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03/04/14: LA ADMISIÓN DE LA CONVIVENCIA HOMOAFECTIVA COMO UN TIPO DE FAMILIA CONSTITUCIONALMENTE PROTEGIDA

 

 

El actual modelo de familia constitucionalmente garantizado es producto de un proceso en el que inicialmente se lo presentaba como una realidad convivencial fundada en el matrimonio, indisoluble y heterosexual, encerrado en la seriedad de la finalidad reproductora[1]; condenando al exilio legal a cualquier otra forma de constitución de una familia. “Los concubinatos fueron perseguidos y deslegitimados al no reconocérseles efectos jurídicos de ninguna clase. Los hijos de esas uniones de hecho, por lo demás, fueron estigmatizados como bastardos[2].

Los hechos desbordaron esa hermética actitud de desconsiderar una realidad que ha ido in crecendo. Así, se abrió paso a la equiparación de los hijos matrimoniales y extramatrimoniales; se acudió a principios del derecho de obligaciones para evitar el enriquecimiento indebido entre convivientes por los bienes adquiridos durante la unión more uxorio hasta llegar a reconocer en las parejas heterosexuales estables, libres de impedimento matrimonial, una comunidad de bienes a la que se aplican las disposiciones de la sociedad de gananciales, en lo que fuere pertinente.

Ahora, se aprecia que la Constitución de 1993 extendió su manto de protección a la convivencia sin matrimonio y esa consagración se ha trasladado en la legislación ordinaria que regula no sólo los efectos patrimoniales sino también personales. “Socialmente, el concubinato ha dejado de ser un matrimonio de segundo rango y su admisión por diversos ordenamientos no es considerada como un atentado contra las uniones conyugales pues aquella no se regula desmontando los principios del matrimonio. Son opciones que el legislador ha tenido, finalmente, que admitir por cuanto lo que se privilegia es la familia y no la ceremonia o la formalidad que rodea su inicio. También las uniones paraconyugales son fuentes de afecto, solidaridad, ayuda recíproca y muestran a dos personas compartiendo valores, metas y amor entre sí y para sus hijos[3].

Este proceso evidencia que la estructura familiar se revuelve sobre sus más sólidos cimientos con la aparición de nuevas fórmulas convivenciales. La sexualidad y la afectividad fluyen y se sobreponen a aquellos esquemas ordenados con una interesada racionalidad y reclaman su espacio de libertad jurídicamente reconocido. No quieren insertarse en un esquema organizado. Se niegan a admitir como única finalidad del sexo la procreación, a que el matrimonio y la unión de hecho heterosexual sean las relaciones exclusivas para su práctica, a la predeterminación de roles en la conducta sexual y, aún más allá, se atreven a negar que la unión del hombre y la mujer, necesaria para la fecundación lo sea también para ordenar la sociedad en familias. Se aboga por la salida de la homosexualidad de lo patológico para ingresar en la normalidad. Una normalidad que requerirá la entrada de su relación en el derecho, su protección jurídica.

Paradójicamente aquellas relaciones afectivas y sexuales afirmadas contra el rigor del tiempo, de los sexos, de las instituciones y las leyes pretenden ahora efectos jurídicos. Y más aún quieren para sí las consecuencias jurídicas de aquellas instituciones legales, estables y organizadas.

El Derecho, es bien sabido, apenas es una superestructura normativa muy dependiente y vinculada a la realidad social de la que parte y a la que sirve. Nuestra sociedad es cada día más tolerante, consecuencia inevitable del pluralismo político que impone la Constitución. Esa sociedad más tolerante acepta conductas que antes (y hoy todavía para algunos) podían parecer ética o socialmente inmorales o no permisibles, pero que han dejado de serlo para la mayoría, cuyo criterio (valores imperantes y predominantes en la sociedad) debe imponerse[4]. Mas, esa tolerancia no es ninguna patente de corzo, sino aceptación de la diferencia, reconocimiento de la diversidad, y esto, que es enriquecedor, es lo que ha de ser respetado por “los otros”.

Hoy, se comprueba que el aludido proceso continúa, no ha parado. El matrimonio y la convivencia more uxorio heterosexual ya no identifican la familia, sino un tipo concreto de familia en cuanto significa una opción entre otras posibles. El fin esencial de las uniones que constituyen el modelo constitucional de familia ya no se identifica con la procreación[5]; y, que la heterosexualidad no es exigencia para la convivencia paramatrimonial. El principio de interpretación dinámica de los derechos humanos advierte de la evolución a la que asistimos: de considerar que sólo por el matrimonio y la unión estable entre parejas heterosexuales se funda una familia, se pasa a apreciar que ésta puede ser fundada, además, por la convivencia de parejas homosexuales.

La recepción de tales criterios no es ajena a nuestro ordenamiento jurídico si se recuerda que en el artículo 15 del Protocolo Adicional a la Convención Americana en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, “Protocolo de San Salvador”, se reconoce que “toda persona tiene derecho a constituir familia, el que ejercerá de acuerdo con las disposiciones de la correspondiente legislación interna“; apreciándose que, el derecho a constituir familia, está expresamente referido a la persona con prescindencia de su sexo u orientación sexual[6].

Siendo así, se sostiene que no sólo debe institucionalizarse la convivencia heterosexual desde que “el régimen jurídico del matrimonio actual no se basa en la procreación (hoy es valor entendido en los ordenamientos europeos), no hay motivo para llevar la diferencia de trato de la convivencia homosexual con el matrimonio y con la pareja heterosexual hasta el punto de negarle su calidad de familia y la oportunidad, incluso necesidad, de institucionalización jurídica (socialmente, ya lo está): se trata de dar soluciones racionales a la convivencia no matrimonial, porque mientras la alternativa sea “solución jurídica – no solución jurídica”, no hay una respuesta razonable a esa convivencia, que es una realidad, y no ilícita. Lo cual no quiere decir (merece la pena reiterarlo) que no deba haber ciertas diferencias en el trato de una pareja y a las otras. La cuestión es, como tantas veces, cómo y hasta dónde (límites)[7]. En el fondo, “es problema sólo de la pareja homosexual y el Estado (legislador); hay que tener alguna razón válida y grave para negar a la pareja homosexual su institucionalización jurídica; con hacerlo no se perjudica a nadie si la cuestión queda sólo entre esos convivientes y se toman ciertas medidas (como es la no permisión de la adopción por esa pareja, en cuanto que esto afecta a terceros, y hoy no está muy claro la conveniencia de esa adopción); únicamente se perjudica a la palabra, al símbolo (el del matrimonio)[8].

No cabe duda, pues, de la recepción constitucional de la convivencia homoafectiva como un tipo de familia que merece la protección dispensada. Ello se ve corroborado con la interpretación realizada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre la protección de la vida familiar frente a la imposición de un concepto único de familia no sólo como una injerencia arbitraria contra la vida privada, según el artículo 11.2[9] de la Convención Americana, sino también, como una afectación al núcleo familiar, a la luz del artículo 17.1[10] de dicha Convención. En ese sentido, en el caso Atala Riffo e hijas Vs. Chile, expresamente se reconoce a la convivencia homoafectiva como un tipo de familia protegida por la Convención Americana. Para la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en ese caso “es visible que se había constituido un núcleo familiar que, al serlo, estaba protegido por los artículos 11.2 y 17.1 de la Convención Americana, pues existía una convivencia, un contacto frecuente, y una cercanía personal y afectiva entre la señora Atala, su pareja, su hijo mayor y las tres niñas. Lo anterior, sin perjuicio de que las niñas compartían otro entorno familiar con su padre[11]. A este respecto, debe recordase que de conformidad con el artículo V del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional, el contenido y alcances de los derechos constitucionales deben interpretarse de conformidad con los tratados sobre derechos humanos, así como con las decisiones adoptadas por los tribunales internacionales sobre derechos humanos constituidos según tratados de los que el Perú es parte[12]. Debe recordarse, además, que los Estados están obligados al cumplimiento de lo establecido en las sentencias dictadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, entendiendo que la parte dispositiva de las mismas no sólo incluye el fallo, sino también los fundamentos jurídicos, ya que en ellos no sólo se explica, motivan y justifican las medidas finalmente adoptadas, sino que en muchos casos se señalan los criterios a seguir para el cumplimiento de la sentencia. En ese sentido, el valor vinculante de la sentencia no sólo se limita al fallo sino que se extiende a los fundamentos jurídicos. Asimismo, las sentencias dictadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos respecto a unos casos concretos proyectan un efecto irradiador sobre los demás Estados, los cuales, sin haber sido parte en el proceso, se ven obligados a cumplir con lo establecido en dicha jurisprudencia, muy especialmente en los fundamentos jurídicos. Ello se debe a que en tales fundamentos jurídicos se expresan determinados principios y criterios a seguir que deben ser acatados por todos los demás Estados partes de la Convención Americana de Derechos Humanos. De esta manera, si la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha considerado en su sentencia que una conducta es incompatible con las previsiones del Convenio, ello deberá afectar, y ser aceptado por todos los demás Estados. Igual sucede si se ha realizado una interpretación de un derecho, sus formas de ejercicio, sus mecanismos de garantía, o se ha referido sobre el contenido y alcances de alguno de sus límites; todo lo cual, implica que los Estados deberán modificar las leyes internas, sus resoluciones judiciales, sus prácticas administrativas, y todo ello aun cuando no hayan sido condenados, permitiendo con ello armonizar un estándar mínimo de protección y garantía de los derechos humanos en el ámbito interamericano.

De otro lado, debe precisarse que la pareja homosexual puede optar por contraer matrimonio o por convivir de manera estable sin contraerlo, como puede hacerlo la pareja heterosexual.

Contra la posibilidad del matrimonio homosexual se sostiene que el matrimonio heterosexual es un concepto antropológico, un dato de la realidad, por lo que sería contrario a la naturaleza el matrimonio homosexual.

Pero a ello cabe contestar que el matrimonio es una creación del hombre, un producto de la cultura. Tras siglos de endogamia y luego de exogamia, la familia evolucionó hacia la monogamia por razones de diverso índole, lograr un orden en las relaciones sexuales, el cuidado de los hijos y los ancianos, necesidades económicas (el culto de los dioses del hogar), y así se afirmaron los lazos espirituales de la pareja. Con el correr del tiempo, la pareja se institucionalizó en el matrimonio.

El carácter de creación cultural del hombre que corresponde al matrimonio determina, por ejemplo, que si bien en la mayor parte del mundo una de las notas del matrimonio es la singularidad, excluyente de otra relación simultánea de la pareja, en los países islámicos no es posible invocar este concepto, ya que un hombre puede sostener hasta cuatro matrimonios simultáneamente.

Esto tiende a demostrar que los conceptos culturales y las definiciones consiguientes pueden variar, no son inmutables, porque son creaciones del hombre, no de Dios ni de la naturaleza, y como tales se pueden adecuar a las necesidades y variaciones que la realidad impone a través del tiempo y las diferentes culturas.

De esta manera, desde esta perspectiva, la objeción se reduciría al nombre, “matrimonio”, y no al contenido de la institución. Se sostiene que el matrimonio homosexual es contrario a la finalidad esencial del matrimonio como es la procreación, o como también se ha dicho, contrario a la naturaleza humana, dado que obsta al uso natural de los órganos sexuales por que impide el cumplimiento de su finalidad natural –la procreación- necesaria para la supervivencia de la especie humana.

Ante tal afirmación se debe recordar que si bien el Código de Derecho Canónico de 1917 establecía entre los fines primarios del matrimonio la procreación y el Código de 1983 que lo modificó no lo contradice, con sus consecuencias respecto a causales de nulidad del matrimonio, éste no es el criterio jurídico admitido en las legislaciones de Occidente, incluido nuestro país.

Concretamente, a diferencia de lo que sucede en el derecho canónico, no es posible demandar la nulidad del matrimonio por la esterilidad o impotencia generandi de un cónyuge, aunque sí en caso de impotencia de uno de los cónyuges que impida absolutamente las relaciones sexuales entre ellos (artículo 277, inciso 7, del Código Civil).

Si el hecho de no poder procrear la pareja homosexual fuera razón suficiente para impedir su matrimonio, también podría sostenerse la prohibición del matrimonio de quienes por razones físicas o de avanzada edad no pueden procrear, no obstante ser de distinto sexo.

Por cierto, los órganos sexuales son instrumentos de la procreación, pero además, cumplen la función de dar satisfacción al natural impulso sexual. Y esto también forma parte de los derechos atinentes a la condición humana.

En el caso de los homosexuales que sienten el deseo y la necesidad de dar estabilidad a su vida mediante la constitución de una pareja permanente, el matrimonio es para ellos el modo de dar singularidad, regularidad y orden a su vida espiritual, conforme a la muy humana necesidad que todo individuo siente de no vivir en soledad, y también al natural impulso amoroso y sexual que, en su caso, es hacia personas del mismo sexo, por más que no puedan procrear. Ello sin perjuicio de que la pareja homosexual pueda optar por convivir de manera estable sin contraer matrimonio, como puede hacerlo la pareja heterosexual.

Se agrega como argumento contra la admisión del matrimonio homosexual la vulneración de diversos tratados de derechos humanos. En tal sentido se señala, por ejemplo, que el artículo 16 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, establece “los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia”.

También se cita el artículo 17 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos que contiene expresiones similares al antes transcripto y los diversos tratados internacionales que aseguran al “hombre y a la mujer” el derecho a casarse. Y de ello se deduce que dichos tratados, con jerarquía constitucional, establecen sin lugar para la duda que el matrimonio debe ser celebrado entre un hombre y una mujer.

Pero respecto de la interpretación gramatical se advierte que los tratados no establecen el derecho de casarse a “un hombre con una mujer”, redacción que habría excluido de su esfera de protección al matrimonio homosexual, sino que garantizan tanto a los hombres como a las mujeres su derecho a contraer matrimonio, obviamente conforme a los requisitos que establece la ley de cada país y ello puede ocurrir entre personas de distinto o del mismo sexo.

Además, cabe señalar que los tratados incorporados por el artículo 55 de nuestra Constitución son anteriores a la primera ley dictada en el mundo (Holanda, 2000) autorizando el matrimonio homosexual y, también, son anteriores al planteo y desarrollo del debate sobre la admisibilidad del matrimonio homosexual.

Ello conduce a advertir que no es acertado descartar dicha admisibilidad sobre la base de expresiones de determinadas convenciones que no establecen prohibiciones expresas respecto del entonces inexistente matrimonio homosexual, sino que simplemente aluden a la igualdad de derechos del “hombre y la mujer”.

No parece de adecuada hermenéutica extraer de afirmaciones sobre la igualdad de derechos en el matrimonio, una conclusión contraria a la posibilidad de legislar sobre el matrimonio homosexual, inexistente en el mundo al tiempo de instrumentarse dichas convenciones.

Realizado este necesario deslinde, los elementos del modelo constitucional de familia quedan referidos a un tipo de convivencia duradera, exclusiva y excluyente, en la que sea indiferente el sexo de los convivientes y que se sustente en una comunidad de vida, de afectos, de responsabilidades; diferenciándose, la convivencia heterosexual de la homosexual, por la aptitud para la procreación[13].

Colofón

Lo que llamamos “familia” ha experimentado una transformación profunda a través de la historia que la hace irreconocible y la muestra en toda su realidad relativa y precaria, impotente para el cumplimiento de muchas de las funciones que tradicionalmente se le asignaron.

Sin embargo, sobre la bases expuestas y a la luz de los derechos humanos reconocidos en el ámbito interno y en el contexto internacional, se puede señalar que una familia resulta digna de protección y promoción por parte del Estado cuando es posible verificar la existencia de un vínculo afectivo perdurable que diseña un proyecto biográfico conjunto en los aspectos materiales y afectivos.

Ello no significa que necesariamente todas las formas de vivir en familia vayan a gozar del mismo grado de cobertura legal. Pero sí debe traducirse en la existencia de un piso mínimo de protección signado por el reconocimiento de los derechos humanos, piso que no puede ser desconocido por ningún orden jurídico infraconstitucional.

Los lazos afectivos y los proyectos de vida se basan en la tolerancia y el pluralismo. Desde esta plataforma normativa, es de esperar que los operadores del derecho de familia insuflen vida a una dimensión sociológica que coloca al hombre, a la mujer y a los niños en el centro de protecci

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