TOMADO DEL DIario El País
Por Timothy Garton Ash (historiador)
Sean cuales sean nuestras esperanzas, debemos estar preparados para la orientación seguramente neoconservadora que tendría la presidencia de John McCain e impulsar nuestros propios objetivos.
Decir que los europeos van a dar la bienvenida al presidente George Bush en su visita de despedida a Europa la próxima semana (*) puede tildarse de mal uso de una expresión verbal. Dar la bienvenida no es precisamente el término apropiado. Lo que sí les gustará es despedirse de él. Sus dos mandatos han sido un mal período para la relación entre Europa y Estados Unidos. Lo que hay que saber ahora es cuánto mejorará esa relación con un Barack Obama o un John McCain como presidente. Mi opinión es: con Obama, será muy distinta y emocionante, pero no por eso será fácil; con McCain, un poco mejor que con Bush al principio, pero enseguida podría volverse de nuevo tormentosa.
Lo que nos planteamos aquí es, en realidad, mucho más profundo: ¿cuánto cuenta el individuo en la historia? Respuesta: mucho. Si el ganador de las elecciones presidenciales del 2000 hubiera sido Al Gore (es decir el ganador de las elecciones del 2000), la historia de las relaciones transatlánticas en los últimos años podría haber sido muy diferente. Los atentados del 11 de setiembre quizá habrían provocado una crisis transatlántica de todas formas, porque Estados Unidos se sintió en guerra y Europa no. Pero gran parte de la brecha posterior tuvo que ver con el propio Bush: su unilateralismo, su obsesión con Iraq, sus maneras de cowboy, su incompetencia.
Durante su segundo mandato, las relaciones transatlánticas han mejorado ligeramente. Las ominosas profecías spenglerianas de hace cinco años, en el apogeo de la crisis de Iraq, parecen hoy algo cómicas. El inminente “choque de civilizaciones”, predijo un experto estadounidense en política exterior, no se produciría entre Occidente y el islam sino entre Europa y Estados Unidos. “Los estadounidenses son de Marte y los europeos son de Venus”, escribió el neoconservador estadounidense Robert Kagan. Y ahora resulta que, después de todo, somos del mismo planeta. En la medida en que varias ciudades europeas como Madrid y Londres han sufrido los ataques del terrorismo yihadista y que incluso los estadounidenses conservadores han reconocido que no es posible ganar una “guerra contra el terror” como una guerra convencional, ha habido cierta convergencia a propósito de lo que entraña esta larga lucha.
Sin embargo, sigue habiendo varias verdades importantes e incómodas. Durante la guerra fría, el Occidente transatlántico se mantuvo unido porque tenía un enemigo común. Ya no es así. A pesar de la convergencia transatlántica frente a la amenaza del terrorismo internacional, no es un factor que nos una como lo hacía la amenaza soviética (“Ojalá tuviéramos otra vez a Brezhnev”, suspiró un ex ministro británico de Exteriores en el momento culminante de la crisis de Iraq). Una reciente comparación de las estrategias antiterroristas británica y estadounidense que aparecía en “The New York Review of Books” destaca que, para Gran Bretaña –y gran parte de Europa–, el terrorismo es un enemigo interior, como el cáncer, mientras que para la mayoría de los estadounidenses sigue siendo un enemigo exterior. Es más, en Washington los analistas consideran a la propia Europa como una amenaza contra la seguridad nacional de Estados Unidos, porque el viejo continente se ha convertido en hogar de posibles terroristas yihadistas.
En el mundo bipolar de la guerra fría, Europa occidental y Estados Unidos estaban condenados a trabajar juntos. En el mundo multipolar actual, hay más permutaciones posibles. Estados Unidos vive una incipiente historia de amor con India. Quizá prefiera esas democracias grandes, amistosas y no occidentales a las pequeñas criticonas de la vieja Europa. La dependencia energética que tiene Europa respecto a Rusia y su dependencia económica de China, cada vez mayor, pueden hacer que los países europeos tengan la tentación de arrimarse a esos gigantes autoritarios más de lo que le gustaría a Washington. En este nuevo mundo, la alianza transatlántica no tiene nada de inevitable.
Como los lazos estructurales son más débiles, las personalidades, visiones y estrategias de los líderes a los dos lados del charco son más importantes que nunca. Voy a concentrarme en el caso más difícil, y dejaré a Obama para otra semana. La biografía de juventud de McCain impone respeto, igual que la de Bush, padre, y a diferencia de la de Bush, hijo. Sin embargo, ahora es un anciano y no tiene para los europeos la fascinación de Obama. Si “poder blando” significa “el poder de atraer”, Obama es la personificación del poder blando estadounidense, y McCain no. Además, es famoso por su temperamento volcánico, no necesariamente una ventaja cuando hay que tratar con unos líderes europeos pesados y convencidos de su propia importancia.
Hacer bromas sobre “McBush” y “McIgual” es quizá demasiado fácil. McCain lanza algunos mensajes nuevos que son de agradecer: la renuncia a la tortura, el cierre de Guantánamo, la práctica de la “buena ciudadanía internacional” a propósito del cambio climático. Pero también comparte con su predecesor muchas opiniones sobre política exterior. En un discurso pronunciado en Los Angeles este año, subrayó que su experiencia personal de combate le ha hecho “detestar la guerra”, pero la verdad es que se mueve, por lo menos tanto como Bush, dentro del paradigma o la metáfora de “la nación en guerra”. Lo que muchos ven en él, y les gusta, es precisamente la imagen de jefe guerrero. Él es quien dijo que Estados Unidos todavía podía ganar en Iraq cuando todos los demás empezaban a darse por vencidos.
“Derrotar a los extremistas islamistas radicales es el reto de seguridad nacional de nuestro tiempo”, escribió el año pasado en “Foreign Affairs”. “Iraq es el frente central de esta guerra, según nuestro jefe allí, el general David Petraeus, y según nuestros enemigos, incluida la dirección de Al Qaeda”. Y según George Bush. Pero no de acuerdo con la mayoría de los expertos en asuntos militares, seguridad e inteligencia estadounidenses, los amigos de todo el mundo ni los aliados europeos, que contestarían de forma unánime (a) que no existe un “frente central” y (b) que, en esta lucha, Afganistán, Pakistán, Arabia Saudí y las comunidades musulmanas de Europa son al menos tan importantes como Iraq.
Ha hablado de “hacer retroceder a los Estados sin ley” y utiliza un lenguaje de enfrentamiento con Irán. Dado que los iraníes continúan desarrollando la capacidad de enriquecimiento de uranio a una velocidad alarmante, es posible que, en algún momento de los próximos cuatro años, él tuviera que tomar la decisión de bombardear o no sus instalaciones nucleares. En ese caso, Irán podría convertirse, para las relaciones entre Estados Unidos y Europa, en otro Iraq, solo que peor.
McCain se define a sí mismo como “un idealista realista” y se deja aconsejar por los neoconservadores que se impusieron tras el 11 de setiembre en el gobierno de Bush, hijo, y los partidarios del realismo en política exterior predominantes antes y después del 11-S europeo (el 9 de noviembre de 1989, la caída del Muro de Berlín) en el gobierno de Bush, padre. Por el lado idealista neocon, toma prestada de Robert Kagan (el de Marte y Venus) la idea de una Liga de Democracias. Incluso sugiere que se expulse a Rusia del G8 para hacer sitio a Brasil e India. Y McCain, como Bush en su segundo mandato, apoya una estrategia de promoción de la democracia en Medio Oriente en general.
A los europeos –y a los canadienses, brasileños, australianos, indios y otros pequeños demócratas de todo el mundo– no debe asustarnos eso, pero sí debemos estar preparados. Necesitamos tener estudiado, para noviembre, qué vamos a responder a las propuestas que probablemente vayan a hacernos: estamos de acuerdo con esto, esto otro lo haríamos de otra forma. Debemos tener hecha nuestra lista de tareas para poder revivir la relación transatlántica después de Bush. Y no podemos contar con que gane Obama. Después del agitado período de relación con Bush, conviene prepararse para más agitación.
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