El Parroquiano

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 A Javier

Como muchos, no creo en la Iglesia ni tampoco en sus ritos sacros que de semana en semana se van dando sin obstáculos, nadie lo impedirá. No creo en la Iglesia, y aunque sea esto injurioso para mi familia que de una fecha hacia acá lee mis pequeños escritos, pues lo refrendo para que de una forma u otra se les vaya desechando – si acaso aún no lo está – la esperanza de verme detrás de un púlpito recitando algún sermón como algún día yo también lo pensé estar.

Y en verdad quise ser sacerdote, y en verdad también ahora que lo pienso, no fui el único que quiso estar envestido de blanco y asegurarse una habitación de cinco estrellas en el firmamento, pues no. Que yo recuerde no éramos pocos – ni tampoco muchos – los que participábamos con fervor en las misas de miércoles (de los días miércoles) y que hacíamos de todo para interiorizar aquellos actos que se nos arrostraban en un primer momento y que de poco a poco alcanzaban el ápice de la iniciativa propia en algunos corazones. Pero bueno, no puedo hablar por ellos con justicia, así que hablaré por mí mismo.

Ya va a ser una década (dejen que me lo crea) que dejé el flamante colegio Salesiano donde me formé o deformé según sea “para qué” y tuve mis primeros accidentes de púber y de adolescente. No lo digo por la congregación, ni mucho menos por mis compañeros, que en definitiva solo eran guiados por la inercia de la edad (aunque no pocos siguen embebidos en la marea de la banalidad) y no tenían la mínima culpa de nada, su ignorancia era obnubilante y la mía aún más. Y además no estaba en posición de juzgar a nada ni a nadie por mi  limitada ilustración, cosa que ya subsané a pulso y, aunque muchos saben que hay ciertos detalles que evidencian los errores institucionales y la tergiversación de toda aquella espiritualidad en el colegio y en la misma Iglesia, puedo juzgarla más imparticialmente, pero no hablaré de eso en esta ocasión. Por lo pronto, es más seguro que haya sido yo mismo, mi familia y mi crianza que me apocaba frente a tantas oportunidades de sobresalir a esa edad. El hecho más seguro aún, es que estando en un colegio religioso salesiano y acudiendo asiduamente a la parroquia de mi barrio, hubo un tiempo en el que Dios fue mi dosis ineludible de sanación en un esfuerzo infinitesimal por compensar tantas heridas malhadadas de una corta y pesada vida, vida tan joven y tan vieja.

En el cole, los miércoles eran días de misa o eucaristía y todo el mundo esperaba con astenia aquel día tan riguroso y protocolar, a no ser que nos tocara celebrarla con el colegio María Auxiliadora que eran “hermanas” de la misma congregación y que de muy de vez en cuando se les convocaba para compartir el sacrosanto techo de la capilla del colegio, dándole por tanto sentido  obligatorio al rito matutino: Nenas.  Bien, todos los miércoles y días de fiesta de conmemoración Mariana o Salesiana se nos conminaba a hacer la cola por salones y secciones frente a la capilla, lo cual desde ya era aburrido para muchos, sin contar los días de confesión en los cuales  teníamos que legarnos a escudriñar nuestros recuerdos para sacar la abultada basurita al exterior y en un acto de fe – no a Dios sino al cura – regurgitarlas, y procurarnos así la aquiescencia para nuestra sagrada comunión.

Así eran los miércoles. Pero para mí, no todo quedó en los días tres de cada semana, no podía quedar así, menos para un mostrenco como yo que se lo creía todo. Se supone que era fruición celestial, un pase asegurado a la felicidad. Un poco de arrepentimiento, misas consuetudinarias, un poco de abstinencia, sacramentos por aquí y por allá, un par de azotes para el aderezo; etc. Todo eso valía una ganga en pro de mis pasiones por la libertad y la gloria. Así que, dejando de lado las peleítas, los conflictos de egos, las competencias infantiles por la nota, la admiración oculta hacia uno más bonito que yo, la preocupación por  pertenecer al grupo o no, la envidia de tener y no tener, las justificaciones tontas, los castigos auto infringidos; entre otras cosas. A solas, Dios y yo cruzábamos miradas y de formas muy sutiles esperábamos la hora del segundo recreo y asegurándome que no hayan moros en la costa, fuera del alcance de todas las miradas – sobre todos de los curas avispados – y mientras todos jugaban enamorándose de la pelota, dejaba la eterna banca de suplentes y me introducía ráudamente en la capilla y me envolvía en oración.

Oré vigorosamente. ¿Cuántas lágrimas habré derramado por ser como Jesús? Y es que todos los curas lo decían “Sean como Jesús”, yo de veras lo intentaba. Pues no lo entiendo, hasta ahora no lo soy, siempre tuve curiosidad por qué la biblia nunca escribió nada sobre un Jesús adolescente. Desde sus doce años todos lo perdimos de vista, supuestamente se fue a regodearse en las arenas del desierto o en Punta Cana, hasta los treinta años y poco después se dejó morir sin darnos una explicación sustentable para preguntas tan elementales como ¿Qué hacer cuando uno se enamora y es rechazado? ¿Por qué todos se masturban y yo soy el único al que no se le antoja? ¿Por qué la niña llora por mí y yo no puedo llorar por ella? ¿Qué de malo tiene un porrito de vez en cuando? ¿Por qué la niña juega a la cirugía con sus muñecas? ¿Porqué no puedo convertir el agua en vino?, etc.  Hay tanto que has dejado en interrogantes y no bastará que rece siempre a las tres de la tarde en punto la oración de la divina misericordia, para que atiendas a este pobre mortal sin derivarlo antes a las oficinas de un buen pastor y lo enfiles en la cola de espera eterna para una respuesta que nunca llegará.

Toda mi vida religiosa empezó así: Desde una semilla adolescente lanzada en la tierra pedregosa de mi vida en el colegio y el empeño del destino para allanarla valiéndose de muchas personas que pasaron por mi vida con su ejemplo, con sus necesidades de afecto, con sus rencores atracados, con sus párpados cansados de semisueños, con sus prisiones, con sus enfermedades, con sus canciones peregrinas, con sus niñas abandonadas; y sobre todo con una bella niña vicaria: L. Dios me hipnotizó y se valió de mis hormonas – esta vez – para hacerme caer en el fausto juego de su mesa: La parroquia.

Amo a gran parte de las mujeres porque por ellas conocí la parte más sublime de mi naturaleza. Fue por una chica de nombre L que un día yo y mis primos urgidos por aquella añorable urgencia hormonal llegamos a aquellas reuniones dominicales en el segundo piso de mi parroquia cuyo nombre  era la de un santo que se canonizó por no sé qué y cuyo nombre era Santo Cura de Ars.  Como dije, tal parece que Dios se valió de mis hormonas para obliterar mi paso hacia no sé dónde y obsequiarme una divertida cruz para, como se dice, pasar el rato según él y aprender a quererla como él. Bueno,  a pesar de las chanzas y lo escépticos que éramos mis primos y yo, poco a poco se fue quedando en mí la ilusión de levitar guiado por una fe infinita hacia algo que era – según los servidores de mi grupo de oración – evanescente, como fuego en el interior, como lenguas de fuego que se posan y te llenan (o rellenan para el caso mío) de dones y paz interior, más allá de lo que yo mismo y mis quiméricos correligionarios podían creer, todo aquello caló muy dentro de esta personita plástica que ostentaba hasta ése entonces.

Nunca me enteré porqué ser un parroquiano tiene connotaciones peyorativas y quizás no lo sabré jamás. Acudí a mi parroquia durante años y lo hice con convicción. Y hoy que he vuelto a visitar aquel antiguo recinto, tal vez con la esperanza de volver a ver a mis hermanos de hostias y acompañarlos diligentemente en alguna trifulca catatónica inmersos en éxtasis celestial, no me arrepentiría jamás de haber sido un parroquiano, porque fueron los episodios más intensos de mi vida. Vida que me enriqueció tanto como me dilapidó, haciéndome descubrir lo más diáfano y entregador que tenía dentro de mí, tan igual como aquello tan obsceno que podía esconder. Me convirtió o desveló, de formas tan inenarrables por causas tan inenarrables, mi propia humanidad y mi potencial como persona, de la cual sigo estupefacto y para toda la vida.

Una vez, estando en la parroquia, llegó un joven que tenía una especie de enfermedad que se manifestaba con temblores en todo el cuerpo durante todo el día, tal parece que padecía de ciertos espasmos musculares que no podía controlar. Sé que se llamaba Javier y que de vez en cuando padecía también de ataques de epilepsia, y que si bien yo conocía la enfermedad, nunca la había visto florecer. Fue entonces que un día en misa, en la que no me tocaba cantar (hoy mi canto es hórrido, por si se atreven a preguntar) me senté con él en las bancas de al final de la columna, y fue entonces en uno de los ritos, que Javier cae de improviso y empieza a convulsionar. Nadie supo qué hacer, yo estaba junto a él y sólo atiné a agarrarle la cabeza para que no se la rompa, y pedía instintivamente un pañuelo para proteger sus dientes y su lengua. Nunca había hecho eso antes, ni siquiera lo había visto en películas. Poco a poco, se fueron acercando muchos en plena misa y recuerdo claramente a Javier y sus ojos desorbitados, la espuma de sus labios, su cuerpo tendido bajo sombras lelas que vociferaban “hospital, hospital” y recuerdo también que aquella vez cometí o logré la mejor o la peor iniciativa de mi vida: Le pedí a Dios que todo el mal que morase en él, me lo procurara a mí y que – por todos los santos – lo cure por favor.

Así lo pienso ahora, lo veo como una estupidez. ¿Quién puede curar a un enfermo con  una oración y pedir a la vez que su enfermedad se vuelva la suya como un mártir o un filántropo sin causa?, no lo sé. El hecho es que lo hice, y no sé si acaso su enfermedad reposa en mí desde aquel día y no sé si él porfin haya sanado. Lo que recuerdo por aquellos días,  después del pequeño percance, es cuando él se convirtió en un buen amigo mío. Javier y yo, paseábamos muchas veces, caminábamos. Al comienzo, como mucha gente de mi edad yo empezaba a sentir rubor en los cachetes al sentir que todas las miradas estaban en mí, “en tí y en el cojo que tienes al lado”, decía para mis adentros. Pues sí, sentía vergüenza y a la vez indignación, porque no contento Dios con la epilepsia,  le había impuesto también una cojera muy laxa a mi amigo y que le impedía por lo menos entrar y salir con gracia de cualquier lugar, ¡Que carajos!. Yo no sé si él era un desgraciado, pero él me dijo muchas veces que se sentía así. Aunque nunca pude entender todo lo que él se esforzaba en decirme, sé que el me entendía a mí muy bien, asi que para el caso, se podría decir que tuvimos una muy buena comunicación.

Te extraño demasiado Javier, donde quiera que estés. Aun recuerdo la puerta de lata de aquel lugar donde vivías, no sé si tenías madre o padre, no sé quien me recibió en tu casa aquel día, amigo mío, en el que te dejé descansando con tus quinientos mililitros de mar adentro, no lo sé. Solo sé que me hizo bien un poco de aquel benévolo bálsamo para desenterrar juntos las criptas que llevábamos dentro pero, eso sí, sin perder la estabilidad querido amigo.

¡Bendito seas, donde quiera que estés¡

 

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