EL CHICO EN EL PISO

Estaba en un bus esperando a que partiera. Había viajado a la capital y retornaba luego de una capacitación, todo machote no quise llamarla a sabiendas de que ella podía estar en su apartamento; pero el terminal, el clima, la noche, todo me trajeron sus recuerdos sin remedio. No resistí (como si pudiera resistirme) y la llamé porque quería fugar para besarla por todos los rincones de su añorado ser y si no se dejaba, me conformaría con dormirme quizás nuevamente en el piso rogando por sus mimos.

Fue devastador. Ella me dejó lelo al decirme por el auricular que quería darse otra oportunidad con otro sujeto con el que mantenía una nueva relación y yo solamente atiné a colgar. No pude seguir escuchando. Mis ojos se inundaron y bajé la visera de mi gorra para poder llorar sin temor a ser descubierto por la gente en derredor.

Sí, lo confieso, dormí una vez en el piso buscando llamar su atención. Fue en un hotel, uno de los tantos que visitábamos porque nos costaba duramente separarnos. No recuerdo cual fue el motivo, solo recuerdo que ella se giró hacia la pared y no me abrazaba. Yo, de mañoso, me tumbé en el frío cemento esperando a que ella reaccione y me diga al menos que suba a la cama. No se equivocan, ella se quedó bien dormida y yo, aterido de frío, sucumbí y me recosté a su lado derrotado.

Quizás se sorprendan o se rían, tengo más de treinta y tantos y me calza todo tipo de apodos como inmaduro, pueril, llorón, inseguro; etcétera. Pero el amor que le tuve a ella causó en mí este leve retraso mental y, de hecho, le estoy agradecido. No sólo he sido para ella el niño en busca de la mamadera, he sido también su juguete risueño, he sido su mascota fiel, he sido su gato. La quise como si el mundo se fuera a acabar y se acabó.

Hoy sólo me queda este tesoro de recuerdos. Lloré y sigo llorando porque siento que los vientos me la arrancan. Me ahoga imaginar que mientras busco su boca, me ofrece su espalda una vez más y quizás ahora para siempre. Ahora que ella está allá y yo aquí, me sobrecoge la pena de no compartir su frazada o al menos su piso. “No te hagas daño”, me dice; y yo me pregunto si debería obedecer, si debería levantarme. “No, ni lo intentaré”, me respondo y vuelvo al suelo.

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