EL VENDEDOR DE MI CIUDAD

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Nosotros, los mortales, hemos nacido con el estigma de Adán y Eva para ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente (y de todos los recovecos de nuestra humanidad).

En una pared verde, lo recuerdo: En aquel parque donde se dice que todo es infantil, ahí halláis trabajo. Un papel pegoteado, en el muro con olor a pis, suscribe que se necesita mozos, “muchachos”, ayudantes y vendedores…

Emperifollado, desde la mañana, observa que le quedan dos relojes que vender para cumplir su cuota. “La corbata hará que me vea más chic”; el espejo lo contempla. “Hoy sí lo vendo”, se dice y besa su suerte para salir a la calle “con fe, con fe”.

Hay que contar los kilómetros que recorre el vendedor mientras es consumido a cada paso por la indiferencia de las puertas que osa tocar. Pero si aquello se puede calcular, ¿cómo calcular el tamaño de la esperanza que lo impulsa a no socavarse? Los perros siguen siendo impedimentos para entrar en aquel callejón, pero el vendedor se las ingenia para engolosinarlos y arrostrar a quien abra esa puerta, antes inalcanzable.

Relojes, juguetes, cosedoras de mano, ollas, libros, jabones, chupones, cepillos, y más; viajan en las maletas de aquellos vendedores que se han propuesto conquistar el mundo a fuerza de trabajo barato pero honesto.  Ellos, muchas veces, son engañados por indeseables que pululan al acecho en nuestra ciudad, e instalan, incluso, oficinas para engatusar al joven incauto que de mucha sobra tiene candidez y más necesidad.

Sirva la presente, entonces, como advertencia expresa contra aquellos que se alimentan de la pobreza de los demás.

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