Por Guillermo Boza y Luis Mendoza Legoas, docentes PUCP
La pandemia del COVID-19 se ha convertido en un fenómeno mundial cuyo impacto viene generando efectos sobre las relaciones de trabajo. Dichos efectos pueden tener un perfil inmediato y otros pueden desencadenar cambios a largo plazo. En cualquier caso, esta situación compromete tanto la política laboral nacional como las políticas de las empresas, todo lo cual es seguido atentamente por la sociedad civil.
En el primer eje mencionado, la ya debilitada institucionalidad laboral se ha manifestado preocupantemente. A falta de funcionamiento de los espacios de diálogo social, el gobierno ha reaccionado con cierta rapidez, emitiendo lineamientos que se han dado a conocer por comunicados y por normas, no sin dejar dudas aplicativas sobre la extensión de las restricciones a actividades productivas. La incertidumbre no ha cesado al presenciarse cómo la minería se ha visto autorizada a seguir operando en operaciones aisladas, como si tal aislamiento productivo fuese sinónimo del aislamiento social exigido para prevenir la extensión viral.
Un eje de las medidas ha sido el trabajo remoto y el teletrabajo, aunque estas figuras han recibido un tratamiento poco claro y ciertamente descuidado en la regulación sucesivamente aprobada en estos días. Respecto de las personas en esta modalidad de prestación de servicios se ha enfatizado que no existe perjuicio alguno ni en la remuneración ni en los derechos laborales. Lamentablemente, esta preocupación se enfoca en un segmento muy específico, puesto que, como es obvio, no todas las actividades productivas y no todas las labores pueden prestarse de forma remota.
El resto de trabajadores asalariados, que no pueden prestar servicios a distancia, están sujetos a una incertidumbre que amenaza la percepción de la necesaria renta para hacer frente a los costes de vida comunes, los extraordinarios suscitados por la pandemia y hasta los previsibles mayores gastos de salud en los que cada familia deberá incurrir. Esta desprotección en lo individual resulta crítica si se tiene en cuenta que el Estado no ha emitido normas que arrojen luces sobre la gradación de las medidas que pueden emplearse desde el lado empleador, ya que nos encontramos ante un caso fortuito bastante especial, de extensión mundial. Por ello, las herramientas que la legislación laboral otorga para escenarios comunes deben ser evaluadas de la forma más razonable posible por las empresas, ya que no todos esos instrumentos pueden ser igualmente invocables en un escenario crítico como el presente.
Así, por ejemplo, se aguardan normas estatales que ofrezcan facilidades para las empresas que apliquen licencias con goce de haber hasta donde les sea posible, las mismas que pueden pasar por subsidios temporales en los aportes de cargo del empleador. A días de la fecha anunciada como fin del aislamiento social, se esperan también directrices claras sobre mecanismos de compensación del trabajo y del salario tras la reanudación de la actividad productiva. En el reinicio normal de tales actividades, además, el énfasis de la prevención de la propagación de la epidemia compromete fuertemente al funcionamiento de los sistemas de gestión de la seguridad y salud en el trabajo de las compañías, que quizá enfrentarán uno de los desafíos más difíciles.
De otro lado, ¿es razonable, en una relación asimétrica como la laboral, dejar a las partes la decisión de cómo recuperar el tiempo de cuarentena obligatoria del trabajador? Una disposición como esta deja a la empresa en la importante encrucijada de si procede bajo criterios primordialmente competitivos o si debe considerar sus responsabilidades sociales como parte de una comunidad. En cualquier caso, las normas de trabajo pensadas para supuestos no extraordinarios tendrían que ser abordadas de forma particularmente conservadora. Así, por ejemplo, la reducción de remuneraciones, el uso de mecanismos de excepción como la suspensión temporal perfecta de labores, el despido o el cese colectivo tendrían que ser valorados como soluciones últimas, cuando no fuera posible atender a otros mecanismos que pudieran proteger a las personas en medio de un contexto tan peligroso (en lo salubre y en lo social). Ese mismo sentido excepcional en el uso de tales medidas traumáticas sería el que los órganos de control, como el Poder Judicial o la inspección del trabajo, deberían aplicar.
Por otro lado, la incertidumbre ha dado lugar a la desobediencia de las restricciones impuestas, por malos empleadores que, además de exponer a sus trabajadores, han puesto en riesgo a la comunidad entera bajo un inexplicable proceder. Pero esa desobediencia se produce también en un segmento del mercado laboral importante, como es el de la informalidad en términos amplios (aquella que contempla a los autónomos sin protección social obligatoria ni a los falsos autónomos, que carecen de ella por el incumplimiento de las normas de trabajo).
El peso de la responsabilidad ante esta adversidad general debe ser absorbido primordialmente por el Estado, que carece del apoyo real de los actores sociales debido al nulo fomento del diálogo social precedente. Luego, en un contexto como el actual, son las empresas las llamadas a participar en la superación de la crisis bajo criterios comunitarios y empresariales conjugados, lo que a largo plazo redituará en la esperada productividad. Finalmente, los trabajadores también deben coparticipar en estas responsabilidades, maximizando la observancia de la prevención de riesgos ocupacionales y coadyuvando al mantenimiento, en la medida de lo posible, de la productividad, allí donde esto sea posible durante la cuarentena; o recién en el retorno de las actividades empresariales normales.
Esta secuencia no puede ser entendida al revés: los trabajadores no deben ser quienes asuman las graves consecuencias de este escenario de crisis (como, lamentablemente, viene ocurriendo en Brasil). Igualmente, las empresas no deberían verse afectadas por la advertida desregulación estatal (que no vinculará ni a jueces ni a inspectores de trabajo en el escenario posterior, de darse reclamos por las medidas resueltas durante la crisis). El gobierno de esta situación asumido en términos serios demanda que el Estado adopte un papel protagónico y soporte el mayor peso posible a fin de aliviar a las personas de los gravísimos perjuicios que pueden ser más perdurables que el propio COVID-19. Que la pita no se rompa por el lado más débil.
Un comentario en “Las relaciones de trabajo ante un nuevo desafío: el COVID-19 y la respuesta estatal”
De acuerdo con el análisis sobre las relaciones de trabajo y el impacto del COVID-19, sin embargo tengo dos precisiones puntuales, el tratamiento de las empresas no puede ser tan general, porque no todas son iguales, por ende también el impacto económico laboral. Las MYPES tienen otra realidad con respecto a las grandes empresas, por tanto ellas no podrán absorber el impacto económico laboral por más de los 15 días ya por vencer. El Estado no puede asumir una posición tan neutral de simple regulador económico en tiempos normales, estamos ante una crisis, por lo que debe dar directivas claras y directas, inclusive con cargo a las reservas del tesoro público . No puede ser un Poncio Pilatos que deja en manos del empleador sin distingo de su naturaleza la carga laboral del impacto económico del COVID-19.