Estimados blogueros:
Acabamos de terminar las fiestas patrias en medio de una nueva crisis institucional, ahora respecto a nuestro sistema de impartición de justicia. Capaz algo de esas crisis tenga que ver con lo ocurrido en nuestra historia, no solo de nuestra fallida vida republicana sino también en el proceso de gestación de la misma.
Pensando en ello, he querido compartir unas interesantes reflexiones de Gil Durán Vidal (Historiador y sociólogo, antiguo profesor Universitario) sobre el papel de José de San Martín en el proceso de la gestación de la independencia patria. Resulta interesante revisar la actuación del General San Martin en el proceso de creación de la República, en el marco de las luchas que habían surgido en el siglo anterior y que originaron el descalabro de las élites andinas.
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Por: Gil Durán Vidal
Dentro de tres años estaremos celebrando el bicentenario de nuestra emancipación de España. Se rendirá homenaje a la memoria de nuestros mártires y se recordará el papel del general José de San Martín en el proceso de la independencia nacional.
La historia oficial señala que San Martín fue el gran libertador del Perú, el soñador que se sacrificó por ver la América hispana libre, el luchador que no se dejó cautivar por la gloria. Esto es en parte verdad, especialmente desde el punto de vista criollo. Dentro de esta visión se soslayan aspectos importantes de la actuación del general argentino en nuestro país, que ensombrecen su epónima figura. Por ejemplo no se dice que mediatizó la culminación de un verdadero proceso de liberación nacional, que juró la independencia condicionado por la aristocracia colonial y que en todo momento quiso implantar una nueva forma de colonialismo en el Perú. Veamos.
Los antecedentes de la independencia se hallan en el siglo XVIII cuando ilustres curacas y otros se levantaron contra la opresión del pueblo indígena. Así tenemos las sublevaciones dirigidas por: Juan Vélez de Córdova en 1738 en el Alto Perú, declarándose heredero de los gobernantes incas; Juan Santos Atahualpa en 1742, en la Selva Central, guerreando por espacio de veinte años sin ser nunca vencido; Francisco Inca, que levantó a la indiada de Lima y Huarochirí en 1750; José Gran Quispe Tito en 1777 en el Cusco, buscando resucitar el imperio incaico; Bernardo Tambohuacso, curaca de Pisac, en 1780, terminando descuartizado; y José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru II) que llevó la misma suerte.
La rebelión de Túpac Amaru fue la más grande de las ocurridas hasta entonces. Se inició el 4 de noviembre de 1780 como movimiento de protesta contra el abuso y la explotación, pero luego levantó la bandera de la liberación que movilizó a hombres y mujeres de todas las razas. Proclamado Inca, eliminó los trabajos forzados de los indios en las minas y obrajes, abolió la esclavitud de los negros, dispuso el juzgamiento de los corregidores y convocó a todos los pueblos a luchar por la independencia y la construcción de una sociedad libre y justa.
Sus combatientes se enfrentaron a los ejércitos coloniales y a curacas colaboracionistas como Rosas, Choquehuanca y otros. Derrotaron en Sangarará a una fuerte expedición represora. En Pucacasa y Cusipata vencieron a las fuerzas mandadas por el mariscal del Valle y el curaca Pumacahua. Dámaso Catari sitió Chuquisaca y Túpac Catari La Paz. Expandida la insurrección, se produjeron conspiraciones en Santiago (Chile); Oruro en el altiplano; Jujuy, Catamarca y Tucumán, en el norte argentino, y Socorro en Colombia. Todos fueron debelados con extrema ferocidad.
Túpac Amaru fue derrotado en la batalla de Checacupe. Nueve días después, en Langui, fue apresado a traición por uno de sus lugartenientes y entregado al visitador Areche. Después de larga tortura sin nombre fue descuartizado en la Plaza Huaccaypata del Cusco. Sus familiares y seguidores sufrieron igualmente cruel tortura, fueron ahorcados y descuartizados, y sus descendientes perseguidos implacablemente hasta en el extranjero. Es emblemático el caso de Juan Tupamaro, que tuvo la suerte de no ser asesinado, pero purgó una larga carcelería en una sórdida prisión de Ceuta (África); sus penurias son narradas en su famoso libro “Cuarenta años de cautiverio”.
A comienzos del siglo XIX resurgieron con inusitada fuerza los movimientos nacionalistas. Se destacan la conspiración cusqueña de 1805, encabezada por Gabriel Aguilar y Manuel Ubalde; la insurrección de Tacna en 1811, dirigida por Francisco de Zela y los curacas Toribio Ara y Felipe Capuja; el levantamiento de los indios de Panao y otras comunidades de Huánuco en 1812, con Juan Crespo y Castillo; la nueva insurrección del pueblo tacneño, en 1813, liderada por Enrique Pallardelli; y el alzamiento de los hermanos Angulo y Mateo Pumacahua en el Cusco en 1814. Esta última rebelión fue la más grande de aquel período. Una vez tomada la ciudad imperial, los sublevados organizaron tres divisiones que marcharían a combatir a los ejércitos españoles.
La primera división, dirigida por León Pinelo y el cura Ildefonso muñecas, marchó al Alto Perú, capturó Puno y La Paz. Los coloniales se reorganizaron e Oruro y con el auxilio del brigadier Juan Ramírez, enviado por el virrey Pezuela, derrotaron a los patriotas en Chacaltaya, desatando un feroz baño de sangre. Un grupo de insurgentes se replegó con Pinelo hacia el Desaguadero, y otros con Muñecas se refugiaron en las Yungas. Al final los cabecillas fueron capturados y sentenciados.
La segunda división, al mando de Manuel Hurtado de Mendoza y el cura Béjar tomó Huamanga y otras localidades. Tras sufrir reveses en Huanta y Matará los revolucionarios se replegaron hasta Andahuaylas. Rearmado su ejército avanzaban nuevamente sobre Huamanga cuando se enteraron de la derrota de Pumacahua en Arequipa. Un traidor apodado “Pucatoro” asesinó a Hurtado de Mendoza, entregándose luego a los realistas. Los jefes rebeldes fueron apresados y ejecutados en el Cusco.
La tercera división, comandada por Pumacahua y Vicente Angulo, incursionó sobre Arequipa, venció a los realistas en Apacheta y tomó la ciudad. Pero el 11 de marzo de 1815, en Umachiri, fue derrotada por las tropas del general Juan Ramírez que triunfante llegó de Puno y desató una demencial carnicería. En el campo de batalla quedaron más de mil muertos y centenares de heridos que fueron repasados y fusilados, entre ellos el coronel Dianderas, el curaca de Umachiri y el poeta Mariano Melgar. Días después Pumacahua fue apresado en Sicuani, ahorcado y descuartizado. El 25 de marzo Ramírez y sus tropas entraron al Cusco a sangre y fuego.
Así dieron su cuota de sangre todos estos mártires. Sucumbieron especialmente por la diferencia de las armas; pues el arrojo, las hondas y las picas no fueron suficientes contra los cañones, los fusiles y los caballos del enemigo. Pero sus remanentes y reservas continuaron alzados y formaron las famosas montoneras que pusieron en jaque a los colonialistas mediante la guerra de guerrillas. Más adelante se incorporarían a los ejércitos de línea de San Martín y Bolívar.
En ese mismo período habían fracasado expediciones patriotas al Alto Perú desde las liberadas Provincias Unidas de la Plata (Argentina). Habían sido derrotados Gonzales Balcarce y Juan Castelli en Huaqui (1810), Manuel Belgrano en Vilcapuquio y Ayohuma (1813) y José Rondeau en Viluma (1815).
Fue entonces que San Martín concibió el proyecto de libertar al Perú invadiendo Lima por mar, derrotar a las fuerzas virreinales en su centro de poder y así asegurar la independencia de América. Organizó un ejército en Tucumán, y con él cruzó los Andes en una jornada comparable con la hazaña de Aníbal en la antigüedad y de Napoleón en los tiempos modernos.
La expedición libertadora entró a Chile, venció a las tropas coloniales en Chacabuco y Maipú, proclamó la independencia de ese país, estableció un gobierno dirigido por Bernardo O’Higgins y preparó la invasión al Perú. Zarpó de Valparaíso con más de 4,000 hombres en 16 navíos a cargo del almirante inglés Lord Cochrane. El 7 de setiembre de 1820 desembarcó en la bahía de Paracas.
A los pocos días San Martín recibió la invitación del Virrey Pezuela para entrar en tratos. La reunión tuvo lugar en Miraflores, donde los independientes propusieron el establecimiento de una monarquía encabezada por un príncipe español, que gobernaría en lugar del virrey. El planteamiento fue rechazado, y lo único que se logró fue un armisticio de diez días.
Fracasadas las negociaciones, San Martín dispuso que el general Álvarez de Arenales, pasara con una división de 1,200 hombres a la Sierra Central con el fin de anunciar la independencia y levantar a la población. Esta tropa avanzó hasta Junín y Pasco, logrando la enfervorizada adhesión de los pueblos. En su persecución salieron tropas virreinales acantonadas en el sur, al mando de Ricafort, y un escuadrón de Lima a cargo de O’Relly, los que se dedicaron a masacrar, saquear e incendiar. Este último fue derrotado en Cerro de Pasco el 16 de diciembre de 1820.
A su vez San Martín partió al norte con el grueso del ejército; desembarcó en Ancón, de donde pasó a Huacho y luego a Huaura. Entretanto Cochrane capturó la fragata “Esmeralda”; Guayaquil juró la independencia y decidió incorporarse al Perú; el batallón “Numancia” se pasó al ejército independiente en Chancay; y el general Canterac destituyó al Virrey Pezuela, reemplazándosele por el general José de la Serna. Muchos otros eventos ocurrieron.
San Martín entró en negociaciones con el nuevo virrey. Las reuniones se llevaron a cabo en la hacienda Punchauca y luego en Miraflores, donde el libertador planteó el establecimiento de una Regencia presidida por el Virrey, que gobernaría hasta la llegada de un príncipe español que asumiera el trono. Rechazada esta propuesta, solo acordaron un armisticio que al final más beneficiaba a los españoles.
La Serna huyó a la Sierra, dejando al Marqués de Montemira como gobernador de Lima y al General La Mar a cargo de los castillos del Callao. Separó su ejército en dos divisiones. La primera, al mando de Canterac, avanzó con 4,000 hombres por Cañete, Lunahuaná e Iscuchaca, llegando al valle del Mantaro con sus tropas diezmadas. Estaba a punto de ser batido por Alvares de Arenales en Chongos el 13.07.1821, cuando este recibió una carta de San Martín disponiendo no enfrentar al enemigo y retornar a la Costa.
La otra división, con el virrey a la cabeza, se dirigió con 3,000 soldados por Mala; sufrió el permanente acoso de los guerrilleros, incluso derrotas en Yauyos y Huarochirí, y también fue favorecido por la disposición de San Martín. Llegó al valle del Mantaro, devastando y arrasando pueblos, el 4 de agosto con solo la tercera parte de sus soldados desmoralizados.
Mientras tanto, ante el peligro de una invasión de los montoneros a Lima, el Marqués de Montemira ofreció a San Martín dejarle entrar pacíficamente a la ciudad a condición de que sus soldados no cometieran tropelías y que impidiera el ingreso de las partidas de indios y negros que tenían rodeada la ciudad. Así se procedió.
El libertador ingresó a Lima el 12 de julio. Se alojó en el palacio de los virreyes. El Cabildo se reunió el día 15 y se firmó el Acta de la Independencia que fue redactada por Manuel Pérez de Tudela. Se acordó Jurar la Independencia el sábado 28 de julio. Para entonces ya se había proclamado la independencia en Guayaquil (09.10.1820), Ica (21.10.20), Huancayo (20.11.20), Tarma (29.11.20), Trujillo (29.11.20), Huánuco (15.12.20), Piura (04.01.21), y Tumbes (07.01.21).
El 28 de julio fue día de fiesta. El libertador San Martín salió del palacio virreinal rodeado por la nobleza colonial y lo más selecto de la aristocracia criolla. Se dirigió al tabladillo levantado en la Plaza de Armas y cumplió con el acto de la proclama, ritual que se repitió en otros tres lugares. Esa noche y la siguiente hubo baile de gala en los suntuosos salones del Cabildo y del palacio virreinal, al tiempo que se desarrollaba una verbena general en las calles y plazas.
Esa pomposa fiesta clasista es la que celebramos como día de la independencia nacional. No rememoramos un hecho heroico, ni el sacrificio de los miles de patriotas que entregaron su vida por la libertad. Por eso, creemos que, en lugar del 28 de julio deberíamos celebrar el 4 de noviembre (inicio del levantamiento revolucionario de Túpac Amaru en 1780), o el 9 de diciembre (la gloriosa batalla de Ayacucho, en 1824, que selló la independencia del Perú y de América).
San Martín se erigió luego Protector del Perú, instaló un Consejo de Estado y creó instituciones que le permitirían establecer un reino en el Perú: la Orden del Sol (equivalente a las órdenes de caballería en Europa) y la Sociedad Patriótica de Lima (que se encargaría de hacer propaganda de su proyecto monárquico). Entre otros actos, convocó a un Congreso Constituyente y envió dos emisarios a Europa a buscar un príncipe que ocupara el trono peruano.
Pero el proyecto sanmartiniano fracasó por la oposición de los liberales que hicieron del Congreso, la Sociedad Patriótica y la prensa su trinchera, así como por el rechazo de los gobiernos independientes de Hispanoamérica, organizados bajo el sistema republicano. Como se aprecia, la independencia del Perú fue el resultado de un largo proceso de luchas iniciado por los peruanos llamados indios y culminado por los criollos. El general San Martín proclamó la independencia, acompañado por la nobleza colonial, y quiso establecer no una república sino una monarquía encabezada ya sea por el mismo virrey o por un infante europeo. Felizmente la torpeza del virrey La Serna quebró la posibilidad de que continuara el régimen colonial bajo el ropaje de una Regencia. Finalmente el proyecto monárquico fue rechazado por el pueblo peruano y por las nacientes repúblicas de América Latina.
“El Perú es, desde este momento, libre e independiente…” proclamó San Martín aquel 28 de julio de 1821. Eso es lo rescatable. “Somos libres, seámoslo siempre…” reza a su vez el coro del Himno Nacional como un llamado a mantenernos firmes y vigilantes contra toda forma de dependencia y dominación.
Pero la primera estrofa del himno contiene un error histórico. Señala que el peruano oprimido, “condenado a una cruel servidumbre largo tiempo en silencio gimió”, cuando no fue así. Claro que el peruano fue explotado y vejado por tres centurias, pero no lloró en silencio su tragedia histórica, como se acaba de ver. Luego dice: “más apenas el grito sagrado libertad en sus costas se oyó… la humillada cerviz levantó”, lo que tampoco es verdad. Fue al revés.
Por eso hacemos bien en cantar solo el coro y la sexta estrofa de nuestro himno: “Somos libres, seámoslo siempre…” y “En su cima los Andes sostengan la bandera o pendón bicolor… A su sombra vivamos tranquilos, y al nacer por sus cumbres el sol renovemos el gran juramento…” Hagamos de esos versos, que trasuntan el sueño de nuestros precursores y próceres, la senda que oriente nuestro diario quehacer. Y que se revise nuestra historia de la independencia.
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