Lo que Abencia se llevó
Mis padres nacieron en días de frío, en provincias con sus distritos de frío también que con los años llegué a conocer. Uno de esos lugares fue Jauja y para ser más exacto fue el distrito de Acolla, lugar donde nació mi abuelo y donde mi ascendencia más cercana se instauró para dar origen a mi árbol genealógico, por lo menos el que yo conozco por mi abuelo, que en alguna cháchara nostálgica me contó. Me narró historias mientras yo crecía, me enseñó algo de Quechua y yo la chapurreaba mas nunca la hablé porque siempre se me olvidó. Nunca pudimos hablar del amor o de las chicas, sospecho sería porque crecí con él en años donde tener novia era cosa demasiado trivial a comparación de mi Espada del Augurio o de mis Autobots nada era mejor.
Alicia (no se me ocurrió otro sobrenombre) me volvió a encontrar en un trabajo mientras yo fungía de supervisor en una empresa de mediano prestigio. La volví a ver después de un año, después de haber pasado uno de los periplos más duro de mi vida y ya casi la había olvidado. Un buen día al regresar a la oficina, bajando la mirada en perspectiva (sólo unos pocos centímetros más abajo, es algo chata la fulana) estaba ella, esperando – es más – esperándome con una sonrisa perfecta, una mirada de cartoon, algo rubia y cara pálida la sutana…
Yo la conocí, mientras caminaba por las calles de un distrito no tan populoso de por acá. En una visión furtiva mientras buscaba una cabina de internet. La observé sentada frente a un monitor, asumí que era la dueña o la encargada del establecimiento y mientras hurgaba en mis bolsillos en busca de algún sencillo (mi riqueza entera en sí), ella levantó la mirada hacia mí y fue mi sentencia. Me dispuse a ver las novedades en la red, noticias patibularias de este mundo enano, enterarme de adelantos tecnológicos, alguna noticia de los amigos de antaño, o quizá husmear la trivialidad de las noticias de moda, por último; las calatas del Trome. Mas, por esos dictámenes del destino, de la nada, ella y yo terminamos enfrascados en un duelo lúdico de ordenador y aunque, mi mano diestra y mi instinto asesino se volvían abusivos, me dejaba aniquilar de rato en rato por la niña de las risotadas, la de sonrisa perfecta, la de mirada de cartoon, algo rubia y cara pálida la fulana. No sé en cuantas escaramuzas nos enfrentamos: Ella pedía que “no la mate” y cogía mi ratón (el mouse por supuesto) y lo giraba hacia otro lugar para aprovecharse de mí y acabarme a tiros. Obviamente, yo quería matarla y matarla con aspaviento, en todos los sentidos, en todos los escenarios del juego, por aquí y por allá; pero fue tarde para la reacción, el que estaba muerto era yo, en el target, templado y tendido.
… – Hola!, pensé que te llamabas Christian, pero todos me dijeron que esperase a un tal John – replicó sorprendida.
No podía – no podíamos – creer que nos volveríamos a ver. Es más, no quería volver a ver a la chica que, con el pretexto de enseñarle matemáticas, me quedaba hasta altas horas de la noche, oliendo sus cabellos, admirándola, y de vez en cuando utilizándola quiméricamente para procurarme placeres inenarrables a solas. No era parte del plan volver a ver la chica que le propuse sea mi enamorada y me dijera que no, que era demasiado pronto, que ya tenía enamorado y que no podría esperarme el tiempo que le pedía porque yo iba a hacer un viaje sucinto por trabajo. Aunque la verdad sea que cuando le pedí que sea mi chica, lo hice recibiendo la confirmación de la fecha de viaje y así aventurarme sin riesgos a comerme la vergüenza de su negativa, como un buen buen gallina, gallina pero sapo.
– Bueno, que más decir. Me da gusto volver a verte, y déjame decir que no pediré referencias de tu trabajo porque la principal referencia que tengo de tí soy yo – Le sonreí.
Ella aceptó las condiciones del trabajo y me hizo muy feliz saber que estaría cerca de mí. Todo marchaba bien.
El hecho es que no pasó mucho tiempo para que, aprovechando algún rato libre nos sentáramos a recordar hechos pasados y volviesen con los recuerdos los sentimientos ya polvorientos de la época no tan lejana. Caminamos, conversamos. Conversamos y nos sentamos. Nos sentamos y recordamos. Recordamos y recordé. Recordé que era tiempo de la reivindicación de la gallina y le dije que me gustaría retomar lo que quedó pendiente y dijo que sí, she says yes!, oh yes!. Ella dijo que sí y nos besamos. Nos besamos y nos paramos. Nos paramos y caminamos. Caminamos y conversamos. Y conversamos de sus gustos, de lo mucho que moría por bailar, bailar con su elenco, pero bailar Huaylarsh con su elenco.
Me sobrevino un recuerdo – nuevamente en Acolla – cada vez más desteñido pero que no desaparece, fue el que me trajo a la mente aquellos lugares y, ahora, sobre todo uno en especial: Los tablones de una casa añeja donde me arrojaron a bailar Huaylarsh (¿Lo escribí bien?) con una niña (¿Qué será de ella?) que no conocía, pero que al parecer era mi prima ( será porque todos los lugareños llamaban a mi abuelo “tío” y yo lo llamaba siempre “papá”) y era muy hábil con los piés. Mi show – según se dice – no quedó mal del todo; es más, me cuentan que fue fenomenal. ¡Ésos años!
Lamentablemente lo cierto es que años más tarde, asimilé del colegio, cierta animadversión por esa música tan chirriante. Muchas veces me ahuyentaba de cualquier lugar aquella música que creía “torpe”, aquel zapateo pernicioso para los riñones, y mucho más los gritos tan agudos del “ajajay” que irritaban mis cavernas auditivas, me ahuyentaba también sus letras, muchas de ellas tan predecibles que no me parecía interesante escuchar, mucho menos identificarla con cualquier tipo de cultura, mi cultura en este caso. De todo eso, mi conclusión fue dejar de lado lo vernáculo y ser mejor parte del rock anglosajón del que no entendía ni pío pero que gustaba en mi salón.
Lo cierto es también que después del colegio, ya en la universidad y dejando atrás cualquier complejo adquirido por un falso estatus, desasnado por los años, guiado por mi curiosidad – quien sabe quizá sea mi sangre – y estimulado sabiamente por una vieja amiga: la botella; fui a caer varias veces a aquellas fiestas llenas de colorín: serpentinas, gente disfrazada, talco por doquier, tinas colgadas de los árboles, chicas lozanas en trajes multicolor, amigas extrañas pero tentadoras, tragos tinturados y muchas, pero muchas “rubias” que eran el toque principal, la señal de abolengo para los anfitriones, el agua que te agota pero que no se agota, llegué a divertirme de lo lindo en aquellas reuniones, tentando con torpeza acoplarme al ritmo del zapateo señorial de los que sólo los más hábiles – como mi chica – lo ejecutaban con tanta destreza y agilidad.
…Cuando colgó el teléfono, no sabía exactamente qué estaba pasando, aunque percibía cierto tufillo a engaño y un engaño vergonzoso a decir verdad. Tal felonía fue humillante y – a ratos – tragicómico, sobre todo de la forma como pasó:
Ella y yo, al salir del trabajo, después de alguna tertulia divertida y apapachos respectivos en las bancas de algún parque despejado, caminábamos de la mano hacia el paradero de los autos que la llevarían a casa. Definitivamente, era chévere poder contar con ella en las noches antes de volver a la mía y tener que lidiar nuevamente conmigo mismo. Era bueno cogerla de las manos y recibir de cuando en cuando arañazos o pellizcones; y – aunque adolorido – verla divertirse y ver su rostro transformarse de muñeca a niña de verdad: Una Pinocha, en el más literal de los sentidos. Lamentablemente, para yo gozar de su espectáculo era necesario esperarla. “Toda dama se hace esperar” me decía (¿O no fue ella? – lapsus). Así que esperaba, y obviamente, como toda espera desespera, empecé a preguntarme cuáles eran los motivos de sus retrasos, cuáles eran los motivos que la urgían llamarme y demandar que la siga esperando. Fue entonces que decidí dejar mi guardia y dejarme llevar instintivamente hacia una de las calles y ¡Oh sorpresa! (lo digo con ironía) era su “amiga”, su amiga del alma, con la que siempre “conversaban” y charlaban de alguna trivialidad o cualquier cosa que las mantenga unidas por horas, mientras yo esperaba descuajeringado en absoluto zen que ella venga, por el amor de dios a recogerme aterido por el frio espantoso de esta ciudad. Sólo la ví, ella me vió. ¡Me vieron!, celebré. Y volví a mi guardia a seguir esperando. Ella llegó, la reñí. Mis sospechas aclaraban. Primer Acto.
Mis sospechas aclaraban porque, desde la primera vez que Alicia nos presentó, su amiga ejercía so bre ella cierta autoridad, cierto aire directriz que normaba sus formas. Al conversar ella con su amiga, sólo notaba que mi chica asentía todo lo que le pregonaba, a las justas y respiraba, p o b r e c i t a ¿no?, en fin.
Un día, en el normal acontecer, luego de salir del trabajo, cumpliendo con nuestras estaciones de rutina llegamos al tema de su amiguita y le reclamé de modo cortés que no me parecía de ninguna manera que ella me haga esperar abusivamente y sin ninguna consideración con el que hasta ese momento fungía como su enamorado y ¡me refería a mí obviamente! Hasta incluso le arrostré que fue ésa forma ligera de maltrato, uno de los pasajes más tristes por la que ella había pasado y que según su propia boca, no quería volver a pasar conmigo. Nomás luego ella se disculpó y por lo menos tuvo reparos en reconocer que sí estaba actuando mal o por lo menos eso percibía. En fin, no pasó muchos minutos y casi cerca de su paradero consuetudinario ella recibió una llamada, mirándome y sonriendo le dijo al interlocutor que no se iba a ir y que esperaría ahí mismito donde estaba. No fue necesario que preguntara de quién provenía la llamada: “Era …”. No transcurrió demasiado para que de un taxi rojo con lunas polarizadas sobresalga un brazo, éste le haga señas, se abriera una de las puertas del taxi, Alicia se subiese y me dejase sentado ahí, sin ninguna artera explicación siquiera, sólo un ya vuelvo… Y no volvió. Segundo Acto.
Ella trabajaba en una de las tiendas que yo supervisaba. Ahora que regresa a mi mente, el color rojo del uniforme la favorecía en mucho, y mucho más el moño que protocolarmente usaba para esos menesteres. Realmente y hasta hoy su imagen en mis recuerdos no me molesta por el contrario me agrada toda ella: casi rubia, moñuda y cara pálida la fulana. Bueno, fui a visitarla a la tienda para una reconciliación y supe que estaba allí porque la delató el moño que sobresalía por sobre las vitrinas. Le dije lo necesario para ser sincero conmigo mismo y con ella y recomenzamos. Me contó que algo le aquejaba y que necesitaba empujarse un par de pastillas para mejorar, así que antes de volver a mi rutina de trabajo le propuse volver por ella para que se tome un aire, comprar sus pastillas y regresar. Así quedó y marché.
Siendo la hora exacta para volver, emprendí el camino, con varios asuntos en la cabeza. Llegué y la encontré hablando por teléfono, ella colgó en el acto y me dijo que la esperase, que en unos minutos saldría. Aproveché el tiempo y me ocupé de lo concerniente a otras cosas, “hice hora” y volví. (Silencio).
Oh no, Abencia otra vez no, me dije. Estaba otra vez ella su “amiga”. Me acerqué amenamente, las saludé a ambas – o a ambos – incluso pregunté un qué tal.
– Entonces, ¿ya bajamos? – pregunté. – No, espérame un ratito.
Salí de la escena, pensando todo lo mejor que podía y esperando como siempre porque recién habíamos vuelto, así que conté lo minutos mientras ESPERABA y volví. Volví y me las crucé. Ambas salían del establecimiento y caminaban rumbo a no sé dónde. Llegué a la tienda y su compañera de trabajo me dijo: “Alicia ya se acaba de ir a… salió y me dijo que se iba a ir a comprar”. Aguanté todo el coraje y la vergüenza que me debilitaba por haber quedado nuevamente como un idiotita y respondí.
– Sí, las vi salir. Carraspeé
Caminé presuroso como quien tiene mucho que hacer. Me hice pequeñito a la distancia, desaparecí en la esquina y supe desde ese momento que, en estas lides, Abencia fue más que yo. ¡Acéptalo Superchris Abencia fue mas, acéptalo!.
esta vacan este escrito goku, cvr..
Shhh, pero no le cuentes de quien se trata. jj. Chris