Renunciamos de modo expreso a los derechos patrimoniales que pudieran derivarse del presente trabajo en virtud del derecho que nos asiste para hacerlo.
Por lo tanto, esta afirmación inicial debe ser asociada necesariamente con la realidad peruana; en este punto, no hacemos referencia a los números que arrojan las estadísticas o a los factores de crecimiento económico, que son alentadores para el futuro mediato, sino a la realidad social de la mayoría de consumidores.
El consumidor razonable, aquel que en términos simples suele entender su proceso de consumo y las responsabilidades que le competen debido a que busca información, analiza las características, cualidades y desventajas de un producto o una prestación de servicio, y en esencia “sabe lo que hace”, es definido en nuestro país en base a una minoría que vive en algunos distritos de Lima y de ciertas capitales de provincia. Esto, nos lleva a reflexionar respecto a los procesos volitivos de consumo, que están definidos en base a una elección sin alternativa de intención, por lo que resulta perverso imaginar a un consumidor razonable en estas condiciones.
El consumidor peruano tiene un perfil muy diferente a lo definido como consumidor razonable en numerosas resoluciones administrativas, ni siquiera se le aproxima. En nuestro país, el desarrollo en resoluciones administrativas respecto a este punto se asemejan a una obra de ciencia ficción, en la cual se aprecia que el concepto se encuentra asociado a un estándar que abrumadoramente corresponde a la realidad de la minoría de nuestro país.
En ese sentido, resulta, pues, inaplicable el concepto de consumidor razonable en nuestro contexto o realidad, pues determina trasladar responsabilidades al consumidor en sus procesos de consumo, que no puede entender y menos cumplir.
Es así que, un sistema de protección al consumidor en un país pobre y con una diversidad cultural innegable, hace imposible e inaplicable un sistema concebido sin la identificación e inclusión de millones de consumidores.
El consumidor, entonces, es una persona real con aspiraciones, ansiedades, preocupaciones, deseos, frustraciones y que posee una identidad cultural y una realidad económica determinada, hechos que no pueden ser ignorados por el sistema de protección al consumidor. Resulta imposible exigirle a un consumidor, comportamientos que se entienden razonables para una minoría en base a principios que a este consumidor no le interesan entender, respecto de un sistema que no ha pensado en ellos.
Siguiendo esa línea de razonamiento, debemos partir por el hecho que en el país existen al menos 26 millones de habitantes, de los cuales 20 millones, por lo menos, no entienden o no conocen las normas de protección al consumidor y tampoco les interesa conocerlas, pues no satisfacen sus expectativas ni los involucran de modo serio en el sistema. Los 6 millones restantes, tienen un conocimiento muy endeble sobre el mismo y, además, no se sienten identificados con este sistema.
Dicho esto, es fácil comprender los procesos de consumo. El salario mínimo, que es el que percibe la mayoría de consumidores, no llega a los doscientos dólares americanos mensuales. En esa circunstancia, las condiciones de vida que le corresponde, explican por sí mismas la razón de sus consumos y la forma en que lo realizan. Para este consumidor, la sola sugerencia en el sentido que debe ser un consumidor razonable es ofensiva, exigirle que se informe, que lea letras pequeñas, que sea diligente simplemente son abusivas y aisladas de cualquier consideración racional.
Si bien en base a nuestro actual sistema, se puede afirmar que no trasladar ciertas responsabilidades al consumidor, generarían mayores costos en las transacciones comerciales y demás argumentos que se repiten respecto de este tema –teóricamente impecables-, debe tenerse en consideración que corresponde preguntarse respecto de qué productos y de qué prestaciones de servicios se trata, y si estos costos corresponden a los productos consumidos mayoritariamente por los 20 millones de consumidores, a los que hacemos referencia como aislados del sistema.
Y es que el sistema de protección al consumidor no puede estar asociado, ni concebido respecto a los que acuden a las tiendas por departamentos o grandes centros comerciales en las ciudades. Nuestro sistema de identificación del consumidor razonable parece estar diseñado, pensado y aplicado a los habitantes de un muy reducido número de distritos de Lima.
La realidad económica vence a cualquier consideración teórica y a las estadísticas que están bien para la foto o para presentarlas como logros, sin embargo, prefiero tomar como dato lo que han visto mis ojos, la realidad caminada, rutas de viaje, conversaciones largas y entretenidas con los pobladores de diversas ciudades, provincias, distritos y centros poblados, en las que he percibido la realidad del consumidor peruano, que no es otra cosa que el limitado consumo de un sub empleado, quienes desconocen absolutamente todo respecto del sistema de protección al consumidor y de lo que es el consumidor razonable – casi no consumen – y la respuesta siempre fue la misma. El consumidor real, nunca consume lo que desea. Dicho en términos muy entrañables por ellos mismos “consumo lo que puedo, y no hay tiempo para pensar en cosa diferente”.
¿En esas condiciones se puede hablar de consumidor razonable? ¿Qué le puedo exigir a estos 20 millones de compatriotas?
En la misma línea, si desean un tema mucho más fácil y menos chocante comparen al consumidor de Carabaillo con el de Surco, al de San Juan de Lurigancho con el de La Molina, cuando adquieren sus productos y piensen en cómo se forma su proceso volitivo de consumo y cuáles son las variables que en ellos intervienen y si se les puede exigir lo mismo. Simplemente, es impactante la respuesta y el motivo es porque el tema económico incide en todos estos temas.
De otro lado, la variable cultural es sumamente importante y determina la forma de vivir en sociedad de muchos habitantes; está presente en su comportamiento, en sus creencias, en su forma de ver la vida y evidentemente en sus procesos volitivos de consumo, los cuales variarán de región a región, de ciudad a ciudad, de provincia a provincia, de distrito a distrito y de centro poblado a centro poblado. Este hecho es abrumadoramente sorprendente cuando comparamos las costumbres de los pobladores de Huacho con los de Abancay; simplemente no estamos frente a situaciones equivalentes, pues enfrentamos principios sociales diversos y principalmente condiciones culturales distintas,
En este escenario, en el que se encuentran más de 20 millones de consumidores, de qué se está hablando cuando se menciona el concepto de consumidor razonable y su contenido. ¿Se imaginan a un poblador de Huancabamba – Piura pidiendo información respecto de las características de un producto, leyendo la letra pequeña o pidiendo información?, simplemente no lo hace y probablemente si presentara una denuncia ante la Comisión de Protección al Consumidor, la perdería porque simplemente no califica como consumidor razonable, no se encuentra dentro del estándar
Finalmente, lo que buscamos con esta pequeña reflexión es llamar la atención respecto de un concepto cuyo contenido resulta inaplicable en el país, pues el mismo está pensado en la minoría y no en la mayoría que debe ser tenida en cuenta para la concepción de cualquier consideración relacionada con el consumidor razonable. Este concepto y la forma como se maneja en sede administrativa probablemente le encaje perfecto a la tía Cucha pero no a la tía Ruperta.