer derechos fundamentales.

Los postulados más importantes de la Convención sobre los Derechos del Niño y de la propia Doctrina de la Protección Integral son:

1. El cambio de visión del niño, de objeto de compasión y represión a un sujeto pleno de derechos.

2. La consideración del principio del interés superior del niño, que sirve como garantía (vínculo normativo para asegurar los derechos subjetivos de los niños), norma de interpretación y/o resolución de conflictos; y como criterio orientador de las políticas públicas referidas a la infancia.

3. La inclusión de los derechos de los niños dentro de los programas de derechos humanos.

4. El reconocimiento al niño de derechos y garantías en los casos en los que se encuentre en conflicto con la ley, especialmente la ley penal. En este último caso, la necesidad de diferenciar el grado de responsabilidad según el grupo etareo al que pertenezca.

5. El establecer un tratamiento distinto a los niños que se encuentran abandonados con los infractores de la ley penal, separando claramente la aplicación de una política social o política criminal respectivamente.

6. La adopción de medidas alternativas a la privación de libertad, la cual debe ser una medida excepcional y aplicarse por el mínimo plazo posible.

7. El principio de igualdad ante la ley y la no discriminación.

Las características esenciales de la doctrina de la protección integral son:

a) La consolidación de la situación jurídica del niño, niña y adolescente como titular de derechos fundamentales.- La Convención sobre los Derechos del Niño exige reconocer las peculiaridades del disfrute y ejercicio por los niños, niñas y adolescentes de derechos como la identidad, la libertad de expresión, la libertad de pensamiento, conciencias y religión, el derecho de asociación y el derecho de reunión, el derecho a la intimidad y a la vida privada y los derechos de participación tanto a nivel familiar como cultural y social.

El reconocimiento de los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos significa que ellos tienen derecho: al respeto, la dignidad, la libertad, la protección y al desarrollo pleno. Los derechos humanos, son atributos propios de su condición humana. Y gozan, a su vez, de todos los derechos humanos fundamentales y de las garantías reconocidas a los adultos en la Constitución y en las leyes; no pudiendo como ciudadanos – en ningún caso y por ningún motivo- ser tratados como objetos de intervención por parte de la familia, las instituciones (públicas o privadas), la sociedad y el Estado.

De esta manera, se les protege de cualquier decisión, arbitrariedad o ingerencia ilegal por parte del Estado, sus representantes y de toda posibilidad e intento de considerar o tratar al niño, la niña y el adolescente, como menor tutelado por éste.

Importa, además, considerarlos como personas en condición peculiar de desarrollo. Además de los derechos y garantías reconocidos a los adultos, a todos los niños, niñas y los adolescentes deben reconocérsele derechos especiales que garanticen recibir cuidados distintivos. Por que dicha condición particular los torna vulnerables en su desarrollo y en la defensa y ejercicio de sus derechos. Se considera además, que si un derecho se encuentra amenazado o violado, los adultos (familia, sociedad y Estado) están obligados a la realización de medidas concretas de protección, cumplimiento y/o restitución de los mismos.

De esta manera se les protege de la inacción del Estado para implementar políticas públicas de bienestar para los niños y sus familias: como son las políticas sociales básicas, las asistenciales, las de protección especial y las de garantía.

b) La protección integral de los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes a partir de la consideración su superior interés.- La protección integral constituye no solo una serie de dispositivos jurídicos sino una forma distinta de pensar la infancia en el proceso socio cultural, elevándolo en su status jurídico y social. De esta nueva forma de pensar la infancia emerge la concepción del niño como sujeto poseedor de derechos y como destinatario de consideración especial. Estos derechos, son interdependientes y están relacionados con la sobrevivencia, el desarrollo, la participación, la promoción, y la protección de la niñez. Para que la Protección Integral sea efectiva es necesaria la satisfacción, la garantía plena de todos los derechos reconocidos a los niños, las niñas y adolescentes, como personas en condición peculiar de desarrollo.

De esta manera, se les protege de cualquier intento o pretensión de jerarquización, discriminación, restricción, enajenación y/o eliminación de cualquiera de los derechos, por parte de legisladores, jueces, funcionarios, comunidad y familia al momento de tomar decisiones, asignar recursos y ejecutar políticas y programas de acción.

Dentro de este contexto, el interés superior del niño se constituye en la herramienta eficaz para adjudicar un derecho cuando existe conflicto de intereses o discrepancia de derechos, entre un/a niño/a y otra persona o institución. El interés superior, que no puede quedar librado al criterio adulto, esta íntimamente vinculado con el derecho del niño/a a ser escuchado/a y a la participación. Obliga a todos (Juez, legislador, funcionario, familia, etc.) a que, al momento de resolver, de tomar una decisión, se otorgue consideración primordial, dándosele prioridad al interés superior del niño. La prioridad del interés superior del niño consiste en primacía al recibir protección y ayuda en cualquier circunstancia, prioridad en la atención de los servicios u organismos públicos, preferencia en la formulación y ejecución de políticas sociales, y destino privilegiado de recursos públicos en las áreas relacionadas con la protección de la infancia, la adolescencia y la familia. Ello exige que, en los casos sujetos a resolución judicial o administrativa en los que estén involucrados niños, niñas o adolescentes, se verifique la efectiva promoción de sus derechos; prefiriéndolo frente al rigor formal procesal.

De esta manera, se les protege a los derechos del niño, de todo intento de discriminación o limitación, delimitando su aplicación y alcance a todas las medidas concernientes a los niños, ya sean éstas de; carácter legislativo o administrativo, como de, orden público o privado.

c) El reconocimiento de autonomía y participación del niño, niña y adolescente en el ejercicio de sus derechos fundamentales.- La Convención sobre los Derechos del Niño promueve el reconocimiento de autonomía y participación del niño en el ejercicio de sus derechos fundamentales. Están relacionadas con el derecho del niño, la niña y el/la adolescente a participar, a la libertad, a recibir y a buscar información, a ser escuchado y a emitir opinión en todos los asuntos y en todos los espacios que tienen influencia en la vida de los mismos. A que se le designe un representante, que hable en su nombre, no por él, porque nadie puede reemplazarlo, para lo cual y con miras a asegurarle protección especial, es necesario que sea escuchado. Aún en los casos en que el niño es muy pequeño, está muy afectado por una situación o se encuentra acusado de haber cometido un acto ilegal.

De esta manera, se les protege de la arbitrariedad en la toma de decisiones por parte de los adultos (familia, sociedad y estado) y de la tendencia a avasallarlos, desconociendo su condición de sujetos plenos de derechos.

Evidentemente, el reconocimiento de autonomía y participación hace referencia a la corresponsabilidad del Estado, la sociedad y la familia en brindar un nivel de vida adecuado, que promueva la protección y favorezca el desarrollo integral de los niños, niñas y adolescentes. La Convención sobre los Derechos del Niño reconoce los derechos y responsabilidades de los padres, tutores, o de las personas encargadas del niño, en la atención, el cuidado y la educación de los mismos, así como el derecho a recibir apoyo por parte del Estado. Para tales fines obliga, a su vez, al Estado a respetarlos y a prestar asistencia a los padres (o a las personas, servicios e instituciones que se ocupan del niño) para garantizar plenamente todos los derechos consagrados a los niños, las niñas y los/as adolescentes.

Ello delimita un enfoque equilibrado y realista de las responsabilidades del Estado, la Sociedad y la Familia y protege del riesgo o la tendencia, por parte de jueces, legisladores y/o funcionarios, de atribuir a la familia toda la responsabilidad para procurar el bienestar del niño y orienta las acciones de los mismos procurando servicios de fortalecimiento de la familia, de la comunidad y acciones de restitución del o los derechos vulnerados, no interfiriendo, supliendo o quitándoles la potestad arbitraria e ilegalmente a los padres, tutores o guardadores.

En buena cuenta, la doctrina de la protección integral plantea el reconocimiento del niño como sujeto pleno de derechos, posicionando a la infancia y a la adolescencia como ciudadanos de nuestro Estado social -ya no como meros objetos de intervención por parte del Estado, la sociedad y la familia- y posibilita ir exigiendo las concreciones vinculadas a un Estado de Derecho para los niños, niñas y adolescentes.

La doctrina de la protección integral postula un nuevo esquema de relaciones paterno-filiales, basado en un modelo familiar participativo, democrático y en el principio del interés superior del niño.

Existen sin embargo, algunas contradicciones sobre cuya solución parece, en estos momentos, no ser fácil de alcanzar un consenso. Se trata de contradicciones que inspiran las reformas habidas durante la última década, pero que desconocen los verdaderos alcances de los principios de la Convención sobre los Derechos del Niño. Se pueden resumir en tres:

1. La contradicción entre paternalismo y liberalismo. Reconocer el acceso gradual del niño, niña y adolescente al ejercicio de la propia libertad (en la conciencia, la expresión, la reunión, la asociación, y, en general, en la propia realización) choca frontalmente, con dramática frecuencia, con los requerimientos de protección del interés superior del niño frente a las posibilidades de manipulación. Asuntos como el de las sectas o el de la utilización de niños en los “reality shows” son ejemplos de esta tensión.

2. La contradicción entre desarrollo evolutivo y configuración jurídica de edades. Si está fuera de discusión que, psicológicamente, el niño evoluciona de forma paulatina, está también fuera de duda que el ordenamiento necesita, en aras de la seguridad, establecer un régimen claro de edades. Preceptos bienintencionados pueden ser contraproducentes al dejar un margen enorme de arbitrariedad interpretativa que, ante las exigencias de la seguridad jurídica, pueda inclinarse por la interpretación más restrictiva. La solución parece requerir la sustitución de la dicotomía mayoría-minoría por un sistema de tramos –como dice Díez-Picazo “probablemente hay que volver al más antiguo Derecho romano y distinguir niños, infantes, adolescentes y jóvenes” – limitando la incapacidad de obrar genérica para los infantes y desarrollando, a continuación, un sistema que, en lugar de partir de la incapacidad genérica y regular excepcionalmente los actos que los niños pueden realizar (lo que actualmente ocurre), parta de la capacidad de obrar genérica y regule los actos que, en cada tramo de edad, el niño (el adolescente, el joven…) no puede realizar por sí mismo, o bien en que su consentimiento o decisión requiere complementos (esto es, intervenciones de sus padres o representantes legales).

3. La contradicción entre inimputabilidad y seguridad jurídica. Las intenciones humanísticas del correccionalismo condujeron a un sistema de reforma de menores repudiable. Sin embargo, aún subsisten muchas resistencias teóricas en la determinación de la edad mínima a partir de la cual se asume responsabilidad frente a la ley penal o la fijación del plazo máximo de duración de la privación de la libertad; recurriéndose al argumento de la necesidad de penalizar las conductas delictivas de los adolescentes como una garantía de sus derechos, desconociendo que la Convención sobre los Derechos del Niño contiene un marco definido de relación con la justicia y un modelo de intervención educativa basado en la aceptación de la responsabilidad del infractor y en la voluntariedad de participación en todo proceso de carácter educativo y terapéutico.

La supresión de tales contradicciones requiere de la verdadera comprensión de los alcances de la doctrina de la protección integral y de la articulación de los esfuerzos de la sociedad civil y los organismos gubernamentales; traducir las directivas de la Convención en cuerpos jurídicos y políticas sociales en el plano nacional. La mejora de las condiciones de vida de la infancia requiere formas institucionales y cambios legislativos. Convertir el tema de la niñez en prioridad absoluta constituye el pre-requisito político cultural de estas transformaciones. El reconocimiento del niño y el adolescente como sujeto pleno de derechos representa el eje respecto al cual gira este nuevo enfoque de derechos

La fundamentación rigurosa de las medidas adoptadas y una correcta y ponderada interpretación de la ley se restituyen como deberes del Juez especializado. La división de competencias y responsabilidades con el Ministerio Público, así como la obligatoriedad de la presencia del abogado, colocan las bases mínimas para que la arbitrariedad sea sustituida por la justicia.

La infancia en riesgo, producto de las diversas situaciones de abandono, comienza y debe ser percibida como resultado directo de la omisión o inexistencia de las políticas sociales básicas. El niño de la calle, constituye antes que nada, el niño sin escuela y por tanto la asistencia no puede más ser cómplice de la omisión generalizada.

Para los adolescentes en conflicto con la Ley, la asistencia debe transformarse en una política estricta de garantías que colabore a confirmar la categoría adolescente infractor como una precisa categórica jurídica y nunca más como una vaga categoría sociológica. Se es sujeto de derecho y por lo tanto también de responsabilidad.

Los textos que abordan el contenido de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, explicitan los términos y alcances del compromiso nacional en esta materia. No obstante, el carácter de este enfoque exige la articulación de los gobiernos y la sociedad civil para el diseño y fiscalización de las políticas públicas.

Es bueno recordar, que la oposición a la lógica de percibir las necesidades en términos de derechos, no provendrá solamente de aquellos sectores tradicionalmente catalogados como afines al pensamiento conservador. La cultura de la compasión-represión, suele manifestarse también bajo formas aparentemente progresistas, se presenta como eufemismos modernizantes. Leer más »

08/05/08: Ahora sí: el principio de protección especial de la infancia y adolescencia.

El respeto de los derechos del niño constituye un valor fundamental en una sociedad que pretenda practicar la justicia social y los derechos humanos. Ello no sólo implica brindar al niño cuidado y protección, parámetros básicos que orientaban la concepción tradicional sobre el contenido de tales derechos, sino que, adicionalmente, determina reconocer, respetar y garantizar la personalidad individual del niño, en tanto titular de derechos y obligaciones. En ese sentido, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha precisado que “la verdadera y plena protección de los niños significa que éstos puedan disfrutar ampliamente de todos sus derechos, entre ellos los económicos, sociales y culturales, que les asignan diversos instrumentos internacionales. Los Estados Partes en los tratados internacionales de derechos humanos tienen la obligación de adoptar medidas positivas para asegurar la protección de todos los derechos del niño” (CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS. Opinión Consultiva OC-17/2002 de 28 de agosto de 2002. Condición jurídica y derechos humanos del niño, supra nota 8).

Pero, cabe preguntarse por qué la infancia merece un trato diferente, que no puede ser considerado como discriminatorio, en el marco constitucional y de la Convención sobre los Derechos del Niño.

A este respecto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha precisado que “la noción de igualdad se desprende directamente de la unidad de naturaleza del género humano y es inseparable de la dignidad esencial de la persona, frente a la cual es incompatible toda situación que, por considerar superior a un determinado grupo, conduzca a tratarlo con privilegio; o que, a la inversa, por considerarlo inferior, lo trate con hostilidad o de cualquier forma lo discrimine del goce de derechos que sí se reconocen a quienes no se consideran incursos en tal situación de inferioridad. No es admisible crear diferencias de tratamiento entre seres humanos que no se correspondan con su única e idéntica naturaleza” (CORTE INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS. Opinión Consultiva OC 4/84 del 19 de enero de 1984. Propuesta de Modificación a la Constitución Política de Costa Rica relacionada con la Naturalización, supra nota 34, párr. 55).

De acuerdo con ello, no podrían introducirse en el ordenamiento jurídico regulaciones discriminatorias referentes a la protección de la ley. Sin embargo, no toda distinción de trato puede considerarse ofensiva, por sí misma, de la dignidad humana. Por lo que sólo es discriminatoria una distinción cuando carece de justificación objetiva y razonable. Existen ciertas desigualdades de hecho que pueden traducirse, legítimamente, en desigualdades de tratamiento jurídico, sin que esto contraríe la justicia. Más aún, tales distinciones pueden ser un instrumento para la protección de quienes deban ser protegidos, considerando la situación de mayor o menor debilidad o desvalimiento en que se encuentran. Siendo así, “[n]o habrá, pues, discriminación si una distinción de tratamiento está orientada legítimamente, es decir, si no conduce a situaciones contrarias a la justicia, a la razón o a la naturaleza de las cosas. De ahí que no pueda afirmarse que exista discriminación en toda diferencia de tratamiento del Estado frente al individuo, siempre que esa distinción parta de supuestos de hecho sustancialmente diferentes y que expresen de modo proporcionado una fundamental conexión entre esas diferencias y los objetivos de la norma, los cuales no pueden apartarse de la justicia o de la razón, vale decir, no puede perseguir fines arbitrarios, caprichosos, despóticos o que de alguna manera repugnen a la esencial unidad y dignidad de la naturaleza humana” (Ibídem. supra nota 34, párr. 57. Adicionalmente, en la misma opinión consultiva, la Corte Interamericana de Derechos Humanos precisó que no existe “discriminación por razón de edad o condición social en los casos en que la ley limita el ejercicio de la capacidad civil a quienes, por ser menores o no gozar de salud mental, no están en condiciones de ejercerla sin riesgo de su propio patrimonio”).

Los niños poseen los derechos que corresponden a todos los seres humanos. Pero, en atención a la particular situación de vulnerabilidad y dependencia en la que se encuentra el ser humano en tales fases de la vida, se justifica objetiva y razonablemente el otorgarles un trato diferente que no es per se discriminatorio; sino, por el contrario, sirve al propósito de permitir el cabal ejercicio de los derechos especiales derivados de tales condiciones.

De acuerdo con ello, la especial protección que les reconoce la Constitución y la Convención sobre los Derechos del Niño tiene como objetivo último el desarrollo armonioso de la personalidad de aquellos y el disfrute de los derechos que les han sido reconocidos. A tales derechos especiales les corresponden deberes específicos, vale decir la obligación de garantizar la protección necesaria, a cargo de la familia, la sociedad y el Estado. A estos dos últimos, se les requiere una mayor participación en caso de desamparo mediante la adopción de medidas para alentar ese desarrollo en su propio ámbito de competencia y coadyuvar o, en su caso, suplir a la familia en la función que ésta naturalmente tiene a su cargo para brindarles protección (La necesidad de proporcionar al niño una protección especial ha sido enunciada en la Declaración de Ginebra de 1924 sobre los Derechos del Niño y en la Declaración de los Derechos del Niño adoptada por la Asamblea General el 20 de noviembre de 1959 y reconocida en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (en particular, en los artículos 23 y 24), en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en particular, en el artículo 10) y en los estatutos e instrumentos pertinentes de los organismos especializados y de las organizaciones internacionales que se interesan en el bienestar del niño. En la Declaración de los Derechos del Niño se indica que “el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, incluso la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento”).

En cuanto a la protección especial para el caso de los niños y adolescentes, el Tribunal Constitucional ha expresado –a propósito del artículo 4 de la Constitución de 1993- que “el fundamento constitucional de la protección del niño y del adolescente que la Constitución les otorga radica en la especial situación en que ellos se encuentran; es decir, en plena etapa de formación integral en tanto personas. En tal sentido, el Estado, además de proveer las condiciones necesarias para su libre desarrollo, debe también velar por su seguridad y bienestar” (Caso Ludesminio Loja Mori. STC 3330-2004-AA/TC, del 11 de julio de 2005. Fundamento jurídico 35).

La tutela permanente que con esta disposición se reconoce tiene una base justa en el interés superior del niño y del adolescente, doctrina que se ha admitido en el ámbito jurídico como parte del bloque de constitucionalidad del mencionado artículo 4, a través del artículo IX del Título Preliminar del Código de los Niños y Adolescentes y del principio 2 de la Declaración de los Derechos del Niño y al artículo 3, inciso 1, de la Convención sobre los Derechos del Niño.

Explica el Tribunal Constitucional que “dentro del orden de prelaciones y jerarquías existente al interior de una Constitución, es decididamente un hecho incontrovertible, que mayor importancia reviste para un Estado y su colectividad, el proteger a la infancia y más aún, si se encuentra en situación de abandono,… independientemente de que tal dispositivo reposa directamente sus fundamentos en el artículo 1° de la Norma Fundamental y es, por consiguiente, rigurosamente tributario del principio “Dignidad de la Persona” (Caso Blanca Lucy Borja Espinoza. STC 0298-96-AA/TC, del 3 de abril de 1998).

La protección superlativa que ha sido prevista en la Constitución es permanente, pero la responsabilidad no sólo es del Estado, pese a que siempre los reclamos son siempre dirigidos a éste, sino de la comunidad toda. El artículo 4 de la Constitución, respecto a dicha salvaguardia, si bien le asigna un papel protagónico al Estado, la hace extensiva a la comunidad.

Sobre los alcances de la protección resulta ilustrativo citar el principio 2 de la Declaración de los Derechos del Niño: “El niño gozará de una protección especial y dispondrá de oportunidades y servicios, dispensando todo ello por la ley y por otros medios, para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente en forma saludable y normal, así como en condiciones de libertad y dignidad. Al promulgar leyes con este fin, la consideración fundamental a que se atenderá será el interés superior del niño” ( Complementariamente, en su Observación General 17 sobre el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Comité de Derechos Humanos ha precisado que las medidas de protección que deben adoptarse corresponden ser determinadas por cada Estado “en función de las exigencias de protección de los niños que se encuentran en su territorio al amparo de su jurisdicción. El Comité observa a este respecto que esas medidas, aun cuando estén destinadas en primer término a garantizar a los niños el pleno disfrute de los demás derechos enunciados en el Pacto, pueden también ser de orden económico, social y cultural. Por ejemplo, deberían adoptarse todas las medidas posibles de orden económico y social para disminuir la mortalidad infantil, eliminar la malnutrición de los niños y evitar que se les someta a actos de violencia o a tratos crueles o inhumanos o que sean explotados mediante trabajos forzados o la prostitución; o se les utilice en el tráfico ilícito de estupefacientes o por cualesquiera otros medios. En la esfera cultural, deberían adoptarse todas las medidas posibles para favorecer el desarrollo de la personalidad del niño e impartirle un nivel de educación que le permita disfrutar de los derechos reconocidos en el Pacto, en particular la libertad de opinión y de expresión. Además, el Comité desea señalar a la atención de los Estados Partes la necesidad de que en sus informes incluyan datos sobre las medidas adoptadas para garantizar que el niño no participe de manera directa en los conflictos armados”. COMITÉ DE DERECHOS HUMANOS. Observación General 17. Los derechos del niño (artículo 24), 07/04/1989. CCPR/C/35, párrafo 3).
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28/04/08: Otro punto olvidado: el principio de promoción del matrimonio y el régimen legal de filiación.

Otro punto olvidado, es el referido al principio de promoción del matrimonio y el régimen legal de filiación.
Nuevamente, recuérdese que la forma tradicional de fundar una familia era a través del matrimonio. El principio de protección de la familia matrimonial influenció toda la regulación civil hasta la vigencia de la Constitución de 1993 que desvincula familia de matrimonio y, hoy, el principio de protección es a la familia, la que puede surgir de un matrimonio o de una unión de hecho.
Bajo la óptica del principio de protección de la familia matrimonial de la Constitución de 1979, el legislador del Código Civil de 1984 extendió el mandato constitucional de tutela no sólo a los cónyuges sino también a los hijos concebidos y nacidos dentro del matrimonio. Justamente, ese principio se ve traducido en la filiación matrimonial como el principio del favor legitimitatis.
Claro, hoy en día el término favor legitimitatis no se fundamenta en la condición de legitimidad. Para recordar este asunto, basta con considerar que en el régimen de filiación anterior al Código Civil de 1984 ese principio determinó la existencia de diversas clases de filiación con clara discriminación de la ilegítima en orden a los efectos personales y patrimoniales y, además, restricciones a la investigación de la paternidad natural -la que se limitó a ciertos supuestos taxativos-, con la finalidad de preservar la paz de las familias legítimas y el matrimonio. Con la derogación de los privilegios derivados de la legitimidad en virtud del reconocimiento de la igualdad de derechos de los hijos matrimoniales y extramatrimoniales, principio incorporado por la Constitución de 1979, en el régimen de filiación del Código Civil de 1984 se reconocen idénticos derechos y oportunidades a todos los hijos de un mismo progenitor, hayan nacido dentro o fuera del matrimonio, estuvieran o no sus padres casados entre sí y pudieran o no el uno casarse con el otro; pero, por el mismo criterio de cautelar la paz y tranquilidad de las familias matrimoniales, se conservan las restricciones a la investigación de la filiación a supuestos taxativos que exigían la prueba de la voluntad del padre de reconocer al hijo como tal. Con ello, el vínculo de filiación no siempre puede o debe coincidir con la verdad biológica (favor veritatis), siendo suficiente, a veces, una determinación meramente formal y, por lo mismo, no se considera prioritario el interés del hijo (favor filii).
Se debe destacar que tales consideraciones generales del régimen de filiación del Código Civil de 1984 no han sufrido variación alguna a pesar de las reformas introducidas por la Ley 27048, primero, y por la Ley 28457, después, que buscan lograr la coincidencia del vínculo de filiación con el principio de favor veritatis. Ello es así, pues estas normas legales expresamente disponen que su regulación no es aplicable a los hijos de mujer casada; poniéndose, en evidencia, que los alcances del principio de protección de la familia matrimonial respecto de los hijos concebidos y nacidos dentro del matrimonio siguen vigentes.
¿Cómo diseñó el legislador del Código Civil de 1984 el principio del favor legitimitatis en el régimen de filiación?
Primero, precisó que la paternidad matrimonial la establece la ley a través de una presunción: “el hijo nacido durante el matrimonio o dentro de los trescientos días siguientes a su disolución tiene por padre al marido” (artículo 361).
Segundo y desde que la ley establece la filiación matrimonial, señaló que la autonomía privada no determina el vínculo filiatorio y, siendo así, por sí sola no puede enervar la vigencia de la presunción: “el hijo se presume matrimonial aunque la madre declare que no es de su marido o sea condenada como adúltera”.
Tercero, estableció los supuestos taxativos que autorizan al marido a impugnar la paternidad matrimonial (artículo 363).
Cuarto, fijó un plazo de caducidad dentro del cual el marido podía ejercer la impugnación de la paternidad matrimonial: “la acción contestatoria debe ser interpuesta por el marido dentro del plazo de noventa días contados desde el día siguiente del parto, si estuvo presente en el lugar, o desde el día siguiente de su regreso, si estuvo ausente” (artículo 364).
Quinto, reconoció que sólo el marido era el legitimado para impugnar la paternidad matrimonial: “La acción para contestar la paternidad corresponde al marido. Sin embargo, sus herederos y sus ascendientes pueden iniciarla si él hubiese muerto antes de vencerse el plazo señalado en el artículo 364, y, en todo caso, continuar el juicio si aquél lo hubiese iniciado” (artículo 367).
Sexto, determinó que la filiación matrimonial es incontestable cuando se reúnan la posesión constante del estado y el título que dan las partidas de matrimonio y nacimiento (artículo 376).
Sétimo y para cerrar el círculo, negó toda posibilidad para que el reconocimiento voluntario efectuado por el padre biológico pudiera enervar la vigencia de la presunción de paternidad matrimonial: “el hijo de mujer casada no puede ser reconocido sino después de que el marido lo hubiese negado y obtenido sentencia favorable” (artículo 396).
Los fundamentos del diseño del legislador resultan claros: la inactividad procesal del marido para impugnar la presunción legal, implica la aceptación de tal paternidad; la presunción de que las personas casadas cumplen deberes conyugales, determina considerar que el embarazo de una mujer casada es obra del marido; el mandato constitucional de protección de la familia matrimonial, exige el establecimiento de prohibiciones o restricciones que atiendan a la tranquilidad de los hogares y a la estabilidad del orden social.
Son las nuevas consideraciones de la Convención sobre los Derechos del Niño y de la Constitución de 1993, las que exigen un nuevo diseño del régimen legal de filiación.
El derecho del niño a conocer a sus padres, contenido en el artículo 7.1 del referido tratado de derechos humanos, en relación con el derecho de toda persona a su identidad, a que se refiere el artículo 2.1 de la Constitución de 1993, implican que el ordenamiento legal debe reconocer el derecho de toda persona para reclamar la determinación de su filiación o para impugnarla, según sea el caso, sobre la base de la probanza del nexo biológico entre progenitores y procreados. Siendo así, resulta evidente el legítimo interés del niño en conocer quiénes son sus padres, por estarle ello referido directamente en las normas de rango constitucional citadas; debiéndose destacar que resultan incompatibles con la Constitución las disposiciones que impidan al niño el ejercicio de la pretensión de reclamación o impugnación de su filiación.
No obsta, igualmente, la presunción de cumplimiento de los deberes conyugales por parte de las personas casadas, ya que la presunción mantiene su vigencia mientras no se demuestre lo contrario. La probanza del nexo biológico evidenciaría el cumplimiento o no del deber de fidelidad.
La consideración del matrimonio como la unión de derecho en que se funda la familia, no implica que sea la única fuente de la que surge una familia. La unión de hecho es también un modo de constituir una familia. Por lo demás, la necesidad de que la situación de las parejas no casadas no debe ponerse al mismo nivel que el matrimonio debidamente contraído, no debe ni puede perjudicar el derecho de toda persona a conocer a sus padres.
El argumento de defensa de la tranquilidad de los hogares o de la estabilidad social no puede establecerse sobre bases que se alejen del concepto de los derechos humanos. Lo contrario lleva consigo el germen de la discordia, de la alteración de la paz social.
Las nuevas valoraciones sociales le privan de su fuerza de convicción a los argumentos del actual diseño del régimen legal de filiación. Ahora se impone afianzar el derecho de toda persona a conocer a sus padres, con prescindencia de las circunstancias fácticas en que se llevó a cabo la procreación.
Las normas de rango constitucional (la Convención sobre los Derechos del Niño y la Constitución de 1993), exigen que el régimen de filiación se sustente en los principios del favor veritatis, de igualdad de filiaciones y favor filii. La nueva regulación sobre filiación debe buscar favorecer el descubrimiento de la verdad biológica (favor veritatis) para hacer efectivo el deber de los padres de prestar asistencia de todo orden a sus hijos, sin más restricciones que las que se centran en la protección de los intereses del menor (favor filii).
De acuerdo con ello, el alcance actual del principio del favor legitimitatis es el de designar al conjunto de situaciones que constituyen los límites a la investigación de la verdad biológica; restricciones que se deben centrar en la protección de los intereses del menor (favor filii) y en la certeza y estabilidad que debe presidir en materia de estado civil y en las relaciones familiares. Leer más »