Introducción
Se debe partir por delimitar una afirmación que con tanta frecuencia como poco fundamento suele acompañar a los alegatos a favor de los derechos del niño. Según esta afirmación, el niño venía siendo considerado por el ordenamiento jurídico no como un sujeto, sino como un objeto. Una semejante afirmación constituye un eficaz punto de partida para defender los derechos del niño si no fuese porque sencillamente no es exacta.
Hasta la Codificación civil era corriente distinguir una cierta evolución desde la infancia hasta la edad adulta, pasando por la pubertad y la juventud, con distintos efectos jurídicos. Fue la Codificación civil, con su método racionalista, la que sustituyó aquel esquema gradual por un más simple: mayor edad y menor edad. La mayor edad es equivalente a plena capacidad jurídica y de obrar; la menor edad es, con alguna excepción puntual para algún acto jurídico determinado, una incapacidad general de obrar. Así, se explica que “la doctrina moderna, sin embargo, muy influida por las ideas de la Escuela del Derecho Natural racionalista, que consideró la capacidad de obrar como un equivalente jurídico de la plena capacidad natural para entender y para querer, ha considerado la menor edad de la persona como una situación que determina una total y absoluta incapacidad natural para entender y para querer…” . Pero mayor y menor son sujetos de derechos, son personas naturales desde el momento del nacimiento, y esto desautoriza la pretensión de que el niño era jurídicamente tratado como un objeto.
El problema es otro. La concepción del hombre subyacente al individualismo liberal racionalista es la concepción de un hombre abstracto cuya dignidad moral deriva de la autonomía de la voluntad. Y ese hombre autónomo abstracto sólo se concreta adecuadamente en el cabeza de familia, esto es en el varón-propietario-adulto. Las contradicciones pragmáticas de esta concepción -que se encuentran patentes incluso en Kant- dejan fuera del modelo de sujeto moral a las mujeres, a los trabajadores y a los niños. Por eso, la historia de los Derechos Humanos en los dos últimos siglos es, en gran medida, la historia de la extensión del sujeto: de los derechos de los trabajadores, de los derechos de la mujer y de los derechos de los niños. Sin embargo, el Derecho liberal reconocía la personalidad del niño y, por ello, su capacidad para ser titular de derechos. Lo que ocurre es que al Derecho liberal le interesaba no tanto al niño en cuanto niño, sino el propietario (varón y adulto) en cuanto niño. “El Derecho liberal se preocupa por reconocer que el propietario es necesariamente, en una fase de su vida, niño” . Por eso la Codificación civil protege principalmente al niño como titular de unos derechos de propiedad que puede ostentar aunque no pueda ejercer por sí mismo. Mientras el Derecho Privado reconoce al menor de edad como sujeto de derecho, aunque con una general incapacidad de obrar, el Derecho Público, por su parte, no reconoce al niño como ciudadano porque la participación supone un ejercicio de la libertad y el menor de edad carece de la madurez suficiente como para acceder a su disfrute.
En efecto, la minoría de edad era considerada una situación personal en la que no se reconocía la libertad ni como independencia ni como participación. La minoría de edad es una situación de dependencia, de sumisión, a aquellos a quienes se atribuyen “oficios protectores”. Y esta ausencia de independencia no estaba compensada por una participación: el menor carecía de participación en la toma de decisiones tanto en la vida familiar como en la vida social. El carácter tuitivo que asumía la familia y, supletoriamente, el Estado configuraban al menor como una persona dependiente y heterónoma. Entre las diversas contradicciones implícitas en esta situación quizá sea la más llamativa la de la edad penal: el menor de edad era considerado incapaz de participar mediante su voto en la configuración de cuál fuera la ideología que conformase la mayoría legislativa, la cual decidirá los mínimos morales a imponer penalmente, pero era considerado capaz de asumir el grado de culpabilidad que la ley penal supone para ser imputable.
De otro lado y puesto que la igualdad formal sólo exige tratar igual a lo que es igual y desigualmente a lo que es desigual, nadie ha puesto en duda que entre los niños y los adultos existen diferencias relevantes por lo que la minoría de edad supone una generalmente admitida diferenciación por razón de edad hasta el punto de que cuando en el artículo 2.2 de la Constitución señala expresamente las causas prohibidas de discriminación, como el origen, la raza, el sexo, la religión, la opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal, no menciona la edad y a nadie se le ha ocurrido decir que la edad –que obviamente es una circunstancia o condición personal, si bien es cierto que subsanable por el paso del tiempo- sea un criterio ilegítimo de discriminación.
La desigualdad material, por su parte, venía siendo para los niños una desigualdad derivada de su pertenencia a una familia. La incardinación del niño en la familia era una forma de privatizar su status, de modo que la desigualdad social de los niños, tanto en las oportunidades como en los resultados, no aparecía como un problema específico sino como la mera consecuencia de una condición natural .
Algunos –no pocos- menores sufren una tercera forma de desigualdad que rompe el modelo de la privatización familiar para convertirse en drama y, consecuentemente, en problema público. El niño se hace así presente públicamente cuando a la desigualdad por edad y por familia se une una tercera desigualdad en relación, ahora, con los demás menores “normales”; esto es, cuando está en abandono. Sólo la triplicada desigualdad del menor abandonado era el objeto de una respuesta pública. Había dos modalidades de respuesta: la adopción y la protección pública. La adopción había sido rescatada por los revolucionarios franceses como una institución filantrópica en la que el objeto de esta “filia” era precisamente el adulto: la adopción estaba concebida en beneficio del adoptante, es decir destinada principalmente a resolver el problema de los padres sin hijos. En defecto de familia natural y adoptiva, entonces el Estado intervenía para proteger al menor abandonado o, para decirlo, más exactamente, para proteger a la sociedad frente al menor abandonado. Porque, sin negar la voluntad altruista que a muchos de sus iniciadores pudo mover, lo cierto es que la intervención pública –bajo el modelo correccionalista que se impuso- estaba dominada por el deseo de prevenir la desviación que el abandono podía provocar. El menor abandonado estaba considerado como un delincuente potencial, lo que permite comprender que la protección de los menores abandonados y la reforma de los menores desviados nacieran y se desarrollaran conjuntamente. Para el ordenamiento liberal el menor es objeto de una única mirada pública tanto si es delincuente como si está abandonado y, por ello, en riesgo de ser delincuente.
Por último, el mayor defecto de este sistema paternalista, que inspiró la legislación de protección y reforma, es la falta de seguridad jurídica para el menor de edad. “La delincuencia, en el pensamiento correccionalista, es una causa limitadora de la capacidad real, y por lo tanto, de la capacidad jurídica de los individuos, igual que sucede con la edad, la prodigalidad, la enfermedad mental, etc.; causa que, mientras no desaparezca, mantiene al sujeto de que se trate en posición de inferioridad y necesitado, al mismo tiempo, de un género de protección tutelar (tratamiento penal) acomodado a su situación anómala y de desamparo” . La protección tutelar que se debe al menor abandonado es, pues, de la misma naturaleza que la protección tutelar (tratamiento) que se debe al delincuente. Las consecuencias de esta concepción es una negación de la seguridad jurídica tanto del menor abandonado como del menor delincuente. Si las medidas no son penas, sino instrumentos de carácter educativo y cautelar, las medidas son buenas por naturaleza y por ello lógicamente indeterminadas en su duración, el procedimiento para imponerlas no requiere de las garantías y discusiones propias del procedimiento penal, ni consecuentemente de jueces profesionales, fiscales, abogados, etc.
Esta fue la configuración del niño como un ser humano titular de personalidad jurídica patrimonial pero carente de capacidad para obrar y, en consecuencia, no titular de derechos fundamentales: ajeno al disfrute de la libertad; ajeno a la igualdad formal por que está naturalmente discriminado por razón de edad y ajeno a la igualdad material por que su status está privatizado en la familia; ajeno finalmente –cuando sale de la familia y es objeto de la atención pública- a la seguridad jurídica porque la benévola acción del Estado es de carácter tuitivo y no represor y no requiere, por ello, de las estrictas garantías del castigo penal. Esta configuración jurídica se ha mantenido estable durante décadas.
Pero ha sido la última década del siglo pasado la que ha venido a romper esta situación para llevarnos a una permanente reforma. El hecho más relevante es, sin duda, la aprobación por las Naciones Unidas, en 1989, de la Convención sobre los Derechos del Niño que encuentra su antecedente en la Declaración de los Derechos del Niño aprobada en 1959, y en la Declaración de Ginebra, aprobada en 1924. Frente a las dos anteriores, la Convención de 1989 aporta dos grandes novedades. En primer lugar no es ya un texto meramente declarativo de principios genéricos (la Declaración de Ginebra enunciaba cinco, y la Declaración de 1959 incluía diez) sino un instrumento jurídico vinculante. En segundo lugar, la concepción exclusivamente tuitiva, es sustituida por una nueva y distinta concepción que afirma que el niño es sujeto de derechos tanto en el ámbito de la libertad, como en el ámbito de la igualdad y la seguridad jurídica. El niño es, para la Convención de 1989, un sujeto en desarrollo, pero un sujeto de derechos, y no sólo de derechos pasivos, es decir derechos a recibir prestaciones de los adultos, sino también de derechos activos como la libertad de conciencia, pensamiento y religión, la libertad de expresión e información, la libertad de asociación y reunión o el derecho de participación.
La Convención de los Derechos del Niño es ahora parte de nuestro ordenamiento jurídico tanto como norma directamente vinculante, al haber sido ratificada por el Perú, como por formar parte de los principios constitucionales en virtud de la remisión explícita que la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución realiza. La Convención supone una concepción radicalmente nueva que es resultado, al mismo tiempo, de la evolución de las ideas sobre los niños (particularmente sobre el carácter evolutivo de su desarrollo) y de la evolución de nuestras ideas sobre los derechos humanos que ha superado la concepción liberal originaria. Expresado en pocas palabras cabe decir que la Convención de 1989 termina con aquella concepción del niño como propietario-no-ciudadano para afirmar una concepción del niño como ciudadano-en-desarrollo.
Por lo que se viene exponiendo, el viejo paradigma está representado por la idea de que el menor debe ser objeto de tutela. En cambio, el nuevo paradigma promueve el concepto de sujeto de derechos: el niño deja de ser sujeto pasivo de derechos para convertirse en sujeto activo de derechos.
En el viejo régimen se trata de satisfacer “necesidades”; en el nuevo régimen esas necesidades se transforman en “derechos”. Antes el menor tenía necesidades de alimentación, educación, salud; ahora tiene derecho a la alimentación, salud y educación.
La doctrina de la protección integral no se dirige a un determinado segmento de la población infantil y adolescente sino a todos los niños y adolescentes sin excepción alguna. Mientras que la doctrina de la situación irregular sólo se preocupa por la protección –para los carenciados y abandonados- y la vigilancia –para los inadaptados e infractores-, la doctrina de la protección integral apunta a asegurar a asegurar todos los derechos para todos los niños, sin excepción alguna .
Se trata de un cambio estructural que es necesario conocer y que obliga a reformular por completo, no solo el sentido legislativo de la infancia y adolescencia, sino también las actitudes de que quienes participan de la promoción y defensa de los derechos de los niños, niñas y adolescentes. La promoción de los derechos de los niños, niñas y adolescentes exige un gran rigor histórico y jurídico como fundamento de cara a la acción .
1.1 Tratamiento socio-jurídico de la infancia.
Como se ha expuesto, aunque hoy parezca evidente distinguir a los niños, niñas y adolescentes como una categoría distinta a la de los adultos; ello históricamente no ha sido así.
La categoría infancia resulta de un proceso de construcción estrechamente vinculado con la evolución de las concepciones económicas, sociales y culturales en el tiempo y que, luego, merecerá un tratamiento “jurídico” diferenciado, para finalmente constituirse en la categoría jurídica que conocemos.
Philippe Ariès en su obra “El niño y la vida familiar en el antiguo régimen”, a propósito de sus reflexiones acerca de la presencia de los infantes en la historia del arte, explica parte de dicho proceso, revelando la ignorancia social de esta categoría hasta el siglo XVII, siendo progresiva su inserción desde varias perspectivas. “La infancia no era más que un pasaje sin importancia, que no era necesario grabar en la memoria; había tantos de estos seres cuya supervivencia era tan problemática … El sentimiento que ha persistido muy arraigado durante largo tiempo era el que se engendraban muchos niños para conservar sólo algunos”
No existía, ningún vínculo sentimental hacia ellos. Sólo estaban allí para cumplir su misión: formar parte de la sociedad, como uno más entre todos. En realidad no existía diferencia entre niños y adultos, y esto queda demostrado claramente en las pinturas que representaban a las familias, donde el hijo menor tenía las características de un hombre mayor pero en dimensión reducida.
Colocaban al niño en una suerte de limbo, donde el primer paso a la vida se daba cuando se desprendía del brazo de la nodriza y pasaba a ser uno más de la sociedad. Antes de ello no existían porque ni siquiera tenían el derecho de ser queridos y recordados antes de pasar a formar parte del Estado. Nadie pensaba que este niño contenía ya toda su persona de hombre, como creemos corrientemente hoy día.
Es a comienzos del siglo XVII en que las pinturas de los niños se vuelven una novedad y representan al niño solo y por sí mismo, volviéndose el personaje principal de las obras, no más el niño visto en compañía de sus padres o como algo en la lejanía sin mayor importancia. Es entonces que los pintores de la época, tratan de estampar en sus lienzos el aspecto fugaz y hermoso de la infancia.
Aparece así una “nueva sensibilidad que otorga a esos seres frágiles y amenazados una particularidad que se ignoraba antes de reconocérsele: parece como si la conciencia común no descubriese hasta ese momento que el alma del niño también era inmortal. Ciertamente, la importancia dada a la personalidad del niño está relacionada con una cristianización más profunda de las costumbres” .
La figura infantil era representada por la traviesa figura del putto en la edad media y en el Renacimiento el putti, niños desnudos, retratados en cuadros como parte de un adorno o como ángeles. Sin embargo, no obstante ello, no era la representación viva de un infante, por lo que no se puede decir que la niñez ya estaba enmarcada en las pinturas; todo lo contrario, eran simples manifestaciones imaginarias.
El niño, entonces empieza a ser reconocido como tal. Este descubrimiento propiamente de la infancia se propala en los primeros albores del siglo XVIII, “descubrimiento de la niñez, de su cuerpo, de sus modales y de su farfulla”.
Nos recuerda el autor citado que “la vida colectiva en la antigüedad arrastraba en una misma oleada las edades y las condiciones sin dejar a nadie un momento de soledad ni intimidad. En esas existencias demasiado densas, demasiado colectivas, no quedaba espacio para un sector privado. La familia cumplía una función: la transmisión de la vida, de los bienes y de los apellidos, pero apenas penetraba en la sensibilidad” .
En las clases populares, durante la Edad Media y a principios de la Era Moderna, los niños vivían mezclados con los adultos y compartían con éstos trabajos y juegos cotidianos. La civilización medieval no se preocupaba por la educación del niño, pues éste desde su destete a los siete años, pasaba a ser el compañero natural del adulto.
A principios de la Edad Moderna, un gran acontecimiento hizo que cambiaran todas estas formas de vida, la reaparición por el interés a la educación, ahora no sólo les preocupaba engendrar niños, se interesaban porque éstos tuvieran una formación para la vida, “la familia y la escuela, retiraron al niño de la sociedad de los adultos. La escuela encerró a una infancia antaño libre en un régimen disciplinario cada vez más estricto…” .
Durante muchos siglos en las sociedades convergían todas las personas pobres o ricas, infantes o adultos en un mismo espacio, sin otorgarle a cada uno de ellos un espacio propio. Llegó un momento que ello no podía seguir funcionando, ocasionándose entonces una secesión de las masas, es allí que nace una nueva sociedad que “… garantizaba a cada género de vida un espacio reservado donde todos estaban de acuerdo en respetar las características dominantes, que se proponían como modelo convencional” .
La educación entonces también fue seleccionada en pública y privada, abandonando los hijos de los ricos, las escuelas donde antaño concurrían mezclados con los del pueblo.
Jacques Donzelot, por otro lado hace un examen de la conservación de los hijos, y concluye que “todos critican las costumbres educativas de su siglo con tres blancos privilegiados: los hospicios, la crianza de los niños con nodrizas domésticas, la educación ‘artificial’ de los niños ricos. Con su encadenamiento circular, estas tres técnicas engendraban tanto el empobrecimiento de la nación como la decadencia de la elite”
Reprochaban a la administración de los hospicios, las espantosas tasas de mortalidad de los menores que recogen, aduciendo que el 90% de ellos mueren antes de ser útiles para el Estado, toda vez que éstos podrían servir fielmente para los fines de éste, en tanto que no tenían ninguna obligación familiar, nada que perder, señalando que incluso la muerte podría ser formidable a tales seres que nada unía a la vida. Tal parece que los niños criados en dichos hospicios debían ser seres sin alma y de propiedad del Estado sólo por el hecho de que los criaba.
A raíz de que la economía y la sociedad del Estado antes del siglo XVIII, no estaba organizada, la familia era una de las más afectadas porque la madre, quien debía amamantar al niño, tenía que contratar los servicios de las denominadas nodrizas a fin de que estas suplieran su rol de madre así como de crianza, fue tal la demanda de estas mujeres que pronto se volvió un negocio. “Celebramos el siglo XVIII por su revalorización de las tareas educativas, decimos que la imagen de la infancia ha cambiado. Sin duda, pero lo que se implanta en esa época es una reorganización de los comportamientos educativos en torno a dos polos bien distintos y con dos estrategias bien diferentes. El primero orientado hacia la difusión de la medicina doméstica, es decir un conjunto de conocimientos y de técnicas que deben permitir a las clases burguesas sustraer a sus hijos de la influencia negativa de los domésticos, poner a éstos bajo la vigilancia de los padres. El segundo podría reagruparse bajo la etiqueta de “economía social”, todas las formas de dirección de la vida de los pobres en vista a disminuir el costo social de su reproducción, a obtener un número deseable de trabajadores con un mínimo de gasto público, en resumen, lo que se ha convenido en llamar la filantropía” .
La unión entre medicina y familia va a repercutir profundamente en la vida familiar, pues generó “aislamiento de la familia contra las influencias negativas del antiguo medio educativo, contra los métodos y los prejuicios de los domésticos, contra todos los efectos de las promiscuidades sociales; el establecimiento de una alianza privilegiada con la madre,…; la utilización de la familia por el médico contra las antiguas estructuras de enseñanza…”
Es propio señalar que antes de esta época, la medicina no se había interesado en la salud de los niños y las mujeres; esto era labor propia de la medicina popular. Ello llevó pues, a que la mortandad de los niños y madres fuera creciente. Gracias entonces a la medicina, la mujer obtiene un status ante la sociedad: la de madre, educadora y auxiliar del médico, esto conlleva a que aparezcan otras inquietudes como el de la crianza del infante en espacios más abiertos ante la atenta vigilancia de los padres hacia ellos. La higiene y la crianza, entre otros, ya no eran exclusividad del doméstico; la madre era la que tomaba las riendas.
A este nivel nos encontramos con una categoría social que reconocía una población menor diferenciada, que discriminaba entre un sector beneficiado o marginado de servicios sociales básicos, como la educación.
A finales del siglo XIX, las políticas tutelares invaden la práctica estatal y la regulación jurídica de su control. En este contexto, la administración de justicia a través de los tribunales de menores, se convertirá en una herramienta de control de la categoría social menor.
En el plano jurídico, los niños durante muchos siglos no fueron considerados bajo un tratamiento legal aparte o distinto del derecho de los mayores. Desde los remotos orígenes del derecho y hasta los inicios del siglo XIX, desde el punto de vista punitivo, no se distinguió si los delitos eran cometidos por niños, adolescentes o adultos; todos eran recogidos por el ámbito del derecho penal y sancionados con las penas establecidas en las normas y codificaciones existentes. “En términos generales se fijaba la edad de los nueve años como límite de la inimputabilidad absoluta, adoptándose para los mayores de esa edad, los criterios del discernimiento para decidir la aplicación de las sanciones correspondientes. A lo sumo, los códigos penales de la época reducían las penas en un tercio cuando los autores de delitos tenían edades inferiores a los dieciocho años” . Las penas siempre eran privaciones de libertad y, en cuanto al lugar de cumplimiento, adultos y niños eran recluidos indiscriminadamente en los mismos centros penitenciarios. Surgió entonces, a fines del siglo XIX, una orientación novedosa que se opuso a la historia, al considerar que el derecho represivo penal debía reservarse para los adultos, mientras que los menores que incurrieran en delitos debían recibir una consideración jurídica distinta. De manera pues, que se podría identificar una primera etapa en el proceso evolutivo del tratamiento jurídico penal del menor de edad, que se extiende desde los orígenes mismos del derecho penal represivo, hasta 1899.
Se inician entonces movimientos reformadores impregnados de ideas protectoras, frente a la situación deplorable de reclusión que sufrían los menores, presentándose también corrientes humanitarias derivadas de los acontecimientos bélicos de la época que pretendían liberar a los niños del sistema penal, como una toma de conciencia de las colectividades organizadas hacia una categoría social que, hasta entonces, había sido objeto de abandono y maltrato. Se comenzó a hablar de un nuevo derecho desde una óptica protectora del menor, derecho especial que partiendo del derecho común general (civil y penal) se adaptase a las necesidades del menor de edad. La consecuencia que trajo este movimiento protector fue el que surgieran jurisdicciones especiales para atender los asuntos de los menores, así como legislaciones, también especiales, que contemplaran un tratamiento reeducativo individual para los que infringieran la ley, descartándose el carácter punitivo del derecho penal imperante hasta entonces .
Dentro de ese contexto, se marcaría una segunda etapa en la evolución de las prácticas socio-penales de protección al menor de edad, con la creación en 1899 del primer tribunal tutelar en Chicago, Estados Unidos, para juzgar a menores autores de hechos delictivos y asegurarles un tratamiento diferenciado y específico. Se planteó la importancia de que los funcionarios que atendieran esta jurisdicción fueran también especiales.
Indudablemente que los sucesos ocurridos en la Primera Guerra Mundial con la secuela de hogares destruidos y niños desamparados, despertaron en la conciencia de lo hombres sentimientos humanitarios que, conducidos por las bondades que aparentemente tenía el concepto de peligrosidad, llevaron a considerar que la atención requerida por los menores, no sólo se extendía a los que cometieran delitos, sino que el ámbito protector debía abarcar a todos los abandonados, en situación de riesgo o con derechos elementales vulnerados. La protección, dentro de estas ideas, inspirada en una función tutelar, debía conocer de todos los menores en eventual situación de riesgo.
La infancia como objeto de estudio comenzó a ser materia de pronunciamientos por parte de la comunidad internacional. En 1923 se proclamó la Declaración de Derechos del Niño de la Sociedad de Naciones, en Ginebra. En 1959 se aprueba la Declaración de los Derechos del Niño por parte de las Naciones Unidas. Surgen organismos internacionales para la ayuda y protección de la infancia, como el Instituto Interamericano del Niño (INN) en 1927; el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) en 1946; la Unión Internacional de Protección de la Infancia (UIPI) fundada en 1946. Estos organismos se preocuparon en celebrar periódicamente encuentros internacionales de expertos en la materia, a los fines de divulgar las nuevas ideas protectoras; además, se publicaron sus deliberaciones de manera de ir consolidando toda una doctrina jurídica-protectora-tutelar.
Al mismo tiempo el movimiento legislativo no se hizo esperar. Los países de América Latina comenzaron a promulgar leyes especiales de menores, inspiradas en los principios de la doctrina de la situación irregular.
1.2 La doctrina de la situación irregular.
Como se ha señalado, a finales del siglo XIX surgieron movimientos reformistas dirigidos a sacar al menor del Derecho Penal de los adultos, al considerar que debía rescatarse del ambiente de represión y castigo al que estaba sometido. La influencia de otras ciencias que estaban impregnadas de las corrientes positivistas de la época, convergieron en las ideas sobre la conveniencia de humanizar el tratamiento jurídico y estructural del menor de edad que había infringido la ley penal.
“El enfoque positivista inundó el mundo de las ideas científicas y humanísticas a fines del siglo XIX con las teoría patológicas de la criminalidad, que explicaban el fenómeno criminal basado en características biológicas o psicológicas que diferenciaban a los sujetos criminales de los individuos normales. Para esta concepción, el desviado o el delincuente es un individuo distinto que debe ser observado en forma clínica. Las causas de la delincuencia se buscaban desde enfoques biológicos, psicológicos y sociales. La pena bajo esta concepción es la respuesta del Estado como un medio de defensa social” .
Los movimientos humanitarios que surgieron en este contexto cultural proclamaban y exigían la protección y reeducación del niño, corriente que tuvo clara influencia en los instrumentos internacionales de entonces, y en el surgimiento de doctrinas asociadas a las ideas del control social de ciertos sujetos que, por razones de su naturaleza o condiciones de vida, debían ser controlados por el Estado debido a su peligrosidad social. Dentro de este razonamiento, se desarrolla un sistema de justificación del tratamiento jurídico conjunto, que incluía tanto a las infracciones a la ley penal con otras derivadas del riesgo social, o la amenaza o violación de derechos de los niños. “La defensa de la sociedad requería la tutela y la protección-control de la infancia y, en este sentido, las carencias básicas (salud, educación y vivienda), en vez de tornarse como privación de derechos, se tornaban como factores de una futura desviación y como causa de la delincuencia” .
Nace entonces la concepción de la doctrina de la situación irregular, que genera todo un movimiento legislativo que se extiende rápidamente en el mapa latinoamericano, con la característica común en todas las leyes, de asimilar jurídicamente al infractor de la ley penal con el niño víctima de la negligencia familiar o el descuido social. El componente humanitario estaba presente a través de un sentimiento benevolente expresado en el optimismo frente a la posibilidad de lograr una redención mediante la intervención médica, educativa y religiosa. Expresado en otra forma, la intervención debía ocurrir al darse los primeros síntomas que fatalmente determinarían a que esos niños o jóvenes llegarán a la delincuencia.
Para la doctrina de la situación irregular el mecanismo que desarrolla el Estado para atender el problema de los menores en situación irregular, es la intervención directa a través de sus órganos administrativos y judiciales.
Las características esenciales de la doctrina de la situación irregular son:
a) Carácter enunciativo de las categorías definidas como menores en situación irregular.- La definición de las categorías que conforman la situación irregular, a saber: comportamiento antisocial, abandono, situación de peligro y menores deficientes, revela el carácter enunciativo de las conductas que se encuentran allí encuadradas.
En efecto, el Instituto Interamericano del Niño en su vocabulario multilingüe define la situación irregular como “aquella en que se encuentra un menor tanto cuando ha incurrido en hecho antisocial, como cuando se encuentra en estado de peligro, abandono material o moralmente o padece un déficit físico o mental. Dícese también de los menores que no reciben el tratamiento, la educación y los cuidados que corresponden a sus individualidades” .
Como puede apreciarse, el concepto tiene un amplio contenido, abarcando las situaciones siguientes:
· Los menores de edad que han incurrido en un hecho antisocial.
· Los menores de edad cuando se encuentren en estado de peligro.
· Los menores abandonados materialmente.
· Los menores abandonados moralmente.
· Los menores deficientes físicos.
· Los menores deficientes mentales.
En todas estas circunstancias se autoriza la intervención protectora-controladora del Estado a través de sus órganos administrativos y judiciales.
El carácter enunciativo de las categorías definidas como menores en situación irregular permitía al intérprete contemplar en ellas, situaciones similares a las indicadas aun cuando no estén específicamente previstas en las normas legales. Las categorías abiertas finales permiten cualquier intervención de un menor por parte del brazo protector del Estado y en nombre de su interés. En el caso de la situación de abandono es la ausencia de una familia propia que le asegure sus necesidades básicas, en la situación de peligro es el adoptar conductas que, si bien no son delito, revelan una tendencia a delinquir y, en la categoría de menores infractores no se trata solamente de la violación de normas penales, sino que abarca también violaciones a normas administrativas o de orden social. Asimismo, se contempla la intervención judicial en los casos de los menores deficientes físicos y mentales.
b) Los menores son objeto de tutela por parte del Estado.- De acuerdo a los postulados de la doctrina de la situación irregular, el sujeto menor de edad es un ser diferente al adulto al ser una persona en desarrollo que no alcanza a comprender las consecuencias de sus actos, vive en continuo riesgo y, por ello, necesita tratamiento adecuado para estimular la parte de su psiquis que puede aprovecharse, con el fin de proporcionarle el nivel de adaptación que el estadio de su minusvalía le permita.
Dentro de esta consideración del menor de edad, forzosamente, ese ser humano requiere de protección, es objeto de tutela, tiene que se amparado por una legislación y debe ser atendido por los órganos del Estado encargados de su protección. Las recomendaciones de los Congresos Panamericanos del Niño siempre han insistido que el menor de 18 años quede excluido de la legislación penal común, tal recomendación está fundada en el principio que, antes de esa edad no se tiene el modo de pensar ni la conducta del adulta y que, por el contrario, las medidas de asistencia, protección y reeducación en esta etapa de la vida pueden ser muy beneficiosas par el menor.
El Estado asume entonces el compromiso de protegerlo en determinados aspectos, entre otros, que sea alimentado, asistido y defendido en su salud, que no sea explotado en su trabajo, que reciba una educación integral, que sea amparado por leyes y tribunales especiales, que no se le prive de libertad sin cumplirse las formalidades legales.
c) Amplias facultades discrecionales del juez de menores.- La figura del juez en esta doctrina tutelar aparece como protectora, su función ha sido calificada como la de un buen padre de familia, atribuyéndose a ambos la facultad de no equivocarse. Su ámbito de intervención se extiende a niveles preventivos, investigativos y decisorios dentro de un marco de gran discrecionalidad. El juez tutelar dispone de un poder absoluto para detectar y trata a los menores a fin de evitar problemas mayores.
Esta característica de disponer de una competencia ilimitada, se encuentra profundamente enraizada en la doctrina de la situación irregular, al constituir la fórmula para ejecutar la función tuitiva-protectora que ella predica.
En la legislación se aprecia tales potestades discrecionales del juez, al permitirle que en su ámbito de actuación no tenga directrices de obligatorio cumplimiento, sino que expresiones, tales como “a su prudente criterio podrá”, “si lo considera conveniente”, “que crea pertinente”, etc., sean los criterios que inspire su actuación tutelar.
d) Los menores son inimputables y carentes de responsabilidad penal.- Se considera que la inimputabilidad es la característica que marca definitivamente la separación entre el derecho penal y el derecho de menores en situación irregular. Al no ser imputable no comete delito, por lo tanto no es delincuente; al no ser delincuente no se le pueden aplicar penas sino medidas reeducativas.
La situación irregular de inimputabilidad abarca a todos los seres humanos desde cero hasta el cumplimiento de los 18 años de edad, sin que exista ninguna consideración jurídica distinta en esa etapa; siendo, por lo tanto, homogéneamente irresponsables.
Dadas las especiales características del sujeto activo del acto antisocial, no se está frente a un delincuente porque no se dan respecto de él los elementos de la doctrina del Derecho Penal exige para la definición jurídico material del delito, es decir, que se trate de un acto humano, típico, antijurídico, imputable, culpable y punible. Los actos cometidos por los menores que implican la violación de una ley penal no son imputables ni culpables, ya que los mismos no tienen plena conciencia de las consecuencias de su obrar y no poseen capacidad de derecho; tampoco son culpables por tratarse de seres en desarrollo que no alcanzan a comprender el sentido y proyección de sus actos. Al faltar estos elementos conceptuales del delito, de imputabilidad y culpabilidad, no puede denominarse delito al acto antisocial y en consecuencia tampoco le es aplicable el calificativo de delincuente a su autor.
e) El tratamiento reeducativo se manifiesta a través de medidas vinculadas a la personalidad individual de cada menor.- La medida reeducativa en la doctrina de la situación irregular se define como el medio que el Estado dispone para transformar en un ser socialmente útil al menor de 18 años que se encuentra en situación irregular, lo cual no constituye en sí un daño; aún cuando implique la privación de bienes jurídicos, por cuanto su carácter tutelar, se encamina necesariamente a hacer posible que el menor de edad se convierta en un ciudadano útil, a sí mismo y a la sociedad.
Se parte de la convicción de que el acto cometido por el menor sólo interesa en la medida de que constituye una manifestación de su peligrosidad, y que por lo tanto es necesario una medida de protección, de asistencia, educación o reeducación. Las legislaciones inspiradas en esta doctrina establecen, en consecuencia, tratamientos individualizados, seleccionándose la medida de tratamiento más adecuada a cada menor para conseguir su rehabilitación, teniendo en cuenta la personalidad del mismo y los problemas específicos que presenta.
Al responder al tratamiento aplicable a la problemática personal de cada menor, indudablemente que no puede haber uniformidad de medidas ante comportamientos iguales, se justifica plenamente que menores involucrados en un mismo hecho, por ejemplo, reciban cada uno de ellos, un tratamiento distinto. Para los partidarios de la doctrina de la situación irregular, la medida reeducativa concebida en estos términos, carece de significado retributivo, por cuanto no está en función de la gravedad de la conducta o del hecho cometido, sino que está exclusiva y directamente relacionada con la personalidad evolutiva del menor.
La manera de establecer el tratamiento que requiere cada menor es a través de la observación del menor en medio abierto o cerrado, valiéndose del auxilio de ciencias como la psicología, psiquiatría, pediatría, sociología, genética, ciencias de la educación, etc., a los fines de conocer la personalidad del menor, los factores familiares y sociales que lo rodean y la naturaleza del acto cometido, así como sus circunstancias. De manera que esta observación clínica se impone como una etapa previa al tratamiento reeducativo.
La duración de las medidas reeducativas es indeterminada. Al ser concebidas las medidas como tratamientos individualizados de acuerdo a la problemática de cada menor, necesariamente la duración de ese tratamiento no se puede fijar en el momento en el cual se impone, sino que dependerá de la evolución o mejoría obtenida. Expresado de otra manera, las medidas no tienen lapso de duración por cuanto al tratarse de personalidades en evolución, el parámetro para su duración lo establecerá la conducta del menor durante el tratamiento.
f) Ausencia de garantías procesales en el procedimiento de los menores en situación irregular.- Uno de los aspectos que mejor caracteriza a la doctrina de la situación irregular es la función jurisdiccional, la cual es concebida como de carácter inquisitivo. Se considera que este principio impregna todo el proceso, los poderes discrecionales del juez son como un poder absoluto que otorga el Estado con la finalidad de proteger al menor quien es el objeto de la investigación judicial. Durante el procedimiento no existen intereses contrapuestos, el Juez tiene como norte un solo interés: la protección tutelar del menor, en consecuencia no está vinculado a los acuerdos no a las argumentaciones de las partes. De esta clara concepción jurisdiccional se desprenden diversas características en este singular proceso.
No se admiten las instituciones procesales de la acusación y de la defensa, es decir, existe una especie de concentración de ambas en la figura del Juez. Ello es justificado con la argumentación de que se trata de tribunales desprovistos de carácter represivo, donde sí se justifica el duelo entre acusación y defensa, mientras que en estos tribunales especialísimos se impone un esfuerzo convergente para buscar la mejor solución para el menor. En un proceso eminentemente tutelar la acusación y la defensa son figuras procesales extrañas e innecesarias: si al menor no se le va a sancionar penalmente, el acusador público no tiene razón de estar, a su vez no es necesaria la presencia del defensor porque la medida que va a aplicar el juez es, esencialmente protectora. El juez, por así decirlo, es su propio defensor. Se establece una figura complementaria a la labor tuitiva que está representada por el Ministerio Público, a quien le corresponde velar esencialmente por la recta aplicación de justicia de menores.
Las actuaciones en el proceso tutelar de menores son rigurosamente confidenciales con el ánimo de proteger al menor, considerándose esa reserva como una garantía esencial para la resocialización del menor y para evitar estigmatizaciones en su vida futura. Esta no publicidad se extiende a todas las fases del proceso y el juez determina, conforme a su criterio, quienes tienen acceso a las actuaciones.
El juez no tiene directrices para la valoración de las pruebas. Su amplio poder discrecional le permite valorar las pruebas de acuerdo al interés del menor y su función protectora, lo que es igual a arbitrariedad.
Las decisiones dictadas por los jueces tutelares son apelables en un solo efecto, es decir, son de aplicación inmediata. Al no imponerse penas al menor sino medidas reeducativas, cuya aplicación debe comenzar de inmediato, el efecto suspensivo que produce la interrupción de la aplicación de la medida reeducativa, resulta perjudicial para el proceso de recuperación social.
Las sentencias carecen de la formalidad propia de la jurisdicción ordinaria. Aun cuando las sentencias deben ser motivadas, el poder discrecional del juez le permite salirse de los esquemas rigurosos de la legalidad adjetiva, así como las recomendaciones de los especialistas que observaron al menor, no tienen carácter vinculante para él. En la decisión lo que debe prevalecer es el interés del menor prescindiendo de todo formalismo procesal.
En resumen, son el paradigma de la doctrina de la situación irregular las ideas del niño-delincuente-abandonado como objeto de control social y de los jueces de menores como herramientas de política de estado de control respecto de los potenciales infractores del orden. “En pocas palabra, esta doctrina no significa otra cosa que legitimar una potencial acción judicial indiscriminada sobre niños y adolescentes en situación de dificultad” . Es que la doctrina de la situación irregular, de compasión-represión, legitimaba la disponibilidad estatal absoluta de sujetos vulnerables, que precisamente por serlo, son definidos en situación irregular.
En el marco de esta doctrina la figura del Juez es la más alejada de la función jurisdiccional, cuyo rol por esencia radica en dirimir imparcialmente conflictos mediante la sujeción estricta a la ley, independencia que caracteriza a su función. El Juez de menores, equiparado a la figura del buen padre de familia con amplísima discrecionalidad, goza de poder absoluto respecto al tema tutelar que se confunde normalmente con el ámbito penal.
1.3 La doctrina de la protección integral.
Actualmente se asiste a una suerte de revolución teórica-conceptual que ha conducido a visualizar al niño, niña y adolescente como sujeto de derechos. La Convención sobre los Derechos del Niño aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989, ha constituido, sin duda alguna, el instrumento jurídico más completo y acabado de la nueva concepción de la infancia y adolescencia.
Aparece un nuevo paradigma que obliga a repensar profundamente el sentido de las legislaciones para la infancia y adolescencia, como instrumentos realmente eficaces de defensa y promoción de los Derechos Humanos de todos los niños y adolescentes, y no solamente de la categoría residual “menores” como ha sido concebida la protección bajo el esquema de la doctrina de la situación irregular . Este nuevo paradigma se conoce como la Doctrina de la Protección Integral.
La doctrina de la protección integral se constituye de un conjunto de instrumentos jurídicos internacionales, cuyo antecedente es la Declaración de los Derechos del Niño de 1959. Los instrumentos básicos de esta doctrina son:
1. La Convención sobre los Derechos del Niño, del 20 de noviembre de 1989.
2. Las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la Administración de la Justicia de Menores (Reglas de Beijing del 29 de noviembre de 1985).
3. Las Reglas de las Naciones Unidas para la protección de menores privados de libertad y Directrices para la prevención de la delincuencia juvenil (Reglas de Riyadh del 14 de diciembre de 1990).
Cabe destacar que la Convención sobre los Derechos del Niño, que constituye un documento jurídico con fuerza vinculante para los Estados partes, en su párrafo noveno del Preámbulo, refiere la importancia de otros textos internacionales previos, entre ellos, las Reglas de Beijing, realzando así su valor jurídico, sobre todo a los efectos de la interpretación de disposiciones conexas de la Convención .
La importancia de la Convención es trascendental, ya que ella constituye la reafirmación y consolidación de los derechos del niño, es decir, se sientan las bases de la edificación de los derechos humanos de la infancia y adolescencia, desapareciendo cualquier duda sobre el “ser objeto del derecho a una protección especial” como ha sido concebido por la doctrina anterior. Definitivamente irrumpe como sujeto de todos los derechos reconocidos por la normativa internacional para todos los ciudadanos, y además, tiene los derechos propios a su especial condición de ser humano en desarrollo. Es que, como se ha indicado, el punto central de la doctrina de la protección integral es el reconocimiento de todos los niños, niñas y adolescentes, sin discriminación alguna, como sujetos de plenos derechos, cuyo respeto el Estado debe garantizar. De la consideración del menor como objeto de compasión-represión y de tutela por parte del Estado, a la consideración de la infancia y adolescencia como sujeto de plenos derechos , así como la previsión de los canales idóneos para exigirlos, es lo que caracteriza el tránsito de una doctrina a otra .
Un aspecto central en este proceso es el cambio del término menor por el de niño, que responde no sólo a una opción terminológica, sino a una concepción distinta: el cambio de un ser desprovisto de derechos y de facultades de decisión, por un ser humano, sujeto de derecho, capaz de ejercer derechos fundamentales.
Los postulados más importantes de la Convención sobre los Derechos del Niño y de la propia Doctrina de la Protección Integral son:
1. El cambio de visión del niño, de objeto de compasión y represión a un sujeto pleno de derechos.
2. La consideración del principio del interés superior del niño, que sirve como garantía (vínculo normativo para asegurar los derechos subjetivos de los niños), norma de interpretación y/o resolución de conflictos; y como criterio orientador de las políticas públicas referidas a la infancia.
3. La inclusión de los derechos de los niños dentro de los programas de derechos humanos.
4. El reconocimiento al niño de derechos y garantías en los casos en los que se encuentre en conflicto con la ley, especialmente la ley penal. En este último caso, la necesidad de diferenciar el grado de responsabilidad según el grupo etareo al que pertenezca.
5. El establecer un tratamiento distinto a los niños que se encuentran abandonados con los infractores de la ley penal, separando claramente la aplicación de una política social o política criminal respectivamente.
6. La adopción de medidas alternativas a la privación de libertad, la cual debe ser una medida excepcional y aplicarse por el mínimo plazo posible.
7. El principio de igualdad ante la ley y la no discriminación.
Las características esenciales de la doctrina de la protección integral son:
a) La consolidación de la situación jurídica del niño, niña y adolescente como titular de derechos fundamentales.- La Convención sobre los Derechos del Niño exige reconocer las peculiaridades del disfrute y ejercicio por los niños, niñas y adolescentes de derechos como la identidad, la libertad de expresión, la libertad de pensamiento, conciencias y religión, el derecho de asociación y el derecho de reunión, el derecho a la intimidad y a la vida privada y los derechos de participación tanto a nivel familiar como cultural y social.
El reconocimiento de los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos significa que ellos tienen derecho: al respeto, la dignidad, la libertad, la protección y al desarrollo pleno. Los derechos humanos, son atributos propios de su condición humana. Y gozan, a su vez, de todos los derechos humanos fundamentales y de las garantías reconocidas a los adultos en la Constitución y en las leyes; no pudiendo como ciudadanos – en ningún caso y por ningún motivo- ser tratados como objetos de intervención por parte de la familia, las instituciones (públicas o privadas), la sociedad y el Estado.
De esta manera, se les protege de cualquier decisión, arbitrariedad o ingerencia ilegal por parte del Estado, sus representantes y de toda posibilidad e intento de considerar o tratar al niño, la niña y el adolescente, como menor tutelado por éste.
Importa, además, considerarlos como personas en condición peculiar de desarrollo. Además de los derechos y garantías reconocidos a los adultos, a todos los niños, niñas y los adolescentes deben reconocérsele derechos especiales que garanticen recibir cuidados distintivos. Por que dicha condición particular los torna vulnerables en su desarrollo y en la defensa y ejercicio de sus derechos. Se considera además, que si un derecho se encuentra amenazado o violado, los adultos (familia, sociedad y Estado) están obligados a la realización de medidas concretas de protección, cumplimiento y/o restitución de los mismos.
De esta manera se les protege de la inacción del Estado para implementar políticas públicas de bienestar para los niños y sus familias: como son las políticas sociales básicas, las asistenciales, las de protección especial y las de garantía.
b) La protección integral de los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes a partir de la consideración su superior interés.- La protección integral constituye no solo una serie de dispositivos jurídicos sino una forma distinta de pensar la infancia en el proceso socio cultural, elevándolo en su status jurídico y social. De esta nueva forma de pensar la infancia emerge la concepción del niño como sujeto poseedor de derechos y como destinatario de consideración especial. Estos derechos, son interdependientes y están relacionados con la sobrevivencia, el desarrollo, la participación, la promoción, y la protección de la niñez. Para que la Protección Integral sea efectiva es necesaria la satisfacción, la garantía plena de todos los derechos reconocidos a los niños, las niñas y adolescentes, como personas en condición peculiar de desarrollo.
De esta manera, se les protege de cualquier intento o pretensión de jerarquización, discriminación, restricción, enajenación y/o eliminación de cualquiera de los derechos, por parte de legisladores, jueces, funcionarios, comunidad y familia al momento de tomar decisiones, asignar recursos y ejecutar políticas y programas de acción.
Dentro de este contexto, el interés superior del niño se constituye en la herramienta eficaz para adjudicar un derecho cuando existe conflicto de intereses o discrepancia de derechos, entre un/a niño/a y otra persona o institución. El interés superior, que no puede quedar librado al criterio adulto, esta íntimamente vinculado con el derecho del niño/a a ser escuchado/a y a la participación. Obliga a todos (Juez, legislador, funcionario, familia, etc.) a que, al momento de resolver, de tomar una decisión, se otorgue consideración primordial, dándosele prioridad al interés superior del niño. La prioridad del interés superior del niño consiste en primacía al recibir protección y ayuda en cualquier circunstancia, prioridad en la atención de los servicios u organismos públicos, preferencia en la formulación y ejecución de políticas sociales, y destino privilegiado de recursos públicos en las áreas relacionadas con la protección de la infancia, la adolescencia y la familia. Ello exige que, en los casos sujetos a resolución judicial o administrativa en los que estén involucrados niños, niñas o adolescentes, se verifique la efectiva promoción de sus derechos; prefiriéndolo frente al rigor formal procesal.
De esta manera, se les protege a los derechos del niño, de todo intento de discriminación o limitación, delimitando su aplicación y alcance a todas las medidas concernientes a los niños, ya sean éstas de; carácter legislativo o administrativo, como de, orden público o privado.
c) El reconocimiento de autonomía y participación del niño, niña y adolescente en el ejercicio de sus derechos fundamentales.- La Convención sobre los Derechos del Niño promueve el reconocimiento de autonomía y participación del niño en el ejercicio de sus derechos fundamentales. Están relacionadas con el derecho del niño, la niña y el/la adolescente a participar, a la libertad, a recibir y a buscar información, a ser escuchado y a emitir opinión en todos los asuntos y en todos los espacios que tienen influencia en la vida de los mismos. A que se le designe un representante, que hable en su nombre, no por él, porque nadie puede reemplazarlo, para lo cual y con miras a asegurarle protección especial, es necesario que sea escuchado. Aún en los casos en que el niño es muy pequeño, está muy afectado por una situación o se encuentra acusado de haber cometido un acto ilegal.
De esta manera, se les protege de la arbitrariedad en la toma de decisiones por parte de los adultos (familia, sociedad y estado) y de la tendencia a avasallarlos, desconociendo su condición de sujetos plenos de derechos.
Evidentemente, el reconocimiento de autonomía y participación hace referencia a la corresponsabilidad del Estado, la sociedad y la familia en brindar un nivel de vida adecuado, que promueva la protección y favorezca el desarrollo integral de los niños, niñas y adolescentes. La Convención sobre los Derechos del Niño reconoce los derechos y responsabilidades de los padres, tutores, o de las personas encargadas del niño, en la atención, el cuidado y la educación de los mismos, así como el derecho a recibir apoyo por parte del Estado. Para tales fines obliga, a su vez, al Estado a respetarlos y a prestar asistencia a los padres (o a las personas, servicios e instituciones que se ocupan del niño) para garantizar plenamente todos los derechos consagrados a los niños, las niñas y los/as adolescentes.
Ello delimita un enfoque equilibrado y realista de las responsabilidades del Estado, la Sociedad y la Familia y protege del riesgo o la tendencia, por parte de jueces, legisladores y/o funcionarios, de atribuir a la familia toda la responsabilidad para procurar el bienestar del niño y orienta las acciones de los mismos procurando servicios de fortalecimiento de la familia, de la comunidad y acciones de restitución del o los derechos vulnerados, no interfiriendo, supliendo o quitándoles la potestad arbitraria e ilegalmente a los padres, tutores o guardadores.
En buena cuenta, la doctrina de la protección integral plantea el reconocimiento del niño como sujeto pleno de derechos, posicionando a la infancia y a la adolescencia como ciudadanos de nuestro Estado social -ya no como meros objetos de intervención por parte del Estado, la sociedad y la familia- y posibilita ir exigiendo las concreciones vinculadas a un Estado de Derecho para los niños, niñas y adolescentes.
La doctrina de la protección integral postula un nuevo esquema de relaciones paterno-filiales, basado en un modelo familiar participativo, democrático y en el principio del interés superior del niño.
Existen sin embargo, algunas contradicciones sobre cuya solución parece, en estos momentos, no ser fácil de alcanzar un consenso. Se trata de contradicciones que inspiran las reformas habidas durante la última década, pero que desconocen los verdaderos alcances de los principios de la Convención sobre los Derechos del Niño. Se pueden resumir en tres:
1. La contradicción entre paternalismo y liberalismo. Reconocer el acceso gradual del niño, niña y adolescente al ejercicio de la propia libertad (en la conciencia, la expresión, la reunión, la asociación, y, en general, en la propia realización) choca frontalmente, con dramática frecuencia, con los requerimientos de protección del interés superior del niño frente a las posibilidades de manipulación. Asuntos como el de las sectas o el de la utilización de niños en los “reality shows” son ejemplos de esta tensión.
2. La contradicción entre desarrollo evolutivo y configuración jurídica de edades. Si está fuera de discusión que, psicológicamente, el niño evoluciona de forma paulatina, está también fuera de duda que el ordenamiento necesita, en aras de la seguridad, establecer un régimen claro de edades. Preceptos bienintencionados pueden ser contraproducentes al dejar un margen enorme de arbitrariedad interpretativa que, ante las exigencias de la seguridad jurídica, pueda inclinarse por la interpretación más restrictiva. La solución parece requerir la sustitución de la dicotomía mayoría-minoría por un sistema de tramos –como dice Díez-Picazo “probablemente hay que volver al más antiguo Derecho romano y distinguir niños, infantes, adolescentes y jóvenes” – limitando la incapacidad de obrar genérica para los infantes y desarrollando, a continuación, un sistema que, en lugar de partir de la incapacidad genérica y regular excepcionalmente los actos que los niños pueden realizar (lo que actualmente ocurre), parta de la capacidad de obrar genérica y regule los actos que, en cada tramo de edad, el niño (el adolescente, el joven…) no puede realizar por sí mismo, o bien en que su consentimiento o decisión requiere complementos (esto es, intervenciones de sus padres o representantes legales).
3. La contradicción entre inimputabilidad y seguridad jurídica. Las intenciones humanísticas del correccionalismo condujeron a un sistema de reforma de menores repudiable. Sin embargo, aún subsisten muchas resistencias teóricas en la determinación de la edad mínima a partir de la cual se asume responsabilidad frente a la ley penal o la fijación del plazo máximo de duración de la privación de la libertad; recurriéndose al argumento de la necesidad de penalizar las conductas delictivas de los adolescentes como una garantía de sus derechos, desconociendo que la Convención sobre los Derechos del Niño contiene un marco definido de relación con la justicia y un modelo de intervención educativa basado en la aceptación de la responsabilidad del infractor y en la voluntariedad de participación en todo proceso de carácter educativo y terapéutico.
La supresión de tales contradicciones requiere de la verdadera comprensión de los alcances de la doctrina de la protección integral y de la articulación de los esfuerzos de la sociedad civil y los organismos gubernamentales; traducir las directivas de la Convención en cuerpos jurídicos y políticas sociales en el plano nacional. La mejora de las condiciones de vida de la infancia requiere formas institucionales y cambios legislativos. Convertir el tema de la niñez en prioridad absoluta constituye el pre-requisito político cultural de estas transformaciones. El reconocimiento del niño y el adolescente como sujeto pleno de derechos representa el eje respecto al cual gira este nuevo enfoque de derechos
La fundamentación rigurosa de las medidas adoptadas y una correcta y ponderada interpretación de la ley se restituyen como deberes del Juez especializado. La división de competencias y responsabilidades con el Ministerio Público, así como la obligatoriedad de la presencia del abogado, colocan las bases mínimas para que la arbitrariedad sea sustituida por la justicia.
La infancia en riesgo, producto de las diversas situaciones de abandono, comienza y debe ser percibida como resultado directo de la omisión o inexistencia de las políticas sociales básicas. El niño de la calle, constituye antes que nada, el niño sin escuela y por tanto la asistencia no puede más ser cómplice de la omisión generalizada.
Para los adolescentes en conflicto con la Ley, la asistencia debe transformarse en una política estricta de garantías que colabore a confirmar la categoría adolescente infractor como una precisa categórica jurídica y nunca más como una vaga categoría sociológica. Se es sujeto de derecho y por lo tanto también de responsabilidad.
Los textos que abordan el contenido de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, explicitan los términos y alcances del compromiso nacional en esta materia. No obstante, el carácter de este enfoque exige la articulación de los gobiernos y la sociedad civil para el diseño y fiscalización de las políticas públicas.
Es bueno recordar, que la oposición a la lógica de percibir las necesidades en términos de derechos, no provendrá solamente de aquellos sectores tradicionalmente catalogados como afines al pensamiento conservador. La cultura de la compasión-represión, suele manifestarse también bajo formas aparentemente progresistas, se presenta como eufemismos modernizantes. Leer más